Ksenia

Ksenia


Capítulo 6

Página 19 de 27

—Tengo a las personas adecuadas —dijo después de un rato—. Pero son tres.

Assunta Barone se encogió de hombros.

—No es un problema. ¿Quiénes son?

—Ex policías, los echaron por abuso de autoridad. Y se las han apañado bien —explicó—. Uno manda y los otros dos obedecen. Preparados, corajudos, con los conocimientos adecuados por un lado y por el otro. Te los aconsejo porque son una pequeña banda autónoma, hacen de todo.

—¿Edad?

—Entre treinta y cinco y cuarenta.

—No son de los que quieren mandar, ¿verdad?

Carmen alargó los brazos.

—Son hombres. Siempre lo intentan. Te toca a ti mantener la correa corta.

Assunta se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—Los espero esta noche en la marisquería de la calle Tunisi para tomar un aperitivo.

—Sé que nunca pones pegas por el dinero, pero tengo que avisarte de que mi comisión ha aumentado.

Assunta se dio la vuelta y sonrió.

—Lo daba por descontado.

 

 

A la mañana siguiente el sol secaba lentamente las calles y los edificios del barrio empapados por la lluvia que había caído sin cesar durante toda la noche. Por primera vez Assunta Barone se había presentado en el Bar Desiré sin toques de negro en la ropa. El detalle no se le había escapado a Marani, el cual esperaba que el fin del luto incidiera positivamente en el humor de la jefa. La mujer apenas le saludó y esperó fumando a que don Mario le sirviera un café y un cruasán.

Sereno intentó entablar una conversación, pero ella le paró con un gesto de la mano. El recaudador emprendió la retirada y Sara, que había observado la escena desde la terraza de su piso a través de las lentes del potente telescopio, pensó que aquella mujer tenía mucho en común con su difunto hermano. Eran odiosos de la misma e idéntica manera. Intentó imaginarla mientras violaba a Ksenia y la rabia le estalló en la garganta como un conato de vómito. El cuento de la viuda de Antonino Barone la había perturbado y la noche anterior se había quedado despierta durante un largo rato reflexionando sobre su proyecto de venganza, que conllevaba paciencia y racionalidad, cualidades que conciliaban mal con la urgencia de justicia de las víctimas. Sabía que no tenía alternativas, aunque ciertos días el peso de esas decisiones era más difícil de soportar. Se concentró en la llegada de un tipo a bordo de una moto grande, que miró bien a su alrededor antes de aparcar, quitarse el casco y cuchichear brevemente por el móvil. Un par de minutos más tarde le alcanzaron otros dos tipos en una moto del mismo modelo y color.

Sara vio enseguida que se trataba del nuevo brazo armado de la banda que sustituiría a los hermanos Fattacci y dejó el telescopio para coger su cámara fotográfica, disparando con el zoom una serie de primeros planos de los desconocidos.

Marani también llegó a la misma conclusión. Enseguida quedó claro que Assunta había querido dar un salto de calidad. Aquellos tres parecían espabilados y tenían la edad adecuada para no cometer errores. En comparación, los Fattacci eran una parodia insignificante. De un simple vistazo distinguió al jefe. Tenía poco más de cuarenta años, físico delgado de asiduo jugador de fútbol sala y una actitud tranquila que inspiraba autoridad. El rostro era agradable y podía engañar si no se observaban con atención los labios finos y los ojos demasiado juntos, que denotaban que aquel hombre podía ser peligroso y cruel. El recaudador intuyó que nunca tendría ningún poder sobre ellos. Al revés. Su carrera en la banda Barone terminaba en ese momento: la perversa de Assunta le había tomado el pelo. Había matado a Pittalis para convertirse en un pez gordo y en cambio tenía que contentarse con barrer dinero, lo único que había demostrado que sabía hacer. Sintió un pinchazo en la boca del estómago y enseguida se tomó un Almax.

Assunta aceptó los saludos deferentes de los tres tipos con una sonrisa complacida y los invitó a sentarse a su mesa. Cuchichearon durante un largo rato. De vez en cuando el que había llegado primero se levantaba y, fingiendo estirar las piernas, observaba la situación para captar eventuales curiosos y espías.

Sara apreció el nivel de profesionalidad y mandó rápidamente las fotografías por correo electrónico a Rocco Spina.

Cuando los tres se fueron con sus motos, Marani pensó que Assunta ni se había molestado en presentarlos. Tragándose sus últimos residuos de orgullo, se levantó y se acercó a la mujer.

—Sustituirán a los hermanos Fattacci, ¿verdad? —preguntó.

—Siéntate —ordenó Barone—. Nunca has sabido llevarlos y pensándolo bien no eres muy bueno, Sereno. Antonino te había puesto en el lugar adecuado y ahí volverás.

—Esto lo había entendido solo, doña Assunta —rebatió el recaudador con amargura.

—Bien. Entonces no hay nada más que añadir.

Sereno Marani se levantó, murmuró algo a propósito de nuevos clientes a los que tenía que visitar y se alejó. Volvió a su casa y se refugió en la habitación, cerró los postigos y se quedó a oscuras, compadeciéndose.

Su mujer, molesta por su presencia a aquella hora de la mañana, que ella normalmente dedicaba a tomarse varios vasos de licor de Ciociaria en paz, se vistió y se fue a ver a su hermana.

En cambio, Sara recibió un correo con noticias sobre los tres nuevos esbirros de la banda Barone.

El jefe se llamaba Egisto Ingegneri, había empezado una brillante carrera en la policía de Roma que se había interrumpido abruptamente cuando había acabado en el calabozo junto con sus fieles subalternos, Manlio Boccia y Saverio Cossa, acusados de corrupción. En la práctica habían armado una banda de soborno a comerciantes del centro histórico. Dinero para obtener a cambio concesiones y tratamientos de favor en caso de abusos inmobiliarios y cambios de destino de uso de locales. Esta rentable actividad se había terminado cuando había aparecido la camorra y algunos comerciantes, protegidos por los nuevos jefes, se habían decidido en denunciar a Ingegneri y sus subalternos.

Los tres no habían admitido nada a pesar de la cantidad de pruebas recabadas por los investigadores, y después de un poco de clamor mediático el asunto se había desinflado también desde el punto de vista jurídico. Los imputados, después de un período no demasiado breve de arresto domiciliario, habían conseguido que les cayeran condenas leves. El amigo de Sara estaba convencido de que alguien intervino en su favor, quizás por el temor de que la cárcel despertara el deseo de revelar algo a los magistrados.

Sara, después de una cuidadosa búsqueda en internet para encontrar noticias sobre el caso, llamó a Ksenia.

—Como había imaginado, Assunta ha encontrado a unos sustitutos para los Fattacci —anunció—. Y estos son aún más peligrosos.

—Siempre tienes la capacidad de asustarme —se rio nerviosa la siberiana—. ¿Qué tengo que hacer?

—Ha llegado el momento de tu venganza. Golpea sin piedad, amiga mía. De lo demás me encargo yo.

 

 

Ksenia entró en el piso donde había vivido con Antonino Barone. El olor era nauseabundo. La montaña de comida que había dejado en el suelo del salón después de haber vaciado las neveras y los congeladores se había podrido. La carne estaba llena de larvas y grandes moscas panzudas que volaban por todas partes. La chica se ató un pañuelo en la cara. Todavía tenía mucho que hacer. Cogió la caja de herramientas del trastero y las usó para destripar butacas, sofás y colchones. Con un martillo enorme se cebó en las puertas de los muebles y la cristalería. Un cúter afilado le fue útil para reducir a pequeñas tiras las cortinas y la ropa colgada en los armarios. Se ensañó sobre todo con el traje de novia que Antonino le había hecho llevar el día de la boda. Dos horas más tarde el piso era un cúmulo de escombros. Solo entonces Ksenia llamó a Assunta con el móvil del hermano.

La mujer acababa de subirse a un taxi para ir a casa de Teresa y estaba más decidida que nunca a descubrir el misterio de la loca del cochecito, cuando el móvil empezó a sonar. En la pantalla parpadeaba el nombre de Antonino. La siberiana pedía audiencia, pensó con desprecio.

—¿Qué quieres?

—He decidido devolverte los recuerdos de tu historia de amor con tu Antonino del alma.

Assunta apretó los ojos para controlar la rabia.

—¿Y eso?

—Porque huelen mal, están podridos y son asquerosos como tú.

—¿Dónde y cuándo?

—En diez minutos en casa de Antonino. También te devolveré las llaves.

—Allí estaré.

—Ven sola, si no, estas bonitas fotografías con tu hermano volarán por la ventana.

Assunta interrumpió la llamada sin contestar y ordenó al conductor que diera la vuelta.

 

 

Ksenia sonrió. Cogió las fotografías y las cartas que documentaban la historia de amor entre los hermanos Barone y las puso con cuidado en la montaña de carne podrida. Luego aunó todas sus fuerzas y se quedó esperando mientras tenía en las manos un bote de alcohol y un mechero.

Assunta salió del ascensor y se quedó un instante delante de la puerta entreabierta. Luego, con un gesto decidido, la abrió de par en par.

El hedor la embistió como una ola. Se tambaleó observando la destrucción que ya reinaba en la entrada.

—¡Ksenia! —gritó preocupada.

—Estoy aquí, en el salón —anunció la siberiana, echando el líquido inflamable en el montón de basura.

Barone se tapó la nariz y la alcanzó. Ksenia señaló con el dedo índice al suelo.

—Está todo ahí —dijo mientras prendía fuego a los desechos.

Assunta gritó. De dolor y desesperación. Luego se tiró de rodillas sobre aquel cúmulo horrible intentando salvar algún recuerdo, sin hacer caso a las quemaduras de las manos. Parecía una loca.

—Antonino mío, Antonino querido, ¡qué nos han hecho!

A sus espaldas la siberiana miraba fijamente la escena con la calma glacial de quien saborea la venganza. El trasero de Assunta estaba tan a la vista que no pudo evitar darle una patada formidable, tirándola al suelo y obligándola a zambullirse en la podredumbre. Luego se fue, seguida por los gritos de su ex dueña.

El ascensor estaba ocupado y bajó por las escaleras. Encontró a algunos vecinos que, atraídos por el jaleo, habían salido al rellano.

—Es Assunta Barone —explicó.

—Todavía está muy triste por la muerte de su hermano. Yo no, era un hombre asqueroso.

Cuando salió vio a Sara que la estaba esperando. Con una señal de la cabeza y una sonrisa le hizo entender que todo había salido bien. Sara se dio la vuelta y ella se fue a casa, decidida a darse una ducha.

Dejó correr un largo rato el agua caliente por su cuerpo. Estaba contenta de que Luz en ese momento estuviera en la perfumería con Eva. Prefería estar sola. Estaba conmocionada por sensaciones extrañas y advertía la necesidad de saborearlas y entenderlas.

 

 

Sara se subió al coche y llegó hasta su refugio. Como siempre el primer pensamiento fue para la música de Mary J. Blige, que invadió discretamente cada esquina del ático:

«No drama, no more drama in my life, no one’s gonna make me hurt again».

Se sentó en el escritorio repleto de fotocopias que Ksenia le había entregado, llenas de apuntes hechos a lápiz con su caligrafía pequeña y nerviosa.

Rocco Spina llegó poco después. Le mostró la bolsa de una charcutería.

—Pollo y patatas con romero.

—Qué triste —rebatió ella, sacudiendo la cabeza—. No tienes remedio.

Sin embargo, nada más cerrar la puerta le besó y le arrastró al sofá. Le desabrochó el cinturón y se la metió en la boca. Luego se puso a horcajadas sobre él y se la hizo deslizar en su interior con lentitud. Empezó a moverse sin prisas. Se echaron a reír cuando los dedos de él se enredaron intentando desabrocharle el sujetador.

—A lo mejor me enamoro —susurró Sara—. Cuando todo termine.

Él la miró fijamente, sorprendido. Era la primera vez que oía pronunciar unas palabras tan comprometidas. Hubiese querido decirle que estaba loco por ella, pero prefirió besarla. A Sara no había que forzarla de ninguna manera. Era ella la que conducía el juego, y Rocco estaba resignado a esperar.

Más tarde, analizando los negocios de Barone, ella dijo:

—Actuaré en dos días.

—¿Y eso?

—Tengo que darle a Assunta tiempo para recuperarse.

—¿Qué le ha pasado?

Sara sacudió la cabeza.

—Cosas de mujeres. Cosas que no tienen que ver contigo.

Rocco suspiró.

—A veces eres un auténtico coñazo, ¿lo sabes?

—Y tú eres tonto —lo increpó ella—. ¿Te acabo de decir que durante dos días no saldré de casa y tú me tratas de esta forma?

—¿Me estás invitando a quedarme a dormir?

—Qué va, ¿estás loco? Cada uno duerme en su casa.

—Mañana te tocará lasaña y rollo de carne —anunció él, vengativo.

—Tendré que hacerme a la idea.

 

 

El dolor en las rodillas era insoportable, pero Assunta Barone no tenía la menor intención de abandonar el reclinatorio desde el que estaba pidiendo perdón, ayuda y apoyo al hermano que seguro que velaba por ella.

—Dame fuerzas, Antonino. Dame fuerzas en nombre de nuestro amor —susurraba entre un rezo y otro, intentando mantener juntas las manos vendadas.

Al haberse quedado sola, quemada y sucia en aquella casa destruida y profanada, se había visto obligada a pedir ayuda a Carmen Lo Monaco, y la amiga le había enviado un marimacho de unos cincuenta años que había llegado con dos grandes bolsas.

«Costará cinco mil euros», le aclaró después de haber examinado la situación.

«De acuerdo, no hay problema».

La tipa había asentido y sacado lo necesario para limpiarla, curarla y acicalarla con ropa barata que, en otras ocasiones, Assunta Barone no hubiese llevado por nada del mundo. La mujerona se había demostrado eficiente y profesional. Y silenciosa. Assunta había apreciado la total ausencia de preguntas.

La había llevado a casa a bordo de un viejo coche. Del parasol asomaba una imagen de San Alejo de Roma, de lo que había deducido que la mujer era cristiana ortodoxa.

«¿No serás rusa?» explotó Assunta, pensando en Ksenia.

«No», contestó la mujerona. Y la conversación terminó ahí.

Sofocó un gemido y empezó a recitar el rosario, aunque su mente estaba ocupada por otros pensamientos. No podía ir por ahí en esas condiciones y tendría que aplazar el placer de tener a la siberiana a su disposición. No entendía por qué había querido desafiarla de esa forma. La zorra no tenía ni idea del dolor que le había infligido quemando los recuerdos de la historia de amor con Antonino. Assunta se dio cuenta de que ninguna de las torturas que le infligiría podría hacerle pagar el daño sufrido, el inconmensurable suplicio que aquella asquerosa le había procurado.

Llamaría a Egisto Ingegneri y Marani, avisándoles de que tenía que salir de Roma durante unos días. Sin embargo, se quedaría encerrada en casa rezando. Tenía que ir a ver a una persona y seguro que no se daría cuenta de que llevaba las manos vendadas.

No consiguió terminar el rosario. De repente se desmayó y se cayó junto al reclinatorio. Cuando recuperó el sentido, el dolor en las rodillas se había vuelto insoportable. Se arrastró hasta la cama y pasó una noche insomne. La ofensa que había sufrido quemaba como el fuego de San Antonio.

Al día siguiente se puso la ropa que le había dado la marimacho, se ocultó el pelo bajo un pañuelo y los ojos detrás de un par de grandes gafas de sol y se alejó un par de manzanas antes de llamar un taxi para que la llevara a plaza Iside, donde vivía Teresa la Loca.

Assunta echó un vistazo a los interfonos. En la placa de cobre del que probablemente era el piso de la mujer se leía el apellido «Mezzella». Llamó y esperó con impaciencia.

—¿Quién es? ¿Quién es? —preguntó una voz inquieta que reconoció inmediatamente. Era la chiflada del cochecito de bebé.

—Soy la hermana de Antonino.

Teresa se rio, feliz.

—Pasa, querida, pasa.

Assunta se metió en el portal y subió las escaleras con pasos rápidos. La loca la esperaba en el umbral, frotándose las manos por la excitación.

—Lo has entendido a Antonino, lo has entendido finalmente.

No. Assunta no había entendido nada. Se dio cuenta cuando vio en el salón lleno de viejos muebles polvorientos un pequeño altar dedicado al hermano, con decenas de velas. En el centro destacaba una foto enorme de Antonino de joven, rodeada de estampas religiosas y otras imágenes de su adolescencia en Abruzzo. En un par de ellas, él y la loca, que Assunta no tardó en reconocer, estaban juntos y se abrazaban.

—¿Quién eres? —preguntó Assunta.

—Clelia —contestó con complicidad—. ¿Lo has entendido a mi Antonino?

—¿Tu Antonino?

—Mi novio, sí. Luego nació el niño, pero estaba muerto y mi cabeza se ha vuelto loca. Pero Antonino ha sido muy bueno y me ha mantenido cerca de él. Siempre ha pensado en mí. Sí, sí y otra vez sí. Siempre bueno con su Clelia.

Assunta estaba trastornada. Su queridísimo hermano le había escondido ese secreto durante años y con extraordinaria habilidad.

—¿Dónde está el dinero?

—Antonino no quiere que hable de eso con nadie.

—Antonino ha muerto.

Los ojos de la pobre loca se llenaron de lágrimas.

—No es verdad —rebatió poco convencida—. Volverá. Siempre vuelve. Clelia es importante, la más importante.

Assunta la tiró al suelo de un empujón. Estaba harta de escuchar aquella sarta de mentiras. Ella y solo ella era importante para Antonino. Salió del salón y empezó a registrar el piso. La presencia del hermano era obsesiva. Fotografías y velas por todas partes. Un armario en el trastero custodiaba una caja fuerte alta y estrecha. Casi se pone a dar saltos de alegría.

—¿Dónde está la llave?

Clelia se traicionó, llevándose la mano al cuello.

—Pídesela a Antonino.

Barone sonrió mientras se acercaba.

—Pero tú también tienes una copia, ¿por qué si no, cómo ibas a poder meter todos esos paquetitos envueltos en papel de periódico?

La loca asintió.

—Lo has entendido, a mi Antonino.

Assunta le arrancó la camisa, dejando al descubierto un cuello delgado y arrugado del que colgaba una cadenita de oro con una llave.

Clelia intentó huir, pero Assunta era más joven, más fuerte y rabiosa. Le puso las manos vendadas alrededor del cuello y empezó a apretar. Clelia se defendió débilmente, pero pronto cayó al suelo, permitiendo a su asesina inmovilizarla y acabar con ella.

Después Assunta le arrancó la cadena y se adueñó de la llave. Solo en ese momento se dio cuenta del pequeño colgante que representaba a San Justino de Chieti. Aguzó la vista para leer las palabras grabadas en la parte posterior: «De Antonino a su Clelia».

Levantó la mirada al cielo.

—Antonino, ¿cómo has podido? ¡Hasta un hijo hiciste con este callo!

Lanzó una mirada asqueada al cadáver y se prometió seguir en el cementerio la conversación con su hermano. Ahora tenía asuntos más urgentes que atender.

Abrió la caja fuerte y reprimió a duras penas un grito de felicidad. Estaba repleta de paquetitos envueltos en papel de periódico. Cogió uno cualquiera. Contenía billetes usados de distinto valor. Finalmente había puesto sus manos en el famoso «tesoro del barón». Tardó un buen rato en contarlos. Eran casi veinte millones. Apretó entre sus manos el último fajo y se lo llevó al pecho. Ahora podía librarse del chantaje de Manfellotti, entregar los dos millones a los D’Auria y usar el resto para volver con la usura a lo grande. Encontró una maleta grande en la que metió parte del dinero: el resto volvería a recogerlo al día siguiente.

Luego limpió el piso de las fotografías de Antonino. Las manos le ardían, pero estaba demasiado eufórica para permitir que el dolor le arruinara el día. También estaba satisfecha por haber eliminado a Clelia. No tenía dudas de que si Antonino todavía estuviese vivo habría sabido darle una explicación, porque ella estaba convencida, muy convencida, de que había sido el único amor verdadero de su hermano. Aunque la idea de que aquella demente se hubiese acostado con Antonino y que su semen la hubiese fecundado la sacaba de quicio. Pasando cerca del cadáver le dio un sinnúmero de patadas. Luego la arrastró a la cocina, quitó los estantes de la nevera y la metió dentro. Por una serie de detalles evidentes se dio cuenta de que Antonino frecuentaba esa cocina. De vez en cuando se quedaba a comer o cenar con la loca. Intentó imaginar la escena, pero no lo consiguió. A lo mejor quedaba con alguien más, ya que aquella casa era el lugar perfecto para garantizar la discreción. Sí, no había otra explicación, pensó cerrando la puerta con llave.

Mientras volvía a casa en taxi empezó a pensar que ahora le tocaba a ella encontrar un lugar seguro para el tesoro. Y rápido. No podía guardarlo en casa bajo el colchón como haría esa noche.

 

 

Desde la noche en la que Angelica Simmi había sido ingresada de urgencia, Luz no había querido pedirle explicaciones a Ksenia. El papel de esposa desconfiada no iba con su carácter. Siempre había sido un espíritu libre y desde niña se había enfrentado a situaciones más difíciles. Su padre que había abandonado a la familia, su hermano que se había hecho matar por unos gramos de cocaína, la muerte por sobredosis del único chico al que de verdad había amado. Recordaba como si fuera ayer el día en el que su madre, teniendo en los brazos a su hermana menor, le había declarado que ya no podía mantenerla y que tenía que apañárselas sola. Acababa de cumplir dieciocho años. Se había buscado un trabajo honrado, pero después de nacer Lourdes una amiga le había hecho entender que solo había una forma de garantizar un futuro distinto a su niña.

Esa forma. Desde ese día Luz había vivido con los ojos cerrados, hasta que los volvió a abrir para perderse en los de Ksenia. Como le había dicho Félix en el hospital: «Es triste vivir sin creer en nadie». Y ella creía en Ksenia, tenía una necesidad desesperada de confiar en ella. Sabía que le estaba escondiendo algo importante, pero no quería forzarla para que le hablara de ello. Ya elegiría ella el momento adecuado, estaba convencida. El entusiasmo por decorar la casa nueva había hecho menos difícil disimular la preocupación y los celos, que siempre estaban al acecho. Las dos chicas estaban pintando la habitación de Lourdes. Habían elegido una pintura color malva, maravillosa, y ahora la estaban extendiendo en las paredes con dos grandes brochas. Ksenia le había propuesto intercambiar sus gustos musicales y por eso se alternaban en poner la una a la otra sus canciones favoritas. Ksenia había puesto un CD de las t.A.T.u., el dúo lesbiano que había causado sensación unos años antes en Rusia, y estaba cantando un verso que en inglés decía: «Me estás volviendo loca, me estás sacando de quicio». A Luz ese tipo de pop no le gustaba, prefería la salsa, pero eso no le impedía extender la pintura moviendo la brocha en sincronía con la música. Estaba de buen humor, también porque acababa de volver del hospital donde Félix le había comunicado que Angelica estaba fuera de peligro. El cubano incluso la había hecho reír contándole que debajo de la antigua casa de citas seguía el vaivén de clientes desilusionados que no se resignaban a la idea de que Luz hubiese abandonado su trabajo.

—¿Quieres saber quién es el más testarudo?

—¿El Hombre Pez? —preguntó Ksenia.

—No, Mister Spread.

—¿Ese tío elegante, con el maletín de piel?

—El mismo. Ese cabrón pretencioso que primero se hacía follar el culo con su

strap-on personal y luego, cuando ya tenía bastante, hasta me miraba con desprecio, ese esnob asqueroso. Lo único que le envidiaba era la ropa interior fantástica que llevaba debajo del traje. Conjuntos de seda

beige o lila... Llenos de encajes y bordados, todo alta costura.

Ksenia se rio divertida por la descripción de Luz. Estaba feliz de que a su pareja le apeteciera bromear sobre alguien que la había hecho sufrir. Quería ser como ella, pero no lo conseguía. Así como le costaba mentirle, fingir. Sara la había obligado a un subterfugio y eso le costaba muchísimo. Sin embargo, sabía que todavía no había llegado el momento de hablarle libremente, contárselo todo. Luz no aprobaría el desafío que había lanzado a la desequilibrada de Assunta. Además, si le hubiese hablado de la cámara de tortura que la hermana de Antonino le había preparado, su pareja habría perdido el sueño. No, desgraciadamente Sara tenía razón. No era justo implicar a Luz, a la pequeña Lourdes y a Félix en aquella historia asquerosa. La única posibilidad para vivir muchos días felices como aquel era secundar el plan de Sara y librarse de una vez de la maldición de los Barone.

 

 

Ir a la siguiente página

Report Page