Ksenia

Ksenia


Capítulo 6

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Ese mismo día, Sara se levantó temprano. Gimnasia, un cuarto de hora de machaqueo más que de entreno, con serie de puños y patadas al saco, desayuno, ducha. Luego se disfrazó de Mónica. Mientras se ponía una camiseta que dejaba su barriga al descubierto y un piercing en el ombligo, practicó para reforzar las eses y las bes, y a cargar la zeta para recuperar el habla del personaje que había elegido, imaginando que charlaba a media voz con interlocutores inexistentes.

Poco después de las once estaba lista. Cogió el móvil y llamó al Bar Desiré. Don Mario había pasado una noche infernal. El día antes, durante la cena, había anunciado a su hija y su yerno que tenían que sacar cincuenta mil euros para que la banda Barone no los ahogara y se había armado la de Dios. La hija, embarazada, había acabado en urgencias. El yerno había intentado pegarle y su mujer le había echado de casa. Había dormido en la parte de atrás del bar, en un camastro.

Nada más oír la voz de su ex camarera se lo llevaron los demonios y Mónica tuvo que esperar a que se calmara.

—Quiero hablar con la señora Assunta Barone.

—No está. Está Marani, si quieres.

—No, no me interesa. Es más, hazme hablar con el jefe de los nuevos, ¿sabes a quién me refiero, verdad Mario?

El hombre suspiró, puso el teléfono en la barra y fue a la mesa donde Egisto Ingegneri estaba leyendo el

Corriere dello Sport.

—Mónica quiere hablar contigo —anunció, indicando el teléfono.

—¿Quién coño es?

Don Mario, incómodo, se aclaró la voz.

—Trabajaba aquí, luego se portó mal, los hermanos Fattacci le dieron una lección, ella se vengó, raptó a

Terminator, su perro...

El ex policía levantó una mano para interrumpirle.

—¿Qué coño me estás contando?

El barman alargó los brazos.

—Ha llamado, si prefiere le digo que no quiere hablar con ella.

—¿Esta Mónica ha preguntado por mí?

—Claro. Ha dicho: hazme hablar con el jefe de los nuevos.

—¿Ha dicho eso?

—Sí.

Curioso, Ingegneri se levantó y se puso al teléfono.

—Tienes una manera extraña de expresarte, chica —dijo—. Quieres hacerme entender que sabes mucho.

—A lo mejor solo sé lo que tengo que saber.

—¿Por ejemplo?

—Sé algo que puede interesar a Assunta Barone, y tú puedes convencerla de que me escuche.

—¿Sobre qué?

—Sobre lo que le pasó a su hermano.

—Ya lo sabemos.

—No. Tú no sabes una mierda —ladró Mónica—. Dile que he visto el librito negro con el borde rojo, así sabrá que no me estoy inventando nada.

—De acuerdo. Se lo diré.

—En dos horas exactas en el centro comercial Porta di Roma, hay un bar en el entresuelo. Tiene que venir sola y me tiene que traer el finiquito. Con los intereses.

Mónica interrumpió la llamada. Se miró al espejo y se dedicó una sonrisa. Había ido bien. Bajó al aparcamiento, se puso el casco rosa y subió a una Vespa del mismo color, muy adecuado para el papel de Mónica la barriobajera.

 

 

Ingegneri no llamó enseguida a Assunta. Era un hombre cauteloso y no quería dar pasos en falso. Le hizo una señal a Marani y le invitó a sentarse a su mesa.

—Estoy haciendo las cuentas de la semana —dijo el recaudador para darse importancia.

El otro le ignoró.

—¿Qué me cuentas de esa Mónica?

Con pelos y señales, Sereno le contó la historia que don Mario había esbozado confusamente. El ex policía decidió que era preciso molestar a su jefa.

Al principio Assunta subestimó el asunto, considerándolo un intento de sacarle algo de dinero, pero el detalle del libro negro con el borde rojo la hizo cambiar de idea enseguida.

—¿Dónde has dicho que es la cita? —preguntó.

—En el centro comercial Porta di Roma. Dice que vaya al bar. Ha elegido un lugar muy concurrido, la chica no quiere sorpresas, pero podemos engañarla de todas formas.

—No. Iré sola.

—Como prefiera.

—Tú y tus hombres me esperaréis fuera y luego la seguiréis. De esa cabronceta no sabemos ni cómo se llama ni dónde vive.

 

 

Assunta fue al lavabo y se quitó las vendas. Las manos tenían mala pinta. Estrangular a la ex novia de Antonino y llevar la maleta con el dinero no habían mejorado la situación.

Se untó las quemaduras con una pomada e intentó cubrirlas con gasas delgadas para poder ponerse un par de guantes negros de encaje, pero eran demasiado estrechos y tuvo que resignarse a dejarse ver con las vendas. Daba igual. Esa Mónica tenía que saber por lo menos una parte de la verdad. El detalle del cuaderno era inequívoco.

Un SMS la avisó de que Ingegneri había llegado y la esperaba abajo. Assunta terminó de maquillarse y antes de salir cogió cincuenta mil euros de la maleta. Estaba convencida de que la chica se conformaría con mucho menos, pero no quería arriesgarse a organizar otro encuentro por falta de dinero en efectivo.

Rocco Spina, el amigo de Sara, vio a Assunta que salía y se subía al coche con Ingegneri. Los otros dos esbirros habían llegado en moto. Empezó a seguirlos con gran cautela. Su tarea era asegurarse de que Barone entrara sola.

Y eso fue lo que pasó. Los ex policías aparcaron el coche y la moto y se pusieron a fumar y a charlar.

—Ten cuidado —le recomendó Rocco por el móvil.

—Todo irá bien —contestó Mónica, que estaba vagando por la sección de deportes en la planta de arriba. Bajando por las escaleras mecánicas vio que Assunta ya se había sentado y estaba pidiendo.

—Yo tomaré un café —dijo la chica al camarero, que se estaba alejando—. ¿Se ha hecho daño? —preguntó a la mujer, señalando sus manos vendadas.

Era la misma pregunta que Ingegneri le había hecho nada más subirse al coche. Ella había inventado una mentira, y le había parecido entrever en el rostro del hombre un atisbo de mofa. En realidad se equivocaba, pero la vergüenza que sentía por lo que había pasado en casa de su hermano seguía aturdiéndola.

—Parece que tienes algo que contarme —dijo Assunta, observando el casco rosa de Mónica, un detalle que comentaría a Ingegneri.

—Sí —dijo la chica—. Y usted piensa que es importante, si no, no estaría aquí.

—A lo mejor solo siento curiosidad.

—¿Y en ese bolso cuánto dinero hay para satisfacer su curiosidad?

—Cinco mil.

Mónica se levantó para irse.

—Dejémonos de tonterías —acortó Assunta—. El dinero no es un problema para mí. Cuenta lo que sabes y no quedarás decepcionada.

La chica volvió a sentarse. Vertió medio sobre de azúcar en la taza y lo removió con calma. Luego vació el café de un único sorbo.

—Me he decidido solo ahora porque los hermanos Fattacci están en prisión y ya no pueden hacerme nada.

—¿Por qué, qué te han hecho?

—Lo sabe perfectamente. Me han violado y pegado para que me callara.

—A mí me habían dicho otra cosa: que te habían dado una lección porque habías hablado sin que viniera al caso.

Mónica fue convincente al mostrarse sorprendida.

—¿Yo? No es verdad. Ellos no se habían dado cuenta de que yo todavía estaba en el local porque estaba en el lavabo lavando trapos, y cuando salí vi que se estaban repartiendo el dinero y las joyas.

Assunta se puso rígida.

—¿Ellos quiénes?

—Los hermanos Fattacci y Marani. Don Mario estaba mirando detrás de la barra.

—¿Estás segura?

—¡Claro! Hacían montoncitos con la pasta y las joyas — contestó, preparándose para el golpe final—. Los hermanos Fattacci, más bien. Marani hojeaba un cuaderno negro con el borde rojo que luego se metió en el bolsillo. Y también había una agenda, de esas chulas con la cubierta de piel. También la cogió Marani. En ese momento el perro me oyó y se puso a ladrar...

—Ya basta. Me ha quedado todo muy claro —la interrumpió Assunta. Su rostro era una máscara de hielo.

Sin embargo, Mónica no dejó la presa.

—¿Cómo? ¿No le interesa saber cómo me dieron una lección? Usted también es una mujer, debería saber por lo que he pasado.

—¡Que te calles! —susurró enfurecida Barone—. No me importa un rábano, y además basta con mirarte a la cara para entender que te gusta que te den por todos lados.

Metió la mano en el bolso, cogió un fajo de billetes y se lo puso en las manos.

—Coge este dinero y desaparece de mi vista.

Mónica le cogió el antebrazo.

—Es poco.

—Tiene que bastarte.

La chica no dejó la presa.

—Para nada. Si no sacas los euros oportunos me pongo a pregonar tus asuntos delante de todo el mundo.

—No creo que seas tan valiente.

—Venga, ponme a prueba. Y no te creas que os tengo miedo, a ti y a tus esbirros de mierda. Eres tú la que tiene que tener miedo, porque tú de mí no sabes nada, ni cómo me llamo.

Assunta estaba convencida de que la chica no estaba fingiendo y que todos se habían equivocado al considerarla una tonta inofensiva. Y además, lo que le había contado no tenía precio. Finalmente sabía quién había jodido a su hermano. Sacó el resto del dinero y se alejó, rebuscando dentro del bolso para encontrar el móvil.

—Va en moto —advirtió—. Lleva un casco rosa.

Los dos matones, que iban en moto, estuvieron esperándola y poco después la vieron salir a bordo de la Vespa rosa. La siguieron algunos kilómetros. Mónica iba a una velocidad continua y tranquila. De repente cogió la bajada que llevaba al aparcamiento subterráneo de otro centro comercial y los despistó sin problemas.

Su jefe no estuvo nada contento con la noticia.

—¿Cómo diablos habéis podido perderla? ¿Qué quiere decir «ha desaparecido»? Sois dos imbéciles, eso es lo que sois.

—Me parece que tus hombres han fracasado —comentó sarcástica Assunta, que estaba sentada a su lado.

Ingegneri gruñó, molesto.

—No es un buen comienzo —infirió la mujer.

—Solo es un incidente. Somos los mejores del mercado.

—Eso espero, ya que tenéis que coger a Marani y a don Mario y llevarlos al lugar que los hermanos Fattacci habían preparado para la siberiana.

—Por lo que parece esa Mónica le ha contado cosas interesantes. ¿Está segura de que son verdad?

—Segurísima. Me ha dado un par de detalles que no puede haberse inventado.

—Tendremos que hacer un trabajo limpio. Que salgan del barrio con una excusa, así nadie nos descubrirá.

—Haced lo que tengáis que hacer, para eso os pago —sentenció Assunta, para nada interesada en los detalles operativos—. Y ahora llévame al cementerio.

 

 

Assunta había decidido perdonar a Antonino cualquier cosa que hubiese hecho con Clelia. Le contó que se había puesto muy triste, no tenía que haberle ocultado su relación. Pero estaba segura de que él se arrepentiría enseguida y que seguía ocupándose de ella solo por caridad cristiana. Y por conveniencia, por supuesto. La idea de esconder el tesoro en casa de la loca había sido genial.

—Pero tú, Antonino mío, tienes que admitir que he hecho bien en quitarla de en medio —dijo de repente—. Sin ti, ¿qué vida tendría? Acabaría en alguna institución donde tratan a estos pobres locos como animales.

—Luego le puso al día de las últimas novedades.

—Claro, Pittalis no tenía nada que ver, pero se había condenado él mismo por haber escuchado a la zorra de tu mujer. Después de haber saldado cuentas con tus asesinos, acabaré con ella también. Tengo unas ideas que te gustarán mucho. Porque si tengo que decir toda la verdad, Antonino mío, la siberiana es la persona que más odio en el mundo, aunque nos hizo gozar como locos. ¿No es verdad, amor mío?

Cuando la ciudad quedó envuelta en la oscuridad, Assunta volvió al piso de Teresa con una maleta grande y sólida en la que metió el resto de billetes. Antes de salir abrió la nevera y miró fijamente el cadáver de la mujer durante un largo rato.

Sara había vuelto a casa y, después de deshacerse del personaje de Mónica, había ido al piso que había alquilado para vigilar el Bar Desiré. No tenía dudas sobre el hecho de que Barone ya habría tomado medidas para Marani y don Mario, y que pronto los ex policías entrarían en acción. Ese día no pasó nada. Ingegneri y sus hombres no aparecieron.

A la mañana siguiente tampoco. El día transcurrió tranquilo hasta la hora del aperitivo. Puesto que no podía beber alcohol debido a su gastritis, normalmente a esa hora Sereno volvía a casa andando. En cambio, esta vez se quedó esperando a que don Mario cerrara el bar, así se irían juntos en su coche.

Sara entendió que ese era su último viaje y llamó a Ksenia.

—Creo que está pasando algo —dijo recelosa—. ¿Sigues pensando que quieres ver cómo acaba?

—Sí —contestó la siberiana.

—Entonces paso a buscarte en cinco minutos.

Ksenia terminó la conversación y volvió a la cocina. Luz estaba preparando la cena.

—Tengo que salir —anunció.

La colombiana dejó el cazo y se giró para mirarla.

—¿

Tienes que salir?

—Sí.

—¿Y a dónde

tienes que ir?

—No puedo decírtelo.

—¿Otra vez con esos misterios?

—Luz, no quiero mentirte y es mejor que no sepas nada.

—¿Tiene que ver con la mujer del Mini?

—Sí.

Luz suspiró y se dejó caer en una silla.

—¿Cuánto tiempo durará esta historia?

—Hasta que se termine —contestó Ksenia práctica, mientras cogía la chaqueta y el bolso.

—A veces eres tan dura.

—Toda esta historia lo es. Y tú no haces nada para que las cosas sean más sencillas. Te portas de forma infantil.

—¿Quieres pelea?

—No. Solo estoy nerviosa.

—Ten cuidado.

Ksenia no contestó. Le dio un beso en la frente y salió.

Sara llevaba un chándal negro y botas de montaña del mismo color. Ksenia no había pensado en cambiarse. Se había puesto guapa para Luz, a la que le gustaba con falda y camisa.

—Quizás no voy vestida de forma adecuada.

Sara se encogió de hombros.

—Por lo menos no llevas tacones.

—Puso al día a la siberiana sobre las últimas novedades.

—Creo que llevarán a esos dos cabrones al gimnasio donde los Fattacci habían preparado una bonita habitación para ti.

Ksenia tuvo un escalofrío.

—Si no me matan antes.

—No creo. Assunta quiere un montón de respuestas de Marani.

—¿Por qué has involucrado también al barman?

—Podía haberme salvado de la violación y no lo hizo —contestó Sara en tono duro.

La siberiana no replicó y guardaron silencio hasta que llegaron al gimnasio.

—Todavía no hay nadie —dijo Sara.

No tuvieron que esperar mucho. Unos diez minutos más tarde llegaron dos coches. En el primero estaban Manlio Boccia y Saverio Cossa, los dos ex policías. En el otro Marani y don Mario.

—Vete a saber qué bulo les han contado para convencerlos de que los siguieran hasta aquí —se preguntó Sara.

—No veo a Assunta —dijo Ksenia.

—Llegará dentro de poco, ya verás —rebatió la otra—. El tiempo de preparar a los dos lelos para el interrogatorio y aparecerá como las brujas de los cuentos.

—¿Y nosotras qué hacemos?

—Esperar.

—¿No sería mejor avisar a la policía?

—Todavía no ha pasado nada y no han cometido ningún delito —contestó Sara—. Tenemos que esperar a que la situación avance.

Sin embargo, Ksenia no estaba tranquila. Ese lugar, la idea de dos personas prisioneras a manos de hombres violentos, la espera de la llegada de Assunta, le provocaban una inquietud profunda, difícil de soportar. A pesar de lo que había sufrido y sus propósitos de venganza, en ese momento hubiese querido estar en otro lado.

Barone llegó poco después con Ingegneri.

—Ahora empieza la fiesta —susurró Sara.

 

 

Efectivamente, todo estaba listo. Sereno Marani estaba desnudo y encadenado a la silla atornillada al suelo, mientras que don Mario estaba colgado de la pared como un prisionero de la Edad Media. Los dos pensaban que iban a visitar la nueva sede operativa de la banda y a don Mario le habían ofrecido trabajar gratis como ayudante de Marani a cambio de rebajar su deuda. En cambio, nada más entrar, se habían desesperado, habían llorado, rezado, colmado de preguntas a los dos esbirros, aunque estos habían evitado contestar. El silencio era una vieja y probada técnica para ablandar a los prisioneros antes del interrogatorio. Después de atarlos, habían preparado las herramientas y sintonizado una radio en las frecuencias de la policía, solo para estar tranquilos.

Cuando se abrió la puerta y la jefa entró, Marani tuvo la certeza de que no se trataba de un malentendido o de un plan urdido por los ex policías. Había sido la misma Assunta quien había ordenado su secuestro.

—¿Por qué? —gritó.

—Porque eres un judas —contestó la mujer—. Has traicionado y asesinado a Antonino, que siempre había confiado en ti.

Y con el ardor de un fiscal en la defensa final, reportó las confidencias de Mónica.

—Y habéis sido tan estúpidos —concluyó— de pensar que violarla sería suficiente para que se callara. En cambio, os ha jodido en el momento adecuado.

Sereno, por una vez en su vida, tuvo agallas.

—Y en cambio la estúpida eres tú, que te has dejado tomar el pelo por esa zorra. Te ha contado un montón de mentiras y tú la has creído.

Assunta, en un ímpetu de rabia, se echó contra el recaudador y lo golpeó en plena cara con una bofetada que le provocó un pinchazo en la mano quemada.

Ingegneri la detuvo.

—Ya nos encargamos nosotros —dijo. Y para Marani y don Mario se abrieron las puertas del infierno.

Ksenia y Sara, que mientras tanto habían saltado la valla y se habían acercado al gimnasio, oyeron perfectamente los gritos de dolor. La siberiana agarró el brazo de la otra.

—Llama a la policía —susurró.

—Todavía no es el momento.

—¿Te has vuelto loca? ¿No oyes lo que les están haciendo?

—Tienes que entender dos cosas, Ksenia —susurró Sara—. La primera es que se merecen sufrir, la segunda es que cuanto más tarde lleguen los policías, más graves serán los crímenes de los que serán acusados.

Un grito horripilante desgarró la noche. Boccia había empezado a arrancarle las uñas de la mano derecha a don Mario.

Ksenia cogió el móvil.

—Basta. Llamo yo.

Sara se lo arrancó de las manos.

—Assunta no los dejará con vida. Y le caerá cadena perpetua.

—Pero yo no quiero ser cómplice.

—¿Después de lo que te han hecho, todavía tienes escrúpulos? La venganza tiene su precio, ya te lo advertí.

—Yo me voy —anunció Ksenia—. Y paro al primer coche que pase.

Sara se rindió.

—De acuerdo. Volvamos al coche y mientras nos alejamos doy la alarma.

Mantuvo la promesa. Luego se dirigió con rabia a la siberiana.

—Ha sido un error implicarte.

—Te estás volviendo como ellos.

Sara le dio una bofetada tremenda.

—Ni te atrevas a decir semejantes tonterías. Bájate. ¡Y no aparezcas nunca más! —ordenó seca, empujando a la siberiana fuera del coche.

Ksenia se quedó de pie masajeándose la mejilla mientras las luces del Mini Cooper se hacían cada vez más pequeñas. La vía Casilina Antigua, a esa hora, estaba oscura y desierta.

 

 

Assunta asistía al tormento de aquellos dos cuerpos con la certeza de que Marani había dicho la verdad: se había dejado tomar el pelo por Mónica, que le había sacado cincuenta mil euros para proporcionarle información falsa con el objetivo de obligarla a actuar contra su organización. Un plan basado en los detalles, como el del cuaderno negro, que solo una persona implicada podía conocer. Pero no podía haber sido la chica quien había asesinado a Antonino y vaciado la caja fuerte, porque mientras su hermano fallecía, los Fattacci estaban violando a Mónica. Algo no le cuadraba. El verdadero problema era que no sabía nada de la chica y no sería fácil encontrarla. ¿Qué le había empujado a joder a Marani y a don Mario? ¿Cuál era su verdadero objetivo? La respuesta llegó de la radio sintonizada en los coches de la policía. Desde la central operativa se dio orden a las patrullas para que fueran en dirección al gimnasio.

—¡Los maderos! ¡Vienen hacia aquí! —gritó Cossa.

Ingegneri sacó su pistola y fulminó a don Mario. Un tiro en la cabeza. Luego disparó a Marani. De su pecho brotó un agujero del que salió un chorro de sangre, y el delineante se desplomó en la silla. El ex policía no perdió tiempo en darle el golpe de gracia porque el calibre y el proyectil de fragmentación garantizaban siempre el resultado. Los otros esbirros se ocuparon de Assunta, empujándola sin demasiado tacto hasta el coche.

Cuando en la Tuscolana se cruzaron dos patrullas que venían en sentido contrario con las sirenas encendidas, Ingegneri suspiró aliviado.

—Un par de minutos más y nos pillan.

—¿Cómo ha pasado? —explotó Boccia—. ¿No será que alguien nos ha jodido?

—No —dijo el jefe—. El sitio no era seguro, eso es todo. Hemos confiado en la evaluación de dos hijos de puta como los Fattacci y nos hemos equivocado.

Assunta Barone se quedó en silencio. Por primera vez estaba aterrorizada de verdad. El peligro que había corrido había sido enorme y se preguntó cómo podía haber caído en la trampa de Mónica. Se dio cuenta de que no estaba hecha para soportar el peso del mando de una banda como la suya. Sus errores la habían destrozado. Pero aprendería. Se lo debía a sí misma y a su hermano. El reino de los Barone resurgiría.

 

 

Los agentes, debido a la oscuridad, tardaron algunos minutos en encontrar el gimnasio, pero Sereno Marani, milagrosamente, todavía estaba vivo. El proyectil no había cumplido su cometido. Junto con la ambulancia llegaron también los hombres de la Científica y de la

Squadra Mobile. Roma se había convertido en una ciudad que reservaba muchas sorpresas, pero no todos los días te topabas con una cámara de tortura.

El tiempo de echar un vistazo y todos corrieron a sus móviles para avisar a los amigos periodistas.

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