Ksenia

Ksenia


Capítulo 7

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—¿Pero has entendido o no que Marani nos está acusando, y fue justo él que se cargó a Pittalis?

—Que sí, que lo he entendido, y nosotros tenemos que decir que no tenemos nada que ver.

—¿Y dónde estábamos?

—Bah, no nos acordamos. Solo sé que esta noche tengo que hacerle el masaje a la Jennifer.

—¿Has visto el brazo que tiene?

—Lo he visto, sí. Da miedo.

 

 

Poco después de la hora de cierre, Assunta, seguida por Jadranka, empujó la puerta de la tienda de artículos para el hogar de Carmen Lo Monaco.

La mujer la abrazó y la besó en las mejillas.

—Hija mía, estás en muy mala situación, pero verás cómo saldrás de esta —dijo, acompañándola hasta la trastienda, donde la esperaba la peluquera, que ya había preparado todos sus utensilios—. Hazle algo distinto, pero ponía guapa —le recomendó Carmen.

—He trabajado veinte años en Cinecittà —rebatió la otra con un fuerte acento de Emilia Romaña—. No os preocupéis, haré un buen trabajo. Y luego le daré también algunos buenos consejos de maquillaje.

Assunta se sentó delante del gran espejo y observó con atención cada movimiento de la mujer, convenciéndose enseguida de que estaba en manos de una verdadera profesional. Carmen se hacía pagar, pero siempre encontraba a las personas adecuadas. Como Jadranka. Lástima que la naturaleza hubiese sido tan cruel de negarle el mínimo esbozo de belleza, si no, habría sido perfecta. La noche anterior, después de haberle infligido la penitencia, habían rezado juntas y después la croata se había dormido a los pies de su cama. Devota, fiable y capaz. La ayudaría a superar aquel momento tan difícil.

La peluquera terminó de cortarle el pelo y se encendió un cigarrillo sin dejar de observar la cabeza y el rostro de Assunta.

—Estoy indecisa sobre el color —explicó.

—Ponía morena —dijo Carmen.

La mujer tiró la colilla y volvió al trabajo. Al finalizar la noche, Assunta estaba irreconocible.

—Nada mal, la verdad —comentó Carmen, bostezando.

Barone pagó a la peluquera, luego se lo pensó mejor y le dio otros quinientos euros de propina.

—Buen trabajo —dijo.

—Vaya, pero si tiene voz —bromeó la otra.

Luego Assunta siguió a la propietaria hasta su despacho. De un cajón, Lo Monaco sacó una cámara fotográfica y le sacó una serie de fotografías.

—Te harán falta para tus nuevos documentos —explicó Carmen—. DNI y carné de conducir. Todo de primera calidad, ya verás. Te he elegido un nombre bonito: Marinella Nigro. ¿Te gusta?

—Suena bien.

—Los demás eran demasiado vulgares, de los que dan vergüenza. Este, en cambio, tiene clase.

—¿Y cuánto me va a costar? —preguntó Assunta, sacando un fajo de billetes del bolso.

 

 

—¿Qué tal me ves? —se dirigió a Jadranka una vez en el coche.

—Bien. Otra mujer, pero igual de guapa —contestó la croata, que seguía mirando la carretera.

Assunta cogió el móvil y despertó a Ascenzo Ciocca, el nuevo gestor del Bar Desiré. Le indicó un bar que estaba abierto toda la noche. Lo frecuentaban también maderos y gente del hampa, pero estaba segura de que nadie la reconocería. Ni Ciocca. De hecho, tuvo que acercarse y ponerle una mano en el brazo.

—Ascenzo, soy yo.

—Madre mía, cómo ha cambiado, señora Assunta.

—Pídeme un capuchino y un cruasán y ven a mi mesa.

Barone le hizo sentirse cómodo preguntándole sobre el Desiré y su familia. Luego fue al grano.

—Os ocuparéis de la recaudación de los créditos en el barrio.

—Cogió de su bolso la agenda de Marani con la lista de deudores—. Hoy mismo mandarás a tus hijos a recaudar.

Ciocca se removió incómodo en su silla, pero no abrió la boca. La mujer sabía lo que el hombre estaba pensando y que no tenía el valor de preguntar. Decidió aliviarlo de la incomodidad.

—Por supuesto recibiréis un porcentaje, y si demostráis que valéis para el trabajo no dudaré en dejaros la gestión también en un futuro.

El rostro de Ascenzo se iluminó.

—Sabe bien, señora, que puede confiar en nosotros. Somos sus servidores en todo.

Assunta se levantó.

—Y ten los oídos bien abiertos —ordenó—. Usa a nuestros clientes como informadores y dales a entender que los Barone no han dejado el barrio.

 

 

Varias horas más tarde, el comisario Mattioli acompañó al hospital al procurador suplente, a un secretario del juzgado y al abogado defensor para tomar declaración a Sereno Marani.

Egisto Ingegneri se enteró enseguida y movió ficha: avisó a la prensa, que tardó poco en sitiar la sección donde estaba teniendo lugar el interrogatorio.

Mattioli lo había predicho. Había avisado a todo el mundo de la posible presencia de informadores de la banda, porque Assunta Barone había desaparecido coincidiendo con su visita a Marani. No le habían prestado atención por el simple motivo de que estaban ansiosos por salir en los periódicos como protagonistas de una investigación fascinante. Y poco importaba si todo se iba al carajo y los culpables se esfumaban.

La declaración terminó a última hora de la tarde por las continuas pausas debidas a las condiciones físicas del colaborador, que, de todas formas, tendía a restringir y redimensionar las informaciones que le afectaban a él directamente. El secreto de sumario solo se mantuvo hasta el telediario de la noche. Las fotografías de Antonino y Assunta Barone, Lello Pittalis, Sereno Marani, don Mario y los hermanos Fattacci aparecieron en los medios decenas y decenas de veces. Según las noticias filtradas, los acusaban de una larga lista de crímenes, desde asesinato hasta secuestro.

A pesar de que el comisario estaba en contra, a Graziano y Fabrizio Fattacci los trasladaron a una celda de aislamiento. El procurador suplente estaba convencido de que aquello los asustaría y se ablandarían, sin comprender que mantenerse alejados de la sección de los travestis era lo que aquellos dos más deseaban.

Efectivamente, el interrogatorio nocturno no dio ningún fruto. Los hermanos se hicieron los duros limitándose a sostener su inocencia y a insultar a Marani.

 

 

Eva D’Angelo no pudo esperar a que Ksenia y Luz fueran a la perfumería. Sabía que no tenían la costumbre de leer los periódicos o de mirar el telediario: en esto seguían siendo dos extranjeras poco interesadas por lo que pasaba en Italia. Seguro que todavía no habían leído la noticia. Se precipitó a casa de las chicas y tocó el timbre sin ninguna consideración. En el umbral apareció el rostro somnoliento de la colombiana que, con la perspectiva futura de acompañar a Lourdes a la escuela y ser puntual a la apertura de la tienda, intentaba levantarse diez minutos antes cada mañana.

—¡Ha muerto! —dijo mientras cerraba la puerta a sus espaldas.

—Lello Pittalis. Han sido Assunta y los Fattacci. Toma. Lee.

Titular destacado y nombres bien visibles. También había una fotografía que mostraba la fosa en la que se había hallado el cadáver.

Luz corrió a la habitación, seguida por Eva, que no quería perderse la reacción de la siberiana.

Ksenia leyó y volvió a leer la noticia, luego dejó caer el periódico en la cama. La emoción le impedía hablar. El hombre que la había engañado y luego chantajeado, que había amenazado con exterminar a su familia, hacer pedazos a su madre, sus hermanas y su abuela, ya no podía hacerle daño. Otra parte de la pesadilla se había terminado.

Luz la abrazó un largo rato bajo la mirada conmovida de Eva.

—Perdona —masculló la siberiana—. Perdonadme, tengo que hacer algo.

Se puso lo primero que encontró y salió sin decir más.

En la calle, alcanzó con paso rápido uno de los numerosos locutorios que punteaban las calles del barrio, una tiendecita en la que se podía llamar al extranjero a precios bajos. Cuatro cabinas y, en el escaparate, un tarifario en letras grandes que indicaban nombres de ciudades lejanas y exóticas, y al lado los precios de la llamada por minuto. Al fondo de la tienda, el gestor, un filipino, estaba tras el mostrador con un par de cascos, esperando para pasarle la llamada a una clienta africana.

Ksenia escribió en un papel el número al que quería llamar. El gestor le mostró la cabina número 2.

Algunos minutos después le hizo señal de coger el teléfono. Ksenia saludó en ruso, la lengua que no hablaba desde hacía un año. Fue acogida con gritos de alegría y llamadas a los demás parientes que estaban en casa, su hermana pequeña y su abuela. Todas le hablaron con una retahíla de palabras cariñosas que hacía mucho tiempo que no oía, demasiado. Ksenia fue igual de afectuosa, se aseguró de que todas estuvieran bien, prometió que al día siguiente les mandaría dinero y que lo haría cada mes, hasta que pudiera ir a verlas. Les aseguró que todo iba bien, que nadie les haría daño y les aseguró de que sí, que ella estaba bien y feliz, muy feliz.

 

 

Assunta se despertó poco después de las once de la mañana y leyó los periódicos en la cama después de haber desayunado frugalmente. De momento se sentía segura, pero esta vez se había metido en un lío de verdad. Tenía que encontrar un modo de arreglar las cosas. Poco después recibió una llamada de Natale D’Auria.

—Si necesitas algo nosotros estamos a tu disposición —dijo—. Pero tenemos que estar seguros de que nuestros ahorros están y estarán seguros, pase lo que pase.

—Ya me he encargado de ello —mintió Assunta—. Podéis estar tranquilos.

—No basta con tu palabra —replicó D’Auria—. Después de la muerte del pobre Antonino hemos tenido paciencia y comprensión, pero ahora tenemos que vernos y enfrentarnos a la situación de manera distinta.

—De acuerdo. Me organizo y os digo algo.

—¿Assunta?

—¿Sí?

—Prepárate para la eventualidad de tener que devolvérnoslo todo. Ya no nos parece que estés en condiciones de gestionar nuestro patrimonio.

—Os demostraré lo contrario —se arriesgó, intentando ser convincente.

—Y nosotros estaremos preparados para escucharte, pero no esperes mucho. Tu situación es cada vez más delicada.

Colgó furiosa, aunque sabía que D’Auria tenía razón. Se reiteró que desde que Antonino había sido acogido entre los ángeles, ella había empezado a precipitarse al infierno.

Ahora tenía que encontrar un socio que le diera garantías suficientes para seguir teniendo abierto el Banco Barone. Sobre todo, porque ella no podía devolver aquel dinero: si no, si las cosas fueran mal y tuviera que enfrentarse a una cadena perpetua, ¿cómo podría permitirse una clandestinidad dorada en el extranjero? Ya no podía contar con el patrimonio inmobiliario que acababa de recuperar de Giorgio Manfellotti, porque los jueces lo incautarían enseguida.

«Antonino mío, ¡la de veces que me habías dicho de ponerlo todo a nombre de algún testaferro! Es todo culpa mía, por no querer escucharte».

Se fue al reclinatorio para pedir perdón y consejo a su hermano. Recitó el rosario que, como había aprendido de las monjas del pueblo, siempre acababa con «

Sub tuum præsidium».

Cuando pronunció:

—Bajo tu protección buscamos refugio —se detuvo de golpe y repasó la frase entre dientes más de una vez.

Se levantó de repente y cogió el móvil, buscando un nombre en la agenda.

—Carmine, soy Assunta. Necesito hablar contigo.

 

 

La última vez que había visto a don Carmine Botta había sido en el entierro de Antonino. A menudo le volvía a la cabeza su homilía, tan sincera y apasionada. La amistad entre el prelado y la familia Barone venía de lejos. Él era de un pueblo a pocos kilómetros de donde habían nacido y crecido los dos hermanos. Carmine y Antonino se habían conocido y frecuentado de niños, y desde que Carmine se había ordenado cura, Barone había movido sus contactos para que llegara a Roma porque, como siempre decía, «nosotros tenemos que tener a nuestro cura personal».

En cuanto confesor de ambos, custodiaba los secretos más oscuros de Assunta y de su hermano. Sin embargo, ellos también conocían una larga lista de pecados que pesaban sobre la conciencia del cura. Había sido una mala pieza desde pequeño y el seminario había sido un modo de ahorrarle la cárcel. Era corrupto y le gustaban asquerosamente el dinero y las mujeres. Sin embargo, habían sido estas últimas las que lo habían metido en líos y obligado a más de un obispo a trasladarle como vicario provincial. Desde hacía tiempo, en cambio, había sentado cabeza y ya no molestaba a las parroquianas, se servía exclusivamente de un grupo de profesionales de confianza que le había proporcionado Antonino.

Assunta sabía que el hermano le usaba como testaferro para algunas inversiones, y el porcentaje que el cura se llevaba era el que imponía el mercado. Don Carmine absolvía los pecados, pero no hacía descuentos en las ganancias. Había sido hábil en crearse un papel de relaciones públicas en el vicariato romano, que le permitía moverse libremente sin estar obligado a una actividad pastoral verdadera. Siempre iba impecable y sentía debilidad por los zapatos de lujo.

Hacía poco había conseguido una elegante sede en un edificio del siglo XVII del Trastevere, que antaño había pertenecido a un banquero florentino y después a la reina Cristina de Suecia, durante su exilio romano. Antes, el jardín y el patio interior estaban destinados a representaciones teatrales y a eventos. Cansada de la moda barroca, la reina se había decidido por un estilo más sobrio, inspirado en los cánones de la Academia de la Arcadia. Don Carmine se encontraba especialmente a gusto en él. Para hacer más funcional el ambiente, se había dirigido a un arquitecto especializado en obispos y cardenales.

Cuando Assunta entró en aquel lugar silencioso y acolchado, el prelado tardó en reconocerla, pero luego se levantó y la abrazó durante un largo rato.

—Debes tener fe, querida, verás cómo el Señor encontrará la manera de iluminar las conciencias de los jueces que ahora te están persiguiendo.

La mujer le dio las gracias con una sonrisa triste.

—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó el prelado—. Además de ofrecerte toda la ayuda espiritual que necesites.

—Tengo que hablarte de cosas muy importantes.

—Te escucho.

—Preferiría hacerlo bajo confesión.

—Claro, es obvio. Arrodíllate.

Assunta pasó al otro lado del escritorio, se tapó la cabeza con un pañuelo de Hermès y se arrodilló delante del cura que, permaneciendo sentado en la butaca del despacho, pronunció la fórmula ritual describiendo en el aire con el índice y el corazón de su mano derecha la señal de la cruz.

Assunta habló durante más de una hora. Le contó todo lo que había pasado poniendo los hechos en orden cronológico. Liberó su conciencia también del asesinato involuntario de Clelia, la ex novia de Antonino, descubriendo que don Botta sabía de la relación y la generosidad del hermano por no abandonarla en su enfermedad mental.

Cuando Assunta terminó, el cura juntó las manos delante del rostro, cerró los ojos y se recogió en meditación durante algunos segundos.

Después de un profundo suspiro se dirigió a la pecadora arrodillada delante de él.

—Hija mía, en este momento yo no soy un juez, sino un médico. El médico de tu alma. Tú has cometido pecados de los que solo el Santo Padre te puede perdonar. Te has manchado de los cuatro pecados que gritan venganza delante de nuestro Señor: homicidio voluntario, actos impuros contra la naturaleza, has oprimido a los pobres y has defraudado a los honrados. Y, tengo que decírtelo con franqueza, no percibo en ti un serio examen de conciencia ni un arrepentimiento sincero. Sin embargo, desesperarse por la salvación es el pecado más grave que se pueda cometer. Y el deber del buen pastor es dar una dura penitencia. Porque la absolución sola no basta, no es remedio para los desórdenes que tus pecados han causado.

Assunta suspiró. La de veces que había escuchado aquellas palabras de don Botta.

—Para remediarlo estaba pensando en entregarte mi tesoro y el de mi hermano, además de la gestión del patrimonio de los D’Auria, que podríamos dividir al cincuenta por ciento.

—¿De cuánto es esta donación que propones?

Barone contestó y la cifra provocó un escalofrío en la espalda del cura.

—Bien, explícame cómo piensas hacerlo —dijo acercando el oído a Assunta, que esta vez fue concisa, pero exhaustiva—. Así que tendría que gestionar las relaciones con Giorgio Manfellotti, puesto que hay veinticinco millones invertidos en la construcción —dijo don Carmine, demostrando tener una excelente memoria para los nombres y las cifras.

—¿Puedo contar con ello?

—¿Alguna vez he negado mi ayuda a los hermanos Barone?

—No, nunca.

El cura cerró de nuevo los ojos y, repitiendo la señal de la cruz, recitó la fórmula de la absolución.

El cura ayudó a la mujer a levantarse. Esperó que volviera a sentarse frente a él y que se quitara el pañuelo de la cabeza. Sin los vínculos de la liturgia, fue directo al grano.

—¿Cuándo traerás el dinero? —preguntó con cierta excitación en la voz.

—Cuando encuentres el lugar adecuado para guardarlo con la máxima seguridad y organices el encuentro con los D’Auria.

—¿Por qué tengo que hacerlo yo?

—Por tu insospechable autoridad —contestó Assunta en tono ambiguo—. Y además porque serás su referente directo.

—Quizás sería mejor que haya documentos con fecha anterior que demuestren que me has donado el patrimonio inmobiliario, para no dejarlo en manos de los jueces.

Assunta pensó que el cura le estaba cogiendo el gustillo. Incluso demasiado.

—A lo mejor más adelante, si es necesario —dijo—. Aunque no creo que lleguemos al peor de los escenarios, porque gracias a tu ayuda la justicia reconocerá pronto mi total inocencia ante las acusaciones.

Don Carmine sonrió.

—Solo soy un pobre cura, pero haré todo lo que pueda.

Durante los veinte minutos siguientes planearon la mejor estrategia para exculpar a Assunta también delante de la ley de los hombres.

 

 

Paolo Mattioli era un policía serio y concienzudo. Y puesto que las investigaciones habían tomado un rumbo que no le gustaba para nada, había ido directamente a quejarse a su jefe.

—Esta no es forma de llevar una investigación tan delicada.

El jefe de policía vertió un sobre entero de azúcar en el café.

—Así van las cosas, Paolo, hazte a la idea.

—No lo consigo.

—No creo que tengas alternativas.

—Yo creo que sí. Dame otro caso.

—Ni lo pienses —dijo el jefe de policía, después de vaciar la taza—. Lo que puedo hacer para hacerte la vida más fácil es mirar para otro lado en tus intemperancias investigadoras.

—Cuando hablas así nunca entiendo lo que quieres decir.

—Muy fácil: te dejo seguir todas las pistas extra que quieras, pero a cambio no abandonas el circo.

Mattioli suspiró:

—¿Y puedo hacerlo a mi manera?

—Más o menos —contestó el jefe de policía con una media sonrisa—. Con tal de que no hagas cabrear al titular de la investigación.

—Para eso basta con estar lejos de los focos. Hacerlo a escondidas.

—Ve a trabajar. Por hoy ya te has quejado suficiente.

El comisario le dijo a su conductor que podía irse.

—Vete a casa, que tienes a la cría con fiebre.

—Pero si faltan dos horas para terminar el turno.

—Te cubro yo, no te preocupes. Total, no tienes que hacer nada especial.

No era verdad. En realidad, algo le atormentaba. En la euforia de poder desmantelar por fin una de las numerosas bandas de usureros de alto nivel de la ciudad, el magistrado y los compañeros habían perdido de vista algunos aspectos fundamentales. Y ahora que había obtenido la autorización del jefe de la

Squadra Mobile, estaba decidido a descubrir la verdad. La que a lo mejor no saldría en los periódicos, pero que era sin duda la más útil para encontrar las respuestas correctas a todas las preguntas.

«Me he casado con el policía más puntilloso del mundo», siempre simulaba quejarse su mujer.

Él era así. Puntilloso. Y policía. Y de los rectos.

 

 

Aparcó el coche y se fumó un cigarrillo antes de llamar al timbre. Siempre lo hacía cuando tenía que aclararse las ideas. Fue Ksenia la que le recibió en la entrada.

—Justo la estaba buscando —le dijo, dándole la mano.

—Por favor, entre.

La siberiana le guió hasta el salón donde Luz estaba leyendo una revista, cómodamente tumbada en el sofá. Al ver al policía se sentó.

—Puede estar tranquila, señora —se apresuró a decirle el comisario Mattioli—. Dos preguntas y me voy.

—¿Sobre qué quiere hablar? —preguntó la siberiana, sentándose al lado de la colombiana.

El comisario cogió una silla y la plantó delante del sofá.

—Assunta Barone era su cuñada. ¿Qué relación tenían?

—La he visto un par de veces después de la muerte de Antonino —mintió Ksenia, aguantando la mirada del policía—. Y mi marido nunca me había hablado de ella.

—En cambio a Lello Pittalis lo conocía bien.

Ksenia suspiró y cogió la mano de Luz con un gesto natural que no se le escapó a Mattioli.

—Desgraciadamente sí. Era un hombre despreciable que se aprovechó de mi juventud y mi ingenuidad para engañarme y ofrecerme como esposa a otro hombre despreciable.

El comisario apreció su sinceridad.

—Debe de haber sido duro, ¿verdad?

Los ojos de la siberiana se llenaron de lágrimas, y solo consiguió asentir.

—Ahora la placa me impondría decirle que debería haberse presentado en comisaría para denunciar a esos dos hijos de puta, pero sé muy bien que usted estaba viviendo una pesadilla. En cambio, quiero felicitarla por su valentía y desearle que la vida con su pareja sea feliz y que pueda olvidar.

Las dos mujeres se intercambiaron una mirada. Ese policía rebosaba humanidad y no parecía tener malas intenciones.

—He sabido que ahora son socias de la señora D’Angelo —siguió el comisario—. Y que usted también pasó por mucho con su marido.

Mattioli calló como si un pensamiento repentino le hubiese distraído. Luego volvió a las preguntas.

—¿Alguna vez Barone le habló de Mónica, la camarera del Bar Desiré? ¿O bien oyó que hablara de ella con alguien, en persona o por teléfono?

—No, nunca.

—¿Y la conoce?

—No, solo la tengo vista del bar.

Mattioli desplazó la mirada hacia Luz, que se limitó a sacudir la cabeza.

—¿Creen que Eva D’Angelo puede tener alguna información útil?

—No lo sé —contestó Ksenia—. Nunca hemos hablado del tema.

—Entonces creo que iré a charlar con ella también —dijo Mattioli, levantándose.

Mientras esperaba el ascensor pensó que Ksenia había mentido. Pero no significaba nada. Había aprendido hacía mucho que las víctimas mienten más que los culpables.

 

 

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