Ksenia

Ksenia


Capítulo 7

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—No tengo ni idea —contestó el guardia—. Solo sé que en cinco minutos os pasan a recoger.

Cuando la llave giró en la cerradura con el clásico ruido de hierro, los Fattacci se encontraron frente a seis agentes, el típico equipo listo para calmar los ánimos en caso de protestas.

—No me gusta un pelo —murmuró Fabrizio.

Cargados con sus pertenencias, recorrieron el pasillo de la sección acompañados por las miradas de afrenta de los detenidos. En la rotonda a la que daban las otras secciones, fueron acogidos por un brigadier especialmente divertido, que se unió al grupo.

Al final llegaron al último portón, el de la nueva sección a la que estaban destinados.

—¿Pero esta no es la sección de los travestis? —preguntó Fabrizio.

Graziano no contestó. De un salto se agarró a los barrotes y empezó a gritar.

A los guardias les costó convencerlos para que entraran. En medio del pasillo, con los brazos cruzados, los esperaba Manola, el travesti brasileño al que le habían caído veinticuatro años por haber apuñalado a muerte a su amante.

Él era la reina de la sección, y se había ganado el mando gracias a una buena dosis de carisma, inteligencia, diplomacia y habilidad en el uso de cada tipo de arma blanca que se podía conseguir en aquella cárcel.

A sus espaldas estaban el resto de travestis. Unos veinte. Y las expresiones de sus rostros no eran para nada amigables.

—De rodillas —ordenó Manola.

Graziano y Fabrizio, asustados, obedecieron.

—Sois nuestras nuevas criadas. Os encargaréis de la limpieza de todas las celdas y de lavar la ropa. Y de cualquier otro deseo que tengamos, por supuesto. ¿De acuerdo?

Los hermanos Fattacci intercambiaron una mirada desesperada, pero asintieron rápidamente.

Manola sonrió. Se señaló a sí misma y a sus compañeras.

—En esta sección se lleva exclusivamente ropa femenina.

Fabrizio miró perdido a su hermano y se dirigió al brasileño.

—¿Qué has dicho? Perdona, creo que no te he entendido bien.

 

 

Assunta volvió al Bar Desiré y se fundió unos cincuenta euros desafiando a una tragaperras que estaba programada para no perder. Necesitaba reflexionar, y esos números que giraban al ritmo de musiquitas y otros efectos sonoros electrónicos eran perfectos para hacer funcionar su cerebro.

El joven Muzio le llevó un par de bebidas, que ella apuró sin notar siquiera el sabor. De repente hizo una señal a Jadranka para que se acercara.

—Aquí cerca hay un concesionario de coches de segunda mano. Ve y elige el que quieras, con tal que no sea llamativo —explicó—. No vuelvas con el coche de tus sueños porque ahora la policía fiscal está al tanto de los coches caros y con conductor. Al mío he tenido que despedirlo, y además, ahora estás tú, ¿no?

—¿Y el dinero?

—¿Qué dinero? Di al propietario que vas de mi parte —estalló Assunta—. Ese capullo va atrasado con los pagos.

Luego llamó a Ingegneri. Había llegado el momento de tramar un plan, pero no como había hecho hasta ahora. Todo tenía que ser evaluado con extrema atención.

El ex policía llegó en moto, junto con sus hombres. Los clientes del bar no se pusieron demasiado contentos de verlos, pero nadie se atrevió a mover ni un músculo. Además, sabían que los Barone no soltarían el hueso. Solo habían cambiado al personal.

—Sé cómo encontrar a Mónica —dijo Assunta.

—Eso es una buena noticia.

—Ksenia, la siberiana que se casó con mi hermano, es su cómplice.

El hombre la miró directamente a los ojos, preguntándose si se había vuelto loca.

—Disculpe, creo que no la he entendido bien.

Barone se rio con sarcasmo.

—Ni yo lo entendía tampoco. Pero ahora está todo claro.

Contó solo lo que podía, pero fue suficiente para convencer a Ingegneri de que la siberiana era el intermediario a través del cual atrapar a Mónica.

—Entonces Marani y don Mario no tenían nada que ver —observó Ingegneri.

—¿Remordimientos? —preguntó Assunta en un tono gélido.

—Nunca —contestó prontamente el otro—. Son gajes del oficio, nos ha tomado el pelo.

Los labios de Assunta esbozaron una sonrisa cruel.

—Esos dos no valían una mierda. Solo hemos hecho limpieza.

Ingegneri asintió. Y pensó que a esa mujer tenían que ayudarla y asesorarla por su bien y el de la banda.

 

 

La croata volvió con un monovolumen japonés. Sobrio y discreto. Volvieron a casa, donde Assunta dividió «el tesoro del barón» en algunas bolsas, preparó otras con ropa y ordenó a Jadranka que cargara en el coche el inseparable reclinatorio.

Cruzaron la ciudad de sur a norte hacia el refugio que Carmen Lo Monaco le había alquilado a un precio prohibitivo. El lugar era justo como lo había descrito Carmen. Discreto y aislado, pero a medio camino entre dos barrios perfectamente dispuestos.

El interior estaba decorado de forma hortera, como Assunta se esperaba, conociendo bien los gustos de la dueña de la casa.

Pasó revista a cada uno de los muebles y redactó una larga lista de cosas que faltaban. Se la entregó a Jadranka.

La croata la leyó con atención para estar segura de no equivocarse. Luego se alejó en silencio. Assunta notó que aquel marimacho nunca hacía ruido. Grande y maciza como era, se movía con la ligereza de un fantasma.

Salió a dar un pequeño paseo por el bosque y se sentó bajo un árbol centenario. Aquel lugar la inquietaba y echaría de menos su piso, pero había decidido abandonarlo hasta que se librara del grupo de putillas que la estaba desafiando. Luego estaba Marani, que no se decidía a morirse. Por último, el tesoro necesitaba un lugar seguro. Y aquella vivienda lo era. Puerta blindada, ventanas blindadas, alarma, cámara en la entrada.

Cautela. Tenía que prestar atención y estar lista para cada eventualidad. Un refugio desconocido también para los cómplices, al otro lado de la ciudad, era un punto de partida fundamental.

Volvió y se retiró en el pequeño estudio para contar y dividir el dinero del tesoro. Había llegado el momento de devolver el préstamo al bastardo de Giorgio Manfellotti.

Eligió dos bolsas elegantes para el transporte, pero luego cambió de idea. Se echó a reír y corrió hasta la cocina. Debajo del fregadero encontró un rollo de bolsas de basura de gran tamaño. Dos de ellas bastaron para meter los diez millones de euros en billetes de distinto valor. Eligió con cuidado la ropa y se maquilló como hacía mucho que no hacía.

El taxista demostró estar familiarizado con el sarcasmo romano cuando tuvo que cargar «la basura» en el maletero, y la secretaria del constructor abrió su boquita en una mueca de sorpresa cuando la vio entrar.

—Haga saber al ingeniero que estoy aquí —ordenó Assunta—. Y no, no tengo cita.

La chica, mientras seguía mirando las bolsas negras, entró en el despacho de Manfellotti y un segundo después le hizo una señal para que entrara.

El constructor no levantó la cabeza de los papeles que estaba consultando.

—Siempre es un placer recibir una visita tuya, querida Assunta —mintió sin preocuparse en ocultarlo.

Con cierta fatiga, la mujer depositó el dinero en el escritorio.

—¿Qué es esto? —preguntó el ingeniero.

—Diez millones de euros.

—Enhorabuena por el estilo.

—Me ha parecido adecuado a tu persona.

Finalmente se decidió a mirarla.

—Apostaba a que no podrías saldar la deuda, y confieso que ya había empezado a pensar en cómo vender tus inmuebles.

Assunta sonrió y sacó una carpeta de su bolso.

—Y en cambio ahora pones una firma y todo vuelve a las manos de su legítima propietaria.

Manfellotti comprobó los papeles y sacó del bolsillo una elegante estilográfica.

—¿No lo cuentas? —preguntó sorprendida Assunta.

—Me fío.

—Te equivocas —rio, deshaciendo los nudos de los sacos y vertiendo el contenido en la alfombra.

El ingeniero se puso en pie.

—No te atrevas nunca más a hacer estas bufonerías conmigo —susurró furioso.

—Solo era una broma —se justificó Barone—. Además, siempre hemos sido buenos amigos y excelentes socios de negocios, y ahora volveremos a serlo, porque el «Banco Barone» ha vuelto a abrir sus puertas y funciona de maravilla.

El constructor cambió su actitud.

—¿Has resuelto los problemas con tus clientes?

—Claro: los mismos clientes que a través de mi mediación han invertido en tus negocios esos veinticinco millones que has intentado robarme, aprovechando un momento de crisis debido a la muerte de mi hermano.

Manfellotti alargó los brazos y se exhibió en una sonrisa de tiburón descarado.

—Tú también sabes cómo van esas cosas. No es nada personal, solo negocios.

—Tienes razón. Y es por eso que olvidaré lo que has dicho sobre Antonino y nuestra familia.

El tono parecía sincero, pero la mirada sugería exactamente lo contrario. Assunta quería que el mensaje llegase fuerte y claro, pero Giorgio Manfellotti no estaba acostumbrado a dejarse intimidar y siguiendo con su sonrisa radiante, la acompañó hasta la puerta.

—Te llamaré pronto para ponerte al corriente de cómo avanzan nuestros proyectos en común —dijo con un tono meloso.

Le cogió la mano y, en vez de rozarla con los labios como imponía la etiqueta, le dio un beso húmedo. Era su manera de comunicarle todo su desprecio.

Assunta no se descompuso y se acercó al escritorio de la secretaria, donde cogió un kleenex y se limpió el dorso de la mano. Hizo una bola con él y lo tiró a la papelera.

Nada más salir se concedió un par de copas de champán en Corsetti, el único bar decente de la zona. Se le acercó un hombre de unos treinta y cinco años, elegante, simpático, que tenía estampado en la frente: «Gigoló».

Dejó que hablara durante un par de minutos y luego le preguntó a quemarropa:

—¿Estás solo o también tienes a una putilla cerca?

—No, trabajo solo.

—Entonces lárgate.

El tipo se alejó y ella sintió una punzada de nostalgia por Antonino. Aunque enseguida se recuperó. Nada le estropearía el placer de haberle dado una lección a ese capullo de Manfellotti.

Volvió a casa, comprobó con actitud de dueña si Jadranka había comprado todo los objetos de la lista y la llevó a comer una pizza. Hacía mucho que no lo hacía, y la pizza le encantaba. También a la croata, que devoró dos acompañándolas con otras tantas cervezas.

Assunta, en cambio, pidió vino tinto y explicó al marimacho que, como le había enseñado Antonino, era la única bebida adecuada para la pizza.

Jadranka se encogió de hombros.

—Vino, no cerveza. De acuerdo —gruñó con la boca llena. No entendía por qué la señora tenía aquella manía, pero para ella no era un problema. Bebería todo lo que Assunta quisiera. Lo importante era llenar la barriga, y además era Barone la que pagaba.

 

 

Assunta no conseguía dormir. Había que evitar las sardinas y los pimientos por la noche. Y además no había querido rezar porque se sentía demasiado eufórica, y se le había olvidado decirle a Jadranka que comprara un televisor para su cuarto. Fue a la cocina a por un vaso de agua. Al pasar por delante de la puerta de la croata oyó unos gemidos ahogados. Jadranka estaba desnuda, de rodillas, dándose fuerte en la espalda con un flagelo. Barone observó la escena durante algunos segundos, luego se acercó a la penitente y empuñó el mango del instrumento de su dolor.

—Yo me encargo —susurró, adueñándose del flagelo.

Se puso detrás de ella y, despacio, pasó las cintas por la espina dorsal y el enorme trasero de la croata.

—Los pensamientos impuros me atormentan —dijo Jadranka entre sollozos antes de empezar a rezar en su idioma.

—Yo te liberaré del pecado —blasfemó Barone. Gozó hasta el fondo del momento de absoluto poder y luego empezó a azotarla.

 

 

La mujer sacudió el hombro del comisario Mattioli.

—Venga, Paolo, contesta.

Con movimientos adquiridos por la costumbre, el policía alargó el brazo para encender la lámpara, mirar la pantalla del reloj que marcaba las 3:20 h de la mañana y coger el teléfono. El móvil lo apagaba antes de acostarse y había acordado con sus compañeros que le despertaran solo en casos excepcionales que, sin embargo, acontecían de forma regular.

—Diga.

—Soy Giannoccaro. Estoy coordinando la protección de Marani.

—¿Qué ha pasado?

—Ha salido del coma y habla raro.

—Has despertado al policía equivocado. Yo no soy el titular de la investigación.

—Dice cosas sobre la muerte de Barone, sobre su hermana. Tendrías que venir y escucharlo.

—¿A estas horas?

—No hay nadie y sobre todo no está su mujer, que es peor que un perro guardián, y además, qué quieres que te diga, este tiene ganas de hablar ahora.

Mattioli pensó que la noche era el momento ideal para las confesiones. Más de una vez se había encontrado con delincuentes que por la noche manifestaban el deseo de hablar y luego por la mañana cambiaban de idea. Todo por culpa de la luz, que espantaba a los demonios.

—¿Cuántos lo sabemos?

—Tú y yo.

—¿Y eso, Gianno? ¿Qué diablos pasa?

—Nada. Es que de momento lo prefiero.

—De acuerdo. ¿Dónde estás?

—En el Hospital San Giovanni.

Mattioli colgó el teléfono y se levantó.

—Apaga, si no, no me vuelvo a dormir —masculló la mujer.

El comisario se puso las pantuflas y fue al lavabo. Diez minutos después ya estaba en el coche. Estaba cansado, el sueño lo rodeaba como una capa opresora. También era consciente del riesgo de meterse en uno de esos asuntos donde alguien se cabreaba porque le pasabas por delante, te cogía ojeriza y eso acababa por perjudicar tu carrera. Sin embargo, nunca renunciaría a una ocasión similar, porque evidentemente Marani quería contar algo a propósito de la muerte de Barone, que él había tenido que archivar deprisa. Y nunca había estado convencido de haber hecho lo correcto.

Giannoccaro lo esperaba en la entrada a urgencias. Fumaba escuchando las charlas de los vigilantes y los conductores de ambulancias. Cuando lo vio le hizo señal de seguirle. Le dio las gracias mientras subían en ascensor.

—Perdona por haberte llamado —añadió mientras recorrían el pasillo de la sección—, pero eres el único del que me fío.

Dos jóvenes agentes estaban de guardia delante de una puerta cerrada, mientras se balanceaban adormilados.

—Id a tomar un café —dijo en voz baja Giannoccaro—. Nos encargamos nosotros.

Sereno Marani era el vivo retrato de un hombre que acababa de salir del coma. Un resucitado. Las luces de las máquinas que le habían permitido vencer la muerte resaltaban la palidez de su rostro y sus manos.

—Comisario Paolo Mattioli —hizo las presentaciones Giannoccaro—. Puede hablar con él.

El paciente le invitó con un gesto a sentarse a su lado.

—Los tres que nos han torturado y disparado no sé cómo se llaman —empezó a contar con un esfuerzo enorme—. Pero la que lo ha organizado todo ha sido esa zorra de Assunta Barone.

—La hermana de Antonino, el usurero.

—La misma —dijo Marani, pero las palabras murieron en su garganta. El esfuerzo estaba acabando con él.

—Vuelvo en otro momento —dijo el comisario—. Cuando esté mejor.

Marani sacudió la cabeza y le hizo señal de quedarse. Pasaron varios minutos antes de que pudiese decir algunas palabras más.

—Assunta ha matado personalmente a un amigo mío, Lello Pittalis, con la complicidad de Fabrizio y Graziano Fattacci —mintió con desparpajo.

Mattioli rebuscó en su memoria y se acordó de una mujer que había ido varias veces a su despacho para pedir que la

Squadra Mobile se esforzara más en buscar a su marido desaparecido, un tal Pittalis.

—Para nosotros está desaparecido.

—Yo le digo cómo encontrar el cadáver.

Los dos policías se intercambiaron una mirada.

—¿Y dónde está?

Marani proporcionó todas las indicaciones necesarias, luego se derrumbó sin fuerzas.

El comisario Mattioli se levantó y se acercó al rostro de Marani, cubierto por un velo de sudor.

—Si yo voy a buscar al muerto y lo encuentro —susurró—, luego tengo que involucrar a un montón de otros compañeros y magistrados y entonces tendrá que hablar y mucho. ¿Está preparado?

—Sí.

—Y luego tendrá que irse de Roma, ¿lo sabe?

—Comisario, yo no soy un infame por naturaleza, pero esa me ha empujado a serlo —dijo, mostrando los dedos de las manos sin uñas—. Tiene que pagar lo que ha hecho. Yo no había hecho nada malo. He servido a la familia Barone toda mi vida.

—¿Y a él qué le ha pasado? ¿Un accidente o lo han matado?

—La historia es larga, comisario, y ahora no puedo.

Mattioli salió de la habitación seguido por Giannoccaro.

—¿Y ahora qué va a hacer? —preguntó este último.

—Voy a casa a ducharme y a las ocho en punto le estropearé el día al jefe.

Por el pasillo se cruzaron con un enfermero que salía de una habitación después de haberle cambiado el suero a un paciente. Ninguno de los dos lo percibió. En cambio, él los miró bien. Un compañero del turno de día, al que debía unos favores, le había prometido un par de billetes de cincuenta euros si veía a «gente rara» que iba a ver a Marani y le avisaba. Le había contado que estaba en contacto con un periodista que buscaba una exclusiva. El enfermero terminó su ronda y se acercó a los policías de guardia.

—Creo que conozco al que estaba con vuestro jefe —les dejó ir mientras preparaba la medicación para Marani.

—Es el comisario Mattioli, de la

Squadra Mobile.

—Sí, ya sé quién es —mintió—. Ha venido más veces.

Entró en la habitación, comprobó la temperatura del delineante y le dio los medicamentos. El hombre cayó enseguida en un sueño profundo. El enfermero cogió el móvil y envió un SMS a su compañero. «4:30 h, visita comisario Mattioli».

El mensaje fue reenviado a Ingegneri, que esperó a las siete y cuarto para despertar a Assunta Barone.

A las 8:45 h los policías llamaron a la puerta de su casa, luego la buscaron en el Bar Desiré.

Ascenzo Ciocca la avisó enseguida.

—Se ha presentado un comisario, un tal Mattioli. Me ha dicho que tiene que hablar con usted.

—¿Solo eso?

—Sí, pero yo no me fiaría, señora. Eran demasiados para una simple charla, y han dejado a un par de policías de guardia frente al bar.

«Marani está colaborando», pensó con consternación Barone.

 

 

Egisto Ingegneri tenía las ideas más claras y estaba convencido de que el delineante solo había manifestado su voluntad de colaborar con el otro bando, pero que no había tenido tiempo material de hacer declaraciones útiles que pudieran llevar a una orden de busca y captura.

—Así que es verdad que este Mattioli solo quiere hablar conmigo —dijo Assunta.

—Para mí, el policía la quiere cazar, intimidar y estar encima de usted hasta que Marani haga la declaración oficial, ante un juez. Evidentemente tiene mucho que contar.

—De esto no hay duda.

—Sereno Marani no me conoce y menos a mis chicos —añadió el ex policía—. Sin embargo, mientras esa Mónica siga en circulación estamos en peligro.

La mujer miró a su alrededor. Estaban en el pequeño salón interior de una pastelería en un barrio en el que ninguno de los dos era conocido. El resto de los presentes, casi todos señoras de cierta edad, estaban ocupadas charlado delante de sus cafés y sus capuchinos.

—Ya te lo he dicho —repitió cansada—. Hay que coger a Ksenia y obligarla a contarlo todo. Y luego eliminarla. A ella, a Mónica, a la colombiana y a la perfumera.

—Y a Marani —añadió Ingegneri.

—Marani ya está muerto.

En ese momento entró Cossa y fue directo hacia ellos.

—Sabes que no puedes venir a darme el coñazo mientras estoy hablando con doña Assunta —le riñó su jefe.

—Justo tiene que ver con la señora —se justificó el hombre—. En la radio han dicho que en una obra del barrio de Bufalotta han encontrado el cadáver de un tal Lello Pittalis, que estaba desaparecido desde hacía un tiempo. Si no me equivoco trabajaba para Antonino Barone, por eso me he permito molestarle.

Ingegneri miró fijamente a Assunta, que había empalidecido.

—¿Cómo de grave es la noticia?

—Marani acaba de probar que es un testigo infalible —contestó la mujer—. Pero el plan no cambia. De él depende la supervivencia de todos.

Cossa se retiró y Assunta e Ingegneri se quedaron durante más de media hora urdiendo planes y poniéndose de acuerdo sobre los encuentros y las comunicaciones. Desde aquel momento, la banda tenía que trabajar en total clandestinidad.

 

 

El comisario Mattioli estaba cansado. Más de lo normal. Desde que le habían llamado del hospital para escuchar las primeras revelaciones de Marani no había parado ni un segundo. Primero con el jefe de policía, luego con el procurador y al final en aquel terreno para exhumar a Pittalis. El delineante había sido demasiado preciso acerca de la ubicación del cadáver para sostener que solo había oído las confidencias de los hermanos Fattacci. Aunque eso formaba parte del juego: los arrepentidos siempre tendían a atenuar su responsabilidad descargando las culpas sobre los cómplices. Además, en esos casos no se podía ser sutil, sobre todo si el colaborador era capaz de desmantelar bandas de calibre criminal como la que había constituido Antonino Barone.

Mientras el jefe de policía estaba en la rueda de prensa inventándose algo que estimulara la pluma de los periodistas, a él le habían mandado a Rebibbia para hablar con los Fattacci. Una conversación informal para avisarles de que los incriminarían por ser cómplices de homicidio voluntario con agravante de ocultación de cadáver, un crimen castigado con cadena perpetua, y que no tenían mucho tiempo para decidir si querían pudrirse en el calabozo o coger el tren al que se había subido Marani.

En la entrada, un subteniente le avisó de que Graziano y Fabrizio habían acabado en la sección de los travestis como castigo y le había invitado, sin demasiados rodeos, a no entrometerse.

El comisario ni se inmutó. Hacía mucho que había aprendido que las lógicas carceleras pertenecen a otro planeta, y los ajenos a ellas tenían que comportarse como turistas.

Esperó un largo rato antes de verlos entrar en la sala de los interrogatorios. Ambos llevaban un chándal deportivo, pero andaban de forma rara a causa de las plataformas que calzaban. A Mattioli no se le escapó el detalle de las uñas pintadas, tanto en las manos como en los pies.

Resopló, molesto, y fue enseguida al grano.

—Si hay dos personas que necesitan salir rápido de aquí, sois vosotros dos.

—Entonces sácanos de aquí —dijo suplicante Fabrizio.

—No es tan fácil —observó el policía—. Mañana vendrá el juez y os incriminará por el asesinato de Lello Pittalis.

—Pero nosotros no hemos sido.

—Marani dice lo contrario. Os acusa de haber excavado la fosa y haber echado el cuerpo después de que Assunta Barone lo cosiera a balazos.

Los hermanitos se intercambiaron una mirada fugaz.

—Somos inocentes y no tenemos nada que contar —aclaró rápidamente Graziano.

Mattioli fue igual de claro.

—Si cumplís la cadena perpetua con los travestis ya estoy satisfecho, porque dos tíos como vosotros tienen que estar en la cárcel, pero me han ordenado que os transmita este mensaje y he tenido que obedecer.

Llamó a la puerta y salió sin ni siquiera mirarlos.

—Yo hablo —susurró Fabrizio—. No puedo más.

—Ni loco —sostuvo Graziano.

—Pero si ni siquiera somos hombres ya —rebatió el otro—. Mira cómo nos han pintado. Me doy asco.

—¿Y crees que hablando con el juez volveremos a ser los de antes?

—¿Y entonces, qué hacemos?

—No sé —contestó desconsolado el hermano—. Cuando estaba Antonino todo era más fácil. Tenía una respuesta para todo y con él vivo nunca nos hubiésemos encontrado en esta situación de mierda.

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