Ksenia

Ksenia


Capítulo 3

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—Las cosas cambian —concluyó Marani—. ¿Y además, está segura de que podrá hacerlo? Una mujer sola, con todos los buitres que hay por ahí. Confíe en mí. Déjelo todo antes de perder incluso su casa. Porque la casa está a su nombre, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Eva.

Marani alargó los brazos:

—Señora mía, yo solo soy un simple empleado, un recaudador. Hay personas importantes como Antonino Barone que saben muchas cosas, y otras como yo que solo saben lo que tienen que saber.

Eva notó que el hombre se divertía mientras jugaba a hacerse el humilde subalterno.

—Necesito algunos días para recuperarme del choque.

Marani resopló ruidosamente, haciendo temblar sus labios. Mientras se iba hacia la puerta, emitió una sentencia:

—Una semana, no más. Después yo no puedo hacer nada y vendrán otros a cobrar, menos amables y comprensivos que yo.

Eva maldijo a Renzo, que la había lanzado a los brazos de gente asquerosa y amenazadora como Sereno Marani. El recaudador solo era un mandadero y para resolver la situación tenía que hablar directamente con Barone, incluso suplicarle si era necesario, aunque el hombre le repugnaba y le daba miedo. Conocía su fama, pero a lo mejor sería comprensivo. A lo mejor.

En el fondo los asuntos importantes siempre los había resuelto ella, mientras que Renzo se quedaba un paso por detrás, pródigo de consejos, pero sin deseo alguno de enfrentarse a los demás, sobre todo con los problemas de verdad. Por eso en el último año y medio Eva había aceptado tranquilamente que él se ocupara de las relaciones con el banco y de las cuentas con los proveedores.

«Eres demasiado buena y experta para perder tiempo con las cuentas —le había dicho Renzo un domingo por la mañana bajo las sábanas. Acababan de hacer el amor y ella se sentía felizmente satisfecha, la cabeza ligera apoyada en el pecho de su hombre—. Me encargaré yo. Sabes lo que me cuesta, pero tú tienes que ocuparte de las líneas de los productos. Solo con la calidad podemos hacer frente a la competencia de las cadenas de perfumería.»

Eva había pensado que por fin Renzo había decidido asumir sus responsabilidades de hombre de la casa. En cambio, no había hecho más que endeudarse y excluirla de la gestión de sus finanzas: un movimiento estudiado para retrasar el momento en el que ella hubiese descubierto la verdad, es decir, lo débil e infame que era su marido.

Había sido muy listo a la hora construir el engaño y ahora ella estaba obligada a ir a implorarle al usurero que no le quitara la tienda. Algo se rompió en su interior. Renzo había sido tan inepto y cobarde que ahora ella tenía que humillarse, ¿Cómo había podido hacerle eso? ¡Y además, huir con aquella chica que podía ser su hija!

«No me lo merezco». No conseguía dejar de recordar los gestos, las palabras con las que su marido había respaldado la farsa, sin descuidar el más mínimo detalle. Siempre se había mostrado afectuoso y procuraba que no le faltara de nada, sobre todo en la cama. Había actuado de forma que no tuviese sospecha alguna. Eva suspiró. Tenía que reunir fuerzas para concentrarse en las prioridades. Y la primera era salvar lo que pudiera. Del vacío profundo como un abismo que sentía en su interior ya se ocuparía después.

 

 

Aquella misma noche cerró la perfumería repasando mentalmente el discurso con el que intentaría conmover a Barone.

Pasando por delante del Bar Desirè, vio a dos energúmenos que gritaban como endemoniados con esa tonalidad cavernícola, gutural y ronca típica de las bandas de gamberros que ponían a hierro y fuego los estadios.

Uno de los dos llevaba un rottweiler. Los reconoció. Eran los hermanos Fattacci, y como todo el mundo en el barrio, les tenía un miedo increíble.

No se entendía si estaban peleándose o si intentaban excitar a la bestia, que seguía gruñendo y enseñando los dientes. Quizás solo estaban bromeando. Para vertebrados de aquel tamaño, un golpe en el hombro también podía ser sinónimo de un gesto viril de amistad.

Con un sobresalto se dio cuenta de que, si no conseguía convencer a Barone para que confiara en ella, pronto recibiría su visita, como le había dado a entender ese miserable de Marani. Eran los Fattacci los que se encargaban de las recaudaciones de los clientes difíciles, recalcitrantes o testarudos. Y al final todos pagaban.

Habían llegado juntos, un día del que ya no se acordaba con precisión. Barone, Marani y los Fattacci habían empezado a dejarse ver por locales y tiendas. Y en poco tiempo habían echado raíces y empezado a engullir el barrio, bocado tras bocado. Tenían a sus informadores entre los mismos desesperados a los que oprimían. De esta forma siempre sabían todo de todos y eso los hacía aún más temibles.

La mujer sintió un escalofrío y aceleró el paso para alejarse. Notó algo extraño: la persiana del bar estaba bajada por la mitad y el letrero estaba apagado, bastante antes del horario habitual. Durante un instante le pareció entrever en la penumbra la ágil figura de la camarera, la chica que parecía lista, la que cada día le servía un capuchino y un cruasán, normalmente con la música demasiado alta. Quizás los dos energúmenos que gritaban eran amigos suyos y estaban compitiendo para «tener el privilegio de acompañarla a casa», como diría su difunto padre. Papá. Quién sabe si la estaría mirando desde arriba. Mejor no, si no a su padre le habría dado algo de nuevo. Y pensar que se había casado con Renzo por despecho.

«Pobre papá —pensó Eva—. ¿Qué diría si viera su perfumería en las manos del peor usurero de Roma? “Así no, hija mía. Así no”». Y en cambio así iban las cosas.

Aquel perro que seguía ladrando la angustiaba. Mientras se alejaba, engullida por el tramo de calle más oscuro, le pareció oír un grito de mujer y a continuación el estrépito de la persiana metálica bajada con fuerza. Siguió recto sin girarse, convencida de que esos tres habían decidido divertirse en ausencia de don Mario, quizás gorroneando algunas cervezas: por lo que decían, el bar también era de Antonino Barone. Pensó que la cerveza siempre le había dado asco. Demasiado amarga para ella.

 

 

Luz Hurtado estaba aparcando su utilitario después de prestar un servicio en casa de un cliente rico pero ignorante, vulgar e infinitamente estúpido.

Mientras buscaba en el bolso las llaves de casa, reconoció a Eva que avanzaba por la acera contraria, con paso rápido y la cabeza agachada. Le hizo un gesto de saludo llamándola por el nombre. D’Angelo la reconoció, Luz estaba segura de esto, pero siguió caminando, evitando que sus tacones se engancharan en los huecos de los adoquines, ignorándola a propósito. Al llegar al portal del edificio de enfrente, donde vivían Ksenia y Barone, se detuvo para estudiar los nombres iluminados de los interfonos.

«Extraño», pensó Luz, entrando en el portal de su casa.

En el ascensor pulsó el botón de la segunda planta. Le habían entrado ganas de ver a Félix, aunque era tarde.

El enfermero la acogió con el dedo índice sobre la boca para hacerle entender que la señora Simmi estaba durmiendo. Luego la invitó a entrar dirigiéndole su inefable sonrisa. Siempre la miraba de esa forma cuando estaban a solas, con afectuosa ironía, y eso la hacía sentir estupendamente bien. Era la mirada de un abuelo afable que adora a su nieta, pero por pudor transforma cada intención de beso en una frase punzante.

Félix se dio cuenta a primera vista del enfado de Luz.

—¿Otro cliente insoportable?

La colombiana se limitó a asentir, cansada. Cinco minutos antes le hubiese contado todo con pelos y señales, pero en la mente se le había metido un gusanillo más molesto que dentro de poco le provocaría un dolor de cabeza. Siempre le pasaba lo mismo. Cada vez que estaba a punto de pasar algo grave, un lío, un accidente o una mala noticia, ella se daba un masaje en la sien izquierda. De pequeña, en Cali, su madre le decía que tenía un don. Pero a ella no le había servido nunca de nada. Presagiaba los problemas, pero no conseguía evitarlos.

—¿Malas noticias? —preguntó Félix, que sabía del «don» de Luz.

Masajeándose la sien, la chica fue hacia la ventana, apartó la cortina y miró a la calle: Eva ya no estaba.

—No sé. Acabo de ver a Eva. Sabes —añadió, girándose hacia Félix—, D’Angelo, la de la perfumería. Nunca la había visto llamar por el interfono del edificio de enfrente. No creo que conozca a nadie, aparte de...

—¿Crees que ha ido a casa de Barone? —la interrumpió Félix.

Luz sacudió la cabeza:

—No lo sé.

—¿Tiene problemas con la tienda?

—No le tengo tanta confianza. Pero me pareció tensa, nerviosa. Ni me ha saludado, y es raro, porque siempre es muy amable.

Félix suspiró:

—¿Sabes lo que decía Victor Hugo? «Un usurero es peor que un amo, porque un amo solo posee tu persona, mientras que el acreedor también posee tu dignidad».

—Dios, qué dolor de cabeza —exclamó Luz, apretándose la sien izquierda.

—Ven, te lavo el pelo.

—¿A estas horas?

—No hay nada mejor para el dolor de cabeza. Pregúntaselo a Angelica si no te lo crees. Cuando le hago un masaje en la cabeza ni quiere los medicamentos. «Félix —me dice—, tienes unas manos de oro».

Mientras que el cubano hacía correr el agua caliente en el lavamanos, Luz entró en el lavabo soltándose suavemente el pelo.

 

 

Si Eva D’Angelo no hubiese seguido recto, demasiado trastornada por los pensamientos que la angustiaban y por la presencia de los hermanos Fattacci, quizás hubiese entendido que algo grave estaba pasando dentro del Bar Desiré y que la tragedia inminente tenía que ver con ella, porque Mónica, la camarera barriobajera con las orejas de soplillo, estaba a punto de pagar por la advertencia que había hecho a Renzo cuando le había dicho a la cara la evidente verdad de que las tragaperras estaban trucadas.

El miedo que Eva y todos los comerciantes del barrio tenían a los dos energúmenos no era injustificado. Originarios del barrio de Prenestino, desde pequeños habían destacado por sus robos, agresiones y actos vandálicos. Después de dos condenas, la primera con la condicional y la segunda sin ella, habían empezado a frecuentar un pub caracterizado por una pared en la que sobresalía un gran mapa de Europa pintado de negro. Debajo de la gigantografía del dictador sirio Assad, habían oído hablar de un complot demoplutocrático de los banqueros de origen sionista, de negacionismo, de identidad-tradición-revolución, de europeismo nacionalsocialista. No habían entendido una mierda, pero sí habían sacado provecho del convenio que tenían con el Gimnasio Primo Camera en Montesacro, donde habían aprendido técnicas de artes marciales. Después de un par de años de militancia gratuita, que como mucho les había permitido encontrar algún trabajito seguro, Graziano se había hartado y había propuesto a su hermano alistarse para llevar a cabo tareas de seguridad privada en Iraq. Fabrizio había sido rechazado a causa de una rara disfunción plantar. Tenía los dedos de los pies pegados entre ellos por una membrana cartilaginosa, lo que le impedía correr según los estándares establecidos. Por eso el hermano mayor, cuando quería tocarle la moral, le llamaba Pato Donald. A Graziano, en cambio, le habían cogido por un sueldo de trescientos dólares diarios. Antes de ese momento no se habían separado nunca, motivo por el que, al irse el hermano mayor, Fabrizio había llorado como un niño.

Sin embargo, la experiencia de Graziano había sido bastante breve porque, en el único conflicto con fuego en el que se había encontrado envuelto, le había entrado un ataque de pánico y había abandonado a su destino al cliente al que tenía que proteger, un ingeniero de una empresa italiana de construcción. Por suerte, el profesional había acabado solo con una herida en el brazo.

Además de una serie de cuentos sobre sus hazañas que nadie se había tomado la molestia de verificar, del paréntesis iraquí conservaba la pasión por los todoterrenos Hummer, los pantalones de camuflaje y

Terminator, un rottweiler que el «superviviente» había adiestrado en los parques públicos de la ciudad en detrimento de los corredores, los caniches y los perros callejeros. Entonces Sereno Marani, emparentado con los Fattacci, había enchufado a los dos hermanos a Antonino Barone, que necesitaba un brazo armado para imponer su ley. En la recaudación de las deudas, ambos habían encontrado su realización y, en cinco años, Barone los había modelado a su voluntad y nunca se había quejado de su trabajo.

Graziano usaba el rottweiler para asustar a los deudores imitando las técnicas de tortura adoptadas en las prisiones de Abu Ghraib y Guantánamo. De ahí el término «guantanamada» con el que Antonino Barone había ordenado la punición de la incauta camarera que había osado transgredir sus reglas.

La vejación preveía que Fabrizio instigara al perro atado por la correa para aterrorizar a la víctima y distraerla de Graziano que, con técnica de manual, la inmovilizaría por detrás.

En este caso, en cambio, la maniobra no había salido a la perfección porque Mónica, imprevisiblemente, había lanzado una patada al hocico de la bestia, que había acusado el golpe. El lamento de dolor de

Terminator había desencadenado la furia de Graziano. Pasando de los manuales, se había puesto a machacar ciegamente a la chica, golpeándola repetidamente en el rostro y el estómago hasta que se desplomó en el suelo. Luego la había agarrado desde atrás obligándola a ponerse a cuatro patas y le había bajado los tejanos y las bragas dejándole el culo al aire. A pesar de la humillación, los ojos amoratados y la sangre mezclada con los mocos que le caía de la nariz, la chica seguía bramando amenazas.

—Os lo haré pagar, bastardos, hijos de puta. Os haré tanto daño que se os pasarán las ganas de violar a las mujeres.

Graziano, que estaba detrás de ella con los pantalones bajados y la polla dura, le dio un manotazo en la cabeza.

—Mira la tía esta. No se calla ni a la de tres, y además tiene el culo apretao...

Fabrizio, acariciando a

Terminator, sentenció con tono de experto:

—«Pulmonela». «Guantanamada» con «pulmonela». No puedes equivocarte, Grazia.

Mónica sintió un golpe preciso y fuerte en el costado izquierdo, entre las costillas y el riñón. La chica se aflojó, sacando todo el aire que tenía en los pulmones, y el hombre aprovechó para penetrarla.

—¿Qué te he dicho? —estalló satisfecho Fabrizio volviendo a hacerle mimos a su perro.

Mónica se echó a llorar por la desesperación y la rabia. Había hecho de todo para hacer frente a esos bestias aunque enseguida había entendido que no saldría indemne de aquella situación. Don Mario había sido avisado de la llegada de los hermanos Fattacci y se había alejado con una excusa, después de haber echado a los pocos clientes volcados en las máquinas. Y cuando ella los había visto entrar y bajar la persiana no había conseguido tener tanto miedo como para no vender caro su pellejo. Había luchado, pero esos dos solo se habían divertido machacándola. Ahora ese cerdo la estaba sodomizando y el dolor era insoportable.

—Espabila —ordenó Fabrizio al hermano—. Esta putilla es una pesada y además me ha entrado hambre.

—Un segundo —jadeó el otro—. Esta gilipollas tiene que aprender a cerrar la boca.

—Lo ha entendido —rebatió Fabrizio, levantándose y acercándose a Mónica. Pegó la boca a su oído y le gritó como un loco—: ¿Lo has entendido ya o no?

La chica intentó inútilmente apartar la cabeza, pero el hombre le cogió con fuerza el rostro y siguió gritando hasta que su hermano llegó al orgasmo.

—No lo puedo evitar, Fabri —dijo Graziano con tono extasiado—. Me vuelvo loco cuando les gritas a estas putas.

Mónica se derrumbó en el suelo y ellos se concedieron una cerveza antes de dejar el local.

—Hay algo que no entiendo. ¿Por qué siempre soy yo el que agujerea los oídos y tú el que agujerea los culos? —preguntó Fabrizio.

—Porque tú tienes voz de pato.

Don Mario, encerrado en su coche, los vio salir y bajar la persiana metálica. Cuando los dos hermanos desaparecieron detrás de la esquina, el ex propietario del Bar Desiré, que ahora era un simple testaferro de Barone, no se atrevió a socorrer a la camarera. Se encendió otro cigarro.

«Mejor esperar a que se recupere», pensó.

 

 

Eva había mirado fijamente la placa de latón brillante con el nombre del usurero al que el bastardo de su marido se había dirigido. Todo el discurso que se había preparado le parecía irreprensible, vencedor. Quizás Barone la ayudaría. Sentía las piernas flojas y el corazón le latía fuerte. Respiró profundamente antes de tocar el interfono de Antonino Barone.

—¿Quién es? —preguntó una voz femenina.

«La siberiana está en casa», pensó Eva antes de responder con voz segura:

—Soy Eva D’Angelo. Tengo que hablar con el señor Barone.

—Está a punto de cenar.

—Lo siento, pero es una cuestión urgente y no puedo posponerla.

—Un momento, que pregunto —dijo Ksenia antes de desaparecer durante un par de minutos.

Al volver al interfono, se limitó a pulsar el botón para abrir y mascullar un lacónico:

—Suba.

 

 

Ahora Eva estaba de pie frente al usurero, sentado a la mesa, que la miraba fijamente con dos ojitos divertidos, engullendo jamón dulce y alcachofas en aceite.

—¿Qué quieres? —preguntó amable con la boca llena.

—Soy la señora D’Angelo, la dueña de Vanità, la perfumería...

—Sé quién eres —la interrumpió el hombre, cambiando de tono—. Te he preguntado por qué has venido a darme el coñazo mientras estoy cenando.

Eva respiró profundamente y fue al grano.

—Necesito una prórroga para volver a levantar cabeza. No sabía nada de las cuentas en números rojos y menos de que Renzo se hubiese endeudado con usted. Ese cobarde se ha ido con la dependienta y yo me he quedado sola.

—No tiene un pelo de tonto, tu Renzo, se ha fugado con la tía buena. Y ahora, por tus cuernos, ¿quieres que yo renuncie a mi dinero durante quién sabe cuánto tiempo?

—Solo el necesario para arreglar las cuentas —explicó la mujer con tono razonable—. Creo que a usted también le conviene...

Barone dio un manotazo en la mesa:

—¿Qué coño sabes tú lo que me conviene?

Eva abrió los brazos, desconsolada. El discurso irreprensible que se había preparado no le serviría de nada con alguien como Antonino Barone. Sin argumentos, se quedó mirando fijamente la boca del usurero que devoraba la comida como los ogros de los cuentos.

—¿Y entonces? —la picó el hombre escupiendo trozos de embutido sobre la mesa.

Llegó en su ayuda la siberiana, que llegó con una gran sartén rebosante de pasta humeante. El hombre alargó su mano armada con el tenedor y rápidamente se adueñó de un bocado que masticó, desilusionado.

—¿Así se hace la pasta

cacio e pepe? ¿Qué le has echado, lobo de la estepa?

Cogió otro poco de pasta y se la dio a Eva.

—¡Prueba y dime si no tengo razón!

La mujer, atemorizada, no pudo desobedecer y abrió la boca. Mientras masticaba, pensó que aquella no tenía ni idea de cocinar. Ella jamás le había dado a Renzo algo tan asqueroso. Y de repente se escuchó sorprendida mientras decía:

—La salsa no está bien. No hay equilibrio entre el queso de oveja y el agua de cocción. Además, la pimienta no está recién molida. Y, para decirlo todo, los

tonnarelli no pegan. Demasiado esponjosos. Hay que hacerlo con espaguetis.

El rostro de Barone se transformó y se vislumbró algo de humanidad entre los pliegues de grasa de los que sobresalían sus ojos.

—Mi madre también lo hacía con espaguetis —se complació con evidente nostalgia. Luego señaló a Eva con el índice—. Ahora vas a la cocina y me preparas una pasta

cacio e pepe como Dios manda.

Eva entrevió una posibilidad en el deseo del usurero. Quizás un buen plato de pasta lo ablandaría. Por lo menos no la estaba echando.

—De acuerdo —dijo con la sonrisa que reservaba a sus mejores clientes, y se fue rápidamente a los fogones.

Ksenia, que hasta ese momento se había quedado callada, la agarró por un brazo.

—Si quieres cocinar para él, bienvenida, pero no te hagas ilusiones, luego cogerá todo lo que tienes.

Eva la miró fijamente durante unos instantes. La siberiana le había hablado en tono calmado, razonable, pero no era ella la que podía perder el trabajo de toda una vida.

La perfumera se escabulló con un gesto rabioso.

—Déjame —susurró, llenando la olla de agua caliente.

La chica se sentó. Observó a la señora D’Angelo con interés, aunque no envidiaba su habilidad manual sin vacilaciones.

—Vanità me gusta —dijo—. Vendes buenos perfumes.

—Pero si nunca has entrado —estalló la otra mientras echaba sal al agua de cocción.

—Miro el escaparate —se justificó la chica—. No tengo dinero para gastar y solo voy a las tiendas donde Antonino tiene una cuenta abierta.

—Si no cambia de idea, podrás venir a la mía también y llevarte todos los perfumes que quieras.

Ksenia agachó la cabeza.

—A mí me molesta ir a comprar sin pagar, pero no puedo hacer otra cosa.

—Pero te has casado con él.

Ksenia buscó las palabras adecuadas, pero no las encontró. Demasiado largo de explicar. Y doloroso. Y además, esa mujer ya tenía sus problemas. «Pobrecita», dijo entre sí. La siberiana se extendió para coger el rallador. Al cogerlo Eva percibió vagamente el perfume que llevaba la mujer del usurero. Se concentró y lo reconoció. Caro, de élite. Solo había vendido un frasco de ese: a Luz, unos días antes. Eva lo entendió todo de repente: Luz y la siberiana. La mujer de Barone era la amiguita de la profesional que vivía en el edificio de enfrente. Se quedó sorprendida, pero tenía otra cosa en la que pensar y volvió a concentrarse en la tarea que le había asignado su usurero.

—¿Dónde están los espaguetis? —preguntó.

Ksenia se levantó y abrió las puertas de la despensa. Paquetes de pasta de todas las formas y las marcas más dispares estaban amontonados de forma caótica.

—¿Qué hacéis con todo esto? —preguntó Eva, asombrada—. Ni una tienda de ultramarinos tiene tantas cosas.

Ksenia sonrió y empezó a abrir todas las puertas. En todos los armarios había comida, latas, botellas. El congelador desbordaba de salchichas y enormes bistecs puestos a la buena de Dios.

—Tienes que entenderlo, a Antonino Barone —dijo, imitando a su marido.

—Tienes que entenderlo... Y tú todavía no lo has entendido —le reprochó amablemente Eva.

La señora D’Angelo se encerró en un silencio concentrado mientras trabajaba la salsa y el medio kilo de pasta llegaba a la cocción ideal.

Unos minutos más tarde entró en el comedor sosteniendo con fiereza una enorme sopera. La apoyó con cuidado delante de Barone, que se llenó la nariz del aroma. Un momento después ya estaba masticando ruidosamente un abundante bocado.

—Buena —gorgoteó.

Cogió a la señora D’Angelo de la cintura y la obligó a sentarse en sus rodillas.

—¡Dame de comer! —ordenó divertido poniéndole el tenedor en la mano—. Venga, ¿qué hay de malo? Dame de comer. Como hacía mi madre.

Eva se había quedado helada. Miró a Ksenia buscando ayuda, pero la chica se encogió de hombros. La había avisado. Barone le metió las manos por debajo de la falda. Eva intentó levantarse, pero él se lo impidió con fuerza y amenazas.

—¿Qué haces, te vas? ¿Ya no quieres hablar de tu tienda con Antonino?

La mano izquierda del usurero se adueñó de una teta. La mujer se echó a llorar y dejó caer el tenedor al suelo. Barone le palpó las nalgas, riéndose con gusto.

—Si lloras me estropeas la poesía. ¿Y tú qué miras? —preguntó luego a Ksenia—. ¿Te gusta el culo de la señora? ¿Quieres darle un besito?

La siberiana se decidió: había llegado el momento de que alguien se rebelara contra aquel gilipollas. Recogió el tenedor del suelo, lo giró en los espaguetis hasta enrollar una cantidad notable de pasta y luego, como si tuviese en la mano la espada Excalibur, lo metió en la boca semiabierta de su marido, atravesándole la lengua. El hombre gruñó de dolor y durante un instante sus pequeños ojos miraron sorprendidos los de su joven mujer. No estaba acostumbrado a padecer la ira de sus víctimas.

Se levantó de repente, arrancándose el tenedor de la boca, pero no consiguió liberarse del enorme ovillo de espaguetis que le obstruía la garganta. Las mujeres, asustadas, dieron unos pasos hacia atrás. Barone parecía un dinosaurio agonizante. Se llevaba las manos al cuello, se arrancaba la camisa, emitiendo gruñidos patéticos y horribles. Se cayó de la silla y al intentar levantarse se cayó hacia atrás golpeándose violentamente la cabeza en el canto de una mesita de cristal. Se quedó inmóvil, con las manos y los pies abiertos de par en par, mientras que un charco de sangre le bajaba por debajo del cogote.

—Ha muerto —susurró Eva después de un par de minutos en las que ambas ni se habían atrevido a respirar.

—Yo no quería —se defendió Ksenia—... ¿Y ahora qué hacemos?

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