Lara

Lara


Canto segundo

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CANTO SEGUNDO

I. La noche se disuelve; la aurora disipa los últimos vapores que coronan las montañas y la luz despierta al universo: un día más háse añadido a los días del hombre, que poco a poco se va acercando a su último día. La naturaleza omnipotente, aparece como en el día de su creación: el sol se halla en los cielos y la vida en la tierra: las flores adornan a los valles; el astro del día resplandece: la brisa respira salud: los arroyos dan frescura.

¡Hombre inmortal! Admira las bellezas de la naturaleza, y di en la alegría de tu corazón: —«¡Todo es mío!» ¡Admíralas, mientras sea permitido a tus encantados ojos admirarlas! ¡Dia vendrá en que ya no serán tuyas!

Y entonces, cualesquiera que sean, los recuerdos que se evoquen sobre tu mudo sepulcro, los cielos y la tierra no te concederán ni una lágrima siquiera: ninguna nube se pondrá sombría, ninguna hoja caerá antes de tiempo, ningún céfiro suspirará por ti: ¡pero en cambio los rastreros gusanos se apoderarán de su pasto y prepararán tus despojos para fertilizar la tierra!

II. La aurora ha brillado: el sol ha recorrido la mitad de su carrera: los caballeros se reúnen en presencia de Othon, y se agrupan a su voz: ha llegado la hora designada para decidir de la reputación de Lara.

Ezzelin va a repetir su acusación; va a decir la verdad, cualquiera que sea; de ello ha dado su palabra. Lara ha prometido escucharle a la faz del cielo y de los hombres. ¿Por qué no acude Ezzelin? Un acusador que debe hacer tales revelaciones, ¿no debía darse más prisa?

III. La hora ha pasado. Lara, exacto a la cita; demuestra una firme confianza, y la sangre fría de la paciencia. ¿Por qué no acude Ezzelin? Ya se murmura… la frente de Othon se anubla.

—«Conozco a mi amigo, exclama: no puedo poner en duda su buena fe; si existe aún, esperadle. El techo bajo que ha reposado esta noche, es el valle situado entre mis dominios y los del noble Lara. Hubiera aceptado la hospitalidad en mi castillo, y caballero como es lo hubiese honrado: si ha rehusado ser mi huésped, es porque ha tenido necesidad de ir en busca de pruebas, y prepararse para el día de hoy. He dado mi palabra en su nombre: vuelvo a darla, y dispuesto me hallo a borrar la mancha que hubiera impreso en la caballería».

Dijo, y Lara respondió:

—«He venido a este sitio cumpliendo tu deseo, para prestar atento oído a los cuentos pérfidos de un extranjero, cuyas palabras hubieran herido profundamente mi corazón, si no le hubiera despreciado como a un insensato o un vil enemigo. No le conozco… Él parece haberme conocido en países que… ¿Pero, por qué he de perder así el tiempo en vanas palabras? Presenta al denunciador, o sostén tu palabra con tu espada».

El rostro del altivo Othon, encendióse en cólera; arrojó su guante, y sacó su espada de la vaina.

—«Pues bien, dijo, prefiero esto último: respondo por mi huésped ausente».

Nada alteró la sombría palidez de las facciones de Lara, por más que se viera en la necesidad de morir o de matar a Othon. Sus ojos demostraban un enojo sin piedad. Armóse también de su espada: su mano probó que conocía perfectamente su uso, por la facilidad con que agarró la empuñadura.

En vano los caballeros acudieron a ellos: nada quiso escuchar el furor de Othon: prodigó a Lara la injuria y el ultraje, añadiendo que una buena espada le justificaba.

IV. El combate fue corto: ciego por su mismo furor, Othon presentó su pecho al golpe fatal: fue herido y cayó. Pero no era herida mortal la suya…

—«Pide la vida… le grita Lara». Othon no responde. Todo el mundo creyó que ya no se levantaría de aquella tierra ensangrentada. La frente de Lara se ennegrece a impulsos de la rabia que le domina. Alza el hierro homicida, con más ferocidad aun que en el momento en que el de Othon se hallaba dirigido contra su pecho. Había conservado su sangre fría, mientras se ocupaba de su defensa, y ahora con mayor motivo, nada distraía el odio de que se hallaba animado. Cae sobre el vencido, tan resuelto a darle la muerte, que casi vuelve su acero amenazador contra los que detienen su brazo, pidiéndole gracia. Reprime aquel primer movimiento: pero fija sus miradas sobre el abatido caballero, como si echase de menos la victoria inútil que deja todavía con vida a su enemigo: parece como que calcula a qué distancia de la tumba han puesto a su víctima sus terribles golpes.

V. Levantan a Othon bañado en su sangre: el médico le prohíbe la menor palabra y el más pequeño gesto. Los demás caballeros se retiran a otro salón y Lara, la causa del combate en el que acaba de triunfar, se aleja, silencioso y soberbio, irritado y desdeñoso. Dirige su corcel hacia su castillo, sin arrojar ni una sola mirada sobre el de Othon.

VI. Pero ¿dónde se hallaba aquel meteoro de una noche, que no amenazó más que para desaparecer al retorno de la luz? ¿Dónde se hallaba aquel Ezzelin, que apareció un solo instante, sin dejar ninguna huella de sus intenciones?

Había abandonado el castillo de Othon mucho antes del día: todavía reinaban las tinieblas, cierto es, pero el camino le era tan familiar que no podía perderse. Su morada estaba cerca. Se le buscó: no estaba en ella: y al día siguiente se hicieron nuevas pesquisas que dieron igual resultado. Su cama no estaba deshecha: su corcel se hallaba en el establo: todo el mundo se alarmó: sus amigos se afligieron y murmuraron: prosiguieron sus indagaciones por las cercanías, temiendo encontrar las huellas del furor de algún bandido. Pero nada encontraron: ni rastro de sangre, ni jirones de su traje en los zarzales. Ninguna caída había doblado la yerba; nada indicaba el lugar de un asesinato. Ni la menor impresión de dedos ensangrentados que testificasen los esfuerzos convulsivos de una mano que habiendo cesado de defender se hubiera agarrado al musgo. Esto se habría encontrado si alguien hubiera perdido la vida. Nada se encontró: solo quedó una dudosa esperanza. Las sospechas pronunciaban en voz baja el nombre de Lara: murmuraban de su mala reputación, pero callaban al punto que él aparecía y aguardaban su ausencia para entregarse de nuevo a conjeturas revestidas de negros colores.

VII. Los días pasaron: las heridas de Othon fueron curadas, pero no así su orgullo: no disimulaba su odio. Era un hombre poderoso el enemigo de Lara, al propio tiempo que amigo de cuantos le querían mal.

Reclamó ante los tribunales del país, pretendiendo que se obligase a Lara a responder de Ezzelin.

¿Quién otro que Lara tenía motivos para temer su presencia? ¿Quién había podido hacerle desaparecer, sino el hombre, a quien sus revelaciones podían hacer tanto daño? El ruido aumentó: el misterio es siempre grato a la curiosa multitud.

Y decíase: «¿De dónde procede la indiferencia de Lara que desdeña la confianza de la amistad? ¿De dónde nace esa ferocidad que ha hecho traición a su altivez? ¿Y esa habilidad en el manejo de la espada, dónde la ha adquirido su brazo, que nunca se empleó en la guerra? ¿Cómo es tan cruel su corazón? Porque seguramente no obra en él la ciega impulsión de una cólera pasajera que excite una palabra y que otra palabra apacigua, sino el sentimiento profundo de un alma que desconoce ya la piedad y que una larga costumbre de poder y de éxitos ha hecho inexorable».

Todas estas opiniones y la inclinación natural del hombre hacia la injuria y el descrédito, más bien que al elogio, hicieron por fin estallar contra Lara, una tempestad capaz de hacerle temblar, y tal como sus enemigos habíanla deseado. Exigíasele que respondiera de la cabeza de un hombre que, muerto o vivo, debía perseguirle por doquier.

VIII. Aquella comarca alimentaba más de un descontento que maldecía la tiranía, bajo la cual se veía obligado a doblegarse. Más de un déspota bárbaro, dictaba en ella por leyes sus caprichos. Largas guerras en el exterior y frecuentes querellas intestinas, abrían, sin cesar, una puerta a los estragos y a la opresión, que no esperaban más que una señal para renovar las discordias civiles, durante las cuales la neutralidad no existe, y solo se cuentan amigos o enemigos.

Los señores, encerrados en sus feudales fortalezas, eran obedecidos, pero aborrecidos por sus vasallos; la herencia que había obtenido Lara no presentaba, como la de los otros, más que dominios poblados por habitantes descontentos, corazones llenos de odio y manos poco dispuestas al trabajo.

Pero su larga ausencia de la tierra natal había alejado de sí el odio que la opresión produce. Después de su regreso, la dulzura de su mando fue desterrando por grados toda clase de terror. Sus servidores no conservaban por su jefe sino su antigua veneración, y más bien temieron por él, que por sí mismos. Consideráronle desgraciado, por más que al principio creyóle la malignidad culpable. Sus largas noches sin reposo, y su carácter silencioso, fueron tomados como efecto de una enfermedad exacerbada por la soledad. Aunque el género de su existencia, hiciese triste su morada, sus maneras eran amables, y ningún desgraciado salía nunca sin consuelo: para ellos al menos el corazón de Lara no desconocía la piedad. Si era frío con los grandes y desdeñoso con los soberbios, en cambio nunca el hombre humilde dejaba de llamar su atención. Hablaba poco; pero bajo su techo siempre se tenía seguro un asilo que nunca se echaba en cara. Fácil era notar que cada día nuevos huéspedes convertíanse en súbditos suyos. Sobre todo, después de la desaparición de Ezzelin, fue cuando se mostró señor más cortés, castellano más generoso, Tal vez su combate con Othon hacíale temer alguna trama urdida contra su cabeza. Pero en fin, fuesen cuales fueran sus miras, supo hacerse con más partidarios que los señores sus iguales. Si esto era un efecto de su política, tan hábil era, que la mayoría juzgábale tal corno él deseaba ser juzgado.

Si alguno, desterrado por un amo severo, acudía a pedirle un refugio, seguro estaba de obtenerlo. Ningún labrador tenía que llorar la pérdida de su cosecha: apenas el esclavo podía murmurar contra su destino. La avaricia encontraba en él la seguridad para la custodia de sus riquezas: el pobre nunca estaba expuesto al desprecio; una muy buena acogida y el afán de las recompensas, retenían a su lado a los jóvenes guerreros, hasta que ya era demasiado tarde para pensar en abandonarle. Hacía esperar al odio que el día se acercaba en que podría al fin tomar una justa venganza; el amor, privado por un himeneo detestado, del objeto de sus aspiraciones, contaba con el éxito de una guerra, en la cual la posesión de los encantos que había perdido, fuese el premio de la victoria: todo estaba preparado: Lara no esperaba más que el momento favorable para proclamar la abolición de una esclavitud, que solamente en nombre subsistía.

Othon creyó por fin llegada su revancha: su heraldo encontró al pretendido criminal, rodeado en su castillo de un millar de brazos libres de las cadenas feudales recientemente rotas, y que desafiaban a la tierra contando con la ayuda del cielo.

Era la misma mañana, en que Lara acababa de dar libertad a los esclavos, que gritaban: —«Ya no ahondaremos la tierra, sino para cavar la tumba de nuestros tiranos». Tal era su grito de rabia. Hacían bien. Una palabra de orden es necesaria en los combates, para vengar al oprimido y conquistar el derecho.

Religión, libertad, venganza, una sola palabra basta para encaminar a los hombres hacia la matanza. La astucia sabe aprovecharse de una frase sediciosa y propagarla hábilmente para hacer triunfar el crimen y preparar un abundante pasto a los lobos hambrientos y a los gusanos de las tumbas.

IX. Los señores de aquellas comarcas habían usurpado tantos poderes, que el monarca, todavía niño, reinaba apenas. Aquel era, pues, el momento favorable para los sediciosos de levantar el estandarte de la revolución. Los siervos despreciaban al rey, y odiaban al rey y a los señores. Solo esperaban un jefe. Y precisamente se les presentaba uno, unido a su causa por nudos indisolubles, y a quien las circunstancias y el cuidado de su propia defensa, llamaban de nuevo al ardor de los combates. Separado por un destino misterioso de aquellos, cuya cuna y naturaleza se habían formado para ser enemigos suyos, Lara desde aquella noche fatal, había preparado los medios de desafiar todo cuanto el porvenir le preparara, por siniestro que fuese.

Razones ignoradas le prohibían sufrir que se intentase averiguar lo que había hecho en climas lejanos.

Uniendo su causa a la de todos, tenía al menos la seguridad de retardar su caída. Exasperado por acontecimientos que amenazaban exacerbar su triste fortuna, la tormenta, que después de haber hecho terribles estragos en su corazón se había adormecido poco a poco, acababa de estallar de nuevo, y volvía a ser de nuevo lo que en otro teatro había sido en otro tiempo.

Importábanle poco la vida y la gloria: pero no por eso dejaban de animarle las empresas desesperadas. Creyéndose destinado desde su nacimiento a ser objeto del odio de los hombres, sonreía ante su ruina, con tal que no fuera él solo el arruinado. ¿Qué le importaba la libertad de los pueblos? No elevaba a los humildes sino para rebajar a los soberbios. Había creído encontrar el descanso en su sombrío retiro: el destino y el hombre acudían allí a sitiarle: mostrábase, pues, como una bestia feroz, acostumbrada a los ataques de los cazadores, y dispuesta a saltar sobre ellos. Los lazos eran inútiles: para cogerle era necesario matarle. Taciturno, feroz y sin ambición alguna, no era más que un espectador pacífico en la escena del mundo, cuando empujado de nuevo a la arena, volvió a aparecer como aguerrido jefe. Su voz, su aspecto, sus gestos denunciaban su natural ferocidad, y sus miradas, al gladiador experimentado.

X. —¿Haré ahora el relato tan a menudo repetido de los combates que nos muestran siempre el triunfo de la muerte y el de los buitres? ¿La fortuna vacilante? ¿Pasando siempre de un lado a otro? ¿La fuerza victoriosa y la debilidad vencida? ¿Ruinas humeantes? ¿Murallas derruidas?

Esta nueva guerra fue parecida a todas: solamente las pasiones, libres de todo freno, desterraron todo remordimiento. Ningún combatiente pedía la vida: en vano hubiera pedido cuartel. Los prisioneros eran degollados sobre el campo mismo de batalla. El mismo furor animaba a los dos partidos simultáneamente triunfantes.

Tanto los que combatían por la libertad, como los que defendían la tiranía, creían haber derramado poca sangre, mientras quedase sangre que derramar.

Ya no era tiempo de extinguir la tea incendiaria. La desolación y el hambre se disputaban el país: el incendio se propagaba por todas partes, la matanza sonreía a cada nueva víctima.

XI. Fuertes con el entusiasmo de su libertad recientemente adquirida, los partidarios de Lara obtienen la primera victoria: pero este éxito les pierde. Cesan de formar en sus filas a la voz de sus jefes: caen en horrible confusión sobre el enemigo, creyendo que su impetuosidad asegurará su derrota. La sed del pillaje y de la venganza arrastra a su pérdida a aquellos indisciplinados soldados. En vano Lara hace todo cuanto un jefe puede hacer para reprimir aquel furor: en vano pretende calmar su temerario ardor: la mano que encendió el fuego no puede ya apagarlo. El enemigo, más prudente, puede solo detenerlos y probarles su loco error. Retiradas fingidas, emboscadas nocturnas, ataques desgraciados, batallas rehusadas, la larga privación de un socorro necesario, acampamentos forzosos sobre una tierra húmeda, murallas inabordables, he aquí todo cuanto no habían previsto.

En el día del combate, avanzaban con el valor de guerreros avezados; pero preferían la acción más sangrienta y una muerte rápida a aquellos diarios y crueles sufrimientos. El hambre, las enfermedades, sembraron la muerte en sus filas; la alegría inmoderada del triunfo cambióse en descontento. Solamente el alma de Lara permanece inquebrantable; pero le quedan pocos soldados para obedecerle y secundarle; sus numerosos compañeros quedan reducidos a escaso número. Verdad es que éste se compone de los más bravos y los más desesperados, que al fin sienten haber desdeñado la disciplina. Solo una esperanza les queda. La frontera no está lejos. Por ella pueden, huyendo de la guerra y de su patria, llevar a un estado vecino los pesares del destierro y el odio de la proscripción. Cruel es para ellos abandonar la tierra donde yacen sus antepasados, pero más cruel les sería verse obligados a perecer o a rendirse.

XII. La resolución fue tomada. Pusiéronse en marcha. La luna propicia prestábales su luz para guiar sus pasos en las tinieblas… Ya aperciben el apacible reflejo de sus rayos en el río, que sirve de límite a la tierra extranjera… ya distinguen… ¿Pero es la orilla?… ¡Cómo! ¡Bordada se halla de las tropas enemigas! ¿Huirán? ¿Volverán sobre sus pasos? ¿Qué es lo que se ve brillar en la vanguardia? ¡La bandera de Othon! ¡La lanza del tirano que les persigue! ¿Son hogueras de pastores las llamas que brillan en las alturas? ¡Ay! ¡iluminan demasiado para favorecer su huida! ¡Privado de toda esperanza, muerto de fatiga, aquel puñado de bravos, venderá cara la victoria!

XIII. Hacen alto. Respiran. ¿Deben avanzar o esperar que se les ataque? Si cargan al enemigo formado en batalla a lo largo del río para oponerse a su marcha, algunos tal vez podrán romper la línea y escaparse. —«¡Carguemos! exclaman: esperar a que nos ataquen, sería acción digna de cobardes». Sacan las espadas: aseguran las riendas de sus corceles. Esperan una señal para comenzar la acción. ¡Para cuántos guerreros la palabra que Lara va a pronunciar será embajadora de su muerte!

XIV. Su acero está ya fuera de la vaina: su rostro respira una sangre fría demasiado tranquila para parecerse a la desesperación; pero la verdad es que demuestra más indiferencia que la que conviene demostrar a los valientes en aquellos momentos terribles, si la suerte de los hombres les conmueve.

Vuelve su vista hacia Kaled, que demasiado fiel para demostrar el menor temor, se halla siempre al lado de su señor. Tal vez es la sombría claridad de la luna y no el terror de su alma, la que derrama en sus facciones una palidez melancólica, indicio de su afectuoso celo.

Lara le observa y coloca una mano entre las suyas. No tiembla. Sus labios permanecen mudos; su corazón late apenas; solo sus miradas dicen: —«No nos separaremos nunca. Tu tropa puede sucumbir: tus amigos pueden abandonarte: en cuanto a mí, puedo dar un adiós a la vida, pero nunca a Lara».

Dase la señal, y el pequeño ejército estrechando sus filas, avanza sobre el enemigo, dividido en muchos cuerpos. El corcel ha obedecido a la espuela. Los aceros brillan y se cruzan. El número es mayor en una parte que en la otra, pero el valor es igual en ambas partes. La desesperación lo disputa a la audacia y la resistencia persiste. La sangre corre por el río, cuyas ondas conservan hasta por la mañana el color de la púrpura.

XV. Dando sus órdenes, animando a los suyos con su ejemplo, por doquiera el enemigo redobla sus esfuerzos, por doquiera sucumben sus compañeros, Lara deja oír su voz, hiere con su brazo terrible, o inspira una esperanza de que él no participa. Nadie piensa en huir, sabiendo que la fuga será vana. Los que retroceden, vuelven pronto a la carga, por todas partes donde las miradas y los golpes de su jefe hacen temblar a los vencedores. Tan pronto rodeado de sus compañeros, como solo, rompe las filas de Othon, reúne a los suyos y se expone él mismo en los sitios de mayor peligro. El enemigo parece disponerse a huir. El momento es propicio. Lara levanta la mano y se lanza. ¿Por qué su cabeza adornada de un penacho, se dobla súbitamente? Una flecha le ha atravesado el corazón. Su gesto fatal ha dejado a su corazón sin defensa y la muerte ha hecho caer aquel brazo amenazador. La palabra victoria expira en sus labios. ¡Cómo pende a un costado tristemente aquella mano belicosa: todavía empuña su espada, pero la otra ha dejado escapar las riendas del caballo!

Kaled se apodera de ellas.

Debilitado por su herida, inclinado casi sin vida sobre el arzón de la silla, Lara no se apercibe de que su paje desolado lo conduce lejos del lugar del combate; sus soldados, sin embargo, no cesan de herir y más herir; nuevos cadáveres se amontonan sobre los que ya cubrían la tierra.

XVI. El día llega a derramar su luz sobre los moribundos y los muertos, sobre las corazas y los cascos rotos. Corceles muertos, separados de sus caballeros. El esfuerzo de sus últimos suspiros ha hecho romper las correas de la silla. No lejos de ellos estremécese todavía, con un resto de vida, el pie que le hizo sentir la espuela, la mano que guiaba sus riendas.

Algunos créense cerca del río, cuyas aguas parecen burlarse de la sed que devora al soldado, pereciendo con la muerte de los valientes. En vano su garganta abrasada, implora una gota, una sola gota, para saciar su sed antes de morir. Arràstranse con movimientos convulsivos sobre el musgo ensangrentado: la poca vida que les queda, piérdese en este último esfuerzo, pero al fin alcanzan la onda deseada. Inclínanse, sienten ya la húmeda frescura, han llegado al momento de gustarla… ¿Por qué se detienen? Ya no tienen sed que saciar… ya no la sienten… era su agonía… ya la han olvidado.

XVII. Bajo un tilo, separado de esta escena sangrienta, hay un guerrero respirando todavía, pero herido de muerte, en aquel cruel combate, del que él solo fue la causa.

Es Lara, cuya vida se extingue poco a poco. Kaled que antes seguía sus pasos, se halla de rodillas junto a él. Fijos los ojos en su seno entreabierto, intenta contener con su banda la sangre que sale a borbotones, y cuyo tinte se hace más negro a cada esfuerzo convulsivo. Pronto, a medida que su aliento se debilita, no sale sino gota a gota la sangre que se escapa de su fatal herida.

Lara puede apenas hablar y hace señas de que todo socorro es inútil; estas señas le obligan a hacer un movimiento penoso. En su dolor, estrecha la mano que desea calmar sus sufrimientos, y da gracias al paje con una tristísima sonrisa. Kaled, ni teme ni siente nada: no ve más que aquella pálida frente que se apoya en sus rodillas, aquel rostro sombrío, cuyos oscurecidos ojos, eran antes la única luz que para él brillaba sobre la tierra.

XVIII. Los vencedores llegan después de haber buscado a Lara en el campo de batalla; poco les importa su triunfo, si el jefe enemigo no ha sucumbido. Hubieran deseado hacerle prisionero, pero se aperciben de que sería en vano. Contémplales él con calma desdeñosa y parece reconciliarse con el destino, que le arranca de su venganza por medio de la muerte.

Arde Othon, y echando pie a tierra, contempla al que en otro tiempo hizo correr su sangre: infórmase del estado de su herida, Lara no responde, y mirándole apenas, como si el recuerdo de aquel hombre estuviese borrado de su memoria, vuelve sus ojos hacia Kaled y hablóle. Oyeron todos sus palabras, pero nadie comprendió el sentido: Su moribunda voz habló en aquella lengua extranjera, a la cual se unían para él tan extraños recuerdos: habla sin duda de acontecimientos sucedidos en otros países, ¿pero cuáles eran esos acontecimientos?

Solo Kaled los sabe, puesto que él solo le comprende y le responde en voz baja, mientras que sus enemigos les rodean mudos de asombro. En sus últimos momentos, aquellos dos hombres parecen olvidar el presente en el pasado, y hácense solidarios de un secreto destino, cuyo misterio nadie puede penetrar.

XIX. Hablaron mucho tiempo, aunque con voz debilitada. Hubiera podido creerse al oír al paje, que su muerte estaba más próxima que la de Lara, con tanto trabajo salían las palabras de sus labios pálidos y temblorosos; pero la voz de su señor, aunque débil, fue todavía clara y tranquila hasta el momento en que la muerte anunció que se acercaba por medio de un siniestro gemido.

Nada cambió en su rostro inalterable, donde no podía leerse el menor remordimiento: pero en su última agonía, volviéronse con ternura sus ojos hacia Kaled. Cuando éste hubo acabado de hablar, Lara levantó la mano y señaló con un dedo el oriente; y esto, sea porque la claridad de la mañana hiriera su vista, en el momento en que el sol disipaba las nubes, sea por azar, sea porque tal vez el recuerdo de algún acontecimiento dirigiera su mano hacia lejanos países, teatro de aquel, Kaled no prestó mucha atención a esto: pero volvió sus ojos, como si su corazón aborreciera la vuelta de la luz, precisamente cuando las tinieblas comenzaban a cubrir la frente de su amigo.

¡Lara no había perdido aún todos los sentidos! ¡Ojalá que así hubiera sido!

Uno de los soldados que le rodeaban descubrió el signo redentor de la cruz, y le presentó el rosario sagrado, al que su alma pronta a volar a otro mundo podía invocar divino auxilio; Lara le contempló con mirada profana y sonriendo. ¡Qué el cielo le perdone, si fue de desdén aquella sonrisa!

En cuanto a Kaled, sin romper el silencio y sin cesar de contemplar el rostro de Lara, enojóse, y con gesto impaciente, apartó la mano que presentaba el objeto sagrado, como si estorbase aquello al moribundo. Kaled parecía ignorar que la verdadera vida de Lara comenzaba en aquel momento; la vida inmortal que sólo es concedida a aquellos, cuya fe adora al Cristo.

XX. Un doloroso gemido fue el último suspiro de Lara: una oscura nube cubrió sus caídos párpados: sus miembros se extendieron, estremeciéndose, sobre la tierra, y su cabeza se inclinó sobre la débil rodilla que no se cansaba de sostenerla. Antes había estrechado sobre su corazón la mano que sostenía las suyas. ¡Ay! Ya no latía aquel corazón helado. Kaled no cesaba de interrogarle, por más que sus débiles movimientos casi no le respondieran. —«¡Todavía palpita!,» exclamó de repente. ¡Ah, desgraciado! ¡Era un sueño! ¡Ya no existe! El que tú contemplas, fue Lara.

XXI. Kaled examinó tiernamente aquellos despojos terrenales, como si el espíritu que les animaba, no hubiera todavía alzado su vuelo.

Pretenden arrancarle a su dolorosa meditación, pero nada consigue distraerle; y cuando se lo llevaron del sitio, donde tenía abrazado al cadáver sangriento; cuando vio caer por tierra aquella cabeza que pronto no habrá de ser más que polvo, no se llevó las furiosas manos a los bucles de ébano de su rica cabellera, sino que inmóvil y estupefacto al principio, vaciló después, y cayó, pronunciando apenas estas palabras —«¡Había amado tanto! ¡Nunca corazón de mortal arderá en tan violenta llama!»

¡Por fin se descubría aquel largo secreto!

Desgarraron los vestidos del paje, para reanimar la vida en aquel corazón que no tenía ya ni el sentimiento de sus penas. Y se vio que el paje era una mujer. Kaled volvió en sí, y no se avergonzó. ¿Qué le importaba ya su honor y su sexo?

XXII. Lara no reposa donde sus padres. En el mismo campo donde murió, caváronle su tumba. Su último sueño no es por eso menos profundo, aunque dejara de recibir las bendiciones de un ministro del cielo, y sus cenizas quedaran privadas de un monumento fúnebre. Fue llorado por una amiga, cuyo dolor fue menos ruidoso, pero duró mucho más que dura el de un pueblo que pierde a su rey. En vano se la cuestionaba sobre el pasado: ni las amenazas obtenían otra respuesta que el silencio. No dijo cómo lo había abandonado todo, para seguir a aquel, cuyo corazón parecía tan poco amante, ni por qué le había amado. ¡Loca curiosidad! ¿acaso es fruto de la voluntad el amor? ¿Lara no podía ser bueno para ella? Los hombres duros y severos tienen sentimientos más vivos de lo que se cree; y cuando llegan a amar, ¿pueden ponerse en duda las tiernas emociones de su corazón, porque sus bocas sean avaras de palabras?

No eran nudos vulgares los que encadenaban a Lara el corazón y el alma de Kaled: pero nada pudo obligarla a confiar su misteriosa historia; y después, la muerte ha puesto su sello en los labios de todos aquellos que hubieran podido descubrirla.

XXIII. Depositóse a Lara en la tierra, y encontráronse en su pecho, además de la última herida que había cortado su vida, numerosas cicatrices que no procedían ciertamente de la guerra narrada. En cualquier país que fuese el que trascurrió el estío de su vida, sin duda fue en el fragor de los combates: pero nada se conoce ni de su gloria, ni de sus crímenes.

Sus cicatrices demuestran solamente que su sangre corrió en más de una ocasión. Ezzelin, que hubiera podido contar el resto, no volvió. La noche en que había prometido revelarlo todo, fue, sin duda, la última de sus noches.

XXIV. Dícese que aquella noche fatal (pero esto no es más que un rumor vulgar) un siervo atravesaba el valle en el momento en que el sol iba a reemplazar a la luna, cuyo creciente, hallábase casi velado por una nube.

Este siervo, que se había levantado muy temprano, para cortar la leña, con cuyo precio alimentaba a sus hijos, seguía el curso del rio que separaba los dominios de Othon de los de Lara, cuando oyó un ruido, y vio salir del bosque un caballo y un caballero. En el arzón de la silla, llevaba un objeto cubierto con una capa. El caballero llevaba inclinada la cabeza. Sorprendido ante esta inesperada aparición, y presintiendo un crimen, el aldeano se ocultó a fin de espiar al desconocido. Éste, cuando llegó al río, saltó de su caballo, y cogiendo el fardo que llevaba, lo precipitó en las aguas. Se detuvo después, lanzando en torno suyo inquietas miradas, que venían a posarse después en el río, cuya corriente seguían anhelantes, como si la superficie descubriera alguna cosa: dirigió después sus pasos hacia un montón de piedras, que habían reunido los torrentes invernales; y apoderándose de las más gruesas, las arrojó al agua con particular interés.

El siervo se había ocultado en un sitio, desde donde, sin ser visto, podía observarlo todo. Creyó ver en el río el cadáver de un hombre, y hasta reconocer una estrella de plata sobre los vestidos que le cubrían; pero antes de que pudiera cerciorarse de la verdad, un enorme guijarro hizo sumergirse al cadáver: éste volvió por un momento de nuevo a la superficie, derramó en las ondas un tinte purpúreo y desapareció para siempre.

El caballero, no cesó de mirar al río, hasta que el círculo trazado sobre la superficie del agua, quedó enteramente borrado; entonces, lanzándose sobre su corcel, se alejó a todo galope. Llevaba cubierto el rostro por un antifaz: y en cuanto a las facciones del cadáver, si efectivamente lo era, el terror impidió que el aldeano las reconociera: pero si era cierto que había visto una estrella sobre su seno, tal era el signo que distinguía a los caballeros, y hemos de recordar que Ezzelin llevaba una la noche del fatal suceso. ¡Si él fue quien perdió así la vida, que el cielo haya recibido su alma! Sus restos ignorados, rodaron a las ondas del Océano: ¡pero es muy caritativo pensar que no fue la mano de Lara la que le dio muerte tan oscura!

XXV. Kaled, Lara, Ezzelin, han cesado de vivir, privados los tres de losa sepulcral.

En vano pretendieron alejar a Kaled del sitio en que había visto correr la sangre de su amigo; el dolor había de tal manera abatido aquella alma, tan altiva en otro tiempo, que derramaba escasas lágrimas, y nunca dejaba oír ni el gemido más pequeño. Si la amenazaban con arrancarla del lugar donde apenas creía que Lara ya no existiese, sus ojos chispeaban furiosos como los de una tigre, a quien los cazadores han robado sus cachorros: pero si se respetaba su solitario dolor, oíasela conversar con seres imaginarios, como los que produce un cerebro enfermo. Dirigíales tiernas quejas; después se detenía bajo el árbol en que sus rodillas habían servido de apoyo en la cabeza de Lara: los mismos gestos, iguales palabras, le recordaban el momento de su agonía. Había despojado su hermosa cabeza de su negra cabellera que conservaba en su seno; sacábala a menudo para extenderla y apretarla contra la tierra, como si secara la sangre de algún fantasma. Hacíale preguntas y respondía por él, ella misma. Después, levantándose sobresaltada, le rogaba que se marchase, señalando con el dedo la aparición de un espectro. Sentada con frecuencia sobre algún tronco de árbol, ocultaba su rostro entre sus manos, o dibujaba sobre la arena caracteres extraños… Este dolor no podía durar mucho tiempo.

Ya reposa junto al que amó. Su historia es todavía un secreto: su ternura quedó bien probada.

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