La Habana

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La guagua o la promiscuidad

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La guagua o la promiscuidad

No nos dirigiremos, evitando la caída en la banalidad de cualquier costumbrismo, al tema del monstruo anaranjado y verde; no, no hablaremos de la imposible “guagua”. Hay temas que pertenecen a la progresiva sombra, a lo fugitivo incesante. Nominar tan sólo esos transportes, más sombríos que los que iban de la Estigia a la Moira, motiva nuestros conjuros y evocaciones para alejar esos increíbles disfraces que asume el Maligno. Indicaremos esas esculturas que se forman y deshacen en las esquinas señaladas de algunas callejas, donde se detienen los grandes paquetes anaranjados. Llegamos, somos los primeros en esquinarnos, esperamos tiesos o dando pequeñas volteretas. Así seguimos hasta que se desprende el primer bostezo, globo de cristal que se rompe sobre nuestras mejillas. Después, un adolescente estudiante que abre y cierra sus libretas; cierra su boca masticando, masticando. No es la rumia que exigía Nietzsche en la Alta Engadina, es tan sólo diente inútil lanzado sobre el tiempo inútil. Llega después el del oficio, el que hace albañilerías, el que pone un ladrillo sobre otro ladrillo, el que construye, el que pone piedras como traspiés a las exigencias comestibles del tiempo. Y una señora vestida de negro con encajes grises, que porta un termo, una cartera de saurio remolón, un paquete manchado por la grasa de los bocadillos y brazos gitanos. Un Hogarth o un Daumier harían con ella un carboncillo satírico que podrían titular “La Dama de las Adherencias”. Llega también el apoplético, soplando bocanadas higiénicas de pepino, como un Eolo que sopla sobre el oleaje para asustar un pequeño trirreme. Después llega lo que ya no veo ni defino, grupos unidos por el azar de la maldición del trabajo. Así confundidos esperan la aparición del Maligno invocado, el monstruo que inquieta y aparece tres veces al día.

Con banderolas y rostros que estallan en las ventanillas, llega, ya está a nuestro lado, el menosprecio del monstruocillo.

El de la albañilería afinca el pie en una varilla que sigue la cintura el transporte. Con la mano aprieta el lado de la ventanilla que le sirve de soporte para su equilibrio inestable. El estudiante coloca sólo la punta del pie en el estribo y aprieta nerviosamente la varilla de la puerta. La dama de los encajes y los grises, deja transcurrir impasible dos, tres llegadas de relleno ballenato. Y sin fijarse en que nadie la oía, exclama: “Me encanta esperar. Esperar eso es todo. Dejar que los círculos se trencen a nuestro alrededor. Yo fatigo la espera. La Espera, nueva divinidad abstracta”. El apoplético furioso silbó a un taxi y se precipitó exclamando entre hipo y trueno: “Sol y Amargura”. Se le veía dentro agitarse como ingurgitando largas conversaciones por debajo del mar.

Yo caí sin sentido en el no recuerdo. Me alzaba y caía dentro de la marejada del humo. Tiré de la nube o de la misma marejada. No recuerdo, me esforcé por recordarlo, lo que hice en el resto de ese día y esa noche.

11. de oct. de 1949

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