Lara

Lara


Canto primero

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CANTO PRIMERO

I. Créense dichosos los siervos en el vasto dominio de Lara, y ya la Esclavitud olvida su cadena feudal. Lara ha vuelto cuando nadie lo esperaba, si bien tampoco nadie le había olvidado. Ha regresado después de un largo destierro voluntario. Brilla la alegría en todos los rostros en su castillo, donde reina la mayor actividad; puestas sobre la mesa están las copas; flotan al aire las banderas en los torreones; la hospitalaria llama del hogar, por tanto tiempo extinguida, refleja su luz sobre los vidrios pintados de mil colores; en torno de este hogar reúnese un animado círculo que da libre curso a su alegría y a su locuacidad.

II. ¡De regreso el señor de Lara! ¿Por qué habrá atravesado las encrespadas olas de los mares? Al morir su padre le había dejado dueño de sí mismo, en una edad demasiado tierna para que sintiese como debía una pérdida semejante. Herencia de desgracia, peligroso imperio de sí mismo, de que abusa el hombre para destruir la paz del alma. No teniendo nadie que le dirigiese, ni un amigo que le impidiese dar el primer paso en los mil senderos cuya rápida pendiente arrastra al crimen, en el ardor de la juventud, cuando más necesita el hombre obedecer, Lara había empezado a mandar.

Pero ¿a qué seguirle paso a paso en las extraviadas sendas que recorrió? Corto pareció el camino a su inquieta impaciencia; con todo, fue bastante largo para perderle casi por completo.

III. Ha abandonado Lara, joven aun, la morada de sus antepasados, y desde el día en que se despidió de ella, se ha ignorado siempre hacia qué parte ha dirigido sus pasos. Su mismo recuerdo parece haberse extinguido. «El padre ha muerto y el hijo está ausente», he aquí lo único que dicen los vasallos; he aquí todo lo que saben. Lara no vuelve ni envía mensajeros: casi todos empiezan a olvidarle, los demás se complacen todavía en formar conjeturas. No resuena ya más su nombre en su castillo; ennegrécese su retrato, en su marco ahumado; otro señor consuela a la que había de ser su esposa; los jóvenes no le recuerdan, los viejos van desapareciendo. Pero ¿vive todavía? exclama impaciente su heredero, que suspira por un duelo a que no puede asistir. Cien escudos enmohecidos adornan la antigua morada de los Lara: uno solo falta entre ellos, que de buena gana añadirían a este gótico trofeo.

IV. Mas he aquí que llega por fin. ¿De dónde viene? Nadie lo sabe. ¿Qué se propone hacer? No hay necesidad de adivinarlo. Su prolongada ausencia debe sorprender, no su inesperado regreso. Solo le acompaña un paje, que parece extranjero y de corta edad.

Rápidamente han pasado los años, su carrera ha sido tan veloz para el hombre que lleva una vida errante como para los que no abandonan un instante el paterno hogar, la tierra natal. Pero el no saber noticias de los lejanos climas de donde llega Lara parece haber hecho más lento el vuelo del tiempo; ven a Lara, le reconocen, y, sin embargo, el presente parece dudoso y el pasado se ofrece como un sueño. Vive y se encuentra todavía en la fuerza de la edad, aunque las fatigas y el estrago de los años se han esculpido con indelebles caracteres en su rostro.

Cualesquiera que hayan sido las faltas de su juventud, han podido borrarlas de su memoria los diversos sucesos de su vida. Ha mucho tiempo no se ha sabido nada de él que merezca elogio o censura; Lara puede sostener la gloria de su familia.

En otros tiempos había dado pruebas de orgullo, juveniles extravíos propios del joven que ama, más que todo, los placeres, y a menos que hayan sido mayores con la edad, pueden serle perdonados sin exigirle grandes remordimientos.

V. Pero Lara ha cambiado mucho; sea el que fuere, sin trabajo se puede reconocer que no es el que ha sido. Las precoces arrugas de su ceñuda frente presentan las huellas de las pasiones, pero de pasiones antiguas; descúbrese en él el orgullo, pero no el fuego de sus primeros años; su aspecto frío y reservado, su carácter indiferente a los elogios, una marcha altiva y una mirada penetrante que adivina los pensamientos. Hablaba este lenguaje ligero y burlón, arma aguda que aceran las ofensas del mundo y manejan los por el mundo ofendidos, arma, cuyos golpes dados con falsa jovialidad, no dejan ni a uno el consuelo de la queja en los heridos por ella. He aquí lo que se podía observar en Lara, esto y algo más que no podían revelar ni su mirada ni el acento de su voz.

La ambición, la gloria, el amor, supremo fin a que tienden todos los hombres y que sólo pocos lo alcanzan, parecía no tener entrada en su corazón; pero se hubiera dicho que solo era así desde hacía poco tiempo; algunas veces un sentimiento profundo y secreto, que en vano se intentaba penetrar, se descubría un momento sobre su frente que se ponía lívida.

VI. No gustaba de que le hicieran largas preguntas acerca del pasado; nunca se le oía elogiar las maravillas de los desiertos salvajes que él solo había recorrido en lejanos climas, ni de los mundos que se complacía en hacer pasar por ignorados: en vano se interrogaba a sus miradas; en vano también dirigíanse a su compañero; Lara evitaba siempre hablar de lo que había visto, como cuestión poco digna de excitar el interés de un extraño: y si por casualidad las preguntas se repetían, excitándole, su frente se arrugaba y sus palabras eran cada vez más escasas.

VII. No sin placer viósele de regreso entre los suyos; descendiente de una antigua familia, y comandante en jefe de numerosos navíos, visitaba a los señores de la comarca, asistía a cuantas fiestas y juegos se celebraban; pero simple testigo de sus regocijos o de su aburrimiento, no participaba de una cosa ni de otra. Nunca se le vio apetecer lo que todos perseguían, impulsados por una esperanza siempre engañosa, aunque nunca desmentida, el humo vano de los honores, las riquezas, cuestión más sustancial, la preferencia de las bellas o el despecho de un rival.

Habíase trazado en torno suyo un círculo misterioso que le aislaba del resto de los hombres, prohibiéndoles que se acercaran. La severidad de su mirada mantenía a la frivolidad a distancia respetuosa. Los de carácter tímido, que le veían de más cerca, observábanle en silencio, comunicándose en secreto sus temores, y los que demostraban en favor suyo intenciones más amistosas, hallábanse en minoría, confesando los más prudentes, que era mucho mejor de lo que sus apariencias anunciaban.

VIII. ¡Cambio extraño! ¡Aquel hombre, en su juventud, había sido la personificación del movimiento, de la vida! Amante de los placeres y de los combates, gozando simultáneamente de las delicias del amor, del campo del honor, del océano, de todo aquello, en fin, que pudiera proporcionarle un goce o un peligro, habíalo probado todo; había agotado todas las fuentes del placer y del dolor, siempre enemigo de la insustancial moderación, ¡pretendiendo escapar por el ardor de sus sentimientos a sus mismos pensamientos! Las tempestades de su corazón, desafiaban desdeñosamente a los elementos y sus tormentas y sus transportes interrogaban al cielo, ¡preguntándole si poseía encantos comparables a los que él gozaba! Esclavo de todas las pasiones extremas, ¿cómo se despertaba de sus extraños sueños? ¡Ay! sin duda maldecía a su marchito corazón que no quería todavía romperse.

IX. Los libros parecían, a su regreso, excitar en alto grado su curiosidad, él, ¡cuyo solo libro había sido hasta entonces el hombre mismo!

Con frecuencia, guiado por un repentino capricho, separábase de todo el mundo; y entonces los servidores del castillo, cuyos servicios reclamaba pocas veces, podían verle marchar a pasos precipitados por la ancha galería donde se hallaban colocados en largas filas los retratos de sus progenitores. Oíase (esto se contaba en voz muy baja) el sonido de una voz que no era la suya, ni la de ningún ser humano. Y decíase: «Ello es cierto que se ha visto algo, no se sabe qué, pero algo extraordinario. ¿Por qué razón detiene siempre sus miradas sobre ese cráneo arrebatado a una tumba por una mano profana, y colocado al lado de su libro favorito como para espantar y alejar a todos menos a él? ¿Por qué no duerme donde los otros dormían? ¿Por qué detesta la música? ¿Por qué no recibe visitas? ¿Todo esto no está bien? ¿Pero dónde está el mal? Algunos tal vez lo sabrán, pero debe ser una historia muy larga. Por otra parte, los que algo saben tienen bastante discreción y prudencia, para decir que sus conjeturas son únicamente vagas sospechas. Sin embargo, si quisieran hablar, ya podrían hacerlo».

Tales eran poco más o menos las conversaciones que sostenían los vasallos de Lara en su castillo.

X. Es de noche. Nada turba el curso tranquilo del río que parece inmóvil y sin embargo se desliza como la dicha, poco a poco: el puro cristal de sus ondas, reflejaba como un espejo mágico los astros inmortales de la bóveda celeste: sus riberas adornadas de árboles de verde follaje y de las más bellas flores que tan bien saben atraer a las abejas como ellas eran las que sirvieron a Diana, para tejer guirnaldas todavía niña: no serían otras las que la Inocencia elegiría para ofrecer al amor.

El agua piérdese en canales cuyas revueltas simulan los repliegues y brillantes curvas de la serpiente; en el aire y en la tierra todo era sereno y dulce, tanto, que la aparición de un espíritu no hubiera asustado a nadie, de tal modo habría parecido imposible que un genio maléfico hubiese tenido entrada en sitio tan encantador. En noche tan bella, sólo los buenos eran llamados a gozar. De este modo pensaba Lara, que se alejó repentinamente, dirigiendo sus pasos hacia el castillo. Su alma no podía resistir aquel cuadro que le recordaba tiempos mejores, cielos más puros, astros más brillantes todavía, noches más dulces, corazones que ya… No, no: la tempestad podía bramar sobre su cabeza sin causarle la menor emoción, pero una noche tan bella, no era sino una amarga burla, para un alma del temple de la suya.

XI. Pasea a grandes pasos por las habitaciones solitarias: su sombra gigantesca le sigue a lo largo de las paredes cubiertas con los cuadros, representando a hombres de otros tiempos. Todo cuanto han dejado de sus virtudes o de sus crímenes, además de una vaga tradición, son las sombrías cavernas donde descansan sus cenizas, sus debilidades y sus vicios y el registro pomposo de las edades, donde la pluma de la historia marca la alabanza o el desprecio, haciendo pasar sus mentiras por incontestables verdades.

La luna que atraviesa los pintados vidrios, ilumina con sus rayos las losas del suelo, el techo cincelado y las figuras de santos en oración, esculpidos con raros atributos encima de las góticas ventanas.

Lara se pasea y medita. Los rizados bucles de sus cabellos, sus negras cejas, el movimiento agitado de su penacho: todo parece rodearle de los atributos de un fantasma, dando a su aspecto el terror de las tumbas.

XII. Son las doce. El sueño domina a todos. La llama incierta de una sola lámpara, parece prestar su claridad, a pesar suyo, entre las tinieblas. Un ruido sordo deja oírse en el castillo: es un grito de alarma, un grito prolongado, al cual sucede el silencio más profundo. Los servidores de Lara se despiertan sobresaltados; se levantan y temblando, aunque valientes, acuden al sitio donde la voz llamó en su socorro: en una mano llevan una antorcha medio encendida y en la otra la espada desnuda: en su turbación han olvidado sus cinturones.

XIII. Encuentran a Lara extendido sobre el suelo, frío como él y pálido como los rayos de luna que iluminan su rostro: su sable a medio salir de la vaina certifica un peligro superior a los temores más vulgares. Todavía conserva su firmeza, o al menos la ha conservado hasta el momento supremo: sus cejas fruncidas manifiestan su furor; aún insensible, como se halla, al movimiento de terror que hace que sus labios se estremezcan, mézclase el deseo de verter sangre; palabras amenazadoras a medio articular, imprecaciones de una orgullosa desesperación, parecen haber expirado en sus labios: sus ojos están medio cerrados, pero la mirada feroz del guerrero brilla en ellos todavía, como fija en un horrible reposo.

Lo levantan y lo trasportan a sitio más cómodo. ¡Silencio! Ya respira. Va a hablar: los colores vuelven a sus atezadas mejillas: sus labios recobran el color.

Su mirada, todavía vaga, parece irse animando y todos sus miembros van recobrando poco a poco el juego de sus funciones; pero sus palabras pertenecen a un idioma que no es el de su patria: reconóceselas fácilmente como de una lengua extranjera, como si se dirigieran ¡ay! a unos oídos que no podían ya escucharlas.

XIV. Aproxímase su paje, y él sólo parece comprender el sentido de aquellas palabras. Las alteraciones que experimentan los colores de su tez, prueban que Lara no confesaría semejantes frases y que su paje se guardaría muy bien de traducirlas. El estado en que encuentra a su señor le admira menos que a todos cuantos le rodean; inclínase sobre el cuerpo de Lara y le habla en aquella lengua que parecía la suya. Lara le escucha, y su voz parece calmar poco a poco los horrores de su sueño, si era un sueño lo que así agobiaba su corazón. Pero ¡ay que no tenía necesidad de dolores fantásticos!

XV. Sea el que fuere el objeto visto por él, en sueños o en realidad, es un secreto sepultado en el fondo de su corazón: si no lo ha olvidado, al menos no hablará de ello jamás.

La aurora aparece y devuelve el vigor a su cuerpo fatigado: no solicita ni el auxilio de la medicina, ni el de la religión, y en seguida, prosiguiendo él mismo en acciones y lenguaje, vuelve a emprender sus normales ocupaciones.

No es más frecuente su sonrisa, ni menos sombría su frente; y si el retorno de la noche, no le es agradable, no por eso lo da a entender a sus asombrados servidores, cuyos estremecimientos denuncian bien a las claras, que sus temores no han logrado disiparse por completo.

Sus servidores, temblorosos, se retiran de dos en dos (solos no se hubieran atrevido), evitando la fatal galería. La bandera que se despliega en el aire, el ruido de una puerta, el roce con un tapiz, el eco de las pisadas, la sombra que proyectan los árboles más cercanos, el vuelo del murciélago, el silbido de la lechuza; todo cuanto ven, todo cuanto oyen les espanta más y más a medida que la noche extiende su velo sombrío sobre las pardas murallas del castillo.

XVI. ¡Vanos terrores!… Aquella hora de espanto, cuya causa siguió desconociéndose, no retornó, o Lara supo fingir un olvido que aumentó el asombro de sus vasallos sin disminuir por eso sus temores. La memoria había huido al recobrar su serenidad, puesto que ni una palabra, ni una sola mirada de su señor, hizo traición ante ellos de un sentimiento que pudiera recordarles las angustias de su alma delirante. ¿Había sido un sueño? ¿Había sido su boca la que había pronunciado aquellas frases de un idioma extranjero? ¿Habían sido sus gritos los perturbadores de su sueño? ¿Su corazón oprimido había cesado de latir? ¿Habían sido sus ojos, saliendo fuera de sus órbitas, los que tanto les habían espantado? ¿Podía él haber olvidado un sufrimiento tal, que aun los mismos testigos se estremecían al recordarlo? ¿O acaso aquel silencio probaba que su memoria hallábase profundamente contenida en uno de esos secretos que devoran el corazón, sin poder desleírse en palabras? Lara había sabido a la vez sepultar en el suyo los efectos y la causa. Observadores vulgares no podían estudiar el progreso de aquellos pensamientos que los labios de los mortales no revelan más que a medias y por intervalos, interrumpiéndose con frecuencia.

XVII. Lara reunía en sí mismo la mezcla inexplicable de todo cuanto merece ser amado y odiado, buscado y evitado.

La incierta opinión acerca de su vida misteriosa prestaba a su nombre ya el elogio, ya el desprecio; su silencio servía de pasto a las conversaciones de toda la comarca; formábanse conjeturas, comunicábanse su estupefacción, ardíase en deseos de conocer sus secretos destinos. ¿Qué habrá sido, qué era aquel hombre desconocido que vivía entre sus vasallos, sin que de él se supiera otra cosa que su ilustre origen? ¿Era, por ventura, el enemigo de su especie? Pretendían algunos haber visto frecuentemente iluminarse su frente; pero confesaban que su sonrisa, examinada de cerca y con atención, cesaba de ser franca y convertíase en una risa burlona; decíase también, que si aparecía sobre sus labios no duraba mucho en ellos, y que en vano habíase buscado en sus ojos la expresión de la alegría que afectaba. De cuando en cuando había más dulzura en la mirada de Lara, como si primitivamente la naturaleza no le hubiese dado un corazón de roca: pero en seguida su alma parecía reprimir una debilidad indigna de sí y de su orgullo, pareciendo excitarse a la severidad, como si desdeñase desvanecer una duda a la estimación fingida de los hombres. ¿Era aquella una especie de pena dictada a su corazón para castigarle de una ternura que había turbado su reposo? ¿Pretendía en su inquieto pesar, forzar al odio a aquel corazón, como pena de haber amado con exceso?

XVIII. Fermentaba en Lara un continuo desdén por todo, como si ya hubiera sufrido lo peor que puede sufrirse. Vivía extranjero en la tierra como un espíritu errante y rechazado de otro mundo. Dotado de una imaginación sombría, habíase creado en otro tiempo por capricho, los peligros de que por azar había escapado; pero en vano, pues que su recuerdo era a la vez para su alma, un manantial de triunfos y de remordimientos.

Habiendo sido dotado para el amor de más fuerza que la concedida al resto de los mortales, sus sueños de virtud, pasaron desde muy temprano los límites de la realidad; una tormentosa virilidad sucedió a su gastada juventud. Y no le quedó más que el recuerdo de aquellos años consumidos en perseguir a un fantasma, y del mal uso de la energía concedida a su alma para más prudente empleo.

Entregado a pasiones ardientes, sus estragos habían ido sembrando la desolación tras de sus pasos, y no habían dejado a sus mejores sentimientos más que su turbación interior y las crueles reflexiones que inspira una vida agitada por continuas tempestades. Pero siempre altivo y lento en condenarse, daba la mitad de la culpa a la naturaleza, y atribuía todas sus faltas a aquel cuerpo de carne destinado por ella a servir de prisión al alma y de pasto a los gusanos de la tumba, hasta que, por fin, confundiendo el bien y el mal, acabó por llamar a los actos de su voluntad, ¡decretos del destino!

Muy por encima del egoísmo general humano, sabia en casos dados sacrificarse por el bienestar del prójimo. ¿Era en él esto caridad o deber? No. Más bien era extraña perversidad que inspiraba a su orgullo para que hiciese lo que muy pocos hombres se hubieran atrevido a hacer como él. Era la misma fuerza que en otro tiempo le impulsaba a preferir las vías del crimen. ¡De tal manera cuidaba de separarse por el bien o por el mal, de aquellos que como él habían recibido vida mortal! No escuchando más que al odio que le inspiraban, había su espíritu fijado su trono lejos de este mundo, y en regiones que el mismo habíase creado; ¡y allí, sumido en las frías meditaciones de su desdén, su sangre parecía circular con más sosiego! ¡Ojalá que nunca hubiera sido inflamada por el crimen! ¡Dichoso él si hubiera siempre gozado de aquella frialdad glacial!

Verdad es que seguía el mismo sendero que todos los hombres; cierto es que en apariencia hablaba y obraba como ellos, sin ultrajar a la razón ni en el menor desvío. La locura era de corazón, no de cabeza; perdíase raramente en sus razonamientos y nunca descubría el fondo de su alma lo bastante para extrañar a los que le escuchaban.

XIX. A pesar de sus apariencias frías y misteriosas, a pesar del placer que sentía en permanecer desconocido, había aprendido el arte (si no era en él un don de la naturaleza) de hacer grabar su recuerdo en el corazón de los demás.

No inspiraba odio ni amor, nada quizás que en palabra puede expresarse, pero cuantos le veían, no le veían en vano y nunca cesaban de hablar de él.

Aquellos a quienes dirigía sus palabras, reflexionaban sobre ellas, después de haberlas escuchado por banales que fuesen. Sin que pueda definirse el por qué y el cómo, insinuábase en la imaginación del que le escuchaba hasta inspirarle interés o desvío. Sea por lo que fuere, la impresión era duradera. Nadie podía leer en su alma, precisamente al quedar sorprendido de que él penetraba fácilmente en las de todos. Su presencia acudía siempre a la memoria; interesaba a la fuerza; y en vano negábanse algunos a alimentar este sentimiento, que él parecía lanzar un reto al desdén y al olvido de los hombres.

XX. Celebróse una fiesta adonde acudieron gran número de damas y caballeros; todos aquellos, en fin, a quienes la cuna o el dinero había concedido un alto rango en el país.

Lara, dotado de esta doble circunstancia, había sido invitado como los otros señores de la comarca a personarse en el castillo de Othon.

Una reunión numerosa hallábase reunida en los salones esplendentemente iluminados, y donde los placeres de la mesa y del baile, llamaban a los convidados.

La danza de las jóvenes beldades parecía encadenar con dulces lazos la gracia y la armonía: ¡venturosos los corazones novicios y las manos amorosas que forman grupos a su capricho! Verdaderamente que es un cuadro muy capaz de despejar una frente sombría, de hacer sonreír hasta a un viejo, y soñar a la juventud, dispuesta a olvidar en medio de los trasportes de una ruidosa alegría, que aquellos dulcísimos momentos pasando están sobre la tierra.

XXI. Lara asistía a esta fiesta, con aspecto alegre y tranquilo: si su alma estaba triste, su frente sabia desmentirlo. Seguían sus ojos los movimientos graciosos de las que bailaban, cuyos ligeros pasos no despertaban eco alguno.

Apoyado en una columna, con los brazos cruzados sobre el pecho, contemplando el cuadro que a sus ojos se ofrecía, no se apercibió de que unos ojos severos, estaban fijos en él. ¡Lara no consentía una mirada escrutadora!… y notó al fin aquélla: pertenecía a un rostro desconocido que indudablemente no buscaba más que al suyo. Aquel hombre tan curioso parecía extranjero. Hasta entonces no había examinado más que a Lara, pero sin ser apercibido.

Repentinamente, encuéntranse sus ojos, y se interrogan mutuamente poseídos de muda sorpresa. Píntase una ligera turbación en la frente de Lara. Sin duda es efecto de la desconfianza que el desconocido le inspira. Aspecto feroz es el de éste que parece expresar más de lo que el vulgo adivinar puede.

XXII. ¡Es él! exclama. Y esta frase se repite en voz baja de boca en boca. —¿Es él? —¿Quién es él? pregúntase por todos lados, hasta que esta pregunta llega por fin a oídos de Lara. Estas palabras extrañas que recorren los salones, la fisonomía del desconocido, parecen inexplicables a todos, y excitan el general asombro.

Lara permanece inmóvil y no cambia de color. El primer movimiento de sorpresa que consiguió turbarle, ha mucho ya que desapareció. Sin demostrar emoción alguna, sus ojos recorren el salón: el extranjero, sin embargo, no cesa de mirarle. Por fin, acercándose, exclama con altivo desdén: —¡Es él! ¿Cómo es que está aquí? ¿Qué viene a hacer aquí?

XXIII. Aquello es ya demasiado. Lara no puede dejar sin respuesta una pregunta repetida con tono tan altivo e imperioso. Frunciendo el entrecejo, pero con acento frío, y más bien firme que arrogante, diríjese al audaz interrogador y le dice:

—«Lara me llamo. Cuando conozca tu nombre, no dudes de que sabré responder a la extraña cortesía de un caballero como tú. Lara me llamo. ¿Quieres saber más todavía? Ninguna pregunta evito ¡máscara no llevo!»

—«¿No evitas ninguna pregunta? Piénsalo bien. ¿No hay una, a la que tu corazón no se atrevería a responder, si tu oído se atreviera a escucharla? ¿Acaso te soy desconocido? Mírame con atención. ¡Ah, si en vano no te ha sido dada la memoria, una deuda tienes contraída, que inútilmente deseas anular! ¡la eternidad te prohíbe olvidarla!»

Lara examina al extranjero tranquilamente, pero no halla conocido ni uno solo de sus rasgos, y no dignándose responderle, en tono de duda, vuelve la cabeza con aire desdeñoso y se dispone a retirarse, pero el feroz extranjero le ordena que se quede.

—«Sólo una palabra tengo que decirte, añade; responde a un caballero, que si tú fueras verdaderamente noble, sería tu igual; quien quiera que hoy seas; quien quiera que hayas sido, responde y no frunzas el ceño.

Si lo que voy a decir es falso, fácil te será desmentirme. El que te habla desconfía de tu sonrisa, pero tu frente amenazadora no le hace temblar. ¿No eres tú aquel cuyas acciones…?»

—«Quien quiera que seas, palabras tan vagas, acusadores como tú, interrumpió Lara, no merecen ser escuchados por mucho tiempo. Crean enhorabuena algunos, el cuento, ¡maravilloso sin duda que este principio nos promete! Festeje Othon a un huésped tan cortés, ¡por ello le daré las más cariñosas gracias!»

Othon, sorprendido, se adelantó al oír estas palabras:

—«Cualquiera que sea, dijo, el secreto que existe entre vosotros, no me parece conveniente turbar la fiesta con una querella. Si el noble Ezzelin, tiene que descubrir algo que interese al conde Lara, espere a mañana para explicarse aquí o en otro sitio, como mejor convenga a ambos contendientes. ¡Ezzelin! Yo respondo de ti. Tú no eres desconocido, por más que recién llegado de otro mundo, como el conde Lara, tan larga ausencia casi te haya hecho aparecer extranjero a nuestros ojos. Si como lo auguro de la sangre ilustre que corre por sus venas, Lara ha heredado el valor y el mérito de sus antepasados, creo no se ha de mostrar indigno de su glorioso nombre, y nada rehusará de lo que reclaman las leyes de la caballería».

—«Pues bien, hasta mañana, repuso Ezzelin; póngasenos a uno y a otro aquí a prueba, y juro por mi vida y por mi espada, ¡no decir nada que cierto no sea! Así estuviera tan seguro de ser admitido en el cielo».

¿Qué responde Lara? Su alma entrégase a meditaciones profundas. Todas las palabras, todas las miradas, solo a él se dirigen. Las suyas se pasean en silencio sobre la asamblea y solo denuncian el más completo desdén. ¡Ay! aquella indiferencia atestigua demasiado la fidelidad de su memoria.

XXIV. —«¡Mañana! ¡Pues bien! sí, ¡mañana!» Estas palabras dos veces repetidas, fueron las únicas que salieron de la boca de Lara. Ningún rastro de cólera dibujóse sobre su frente, ni en el fuego de sus miradas; sin embargo, había en el tono de su voz, algo que anunciaba una determinación irrevocable, aunque desconocida. Tomó su capa, saludó con una inclinación de cabeza y abandonó la reunión. Al pasar por el lado de Ezzelin, respondió con una sonrisa a la amenazadora mirada con que el caballero pretendía agobiarle. No era la sonrisa de la alegría, ni la del orgullo contenido que se venga con el desdén de no poder descargar su resentimiento; era la sonrisa de un corazón seguro de sí mismo en lo porvenir.

¿Aquella sonrisa anunciaba la paz y la calma de la virtud, o el crimen endurecido, gracias a una larga desesperación? ¡Ay! una cosa y otra parécense demasiado en su confianza para no ser fácilmente reconocidos sobre la frente de un hombre o en la menor de sus palabras: únicamente las acciones pueden demostrar lo que tanto cuesta adivinar a la inexperiencia.

XXV. Lara llamó a su paje y se retiró; aquel joven, traído por él desde los climas más lejanos, iluminados por los astros más brillantes, obedecía prontamente tanto a sus palabras como a sus gestos.

Dócil sin impaciencia, a pesar de su juventud, y silencioso como su señor, había abandonado por Lara su país natal: su fidelidad sobrepujaba a lo que podían dar de sí su estado y su edad. Aunque no ignoraba el idioma del país, raramente Lara servíase de él para trasmitirle sus órdenes: y apenas oía la lengua de su patria, corría y respondía sin vacilar a aquellos acentos que le recordaban sus montañas, la ausente voz de sus ecos, sus padres y sus amigos, a quienes nunca más debía volver a ver y a los que había renunciado en gracia del que todo lo era para él, siendo su único guía en la tierra. ¿Cómo admirarse, pues, de verle siempre al lado suyo?

XXVI. Su estatura era esbelta: el sol de su país no había dañado la delicadeza de sus facciones: sus rayos abrasadores no habían tostado sus mejillas, que se coloreaban a menudo, con un pudor involuntario. Y no era seguramente ese encarnado, indicio seguro de la salud y de la dicha, sino la expresión de una pena secreta, cuyo sentimiento más vivo denunciábase a cada paso de este modo. El fuego de sus ojos parecía robado a los astros y encendido por un pensamiento eléctrico: sus largos párpados prestaban melancólica dulzura a sus negras pupilas: notábanse en ellas, sin embargo, más altivez que tristeza y una tristeza que parecía no poder consolarse con nada humano. Los juegos propios de su edad, las diversiones bulliciosas de los pajes, no tenían para él ningún atractivo.

Permanecía durante horas enteras con los ojos fijos en Lara: todo lo olvidaba: todo lo reconcentraba en aquella mirada estática. Cuando no acompañaba a su señor, complacíase en pasear por sitios solitarios.

Sus respuestas eran breves. Nunca preguntaba nada. Los bosques, eran su paseo favorito; sus placeres, la lectura en un libro de idioma extranjero; su lecho de reposo, las orillas de los límpidos arroyos: parecía, al igual de su señor, vivir aislado de todo cuanto encanta a los ojos y al corazón, hallarse imposibilitado de fraternizar con los hombres, y no haber recibido de la tierra más que el don amargo de la existencia.

XXVII. Si a alguien amaba, era a Lara seguramente: pero tan solo el respeto y la obediencia atestiguaban su afección: mudo y celoso, su interés adivinaba los menores deseos de su señor, y para darle cumplimiento, ni esperaba a que le fuesen indicados. Y había altivez en todo cuanto hacía: la altivez de un carácter soberbio que no puede sufrir las reprimendas. Si se rebajaba a prestar cierta clase de cuidados propios solamente para manos serviles, solo sus acciones obedecían y su aspecto mandaba, como si lejos de hallarse guiado, por el interés de un vil salario, obedeciera menos a las órdenes de Lara que a su propia voluntad.

Lara solo exigía de él débiles servicios, como el de sostenerle el estribo cuando montaba a caballo, guardarle su espada, afinar su arpa, y leerle libros escritos en antiguos siglos y en lenguas extranjeras. Nunca el paje se mezclaba con los demás servidores, a los cuales no demostraba ni deferencia, ni desdén, sino una estudiada reserva, que probaba no tener él nada de común con aquella gente mercenaria. Cualquiera que fuesen su cuna y su rango, su carácter se doblegaba ante Lara, pero ante nadie más absolutamente. Parecía descender de noble origen y haber conocido tiempos más felices. Ninguna señal de trabajos vulgares encallecía sus manos. Eran tan delicadas y tan blancas, que comparándolas con su tez, hubieran hecho creer que pertenecía a otro sexo, si sus vestidos no hubieran dicho lo contrario. Había también en sus miradas algo de salvaje y feroz, impropio de ojos de mujer; era una expresión de fuego que anunciaba la influencia de un clima ardiente en aquel cuerpo delicado, expresión que solo se notaba en su aspecto, nunca en su lenguaje.

Kaled era su nombre, aunque decíase que llevaba otro antes de abandonar sus montañas. A veces, en efecto, sucedíale no responder a su nombre, con insistencia repetido, como si le hubiera sido poco familiar: o bien se le veía volverse bruscamente, como si al fin se hubiera acordado de que aquel nombre era el suyo: pero si era la voz querida de Lara la que le llamaba, entonces sus oídos, sus ojos, su corazón parecían prestar atención doble.

XXVIII. La querella imprevista, por todos notada, no había pasado desapercibida para el joven paje. Cada cual mostrábase ante él sorprendido de la sangre fría con que el audaz caballero había amenazado y de la paciencia del altivo Lara, después de tal insulto por parte de un extraño. Al oír estas palabras, Kaled cambió muchas veces de color; palidecieron sus labios y a la vez se inflamaron sus mejillas: cubrióse su frente de ese sudor helado que nos cubre, cuando el corazón cede bajo el peso de un pensamiento que en vano quiere rechazarse. Sí, hay cosas que debemos atrevernos a llevar a cabo antes que la tardía reflexión nos advierta. Fuesen las que fueren las ideas de Kaled, bastaron para hacerle enmudecer y turbar su rostro. Contemplando estuvo a Ezzelin, hasta que Lara dejó caer sobre él al pasar una sonrisa de desdén: entonces Kaled volvió en sí: aquella sonrisa le enseñó más que a los otros decía el aspecto de Lara. Siguióle rápidamente y pronto ambos desaparecieron. Todos los que quedaron en el castillo, creyeron por un momento que se les había dejado solos. Cada cual había examinado atentamente las facciones de Lara: cada cual se había identificado de tal modo a la escena de que había sido testigo que cuando la sombra del noble hubo traspasado los umbrales de la puerta, todos los corazones palpitaron como al despertar de un sueño terrible, al que no podemos dar visos de verdad, pero que todavía nos sigue espantando, porque todo cuanto hay de peor, está siempre casi al lado de la verdad.

Lara y Kaled desaparecieron… Ezzelin permaneció todavía un momento, con frente sombría y aspecto altivo: pero antes de trascurrir una hora saludó a Othon y salió también.

XXIX. La multitud se ha disipado. Todos los convidados reposan. El castellano y sus huéspedes se han retirado a sus habitaciones. En ellas cálmase la alegría, y el pesar suspira llamando al sueño, dulce olvido de la vida, en el cual el infortunado busca un refugio contra sus males. Allí, duermen igualmente la esperanza del amor delirante, la perfidia y la maldad, los tormentos del odio y los proyectos de la ambición envidiosa. Las alas del olvido ciérnense sobre todos los ojos y la existencia permanece como encerrada dentro de una tumba. ¿Qué otro nombre conviene mejor al lecho del descanso, verdadero sepulcro de la noche, asilo universal, donde la debilidad, la fuerza, el vicio y la virtud yacen en idéntica desnudez? ¡Dichoso el hombre, pues que puede respirar un momento sin sentirlo, para luchar al siguiente día, contra el terror a la muerte, intentando evitar este último sueño, el más dulce de todos, puesto que en él no se sueña!

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