Ksenia

Ksenia


Capítulo 8

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or primera vez en meses Eva estaba eufórica. La distribución de folletos había funcionado y también el boca a boca de las antiguas a las nuevas, potenciales clientas. La perfumería seguía llenándose, clientes de todas las edades hacían cola en el mostrador completamente renovado para recoger su paquete de regalo con las muestras de todas las nuevas fragancias. El buffet era generoso y con clase, y numerosos transeúntes habían dejado a un lado la vergüenza y se habían asomado en el umbral de la puerta para después quedarse, degustando por igual el

prosecco y las fragancias, la crema pastelera y las cremas para la cara. Todos se dirigían a ella identificándola como la dueña del local, pero Eva tuvo cuidado en presentar a Ksenia y Luz como sus nuevas socias. Naturalmente, al principio los comentarios malévolos acerca de la reputación de Luz y de la sospechosa asociación con la viuda del usurero habían abundado, pero la simpatía de la colombiana y la dulzura desarmante de la joven siberiana poco a poco habían desarmado a las cotillas y conquistado por completo la fracción masculina de los presentes. La inauguración de la nueva Vanità había sido un éxito, un pequeño evento que había alegrado durante un par de horas la monotonía cotidiana del barrio. Cuando finalmente la tienda se vació, Luz dio una pequeña sorpresa a las dos socias. El día anterior había organizado un

chat por vídeo entre el ordenador de la perfumería y su portátil, que había dejado en la habitación del hospital donde estaba ingresada Angelica Simmi. Había tardado un par de horas en explicarle a Félix el fácil funcionamiento del sistema. El anciano enfermero era una de las personas más inteligentes que Luz había conocido, pero en términos de tecnología informática parecía estar en la Edad de Piedra. Al final había sido Angelica la que había dado esperanzas a Luz, demostrándole que por lo menos ella había memorizado los tres comandos básicos.

Una vez establecida la conexión, apareció el gran rostro oscuro de Félix, deformado por el enfoque desde abajo.

—Aquí Félix. Cambio. ¿Me oís? Cambio —había empezado el viejo cubano, recordando sus hazañas de guerrillero.

Las mujeres de la perfumería se echaron a reír sin que el cubano entendiera el motivo. Fue Luz la que le explicó que simplemente tenía que hablar, como si estuvieran en la misma habitación. Vagamente ofendido e incrédulo, Félix giró el ordenador para enfocar a Angelica, que saludó moviendo lentamente la mano. Con la cabeza hundida en dos voluminosos cojines parecía una niña.

Ksenia notó que tenía mejor aspecto en comparación con la última vez que había ido a verla.

Angelica hizo una señal a Félix, que cogió algo de la mesita de noche: un elegante frasco de perfume. La enferma susurró algo que el enfermero repitió palabra por palabra.

—Gracias, aunque dudo que me pueda servir para seducir a este hombre tan guapo.

—No necesitas seducirme. Yo ya soy tuyo, querida.

Eva pensó en el capullo de su marido y se conmovió. Ksenia y Luz sonrieron.

Angelica susurró algo más al oído del hombre, que esta vez dudó antes de repetir:

—Félix me ha dicho que el lobo todavía anda suelto. Por favor, tened cuidado.

Luz y Ksenia se cogieron de la mano para infundirse coraje y asintieron, de nuevo cómplices. Angelica entrecerró los ojos y el cubano entendió que ya no le quedaban fuerzas. Se despidió de las chicas y desapareció en un rápido fundido.

Las tres se quedaron para limpiar la tienda. Eva encendió el estéreo y puso una canción de Mina, su favorita: «Apaga despacio la luz, su boca en mi cuello, siento su cálido aliento, he decidido que lo dejo, pero no sé si hacerlo, o dejarle sufrir, lo importante es terminar».

—¿Así es cómo lo hacías con Renzo? —la picó Ksenia.

Eva la ignoró improvisando un

playback por encima de la voz difundida por el estéreo.

Mientras las dos amigas seguían bromeando, Luz se puso la mano en la sien izquierda. Un dolor improviso, más fuerte de lo normal. Ni se dio cuenta de que había salido para andar sin una dirección concreta. Después de unos diez pasos Ksenia la alcanzó.

—¿Te pasa algo?

Luz no contestó, pero siguió apretando sus dedos contra la sien.

—Tu migraña.

Luz asintió, sintiendo un pinchazo aún más agudo.

—¿Está pasando algo malo? —le preguntó Ksenia.

Luz le dirigió una mirada que expresaba desconcierto. Y miedo inexplicable.

—¡Luz!

Era la voz de Eva que la llamaba desde la puerta de la perfumería. La colombiana y Ksenia se dieron la vuelta.

—Tu móvil. Ha sonado un montón de veces.

 

 

Durante la inauguración de la nueva Vanità, Egisto Ingegneri y sus hombres se habían presentado en el internado de las Esclavas Misericordiosas de la Divina Enseñanza. El jefe iba de paisano y había exhibido una placa que le calificaba como funcionario del Tribunal de Menores de Roma. Sus esbirros llevaban uniformes de la policía. A una maravillada y molesta madre Josephina, el ex policía le había explicado que tenía que acompañar a la pequeña Lourdes Hurtado a un encuentro con asistentes sociales y psicólogos, para el informe que el juez estaba esperando antes de conceder el visto bueno definitivo para la reunión con la madre.

—Normalmente vienen ellos aquí —había dicho la monja—. Más que nada para no alterar a las niñas llevándolas a lugares desconocidos.

—Tiene razón, madre, pero con los recortes, ya no hay dinero para desplazamientos —había explicado desconsolado Ingegneri.

—Y además, ¿es necesario que la acompañe la policía? —se había quejado señalando con el mentón a Manlio Boccia y Saverio Cossa.

—Es una disposición del presidente del tribunal. Por lo visto algunos menores han huido y ahora la regla vale para todos —había contestado Egisto para después añadir, sonriendo—: De todas maneras, por lo menos el coche es de paisano.

La madre Josephina había mandado llamar a Lourdes.

—Tienes que ir al tribunal a hablar con unas personas muy simpáticas que quieren saber si estás contenta de volver a vivir con tu mamá.

La niña había asentido sin dejar de mirar fijamente y con recelo a los extraños, sobre todo a los dos policías. Sabía que su madre había tenido problemas con los «uniformes», como los llamaba ella. La monja se había dado cuenta.

—Estos señores son tu escolta de honor. Solo las princesas y las niñas muy buenas tienen derecho a ella.

Lourdes le había sonreído tranquilizada, susurrándole algo al oído.

—Por supuesto —había dicho la madre Josephina en voz alta—. Allí te darán un buen bocadillo y un zumo, ¿verdad?

Ingegneri había acariciado el pelo de la niña.

—Claro que sí. También tenemos unos emparedados para chuparse los dedos.

—Yo no me chupo los dedos —observó Lourdes—. Soy una niña educada.

Una vez llegados al coche, habían hecho sentar a la niña entre los dos esbirros. El jefe se había puesto a conducir, y a unos cien metros del portal del internado Cossa había narcotizado a Lourdes con una gasa empapada en cloroformo.

Habían cruzado Balduina para llegar a Primavalle. El coche se había metido en el angosto jardín de una pequeña mansión bifamiliar. Les esperaba una mujer que había hecho señal de seguirla al sótano donde, en una habitación sin ventanas, habían preparado una prisión para la pequeña secuestrada.

Cossa la había puesto en la cama y la mujer se había apresurado en atarle al tobillo derecho, con un candado pesado, una cadena lo suficientemente larga para permitirle que se moviera un poco. Luego los adultos habían salido dejándola sin sentido.

—No tardéis —recomendó la mujer.

Ingegneri le puso un sobre en la mano.

—Te pagamos bien, no empieces a dar el coñazo.

—Da lo mismo, no tardéis —había insistido la carcelera—. No me gusta esta historia.

Ingegneri se despidió bruscamente y volvieron al coche.

—Si todo se va al carajo, yo no la mato —aclaró Boccia.

—Yo tampoco —añadió Cossa.

—Yo me encargo —cortó Ingegneri—. Pero vosotros la hacéis desaparecer, así sois cómplices y si hay que pagarlo se paga por igual, porque los niños cuestan la cadena perpetua.

En el coche reinó un silencio cargado de tensión. El jefe les animó.

—Pero no pasará, porque esta vez todo saldrá de perlas.

La niña se despertó casi enseguida y se encontró frente a su carcelera, que llevaba el rostro tapado con un pañuelo.

—Antes de que te pongas a llorar, que es normal que lo hagas porque eres una niña y además lo hacen todos, también los mayores, escucha y aprende —había dicho de corrido. Indicando una serie de objetos y una puerta, había explicado a Luz cómo hacer las cosas—. Ahí está el lavabo, aquí tienes el televisor, en el cojín está el mando y aquí puedes mirar todos los dibujos animados que quieras. Yo vengo tres veces al día para traerte la bandeja con la comida. Esto es todo, ahora puedes llorar.

Lourdes había mirado a la mujer mientras salía y luego se había desecho en lágrimas, pero no por mucho rato. La novedad de una televisión toda para ella era algo demasiado goloso para no distraerse un poco.

 

 

La madre Josephina no había terminado de tragarse la historia de Lourdes porque los acuerdos con el Tribunal de Menores siempre habían sido muy claros: había que evitar de cualquier forma traumas a los niños. Y puesto que era de las que no se callaban, había llamado directamente a la presidenta Pandolfo.

En un primer momento la jueza no sabía de qué le hablaba, luego había dejado a la monja con la sangre helada.

—Madre, le han raptado a una niña delante de sus narices. Ahora llamo al jefe de la

Squadra Mobile. Mientras tanto avise a la madre de la niña. Y a nadie más, por favor.

 

 

Todo esto había pasado durante la festiva inauguración de la renovada perfumería Vanità. Ahora, con las manos temblando por la agitación, la madre Josephina marcó de nuevo el número de móvil de Luz Hurtado, rezando con todas sus fuerzas para que contestase.

—¿Le ha pasado algo a Lourdes? —preguntó la colombiana cuando reconoció la voz de la monja.

Mientras tanto el jefe de la

Squadra Mobile estaba hablando por teléfono con Mattioli.

—Muy a mi pesar tengo que contentarte —dijo—. Me veo obligado a asignarte otro caso. Parece que han raptado a una niña de un colegio de monjas.

—¿Por qué yo? Tienes excelentes policías especializados en secuestros.

—Claro, pero aquí tenemos de por medio a la Iglesia y al Tribunal de Menores, y quiero a alguien de confianza que me haga un cuadro preciso de la situación, antes de ir a la carga.

El comisario colgó y se puso la chaqueta. Claudio Matterazzo, su conductor, se materializó a su lado.

—¿A dónde vamos?

—Te lo digo en el coche.

Nada más estar al corriente de la situación, Matterazzo preguntó maravillado:

—¿Y solo somos nosotros dos para comernos un marrón de este tamaño?

—Parece que es un asunto muy reservado.

—¿Es la hija de un pez gordo?

—No creo. No es un sitio donde la gente importante mande a estudiar a sus hijos.

—¿Entonces?

—Entonces no lo sé, Claudio. ¿Todavía no hemos llegado y ya pretendes que lo sepa todo?

—Disculpe. Es que cuando hay niños de por medio me pongo de los nervios.

Unos diez minutos más tarde el comisario, después de haber interrogado a la monja, todavía se preguntaba quién había podido raptar a la niña Lourdes Hurtado, hija de una prostituta colombiana, empleando un grupo operativo con uniformes y placas falsas incluidas, cuando vio entrar a la madre y la reconoció enseguida. Su mirada se concentró sobre todo en su acompañante, Ksenia Semënova, viuda de Antonino Barone.

Luz fue rodeada con atención por un grupo de monjas que la pusieron al tanto del secuestro de la niña.

Su grito laceró la tranquilidad del colegio. Las religiosas la empujaron dulcemente hacia el despacho de la madre superiora, impidiendo que Ksenia las siguiera.

Mattioli y la siberiana se quedaron solos. Ksenia estaba pálida y rígida como una estatua de mármol. Mattioli cogió su pañuelo y se secó el sudor imaginario del cuello.

—Trabajo en esto desde hace un montón de años —dijo—. Y he aprendido a no creer en las coincidencias. ¿Usted cree en ellas?

La chica apenas le escuchaba. Hubiese querido estar con su pareja para consolarla y ayudarla, y no estar de cháchara con aquel policía.

—Le he preguntado si cree en ellas —insistió el comisario en tono firme pero amable.

La siberiana sacudió la cabeza.

—No, no creo en ellas.

—Yo tampoco. Cuando las he visto entrar he entendido que no podía ser una pura coincidencia que la secuestrada fuese la hija de la pareja de la viuda Barone —siguió razonando. Luego cambió de tono—. ¿Quién ha sido y qué quieren? —preguntó a quemarropa.

La chica miró desesperada al comisario:

—Le juro que no lo sé.

Parecía sincera, pero quizás solo estaba en estado de shock.

—Para mí, ha sido idea de Assunta Barone. ¿Por qué las odia tanto? ¿Le han hecho algo?

—No lo sé, no lo sé —gritó Ksenia, exasperada.

—Un secuestro es un crimen complejo y arriesgado —explicó el comisario—. A los criminales les pueden caer veinte años de cárcel y con tal de no correr riesgos prefieren eliminar a los rehenes.

—Así me aterroriza —protestó la chica.

—Disculpe, estaba pensando en la niña. Intente imaginar durante un segundo el terror que está sintiendo en este momento. Si es que todavía está viva.

—¿Por qué es tan cruel?

—Su silencio lo es. Yo estoy aquí para ayudar a Lourdes a volver a casa y ustedes se conceden el lujo de no ser sinceras con la única persona que es su amiga.

Ksenia bajó la cabeza para evitar su mirada.

—Como quiera —se resignó Mattioli—. La noticia del secuestro no será divulgada. Por lo menos de momento.

El comisario llamó por teléfono a su jefe.

—Es un secuestro anómalo —anunció, y le explicó a grandes rasgos la situación.

—Si el asunto tiene que ver con los Barone, por el bien de la pequeña es mejor mantener la máxima discreción. ¿Te sientes preparado para asumir la responsabilidad de llevar tú solo la investigación?

—¿El caso es todo mío?

—Ahora mismo tendría que involucrar a los de Secuestros, que, como bien sabes, tienen sus propios procedimientos.

Mattioli se pasó una mano por la cara. Estaba cansado de aquellos juegos, pero no era la primera vez ni sería la última que le tocaría llevar un caso delicado, poniendo en peligro su carrera y su jubilación.

—Hagámoslo a mi manera durante algunos días, y si no consigo nada, les paso la pelota —declaró.

Era lo que el jefe quería oír. Colgaron sin añadir nada más.

 

 

Cuando su móvil sonó, Ksenia estaba en la ducha. Luz, en cambio, llevaba horas sentada en la que tenía que ser la cama de Lourdes, con la mirada fija en el vacío mientras sus manos se contraían espasmódicamente en el koala de peluche que había comprado unos días antes. El móvil vibraba en la mesa de cristal de la habitación de al lado y se deslizaba hacia el borde, casi como si quisiera llegar hasta la colombiana. Solo cuando cayó en el parqué Luz se sobresaltó y fue corriendo a contestar. Con la caída había dejado de sonar. Le salió una imprecación de la garganta, una especie de rugido: cada llamada podía tener que ver con Lourdes. Con las manos temblando intentó sacar la tapa de plástico para comprobar que la batería y la tarjeta estuviesen en su lugar. Manoseó nerviosa los componentes y antes de que consiguiera quitar la tapa, el móvil volvió a sonar. En la pantalla ponía «Desconocido». Luz llamó a Ksenia en voz alta, luego se decidió a contestar:

—Hola.

Un momento de silencio, luego una voz que Luz nunca había oído, pero que reconoció al instante:

—¿Eres la colombiana?

—Sí.

Mientras tanto Ksenia había acabado de ducharse y se había puesto el albornoz. Los pies húmedos dejaron huellas en el parqué mientras se acercaba a Luz, que le dirigió una mirada cargada de tensión y con un claro movimiento de los labios deletreó el nombre de Assunta.

—No volverás a ver a tu hija, y de esto puedes darle las gracias a tu amiguita.

Luz emitió un grito que dejó helada la piel mojada de Ksenia, un grito cavernoso que se le ahogó en la garganta como si algo dentro de ella se rompiera. Luz gritó de nuevo, pero de su boca no salió ningún sonido.

Ksenia le arrancó el teléfono de la mano, lo apretó entre los dedos y estuvo a punto de romperlo en pedazos:

—Eres tú, ¿verdad?

El ruido de fondo le hizo entender que Assunta todavía estaba ahí.

—No le hagas nada a la niña. ¡Déjala en paz! Me quieres a mí. Ráptame a mí. ¿Me has oído? ¡Ráptame a mí!

De nuevo silencio.

—Te lo suplico.

La voz de Assunta le llegó de lejos, fría. Despiadada.

—Ahora entenderás lo que quiere decir perder a la persona que más amas en el mundo. Ella te echará la culpa a ti, te odiará. Y tú no estarás en paz, nunca más.

—No, yo no estaré en paz hasta que no te mate con mis propias manos. Si no dejas a la niña te juro que...

Un sonido seco marcó el final de la conversación. El final de todo.

Luz se había dejado caer en una silla y balanceaba su cuerpo adelante y atrás, los brazos recogidos para comprimir un dolor que venía del vientre. Ksenia esbozó una caricia en su pelo, pero Luz le golpeó el brazo para apartarla, alejarla de sí.

La siberiana se llevó una mano a la boca, apretando los dientes y moviendo la cabeza de derecha a izquierda, como para negar que Assunta pudiera haber ganado de verdad.

 

 

Después de interrumpir la comunicación, Assunta salió de la cabina telefónica, una de las últimas que todavía funcionaban en la ciudad. Saboreó su triunfo, que dedicó a la memoria de Antonino. Había sido cruelmente ambigua. La niña podía estar viva todavía o muerta ya. Era justo lo que quería. La incertidumbre las devoraría, el dolor las consumiría día tras día hasta destruirlas. Y Assunta se divertiría en despertar de vez en cuando la esperanza para después hundirla con otra llamada, o quizás con una carta, o haciéndoles llegar una oreja de la pequeña Lourdes. Sin pedir nada a cambio, solo por el placer de procurar sufrimiento.

Desgraciadamente su plan preveía otras acciones y la venganza, en aquella fase, no era de lo único que tenía que encargarse.

Subió al monovolumen y marcó una dirección en el navegador.

—No está lejos —dijo a Jadranka, que puso el intermitente y se metió en el tráfico.

Don Carmine la esperaba en la trastienda de una librería religiosa. Cuando la mujer entró estaba concentrado en la lectura de un comentario catequético-teológico sobre la modernidad de los evangelios. El cura cerró el libro y lo puso en su lugar.

—He ido a la fiscalía —dijo.

—¿Y cómo ha ido?

—El juez es muy cercano a la Iglesia, la fe es fuente de inspiración para su existencia y su trabajo.

—No te he preguntado si va a misa —lo interrumpió Assunta.

Don Botta sonrió, paciente.

—Solo quería informarte de que no nos enfrentamos a un ambiente hostil. Todo lo contrario. El magistrado hasta me ha dado algunos consejos antes de tomarme declaración.

—¿Consejos de qué tipo?

—No estar demasiado seguro sobre las fechas —contestó—. Y declarar que fui a prestar mi testimonio cuando estaba «razonablemente seguro» de que en el momento en el que se cometían los asesinatos de Lello Pittalis y don Mario, tú estabas conmigo porque necesitabas asistencia espiritual continua después de la trágica muerte de tu hermano.

—El término «razonablemente seguro» nunca ha hecho que el Tribunal Penal absolviera a nadie.

Don Carmine cruzó los dedos en una postura estudiada. «Manos de mujer», pensó Assunta con desprecio.

—No podías pretender que bastara con decir que estabas conmigo para ser exculpada —dijo—. Yo ya he dado el primer paso, pero es mi palabra contra la de Sereno Marani. En cuanto esté en mejores condiciones, el juez procederá a una confrontación. Mientras tanto me ha pedido que recogiera toda la información posible para respaldar mi declaración.

—Tú eres un cura, un pilar de la comunidad, mientras que él es un delincuente. Sin duda creerá en tu versión.

—No estés tan segura de eso —rebatió el cura—. La debilidad de mi testimonio está en que siempre soy yo el que te proporciona la coartada para ambas excusas.

Barone asintió.

—Entiendo.

—Y la cosa no termina ahí —continuó don Carmine—. El juez me ha hecho notar que, con toda su buena voluntad, no entiende por qué Marani te ha acusado con tanta determinación y detalles.

—¿Ha dicho eso?

—Palabras textuales.

—Es decir, Marani podría cuestionar la credibilidad de tu testimonio.

El cura asintió.

—Desde el punto de vista de la exactitud de las fechas, quizás sí.

Sereno Marani era un problema. Assunta se alejó pensando que quizás tenía que encontrar una manera para dar al magistrado elementos incontrastables que le convencieran para creer a don Botta.

Llamó a Egisto Ingegneri.

—Tenemos que vemos —dijo. Luego se dirigió a Jadranka—. Has vuelto a tener pensamientos impuros, ¿verdad?

La croata tuvo un escalofrío.

—Siempre estoy atormentada por el demonio.

—Esta noche te ayudaré a echarlo.

—Sí, ama.

Esta vez fue Assunta quien sintió un escalofrío. Le gustaba que la llamaran «ama».

 

 

—No eres más que una puta de mierda. Puta. No eres más que una puta de mierda.

Luz no paraba de repetir esas palabras moviendo apenas los labios. Se las repetía a sí misma después de haber escuchado la sentencia de muerte pronunciada por Assunta. Las repetía desde que había salido de casa, en el único momento en el que Ksenia la había dejado sola para ir a vestirse. Había seguido repitiéndolas al subirse y bajarse del autobús y no había parado mientras había estado andando durante horas sin rumbo y sin prestarle atención al cansancio, a pesar de que las piernas se le habían vuelto de madera. Un viento en contra, frío y punzante, le alborotaba el pelo y le ceñía al cuerpo su vestidito inadecuado. Parecía que quisiera arrancárselo. Había dejado a sus espaldas la ciudad y ahora andaba hacia los coches que iban como balas por la vía Salaria, golpeándola con violentos latigazos de aire helado.

De golpe su andadura de autómata se bloqueó, como si una mano invisible le hubiese quitado la corriente.

No pasó ni un minuto cuando un BMW se acercó. El hombre que conducía bajó la ventanilla del lado del acompañante y le preguntó:

—¿Cuánto quieres?

Luz no contestó, quizás ni lo vio, y el tío, molesto, se alejó.

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