Ksenia

Ksenia


Capítulo 8

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Así transcurrían los días de Eva y Félix: renunciando a dormir por la noche o a descansar de día, durmiéndose de golpe en el mostrador de la perfumería o apoyando la cabeza en la cama de Angelica, siempre en lucha contra el desesperado deseo de morir de Luz.

 

 

Ksenia era perfectamente consciente del dramático rumbo que habían tomado las cosas. Aun así, no había vuelto a aparecer por el hospital.

Llamaba a Félix o a Eva incluso diez veces al día para estar al tanto de las condiciones de su amada, pero se había jurado a sí misma que volvería al hospital solo para devolverle a Lourdes sana y salva. Aquella tarde, en cambio, su voluntad estaba vacilando, y el deseo de correr a ver a Luz la estaba enloqueciendo. Hacía horas que estaba esperando el regreso de Sara de una de sus misteriosas vueltas de reconocimiento, como las llamaba. Cuando oyó el ruido de la llave que giraba en la cerradura, Ksenia se levantó para ir hacia ella.

—¿Hay novedades? —preguntó sin ni siquiera darle el tiempo a entrar.

—Todavía no —contestó Sara, cerrando la puerta detrás de ella.

—¿A qué estamos esperando?

—A conseguir información sobre ese don Carmine Botta. Quiero entender por qué ha hecho una declaración falsa para proporcionarle una coartada a Assunta Barone.

—Entonces mientras esperas voy a ver a Luz.

—Lo siento, pero tienes que quedarte.

—¿Por qué? —preguntó Ksenia con voz entrecortada.

—Motivos de seguridad. Ingegneri ya nos ha visto juntas y tú no puedes ir por ahí sola. Y ahora, si me disculpas, estoy esperando un correo electrónico.

Inflexible, Sara fue a encerrarse en su estudio.

Con las manos inquietas, Ksenia decidió llamar a Eva. Sabía que era su turno en el hospital.

—¿Cómo está?

—Te necesita, necesita tu presencia.

Ksenia consiguió contestar manteniendo la firmeza que se había impuesto.

—No. Necesita saber que su hija está viva y que yo la encontraré. Esto es lo que tenéis que decirle, esto es lo que quiere oír.

Se quedaron un rato en silencio antes de colgar. Eva volvió a sentarse cerca de la cama en la que Luz se agitaba.

El efecto del sedante estaba desapareciendo. Eva la vio mientras alargaba el brazo en el enésimo intento de arrancarse la vía del suero. Se agachó sobre ella y aguantándola la besó en una mejilla, diciéndole con infinita dulzura:

—Puedes estar tranquila, tesoro. Lourdes está viva y Ksenia la traerá de vuelta a casa.

 

 

Terminada la llamada con Eva, Ksenia se echó a llorar sin poder remediarlo. No se dio cuenta enseguida de que Sara hacía un rato estaba de pie delante de ella, insensible a sus lágrimas.

—Un pajarito me ha dicho que Assunta acaba de pedir un plato de

linguine con langostinos en un restaurante de Parioli. La hemos vuelto a pillar.

Veinte minutos después el Mini Cooper aparcó en doble fila delante del Restaurante Da Celestina.

Sin que Ksenia se diera cuenta, Sara intercambio un saludo con Rocco Spina, que subió al coche aparcado a pocos metros de allí.

A través de la vidriera vieron a Assunta que hablaba con un hombre guapo, vestido con traje y corbata.

—Ese es Giorgio Manfellotti, un constructor muy importante, socio de negocios de los Barone. Estaba en el número uno de mi lista de deseos antes de que llegaras con la noticia de que Lourdes había sido secuestrada. Vigilándole a él hemos podido llegar hasta Assunta.

—¿Se puede saber quién eres?

—Solo soy una tía lista. Tú no te preocupes por eso. La cuestión es que delante de nuestras narices tenemos a una fugitiva acusada de asesinato y otros crímenes. Medio cuerpo de policía tendría que estar detrás de ella y, en cambio, aquí la tienes: a plena luz del día, en un restaurante de lujo. ¿Y sabes por qué?

—Ahora que ha muerto Marani, escucharán al cura y ella volverá a estar libre —adivinó Ksenia.

—Veo que empiezas a entenderlo. ¿No crees que este asunto exige venganza?

—Sí, Assunta tiene que pagarlo. ¿Qué tienes en mente?

—Una visita pastoral.

 

 

Jadranka observaba a las dos jóvenes mujeres dentro del monovolumen aparcado a pocos metros del restaurante. Reconoció a la siberiana por la descripción de su dueña y la llamó al móvil. Barone se giró de golpe hacia el escaparate y miró a los ojos durante un largo instante a las dos mujeres que más odiaba en el mundo. La siberiana quedó hipnotizada por esa mirada de hielo y furibunda hasta que Sara la agarró del brazo y la arrastró.

Assunta se levantó de golpe.

—Perdona, Giorgio, pero ahora tengo que irme —dijo, dirigiéndose hacia la cocina y una salida trasera.

De esta forma Spina perdió el contacto con Barone y se resignó a vigilar a Giorgio Manfellotti, que siguió comiendo como si nada hubiese pasado. Siempre le había gustado comer solo en restaurantes: probaba un sentido de paz y tranquilidad que le permitía concentrarse en sus pensamientos más íntimos. Ahora que Assunta lo había liberado de su voluminosa presencia, pudo concentrarse en su secretaria. Le parecía que había llegado el momento de llevársela a la cama y empezó a elaborar una estrategia más eficaz para que la chica se le ofreciera espontáneamente, y no por banal sumisión. Una vez alcanzado su objetivo, crearían una relación que no duraría más de un año. Era su regla: al caducar, la relación acababa junto al trabajo. A las chicas les quedaba un bonito recuerdo y un minipiso por estrenar en la periferia de Roma. Ni por un instante se le pasó por la cabeza la idea de que la secretaria no estuviera interesada en follar con él. Porque así iba el mundo. Su mundo.

 

 

Jadranka había recogido a Assunta y esta se estaba quejando por teléfono a Egisto Ingegneri.

—Me las he encontrado enfrente, ¿entiendes? ¿Cómo se las han apañado para descubrirme?

El ex policía no admitió que pocas horas antes también habían ido a su casa. Había decidido desvincularse y abandonar a Barone a su destino.

—Quizás sea el momento de negociar y encontrar una solución —dijo, adueñándose de la propuesta de Mónica.

—Hablas como si te encontraras en la posición más débil —explotó la mujer—. Pero tenemos a la niña, así que somos nosotros los que tenemos la sartén por el mango.

—Si la han encontrado, quiere decir que el chantaje con esas no funciona.

—Entonces deshagámonos de la pequeña bastarda —le provocó Assunta.

—Se vengarían, y la próxima vez no se contentarían con mirarla a través del cristal de un restaurante.

—¿Entonces, qué propones?

—Nada. Usted es la jefa.

Assunta colgó con la neta sensación de que Ingegneri le estaba mintiendo. Y tenía toda la razón.

El ex policía llamó a Ksenia.

—Pásame a Mónica —ordenó.

La siberiana obedeció.

—No esperaba tener noticias tuyas tan pronto —dijo Sara—. Como toda buena rata has decidido abandonar el barco antes de que se hunda.

—¿Iba en serio lo de que ya no te intereso?

—Si te portas bien y Lourdes vuelve a casa sana y salva me olvidaré de tu existencia.

—Necesito garantías.

—Yo también.

—La niña está bien.

—¿Solo eso?

—Confía en mí.

—Entonces tú también tendrás que contentarte con mis palabras, pero si le pasa algo nosotras no tendremos piedad. Borraremos de la faz de la tierra a la familia Ingegneri.

El ex policía colgó y Sara notó que Ksenia la estaba mirando asqueada.

—¿Qué pasa?

—Es la misma amenaza que me hicieron a mí.

Sara entendió lo que quería decir la siberiana y la reaseguró rápidamente.

—No creas todo lo que digo. Si fuese necesario, solo le mataría a él —dijo, recalcando las palabras—. Pero es un criminal y solo entiende ese tipo de lenguaje. Es un problema de transparencia. Solo eso.

Ksenia siguió mirándola con sospecha, y Sara explotó, exasperada.

—Bueno, Ksenia, ¿pero qué te crees?

—No lo sé. Perdona, pero de verdad no te entiendo.

La otra redujo la marcha y pisó el acelerador con un gesto nervioso.

—Mejor que hablemos con este cura.

 

 

Don Carmine Botta lo ignoró, pero el joven seminarista volvió a llamar a la puerta de su despacho.

—La chica más joven dice que es la viuda de Antonino Barone y que usted ha oficiado el funeral.

—¿Y qué? Que vuelva otro día, ahora no tengo tiempo.

—Me ha dicho que le entregue esto —resopló el joven, sin entender por qué el sacerdote se comportaba de aquella forma.

El papel estaba doblado en cuatro. La caligrafía de Sara era amplia y clara. «Eres un mentiroso», leyó mentalmente don Carmine.

—Déjalas entrar —se rindió.

—Ella es Ksenia —dijo Sara, yendo al grano con las presentaciones—. Yo me llamo Mónica.

—¿Por qué habéis venido a insultarme?

—Porque nosotras vimos a Assunta entrar en el antiguo gimnasio con Egisto Ingegneri y sus hombres —contestó seca Sara—. Fui yo quien llamó a la policía.

El cura abrió la boca de la sorpresa. El detalle de los nombres de los cómplices de Assunta era una prueba irrefutable de que la mujer estaba diciendo la verdad.

—¿Y entonces por qué no habéis ido a la policía?

—La pregunta correcta es: ¿por qué has ido tú, para contarles todas esas chorradas?

Entonces fue Ksenia la que habló.

—Assunta ha hecho que secuestraran a Lourdes, la hija de mi pareja.

—Yo no sé nada —replicó don Carmine.

—Si eres su cómplice en darle una coartada —siguió la siberiana—, lo eres también en los demás crímenes.

—Esto tiene que juzgarlo la magistratura —objetó el cura.

Sara decidió que había llegado el momento de dejarlo fuera de combate.

—Lo sabemos todo sobre tus relaciones con los Barone, desde que eras niño. Si hablamos, terminarás directo en el calabozo.

—¿Qué queréis?

—La niña, por supuesto —contestó Sara, metiendo la mano en el bolso—. Y como somos chicas razonables, te ofrecemos una muestra de nuestra buena voluntad.

El sacerdote se encontró en las manos algunas fotocopias. Las observó sin entender nada.

—Vienen de un libro con la portada negra y el borde rojo —explicó Sara—. Contiene la contabilidad del Banco Barone. Assunta lo ha estado buscando desde que murió Antonino.

El sacerdote asintió. Ni siquiera intentó negar que lo desconocía.

—Hablaré con ella. Encontraremos una solución sin falta.

Sara se detuvo en la puerta y se giró para lanzar un último mensaje. Un movimiento estudiado y meditado.

—Assunta Barone ya no es la favorita para ganar esta carrera.

Don Carmine sostuvo su mirada, pero tenía el estómago cerrado por el miedo. Esa Mónica sin duda estaba poseída por el demonio, y hubiese sido su deber de sacerdote y cristiano que el padre exorcista Gabriele Amorth se cuidara de ella.

Ksenia esperó a que llegaran junto al Mini para preguntar algo que le quemaba por dentro.

—¿Por qué le has ofrecido el libro negro? No tenías necesidad de hacerlo. Así Assunta se volverá aún más fuerte.

Sara le acarició el rostro con un gesto rudo, pero afectuoso.

—Yo estoy convencida de lo contrario —explicó—. Creo que no le había contado a nadie que ya no tenía la contabilidad del Banco Barone, y el cura ahora sí se hará portador de este mensaje.

 

 

Dos días más tarde, en medio de una tarde lluviosa, Assunta Barone empujó la valla de una pequeña mansión que se asomaba a la playa de Salto di Fondi. Le habían pedido expresamente que fuera sola, por eso había tenido que dejar en casa a Jadranka y ponerse a conducir, algo que no le gustaba especialmente, sobre todo con mal tiempo.

Le abrió Natale D’Auria.

—Pasa, querida, pasa —la invitó a entrar con una amplia sonrisa. La besó en las mejillas y la llevó al salón, donde encontraron a don Carmine sentado en una butaca. El sacerdote se levantó y la abrazó.

—Siento no poderte ofrecer nada, pero esta casa la uso solo en verano —se disculpó D’Auria antes de dirigirse a Assunta—. Don Carmine ha venido para explicarme la situación. Yo he hablado con mis hombres y hemos decidido aceptar la propuesta: gestionaréis juntos nuestro patrimonio.

—No hará falta. Puedo hacerlo sola, sin molestar a don Botta —rebatió la mujer—. He hablado con mi abogado y en unos días me exculparán oficialmente de los cargos que me imputó ese ingrato de Sereno Marani.

Natale sacudió la cabeza.

—Lo sabemos, pero para nosotros la implicación de don Carmine es la primera condición, y la esencial, para seguir trabajando contigo. La segunda es que liberes enseguida a la niña.

Assunta lanzó una mirada malvada al cura. Nunca creyó que pudiera traicionar el sacramento de la confesión.

—Ha venido la viuda de tu hermano junto con esa Mónica, para pedirme que intercediera —explicó don Botta—, No podía ocultarle al señor D’Auria una situación tan delicada.

—¿Cómo se te ha ocurrido contratar a gentuza como Egisto Ingegneri y organizar un secuestro sin pensar en las posibles consecuencias para nuestro dinero? —le reprochó con dureza D’Auria.

—El dinero estaba seguro —se defendió la mujer.

—¡Mentira! No has hecho nada más que mentir a los que te habían dado confianza. ¿Por qué no nos has dicho que la siberiana y la camarera tenían nuestra contabilidad?

—Estaba segura de poder manejar la situación —se justificó.

—Ahora con don Carmine las cosas cambiarán —comunicó D’Auria—. Él ocupará el lugar de Antonino y tú volverás a ocuparte del sector inmobiliario.

—¿Y con esas dos zorras y sus amiguitas qué hacemos? —preguntó Assunta con un hilo de voz—. Saben demasiado.

—Por tu culpa —infirió Natale—. De todas formas, ya se está ocupando de ellas nuestro don Carmine. Lo único que tienes que hacer ahora es llamar a Ingegneri y ordenarle que libere a la pequeña, como muy tarde mañana por la mañana.

Assunta Barone asintió.

—De acuerdo.

Don Botta le puso las manos en los hombros y empezó a empujarla hacia abajo.

—Ahora pide perdón al señor D’Auria —susurró obligándola a arrodillarse.

—Te pido perdón —dijo en voz baja la mujer—. Si he cometido errores ha sido para conservar nuestra amistad.

Natale D’Auria le acarició afectuosamente la cabeza.

—Lo sé. No has actuado con deshonra. Tu desgracia ha sido la desaparición de Antonino, pero has sido presuntuosa al querer hacerte cargo de asuntos de hombres.

 

 

Assunta paseó durante algunos minutos por la orilla del mar, sin importarle que las olas le empaparan los zapatos. Su sueño de ocupar el lugar de Antonino había fracasado míseramente. El Banco Barone ya no existía. Estaba triste, pero de todas maneras agradecida a Natale D’Auria por haberle permitido seguir con el sector inmobiliario.

Volvió con su mono volumen hacia Roma. Cuando llegó a casa la sorprendió gratamente la visita de Carmen Lo Monaco. La encontró en la cocina ocupada en los fogones.

—Querida mía, he venido a celebrar la muerte de ese infame de Marani —dijo—. Y hoy cocino yo, como se hace entre amigas, ¿verdad?

—Verdad —susurró conmovida Assunta, dándole un beso en la mejilla.

Jadranka la hizo sentarse en un taburete, le cambió los zapatos y las medias mojadas. A Carmen no se le escapó el placer y la profunda devoción de la croata en servirla. Pensó que realmente era una lástima que hubiese conectado tanto con Assunta: una profesional no debería estar tan metida.

Después de un par de aperitivos, se sentaron a la mesa.

Scrippelle ‘mbusse, crepes rústicas con caldo, un homenaje a los orígenes de Assunta, asaduras con alcachofas y tiramisú. Y vino, charlas y recuerdos.

—¿Te acuerdas de la vez que fuimos a la fiesta por la elección de aquel tío, cómo se llamaba, el diputado de Vigna Clara? —preguntó Carmen, llenando los vasos de Amaro Ciociaro—. ¿Que cuando vio a tu hermano casi se tira a sus pies para darle las gracias por todos los votos que le había conseguido?

—Me acuerdo, sí.

—Y cuánta pompa, cuánto lujo —siguió Lo Monaco—. Con Antonino siempre nos divertíamos un montón. Cuando entraba él, todos se quitaban el sombrero.

—Buenos tiempos que nunca volverán —comentó Barone.

—Has dicho bien. La muerte de tu Antonino ha sido una desgracia demasiado grande para ti.

—Es lo que me ha dicho hoy también Natale D’Auria —se le escapó a Assunta. Había comido y bebido demasiado. Pero no como la croata, que había engullido una cantidad impresionante de comida y vino, hasta el punto de que Carmen había tenido que intervenir para defender el postre. Se había adueñado de la bandeja y había preparado una segunda porción abundante para Assunta.

—Si la tía esta no se lo come todo de un atracón —había dicho señalando con el mentón a Jadranka.

Había sido una noche agradable, pensó Assunta: lástima que ahora Carmen la estuviera estropeando con aquellas conversaciones tristes.

—Qué quieres que te diga —siguió impertérrita la amiga—. El hecho de que no te casaras te hizo demasiado dependiente de tu hermano.

«Si supieras lo que había entre nosotros —pensó Barone—. Antonino lo era todo para mí».

En ese momento Jadranka se cayó de la silla y quedó tumbada en el suelo.

—Está borracha —se rio Assunta.

—No, se está muriendo —rebatió Carmen en tono discursivo.

—¿Cómo?

—No quería porque era buena mujer, pero se había pegado demasiado a ti. Así que le he puesto anticongelante, del coche, en el tiramisú —admitió con la máxima tranquilidad—. Tiene un sabor dulce, así que es perfecto para los postres.

—¿Nos has envenenado?

—Sí.

—Somos amigas desde siempre.

—Y por eso he querido hacerlo yo, con esta bonita cena de despedida.

—¿Por qué?

—Has querido ser la jefa y has causado un montón de líos, te has puesto a jugar con el dinero de los demás. Te has portado como una loca. ¿Quién te creías que eras, Al Capone?

—¿Y tú qué tienes que ver?

—Junto con la pasta de los D’Auria también están mis ahorros.

—Cuando he visto a Natale hoy, ¿ya estaba todo decidido, verdad?

—Claro. Desde que tuvimos la certeza de que recuperaríamos nuestros ahorros.

Barone sonrió.

—Pero los millones invertidos en las construcciones Manfellotti, de esos no se han acordado y no los verán.

—Despierta, Assunta. El constructor ha ido corriendo a ver a los D’Auria para llegar a un acuerdo con ellos. Vuestro pacto no tenía ningún valor.

Assunta estaba mareada y tuvo que agarrarse a la mesa.

—Ayúdame, por favor —suplicó la mujer antes de caer al suelo.

—Hija mía, no puedo, y además es demasiado tarde. Con lo que os habéis comido, no os salva ni Dios.

—Carmen Lo Monaco se levantó y fue a recuperar el «tesoro del barón»—. Mañana mandaré a alguien a limpiar —anunció antes de irse.

Assunta intentó levantarse y vomitar. No quería morir, pero pronto, demasiado pronto, le entró un sueño implacable.

Se despertó varias horas después. Se sentía muy mal, pero tuvo fuerzas suficientes para ponerse en pie. Fue hacia la puerta, cogió el bolso y bajó a la calle, donde paró a un taxi.

—¿Qué le pasa, señora, no se encuentra bien? —preguntó el conductor.

Ella sacudió la cabeza.

—Lléveme al cementerio.

Durante el trayecto se durmió. Ya dentro del Cementerio del Verano, el taxista tuvo que girarse y sacudirla para que le diera las indicaciones correctas en el enredo de calles arboladas. Llegados a los pies de la Scogliera Vecchia del Pincetto, la pequeña colina donde estaba situada la tumba de Antonino, la mujer pagó el viaje y le pidió por favor que la sujetara durante la breve subida que había que hacer andando.

El hombre intentó convencerla de que llamara a una ambulancia, pero ella se mantuvo inamovible. Un paso tras otro, tardaron unos minutos agotadores antes de que Assunta pudiese arrodillarse en la tierra húmeda delante de la tumba del hermano.

—Señora...

—la exhortó el taxista, incierto.

Assunta tendió la mano temblorosa hacia la fotografía de Antonino.

—Aquí me tienes —suspiró antes de caerse de bruces contra la lápida de mármol. Cuando empezaron las convulsiones, el conductor se decidió a llamar a la ambulancia. Aunque ya era demasiado tarde.

 

 

Treinta y seis minutos más tarde, al otro lado de la ciudad, un coche descargaba a una niña en frente al colegio de las Esclavas Misericordiosas de la Divina Enseñanza y volvía a arrancar a toda velocidad. La pequeña, de puntillas, tocó el timbre. La madre Giannina fue a abrir, y al reconocer a Lourdes, cayó sentada. La niña pasó junto a la monja sin descomponerse y entró, yendo directamente al despacho de la madre Josephina.

—He vuelto —anunció con expresión seria.

 

 

El coche patrulla superó la valla de entrada de la policlínica Gemelli, y después de un par de curvas cogió la calle que conducía a la división de Cirugía Ortopédica. El comisario Mattioli se giró hacia Lourdes, sentada en el asiento trasero al lado de Ksenia, que enseguida había sido avisada acerca de la liberación de la niña.

—Hemos llegado —dijo, dejando escapar una sonrisa que quería ser estimulante, pero que traicionó su incomodidad. El funcionario no sabía cómo comportarse con una niña que había sido raptada y que estaba a punto de volver a encontrarse con su madre en una habitación de hospital. Por un instante se sorprendió pensando que había sido afortunado por no haber tenido hijos. Lourdes dio la primera señal de nervios cuando intentó abrir la puerta que, como en todos los coches de la policía, estaba bloqueada. Empezó a tirar con fuerza de la manija y a empujarla con el hombro. Ksenia le explicó con dulzura que el comisario le abriría desde fuera. Una vez dentro, la pequeña se impuso una actitud terriblemente seria, mantuvo el paso rápido del comisario hasta el ascensor y de nuevo en el pasillo que conducía a la sección. Ksenia notó que respiraba a un ritmo cada vez más acelerado y le cogió los hombros para tranquilizarla. Lourdes se escabulló y aceleró para evitar ese contacto.

El comisario le indicó una puerta y la niña entró en la habitación donde estaba su madre, que la esperaba tumbada en la cama, con el rostro afeado por la fractura en la mandíbula, los cardenales y los puntos de sutura.

Ahora Lourdes estaba de pie en el centro de la habitación y miraba a su madre sin atreverse a dar ni un paso.

Luz apartó las sábanas y le hizo señal de acercarse. La niña se acercó tímidamente a la cama. Sin una palabra se quitó los zapatos y se metió bajo las mantas. Apoyó la cabeza en el hombro de Luz y le acarició delicadamente el pelo con la punta de los dedos. Permanecieron así durante unos minutos hasta que ambas cerraron los ojos, vencidas por el cansancio.

Eva y Félix salieron de la habitación. Ksenia se quedó un segundo más, luego cerró la puerta detrás de ella.

—Y ahora no nos queda otra que convencer a los médicos de que dejen dormir a la niña aquí —dijo Eva.

—Voy a buscar sus cosas al internado —dijo Ksenia, que nunca había sonreído.

Eva la detuvo aguantándola de un brazo:

—Luz te quiere, solo tienes que darle tiempo.

La siberiana se limitó a asentir antes de alejarse hacia el ascensor.

 

 

La madre Josephina lo había preparado todo personalmente: la ropa, los juguetes, los libros y cuadernos, el estuche y los caramelos que tanto le gustaban a Lourdes.

Abrazó a Ksenia con un entusiasmo que sorprendió a la siberiana y se declaró dispuesta, nada más Lourdes se sintiera preparada, a darle clases particulares para que no perdiera el curso escolar. Era muy poco con respecto a lo que la niña y la madre habían sufrido, pero la vuelta a la normalidad las ayudaría a dejar atrás todo aquel dolor.

Ksenia escuchó distraída las palabras de la religiosa. Entregó la autorización firmada por Luz y le dieron la maleta y la mochila de la niña.

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