Lamia

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Lamia II

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Lamia II

AMOR EN UNA CHOZA, con agua y un mendrugo

de pan —¡perdónanos, Amor!—, es mero polvo

y cenizas. Amor en un palacio puede

resultar un suplicio más cruel que el ayuno

de un ermitaño. Éste es un cuento fantástico

del país de las hadas, difícil de entender

para los no elegidos. Si Licio mismo hubiese

transmitido la historia, podría haber pensado

mejor su moraleja o la habría entendido

perfectamente: pero fue tan breve su dicha

que no llegó a engendrar el recelo y el odio

que convierten la voz en un silbido.

De noche, Amor, celoso de pareja

tan perfecta, miraba con ojos centelleantes,

y batía las alas con un enorme estruendo

desde lo alto de la puerta de la alcoba,

iluminando el suelo del pasillo.

Todo esto condujo al desastre. Yacían,

en un atardecer, ella y él en su lecho

—que parecía un trono— junto a unos cortinajes

de tela vaporosa hilada en oro

que flotaban, mostrando sin velos el azul

limpio y claro del cielo estival, entre dos

fustes de mármol. En aquel lugar

que el uso había vuelto tan grato, con los ojos

cerrados (salvo un mínimo resquicio que el amor

mantenía entreabierto, para que ambos pudieran

verse incluso dormidos), reposaban felices

cuando de la ladera de una colina próxima,

ahogando el canto de las golondrinas,

estalló una fanfarria de trompetas.

Licio se estremeció, los sonidos se fueron,

pero dejaron un pensamiento, un zumbido

en su cabeza. Y por primera vez

desde que se instaló en aquella mansión

de púrpura y pecado, su espíritu traspuso

sus áureos aposentos y fue en busca del ruido

mundanal del que tanto había renegado.

La dama, siempre atenta y vigilante,

vio esto con dolor, sospechando que él

deseaba algo más, mucho más que el imperio

de goces que ella daba, y empezó a suspirar

y a gemir, porque él se alejaba de ella,

sabiendo bien que un simple pensamiento

puede ser el tañido fúnebre de un amor.

—¿Por qué suspiras, linda criatura?

—susurra él.

—¿Por qué crees tú? —responde ella,

con ternura—. Me has abandonado.

¿Dónde estoy yo ahora? Ya no en tu corazón,

mientras esa inquietud pese sobre tu frente.

No, no. Me has rechazado, y fuera de tu pecho

no tengo casa, ¡ay! Tiene que ser así.

Él contesta, mirándose, diminuto, en sus ojos

como en un paraíso:

—¡Mi lucero de plata,

vespertino y del alba! ¿Por qué te manifiestas

desatendida y triste en tanto yo me afano

en que mi corazón se tiña de un carmín

más intenso y aún sangre más la herida?

¿Cómo trabar, aprisionar, fundir

tu alma con la mía y tenerte encerrada

en este laberinto, lo mismo que el perfume

se esconde en el capullo de una rosa?

¡Vamos, un beso tierno! ¡Fuera esas grandes penas!

Mis pensamientos, ¿quieres conocerlos?

Escucha. No hay mortal que haya obtenido un triunfo

que, para confusión y asombro de la gente,

no exhiba, majestuoso y triunfal, su trofeo:

así me sentiría yo de feliz mostrándote

en medio del clamor ronco de los corintios.

¡Que rabien mis rivales y aplaudan mis amigos

cuando nuestra carroza nupcial haga girar sus radios

resplandecientes por las calles atestadas!

La mejilla de Lamia se estremece. Ella nada

dice, y, pálida, humilde, se arrodilla ante él,

derramando un torrente de lágrimas amargas,

y le implora, doliente, apretando la mano

de él entre las suyas, que cambie de opinión.

Arde más él, perverso, deseando rendir

la tímida y salvaje naturaleza de ella

y asociarla a su plan. Y, por si fuera poco,

a pesar de su amor y de su buena índole,

no deja de sentir un placer nuevo y dulce

ante el dolor de ella, con lo que su pasión

adquiere tintes crueles, feroces, sanguinarios,

tanto cuanto es posible en alguien cuya frente

no alberga negras venas susceptibles de hincharse.

Majestuosa era su atemperada furia:

tal parecía Apolo a punto de golpear

a la serpiente —¿he dicho serpiente? No lo era

ya, por cierto—. Inflamada de amor por su tirano,

totalmente sumisa, consintió en que su amante

la condujese al ara nupcial. En el silencio

de la noche, dijo él:

—Seguramente

posees un dulce nombre, aunque nunca, a fe mía,

quise saber cuál era, pensando que no eras

mortal, sino de estirpe divina, y aún lo creo.

¿Acaso existe un nombre mortal digno de ti,

de tu resplandeciente forma? ¿Tienes amigos

o parientes en nuestras ciudades terrenales

que puedan compartir con nosotros banquete

de himeneo y nupcial alegría?

—No tengo

ningún amigo —dijo Lamia—, ni uno siquiera.

En la vasta Corinto no me conoce nadie.

Los huesos de mis padres reposan sepultados

en polvorientas urnas donde ningún incienso

se quema. De su estirpe lamentable

sólo estoy viva yo, que descuido por ti

los santos ritos fúnebres. Invita tú al gentío

que quieras, pero si, como ahora parece,

posas en mí tus ojos con placer, no convoques

al anciano Apolonio; mantenme oculta de él.

Perplejo ante tan vagas y herméticas palabras,

Licio quiso indagar más, pero ella lo evitó,

fingiendo que dormía, y a él lo invadió al instante

la torpe sombra de un profundo sueño.

Era entonces costumbre conducir a la novia

desde su casa, a la hora del rojizo crepúsculo,

velada, sobre un carro, tapizando de flores

el camino, con teas, y canciones nupciales,

y demás comitivas; pero la bella Lamia

carecía de amigos. Así que, una vez sola

(Licio se había ido a invitar a sus deudos),

sabiendo que jamás podría reprimirse

el deseo de pompa en un corazón loco,

se puso ella a pensar en cómo convertir

su desgracia en el fausto que la ocasión pedía.

Se desconoce cómo y de dónde vinieron

y quiénes fueron sus sutiles servidores,

pero el hecho es que en torno a las salas, a un lado

y al otro de las puertas, se escuchó un ruido de alas,

y el salón del banquete resplandeció de pronto

con la gracia elegante de unos airosos arcos.

Una música mágica, solo punto de apoyo

del fantástico techo, gemía sin cesar,

temiendo que el encanto fuera a desvanecerse.

Unas tallas en cedro, imitando un conjunto

de palmeras y plátanos, se unían en el centro,

viniendo de ambos lados, en honor de la novia.

Dos palmeras, y luego dos plátanos, y así

de forma sucesiva, enlazando sus troncos

a lo largo de todas las naves de la sala,

y, debajo, un torrente de luces que corría

de pared a pared, sirviendo de escenario

a un festín nunca visto de exquisitos aromas.

Regiamente vestida, pálida y taciturna,

iba y venía Lamia, feliz en su desgracia,

por el salón, dando órdenes a invisibles sirvientes

para que enriquecieran con adornos espléndidos

cada hornacina, cada rincón. Eran de mármol

liso los muros, luego jaspeados,

y aquí y allá surgían miniaturas

de árboles trepadores que enlazaban sus ramas

con las de los más grandes en primorosa mezcla.

Aprobó Lamia todo y desapareció,

cerrando con cerrojo la estancia silenciosa,

lista para el grosero regocijo,

cuando los detestables invitados

vinieran a turbar su soledad.

Nació el día y con él todos los comadreos.

¡Licio insensato! ¡Loco! ¿Por qué muestras

a ojos vulgares tus secretas pérgolas,

mofándote de aquel destino silencioso

que te dio horas felices de intimidad ardiente?

La turba de invitados se aproxima: ninguno

deja de sorprenderse al llegar al portal,

pues harto conocían la calle desde niños

y nunca habían visto en ella una mansión

tan bella y tan lujosa, ni un pórtico tan regio.

Así que, sorprendidos, ávidos y curiosos,

van desfilando todos, salvo uno, que discurre

con paso lento y firme y todo lo escudriña

con mirada severa: no es otro que Apolonio.

Se dibujaba en él una sonrisa, como

si algún enmarañado problema que ocupara

su paciente atención hubiese comenzado

a resolverse tal y como había previsto.

Entre la algarabía, se encontró en el vestíbulo

con su joven discípulo.

—No es norma habitual,

querido Licio —dijo—, que un huésped no invitado

imponga su presencia, y que su aparición

indeseada enturbie el brillante concurso

de tu joven tropel de amigos. Pero debo

cometer esta falta; tú sabrás disculparla.

Licio se sonrojó y condujo al anciano

por puertas interiores de par en par abiertas,

tratando de mutar en dulce leche,

a fuerza de palabras corteses y amigables,

la bilis del sofista.

La sala del banquete

era de una opulencia suntuosa, invadida

toda ella de perfumes y esplendor:

ante cada panel refulgente humeaba

un incensario lleno de mirra y de aromáticas

maderas, sostenido cada uno

por un sagrado trípode, cuyas sutiles patas

reposaban encima de mullidas alfombras

de lana, de manera que cincuenta espirales

de humo de cincuenta incensarios se alzaban,

ligeras, hasta el techo, reflejándose

sus nubes de fragancia en los espejos

de las paredes; doce mesas de forma esférica,

junto a asientos de seda redondos, que se erguían

a la altura del pecho de un hombre y descansaban

en garras de leopardo, soportaban el oro

macizo de las copas y vasos, y tres veces

lo que contiene el cuerno de Ceres; y en inmensas

vasijas se vertía el vino, procedente

de sombríos toneles, con alegre fulgor.

Así estaban las mesas, listas para el banquete,

cada una con un dios engastado en su centro.

Después de que sintieran todos los invitados

el placer de una esponja fresca sobre sus pies

y manos, exprimida por esclavos en una

antesala, y hubiesen ungido sus cabellos

ceremoniosamente con aceites fragantes,

entraron con sus túnicas blancas en el salón

del banquete, y allí se tendieron en lechos

de seda, preguntándose de dónde procedía

todo aquel fastuoso derroche de riqueza.

Una música suave suavizaba la atmósfera

y se superponía al armonioso griego

de las conversaciones, en voz baja al principio,

cuando apenas se había bebido, pero cuando

el bendito licor invadió los espíritus,

se oyeron más y más las voces, y más fuerte

sonaron los acordes de briosos instrumentos.

El regio colorido, la sala gigantesca

con sus esplendorosos tapices, el soberbio

lujo del techo, el néctar seductor,

las hermosas esclavas y aun la propia

Lamia se proyectaron ante todos los ojos.

Cuando el vino produce su sonrosado efecto,

liberando a las almas de sus humanos vínculos,

nada parece extraño; pues el alegre y dulce

vino hace que las sombras de los Campos Elíseos

no sean demasiado hermosas ni divinas.

Pronto Baco alcanzó su apogeo; la sangre

ascendió a las mejillas de todos, y los ojos

brillaron con un doble resplandor.

Fue entonces cuando, en cestas de reluciente mimbre

llenas a rebosar, trajeron todo tipo

de guirnaldas con flores olorosas del valle

y hojarasca de árboles del bosque

para que, si querían, pudiesen adornarse

todos los invitados, que yacían en lechos

de seda.

¿Qué corona tendrá Lamia? ¿Cuál Licio?

¿Cuál el sabio Apolonio? Sobre la dolorosa

frente de Lamia cuelga una de hojas de sauce

y lengua de serpiente[11]; en cuanto al joven, ¡rápido,

quitadle el tirso[12], para que puedan sumergirse

sus ojos vigilantes en el olvido!; en cuanto

al sabio, que la hierba de punta y el malévolo

cardo libren combate en sus sienes. ¿Acaso

no retroceden todos los placeres

al contacto de la fría filosofía[13]?

Antaño, el arco iris inspiraba temor

en el cielo; hoy, en cambio, al conocer su trama,

su textura, se encuentra en el catálogo

de las cosas vulgares. Pues la filosofía

no duda en cercenar las alas de los ángeles,

en descifrar misterios con líneas y con reglas,

en vaciar el aire de magia y a las minas

de sus habituales gnomos, en deshacer

el arco iris como deshizo el tierno cuerpo

de Lamia y la fundió con una sombra.

Licio, feliz, sentado en el lugar de honor

sólo tenía ojos para Lamia hasta que,

saliendo de su trance amoroso, tomó

una copa repleta hasta los bordes,

buscó, en el lado opuesto de la mesa,

la mirada fruncida de su antiguo maestro

y brindó a su salud. El filósofo calvo

mantenía la vista fija, sin ningún guiño,

en la angustiada novia, intimidando

su belleza, inquietando su delicado orgullo.

Entonces cogió Licio con devoción la mano

de ella, que reposaba, pálida, en un triclinio

rosado: estaba helada, y el frío se extendió

por las venas de él; y luego, de repente,

sintió cómo la mano de Lamia estaba ardiendo,

y un calor anormal le invadió el corazón.

—¿Lamia, qué significa esto? ¿Por qué te turbas?

¿Conoces a ese hombre?

Lamia no respondía.

Él la miró a los ojos, y ni un ápice

de piedad halló en ellos a su ruego

de triste enamorado. Más y más la miró,

con los sentidos cada vez más tambaleantes:

un insaciable hechizo sorbía su hermosura:

aquellos ojos ya nada reconocían.

—¡Lamia! —gritó. Ninguna tierna voz

le respondió. La gente oyó el grito: el murmullo

de la fiesta cesó; languideció la música;

el mirto[14] en mil coronas se agostó.

Lentamente se fueron apagando palabras,

laúdes y placeres; poco a poco fue haciéndose

un sepulcral silencio, hasta que pareció

sentirse allí una horrible presencia, y se erizaron

de terror los cabellos de los huéspedes todos.

—¡Lamia! —clamó más fuerte, y nada salvo el triste

eco de semejante grito rompió el silencio.

—¡Márchate, sueño inmundo! —clamó él, contemplando

de nuevo el rostro de la novia, donde

no recorría ya vena azulada alguna

las sienes, ni ningún dulce rubor teñía

las mejillas, ni había pasión que iluminase

la mirada perdida en el vacío: todo

se había marchitado, y Lamia, sin belleza,

no era más que una sombra mortecina.

—¡Cierra esos engañosos ojos, hombre implacable!

¡Apártalos, canalla! O que, en justa sentencia,

los dioses todos, cuyas pavorosas imágenes

representan aquí su figura invisible,

te los agujereen con la espina de una

dolorosa ceguera, abandonándote

en chochez temblorosa, desvalido

ante cualquier temor de tu conciencia,

por haber desafiado su poder tanto tiempo,

por todos tus sofismas orgullosos e impíos,

por tu prohibida magia y tus viles embustes.

¡Mirad a ese canalla de barba gris, corintios!

¡Mirad cómo sus párpados sin pestañas acechan

en sus ojos diabólicos! ¡Ved cómo se marchita

mi dulce amada ante su poderío!

—¡Necio! —dice el sofista, en voz baja, con acre

desprecio. La respuesta de Licio es un gemido

agonizante cuando, perdido y pesaroso,

se derrumba a la vera del doliente fantasma.

—¡Necio, necio! —repite, mientras sus ojos siguen

implacables y fijos—. De los males del mundo

te guardé hasta la fecha. ¿Tendré que verte ahora

convertido en manjar de una serpiente?

Exhala entonces Lamia un suspiro de muerte,

y el ojo del sofista, cual afilada lanza,

la atraviesa del todo de manera cruel,

aguda, penetrante, sañuda. Ella, con mano

débil, intenta hacerle señas para que guarde

silencio, pero en vano: él la sigue mirando

a los ojos.

—¡De una serpiente, sí! —repite.

Apenas lo hubo dicho, ella, con un horrible

grito, desaparece, y los brazos de Licio

se vaciaron de dicha, lo mismo que sus miembros,

aquella misma noche, se vaciaron de vida.

En alto lecho yace el joven. Sus amigos

se acercan, lo levantan, no encuentran en él pulso

ni aliento, y con el mismo manto nupcial envuelven

el pesado cadáver.

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