Ksenia

Ksenia


Capítulo 8

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Aquel movimiento no se les había escapado, en cambio, a dos chicas albanesas que desde hacía horas estaban en la carretera en minifalda y top escotado. Ya estaban enfurecidas por el viento de tramontana que las estaba congelando, y se pusieron a increpar a aquella capulla que se había puesto a robarles los clientes. Con amplios gestos le hicieron señales de que se fuera, pero al ver que Luz se quedaba como un poste en el borde de la carretera, con el viento levantándole el vestido, se acercaron hacia ella agitando sus bolsos de forma amenazadora. Al llegar junto a ella empezaron a empujarla para que se alejara, pero no reaccionaba, seguía diciendo lo mismo en español. Una de las chicas, que había trabajado tres años en Madrid, fue capaz de entender muy bien: «Solo eres una puta». Insultándola en albanés, las dos se pusieron a darle bofetadas, patadas y golpes con los bolsos, mientras que una tercera prostituta llamaba por el móvil. Enseguida llegó un todoterreno que frenó en seco a pocos metros de la pelea. Bajaron dos chulos que gritaron a las prostitutas que volvieran a su trabajo mientras agarraban a Luz y la obligaban a subir al asiento de atrás del coche. El todoterreno hizo un cambio de sentido en el primer semáforo y después de tres o cuatro kilómetros torció por un camino de tierra.

El que estaba sentado en el asiento del acompañante acosó a Luz con preguntas a las que ella no contestó. El hombre la golpeó en el rostro y la colombiana le escupió en la cara sangre y saliva. El proxeneta ordenó a su compañero que detuviera el coche. Pararon junto a un contenedor. Después de arrastrarla del coche tirándola del pelo, completaron la paliza con violentos puñetazos en el estómago y en el costado, hasta que Luz cayó de rodillas. El hombre al que había escupido en la cara le asestó un derechazo brutal en la mandíbula. La cabeza de Luz se giró con un crujido y la mujer se desplomó en el suelo. Convencidos de haberle roto el cuello, los dos chulos levantaron el cuerpo exánime de la colombiana y lo tiraron al contenedor.

 

 

Después de la desaparición de Luz, Ksenia entró en pánico. Había llamado a todos, policía, hospitales y por supuesto a Eva y Félix. La colombiana estaba convencida de la muerte de su hija, pero Ksenia había aprendido a conocer a Assunta, sabía lo cruel que era y estaba segura de que no se contentaría con tan poca cosa. Las torturaría más, quizás haciéndole escuchar la voz de la pequeña o prometiendo un intercambio que no tendría lugar. Jugaría con ellas, estaba convencida. Pero Luz no la había escuchado: su corazón de madre se había roto y ahora había podido cometer cualquier locura.

El comisario Mattioli fue lapidario.

—Primero la hija, ahora la madre. Me pregunto cuál es el precio que está dispuesta a pagar para perseverar en su silencio.

—Ayúdeme —le imploró la chica.

—Quisiera hacerlo, pero estoy vagando en la más completa oscuridad —dijo—. Yo soy un buen policía, créame, pero si no tengo un indicio al que agarrarme no puedo hacer mi trabajo.

—Luego hizo un último intento—. Hágame entender por lo menos si el secuestro de la niña tiene que ver con Assunta Barone. Me basta con un imperceptible gesto de la cabeza.

Ksenia, confundida y desesperada, lo contentó. Mattioli tomó la puerta y volvió a salir para dar caza a la clandestina. No era estúpido y desde que Lourdes había sido secuestrada había intensificado la búsqueda de Barone, a pesar de las declaraciones de aquel don Carmine Botta que habían minado la confianza del fiscal hacia Sereno Marani. El testigo ya no era tan fiable. No tanto por la ausencia de pruebas, sino porque el magistrado venía de un ambiente católico de cierto tipo, que lo había ayudado a hacer carrera. No estaba del todo convencido de que los recuerdos del cura fuesen tan exactos, pero era evidente que le hubiese gustado contrastar su versión.

 

 

Eva y Félix, mientras tanto, no habían parado. Iban por cada rincón de la ciudad y llamaban continuamente al móvil de Luz. Ksenia sabía que también estaban preocupados por ella, y con razón. La siberiana había tomado desde el principio su decisión. Si le pasaba algo malo a Luz, ella mataría a Assunta Barone y luego se quitaría la vida.

La chica tenía razón: Assunta estaba disfrutando un montón y seguiría haciéndolo por mucho tiempo, si Ingegneri no estuviera cerca de la exasperación.

—Y a basta —casi gritó en un bar lleno de gente. Luego bajó la voz—. No puedo seguir esperando, tengo a una niña secuestrada sobre mis espaldas y tenemos que hacer algo, señora.

—De acuerdo. Ahora la llamaré y la obligaré a negociar.

—No —se opuso Ingegneri, desafiándola con la mirada—. Me toca a mí, usted ya tiene demasiados líos de los que encargarse.

El hombre tenía razón. Assunta cogió el móvil y le dictó el número que antes pertenecía a su hermano.

El ex policía se fue sin despedirse, subió a su moto y se llegó a la estación Termini, donde ya había visto un teléfono público situado en uno de los pocos rincones que no estaban controlados por las cámaras. Metió la tarjeta y marcó el número que le había dado Assunta.

—Hola —contestó una voz angustiada de mujer.

—La niña está bien —dijo Ingegneri.

—¿Quién eres? ¿Qué estás diciendo?

—Cálmate —ordenó el hombre—. Respira hondo y escucha: la niña está en mis manos.

—¿Trabajas para Assunta Barone?

—No la conozco, y tú me estás haciendo perder la paciencia con todas estas interrupciones —la amenazó—. Como sigas así cuelgo y tiro a la niña al Tíber.

—Perdona, perdona.

—Si quieres recuperarla tienes que entregarme a Mónica.

—No la conozco —contestó instintivamente la chica.

—Respuesta equivocada —susurró Ingegneri antes de interrumpir la llamada.

Se fumó un cigarrillo, entró en un bar para tomarse un café y miró un par de escaparates antes de volver a llamar.

—Sí, la conozco —admitió de golpe la siberiana—. Pero no sé cómo se llama.

—¿Hasta hace un momento no se llamaba Mónica?

Ksenia se mordió el labio.

—No es su verdadero nombre.

—¿Y qué más me puedes decir?

—A lo mejor sé dónde vive.

—¿A lo mejor?

—Una vez me llevó a su casa, pero no me fijé en la calle y no conozco bien Roma. Quizás pueda reconstruir el recorrido, pero ahora estoy demasiado nerviosa.

Ingegneri estaba satisfecho. La mujer se había derrumbado y estaba seguro de que decía la verdad.

—Volveré a llamar exactamente dentro de dos días y tú me darás la dirección. En el momento en el que encuentre a Mónica o cómo coño se llame, suelto a la niña.

—De acuerdo, haré lo que dice.

Egisto Ingegneri apreció que la chica empezara a tratarle de usted: significaba que se había creado una jerarquía, y en los chantajes era un detalle fundamental.

—Traicionar no es difícil —continuó el ex policía en tono comprensivo—. Solo se trata de pronunciar las palabras y luego olvidarse. Lo más importante ahora es salvar a la niña, ¿verdad?

—Sí.

—Bien. Haz lo que te he dicho —dijo el hombre antes de colgar. Estaba satisfecho. La siberiana le entregaría a Mónica y luego le tocaría a ella.

En cambio Ksenia temblaba y tuvo que sentarse para no derrumbarse. Se estaba equivocando en todo, estaba segura, pero no sabía qué hacer. Tuvo la tentación de hablar con Mattioli, pero enseguida apartó ese pensamiento: no necesitaba a la policía en ese momento. Por un instante, traicionar a Sara y venderla a cambio de Lourdes le había parecido una posibilidad concreta, pero luego la enormidad de ese pensamiento la hizo llorar de vergüenza y rabia. Tuvo que hacer un esfuerzo tremendo para recuperar el control de sí misma. Cuarenta y ocho horas pasaban deprisa.

 

 

El camión 2B175 de la empresa Ama, dedicada a la gestión de residuos de la zona comprendida entre la calle Monte di Casa y la fosa de Settebagni, por una vez era puntual. Eran las cinco de la mañana y, como establecía el programa, acababa de enganchar el contenedor número 48, el último de su recorrido. Al conductor, Alessio Biffoli, solo le quedaba accionar la palanca de mando de los brazos semimóviles, para levantar el contenedor y vaciar el contenido en el camión, cuando le paró la voz rimbombante de Mussolini arengando a las masas gritando: «Nuestra consigna es vencer ¡y venceremos!» Era el último politono que se había bajado de internet. Contestó:

—¿Qué quieres a estas horas, Venie?

—¡Venga, no me fastidies! Ya casi he llegado. No me hagas el gilipollas, ¿vale?

El basurero vio la polvareda que levantaba un coche que se le acercaba a una velocidad constante. Era el Fiat Punto de su amigo y camarada Veniero, que había dejado la empresa porque, como había explicado al recoger el finiquito, «si tengo que rebuscar en la mierda, prefiero hacerlo para que nazca una alcachofa romana o un calabacín de los buenos, no como esas pollitas de plástico que venden en el supermercado». Veniero se había hecho campesino. Había alquilado una casa de campo cerca, y como se despertaba al amanecer y se sabía de memoria el recorrido de recogida, seguro que le estaba llevando la basura de tres o cuatro días que había guardado en el maletero. Por un instante Biffoli pensó no esperarle, justo para hacerle una broma. Pero luego se apiadó de él: era probable que ese desgraciado ni se hubiese ni tomado un café para llevarle a tiempo la basura. Veniero bajó del Fiat Punto, saludó y prometió invitarle a un capuchino en el bar del kilómetro 35. Veniero tiró los primeros dos sacos y se giró hacia el coche para coger otros más. Después de dos pasos se detuvo. Había avistado algo. Volvió al contenedor y miró dentro. Fue entonces cuando vio el cuerpo de una mujer.

 

 

—Hola —contestó Ksenia con voz temblorosa después de haber reconocido el número del comisario Mattioli.

—Una mujer ha sido ingresada en la policlínica Gemelli. No lleva documentación y la descripción podría coincidir, aunque...

—¿Aunque qué? —preguntó la chica, clavándose las uñas en la palma de la mano.

—Está muy mal. Paso a recogerla en veinte minutos.

A través del cristal que la separaba de la habitación de cuidados intensivos a la que llevaron a Luz, a Ksenia le costó reconocerla. El rostro estaba completamente hinchado. El médico le había explicado que las vértebras cervicales estaban rotas, la mandíbula izquierda y dos costillas fracturadas, un fragmento había perforado el pulmón. Estaban esperando los resultados del TAC para saber si había conmoción cerebral. La buena noticia era que acababan de excluir el peligro de una hemorragia interna. A Ksenia le prohibieron entrar en la habitación: Luz estaba en pronóstico reservado. La siberiana dio la noticia a Eva y Félix, que fueron al hospital en menos de media hora, cuando Ksenia ya no estaba.

 

 

Sara había visto aparecer en la pantalla del móvil el nombre «Ksenia» por lo menos diez veces en cinco minutos, y cada vez había rechazado contestar. No importaba lo que quisiera la siberiana, había terminado con ella. Tenía un plan, una estrategia a seguir, y por ningún motivo se hubiese dejado distraer por una niñata cobarde y demasiado inclinada al perdón. Cuando, después de un par de horas, volvió a su ático, no se sorprendió demasiado al encontrársela delante del portal.

—Vete —la intimó, metiendo la llave en la cerradura.

Ksenia le apretó fuerte la muñeca.

—Tenías razón.

Sara esbozó una sonrisa irónica y la apartó.

—Luz está ingresada, tal vez morirá.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Sara con tono cansado.

—Assunta y sus esbirros han secuestrado a Lourdes. Luz ha perdido la cabeza y se ha dejado destrozar.

—Si no te hubieses perdido por tu buena fe de mierda, Assunta estaría en la cárcel junto con esos otros bastardos.

—Sí, lo sé. Es culpa mía —admitió Ksenia con la voz rota.

Sara siguió infiriendo:

—Llorar es todo lo que te queda. Y quizás es lo mejor que sabes hacer.

—Te equivocas. Ahora estoy lista.

—Es demasiado tarde.

—Deja de darme lecciones —susurró furiosa la siberiana—. Te quieren a ti a cambio de la niña, y yo he montado un buen lío.

Sara cambió de actitud.

—Ven, este no es lugar para hablar de estas cosas.

Una vez en casa, Ksenia la puso al tanto de los últimos hechos.

Sara no estaba para nada contenta. Le hubiese gustado seguir atacando a la siberiana e insultarla sin piedad como se merecía, pero la liberación de la niña era prioritaria, aunque dejarse involucrar significaba renunciar durante quién sabe cuánto tiempo a sus planes. Su venganza estaba madura como un fruto jugoso. Renunciar a recogerlo quería decir aplazarlo todo a una nueva estación y arriesgarse a una cosecha insatisfactoria.

No estaba acostumbrada al desánimo. Ya no, después de años de severa disciplina interior, pero así se sentía: triste y abatida.

—Tenemos que hacer algo —dijo Ksenia en un susurro.

—¿Tenemos? —replicó Sara—. ¿Quieres decir tú y yo?

—Sí.

—No estás a la altura.

—Vete a ver a tu novia, te necesita.

—Quiero llegar hasta el fondo de este asunto.

—Quiero, quiero... y luego te entran los escrúpulos y te ablandas.

—Esta vez no pasará.

Sara se levantó de repente, la agarró de los hombros y la sacudió con violencia.

—Solo lo haces porque si pierdes a la niña pierdes a Luz, ¡y ya no te quedará nada! —gritó, abalanzándose sobre ella.

Ksenia la alejó de un empujón.

—¿Y tú, qué?

Sara sacudió la cabeza.

—Yo hace tiempo lo perdí todo.

El silencio cayó entre ellas como una losa.

Sara volvió a sentarse y miró fijamente al suelo durante algunos largos minutos. Fue ella la primera en hablar, y lo hizo dejando de lado su dureza habitual.

—Tienes que mostrar respeto.

—No te entiendo —contestó Ksenia, la voz ahogada por la desesperación.

—No te atrevas nunca más a juzgar mis acciones, si no, estás fuera.

Ksenia se rebeló.

—Yo solo quiero salvar a la niña —recalcó, mirándola fijamente—. Todo lo demás no tiene importancia.

 

 

Jadranka había trabajado como enfermera en los hospitales durante la guerra civil en la antigua Yugoslavia y sabía cómo moverse. Egisto Ingegneri había tramado un plan con la complicidad de un auxiliar de enfermería untado, y ahora la croata lucía una tarjeta falsa en su recién estrenado uniforme. Entró en la sección y siguiendo las indicaciones del topo interno se adueñó del carrito de los medicamentos y empezó a empujarlo por el pasillo. El médico de guardia dormía y la enfermera de turno había sido llamada con una excusa al piso de abajo. Tenía unos diez minutos. Se acercó a la habitación de Marani bajo la mirada curiosa de los dos policías de guardia.

—¡Madre mía, vaya callo! —comentó uno en voz baja.

—¿De dónde coño sacarán a estas tías tan feas?

—Cállate, a ver si te va a oír —le riñó el otro, y luego se dirigió a la nueva enfermera, que se estaba acercando—. Llega más de media hora antes.

Jadranka sonrió.

—Soy nueva. ¿Quiere que vuelva más tarde?

—No importa. Solo enséñeme su tarjeta.

La croata se la quitó y se la dio. El joven agente echó un vistazo superficial al nombre extranjero y a la foto. Los sellos parecían correctos. El jefe de la escolta les había recomendado mil veces que prestaran atención, pero era una mujer, e incluso gorda. No parecía peligrosa. Había que mirar a la gente fijamente a los ojos para captar la clásica nota discordante: tensión, miedo, agresividad. En los de la enfermera solo había cansancio y rutina. El compañero, en cambio, tenía otra cosa en la cabeza. Estaba reflexionando sobre cómo habían cambiado las cosas. Cuando de crío se había roto el fémur al caerse de la moto, se había matado a pajas soñando poner las manos por debajo de las faldas de las enfermeras. Si se hubiese encontrado con aquel monstruo, su vida sexual habría quedado irremediablemente traumatizada.

El agente le devolvió el documento y Jadranka entró en la habitación. Marani estaba durmiendo. Se acercó sin hacer el más mínimo ruido y le inyectó una jeringa entera de fármaco digitálico, que gota tras gota se mezclaría con el líquido del suero. En un par de horas la intoxicación aguda provocaría arritmia cardíaca, acompañada de una larga serie de otras afecciones que conducirían al paciente a la muerte.

Jadranka no demostró emoción alguna. Llevó a cabo su tarea y se alejó rápidamente, seguida por la mirada somnolienta de los dos agentes de guardia.

Unos tres cuartos de hora más tarde se presentó la verdadera enfermera.

—Ya ha pasado su compañera —dijo el que había comprobado la tarjeta.

—¿Cuál? —preguntó la mujer sorprendida.

—La gordota —contestó el otro.

—Sí, la extranjera.

La mujer los miró perpleja.

—Soy la única autorizada a efectuar el seguimiento del paciente. Lo pone en las notas de la sección.

Luego entró con paso decidido y le bastó con echar un vistazo para dar la alarma. Aunque ya era demasiado tarde. A pesar de los esfuerzos del equipo médico, el corazón de Sereno Marani dejó de latir a las 5:52 h de la mañana.

Giannoccaro, el jefe de la escolta, sacando espuma por la boca, anunció a los dos agentes que su carrera había terminado. Después avisó a Mattioli.

El comisario escuchó las novedades y se giró hacia el otro lado.

—¿Qué haces? ¿No te levantas? —preguntó la mujer, sorprendida.

—Nos han tomado el pelo otra vez —contestó—. Mejor que duerma un poco más, va a ser un día difícil en la

Mobile.

Aquella mañana se la tomó con más tranquilidad que de costumbre, y llegó al despacho con diez minutos de retraso. Los gritos del jefe se oían por todo el pasillo.

Mattioli esperó a que se calmara y asomó la cabeza en el despacho.

—Llama a los de Secuestros, yo paso.

—¿Y qué harás?

—Seguiré dando caza a Assunta Barone. A lo mejor la pillo antes de que el juez la exculpe —contestó con amargura.

 

 

Ksenia se despertó alrededor de las nueve y durante un instante no reconoció la casa. Luego se acordó de que estaba en casa de Sara. Se levantó y la buscó en las habitaciones del vasto piso. La encontró en el escritorio mientras estudiaba los informes de Egisto Ingegneri y de sus esbirros. No eran microcéfalos como los hermanos Fattacci, eran peligrosos y feroces. Y tenían en sus manos a la pequeña Lourdes. Sara explicó a una Ksenia todavía ofuscada por una noche insomne que para recuperar a la niña sería necesario llevar a cabo una serie de movidas complicadas, que requerían tiempo.

—¿Cuánto? —preguntó la siberiana.

—Una semana, quizás dos.

—Si es así, Luz morirá.

—No hay otra manera. Tenemos que cerrar esta historia, que empezó con la muerte de Antonino Barone.

Ksenia le dirigió una mirada interrogativa.

Sara renunció a darle más explicaciones. Era demasiado complicado.

—Ahora lo importante es impedir que Ingegneri le haga daño a la niña.

—¿Y cómo lo harás?

—Esto es lo más fácil. Vístete, vamos a dar una vuelta en Vespa.

Sara estaba en la cocina preparando el desayuno cuando las noticias de la radio transmitieron la noticia de la muerte misteriosa de Sereno Marani.

«Muy bien, Assunta», pensó mientras se afanaba con los botones para conectar la radio con los altavoces del resto del ático.

La siberiana llegó corriendo, el rostro alterado por la tensión.

—Es un buen golpe para la policía y los magistrados, pero no para nosotras —la tranquilizó Sara—. Assunta ha eliminado al testigo clave en la investigación para conseguir que la exculpen, y podría conseguirlo, ahora que ese don Botta le ha proporcionado una coartada. Pero nosotras dos sabemos que ha sido Assunta quien hizo torturar a Marani y matar a don Mario. De todas formas, tenemos que encargarnos de Ingegneri. Es él quien tiene a la niña.

Se subieron a la Vespa y se dirigieron hacia la casa del ex policía en San Giovanni. La moto y el coche del hombre estaban aparcados a plena vista en el jardín de una pequeña mansión de dos pisos de principios del siglo XX. Sara pensó que el hombre quería que todo el mundo supiese que estaba en casa y que no se había movido desde la noche anterior, para disipar toda posible sospecha sobre su implicación en el asesinato de Marani. O, simplemente, tal vez no tenía la necesidad de despertarse pronto, puesto que sus múltiples actividades criminales no le obligaban a fichar.

Sara detuvo la Vespa al otro lado de la calle, dejó el motor en marcha y llamó a Ingegneri.

—Hola, Egisto, soy Mónica.

El hombre renegó.

—Esa capulla de la siberiana ha hecho mal en hablar.

—Está aquí conmigo. Si abres la ventana nos verás.

Un momento después se abrió un postigo y apareció el rostro del ex policía cubierto de espuma de afeitar. Sara no le dejó el tiempo de reaccionar.

—¿Estás solo en casa? ¿La señora ya ha salido? —preguntó en tono ambiguo.

El hombre se rio sarcástico.

—No me das miedo.

—Y en cambio creo que no estás contento de vernos bajo tu ventana —dijo Sara en tono decidido—. Ahora escúchame: preocúpate solo de que la niña esté bien y seguro que llegamos a un acuerdo.

Ingegneri replicó:

—No creo que la cosa vaya así.

—Yo creo que sí, porque tú no cuentas una mierda en este partido, solo eres el recogepelotas. Ahora hablo con el que manda y verás cómo la pequeña vuelve con su madre.

—Sigue soñando, bonita —rebatió el hombre, intentando ser convincente.

—Escucha, capullo —susurró Sara cabreada—. Tú no me interesas, yo te puedo engañar cuando quiera, pero es un placer al que renuncio sin problemas. Trata bien a la niña y deja trabajar a los adultos.

Terminó la llamada, le mostró el dedo corazón y arrancó. El ex policía volvió frente al espejo blasfemando para acabar de afeitarse, pero se dio cuenta de que le temblaba la mano. Poca gente conocía su dirección. Después de haber sido expulsado del cuerpo había cambiado de barrio, aunque había mantenido la residencia en la antigua casa y un perfil bajo, precisamente para evitar sorpresas desagradables. Y en cambio aquella zorra había ido a darle el coñazo debajo de su ventana. A pesar de saber que era una tía dura, la había subestimado otra vez y ella lo había puesto contra la pared. La niña ya solo era un lastre: el chantaje había fracasado. Liberarla sin contrapartida significaría la rendición total, y Mónica o cómo diablos se llamase, se aprovecharía de ello para destruirle. La única solución era negociar.

Se miró en el espejo.

—Menudo palo —se dijo en voz alta, y maldijo el día en el que se había puesto al servicio de Assunta Barone. Esa mujer lo estaba llevando a la ruina.

 

 

Desde hacía algunos días, Luz había recobrado el conocimiento y el pronóstico había dejado de ser reservado. Tardaría meses en recuperarse completamente, pero su vida ya no corría peligro. A pesar de ello, los médicos estaban muy preocupados. La paciente rechazaba comer y más de una vez había intentado quitarse la vía del suero. Desde que había despertado no había dicho ni una palabra, y no por el dolor de la mandíbula fracturada.

El comisario Mattioli se había asomado un par de veces intentando reconstruir lo que le había pasado y aclarar las circunstancias de la agresión. Sin embargo, a cada pregunta la colombiana lo miraba fijamente sin expresión, y al final había cerrado los ojos, ignorándolo del todo.

El médico principal de la sección había solicitado el asesoramiento de una psicóloga, que había trazado un primer cuadro clínico evidenciando una peligrosa tendencia autodestructiva. La paciente tenía que estar bajo vigilancia continua, pero el personal auxiliar del hospital no podía garantizar asistencia las veinticuatro horas, y por lo tanto Eva y Félix habían sido autorizados a turnarse día y noche para estar con la colombiana.

De día, D’Angelo abría la perfumería mientras el cubano se quedaba con Luz.

De noche, Eva dormía en la butaca junto a la cama de Luz mientras Félix cambiaba de hospital para encargarse de Angelica. Era un ritmo insostenible, pero ninguno de los dos se quejaba.

Solo una vez, al cambiar el turno, Eva se había derrumbado en los brazos del viejo cubano.

—Es todo culpa mía —había susurrado entre sollozos—. Si no hubiese ido a casa de Barone, si hubiese guardado el dinero escondido donde tú habías sugerido, en vez de devolverlo al banco y ponerme a reformar la perfumería...

Félix la había apretado fuerte.

—La culpa es de los que prestan dinero con usura, de los que extorsionan, de los directores de banco corruptos, de los que secuestran a los niños, de tu marido que te ha engañado. Tú, Luz y Ksenia os habéis rebelado y estáis pagando un precio demasiado alto. No tienes que sentirte culpable por haber buscado un poco de justicia. No es un error intentar vivir como seres humanos.

Eva se había derretido en el abrazo, esbozando una media sonrisa.

—Perdóname, soy una estúpida. ¿Ella cómo está?

Félix había sacudido la cabeza melancólicamente.

—Está.

—¿Fía comido algo?

El silencio del cubano había sido más que elocuente.

Eva había asentido y había entrado en la habitación de la madre herida.

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