La Habana

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Vestirse de etiqueta o la presunción

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Vestirse de etiqueta o la presunción

Los juegos de las estaciones, la prolongación de sus cronológicos contornos, recurvan sobre el ambiente salonniére, sobre la sala de conciertos o de teatro, que solicitan, agradeciéndolo, la etiqueta. Nada tan heteróclito como una sala donde es necesario el uniforme de la elegancia, con el que se pretende que nadie pueda excepcionarse en la indumentaria, sino que todos tengan que mostrar una pareja calidad, una calidad que no puede tener un desmayo, una vacilación. Entre nosotros, en este mes de octubre, se confunden los trajes correspondientes a la solemnidad de un día tórrido con otro en el que las ráfagas norteñas nos han llevado a la bufanda o a la delicia de comer nueces con guantes de piel de antílope. Y además, la añadidura de los que por comodidad o por carencia, o por americana rebeldía, prefieren ir en traje de calle o de oficina, de cine o de agitar unas cervezas de aperitivo democrático o de regalón cordial. El efecto es tan diverso que lejos de alcanzarse los cuadros severos de la elegancia de salón, se adquiere un mosaico grotesco que provoca la risa de los que a la entrada del salón se contentan con ver pasar y desfilar, y que se vuelven en comentarios de vitriolo y arsénico, subrayando la falsedad de una joya o un pantalón con la raya en zigzag. Mientras unos caballeritos parecen camareros que van a moverse entre las mesas como los pequeños planetas entre los astros de nombres viejos, otros exhuman un smoking inerme, flácido, del flaco o gordo anterior que todos hemos sido; así se consigue un efecto de sala desigual, anárquico, en el que todos entonan sus caprichos simplistas o su gana y real gana, con el desdén de un príncipe que le regala las joyas de la familia a su amante campesina.

27. de oct. de 1949

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