Ksenia

Ksenia


Capítulo 3

Página 9 de 27

D’Angelo se acercó con precaución y temor al cuerpo exánime de Barone, cogió con dos dedos la larga llave que le colgaba del cuello y empezó a tirar, sin éxito. La cadena de oro a la que estaba atada era más fuerte de lo previsto.

Eva D’Angelo volvió a pensar en las manos del usurero que buscaban entre sus muslos y cambió actitud. Hasta ese momento siempre había sido una mujer de modales mesurados, y más de una persona se hubiese sorprendido viéndola clavar su zapato en el pecho de Barone para arrancarle la llave con la actitud de un pirata.

—¿Dónde está? —preguntó.

—¿Qué?

—La caja fuerte. Todos en el barrio saben que hay una muy grande en esta casa, con la lista de los extorsionados.

—Está en el estudio, detrás de un panel de madera. ¿Por qué quieres saberlo?

Ksenia se fijó en la llave que sostenía la mano de Eva y lo entendió. El estado de aturdimiento en el que había entrado después de la muerte del marido se estaba disolviendo lentamente, aunque todavía estaba muy lejos de recuperar el mínimo de lucidez necesaria para hacer frente a la situación. Luz. Tenía que llamarla. La necesitaba.

Corrió a su habitación para coger el móvil secreto con el que se comunicaban por la noche. Pasando junto al estudio vio a Eva que metía la llave en la cerradura de la caja fuerte.

—Necesito ayuda, Luz. Ven enseguida. Por favor —imploró Ksenia.

—¿Qué ha pasado?

—No preguntes nada. Ven.

—¿A tu casa? ¿Estás segura? —preguntó la sudamericana, pero la chica ya había colgado.

Luz todavía estaba con Félix, que la miró con preocupación.

—¿Ha pasado algo? —preguntó.

Luz se puso en pie de un salto, sobrecogida por una ansiedad que el viejo enfermero nunca le había visto antes.

—¿Quieres que vaya contigo? —preguntó Félix, levantándose del escritorio.

—Mejor no. Espérame aquí —concluyó la colombiana antes de bajar rápido las escaleras con el corazón en un puño y pulsar el interfono del apartamento de Barone. Miró a su alrededor. Había poca gente, a esa hora casi todo el barrio estaba cenando. El portal se abrió y la mujer se deslizó hacia el interior.

Ksenia la esperaba en el umbral y la abrazó fuerte, llenándola de besos y llorando sin parar.

Luz le cogió el rostro:

—¿Qué ha pasado?

—Ha muerto —respondió entre los sollozos.

—¿Quién ha muerto?

La siberiana la cogió de la mano y la condujo hasta el comedor. Luz se encontró mirando fijamente el cadáver de Barone sin grandes emociones. Venía de un país donde los asesinatos formaban parte de la cotidianidad, y el primero lo había visto a los cinco años.

—¿Has sido tú? —preguntó la colombiana con un hilo de voz.

—Ha sido un accidente. Cuando Antonino ha empezado a manosear a Eva...

—¿Eva D’Angelo? ¿La de la perfumería?

—Sí. Ella misma. Ahora está ahí, en el estudio.

—¿Ella también ha muerto?

—No, ha abierto la caja fuerte.

La sudamericana salió del comedor y avanzó por el pasillo con paso decidido. Eva estaba sentada en el suelo como una niña ocupada jugando con sus muñecas. Solo que en lugar de juegos había una montaña de billetes y joyas que salían de su barriga hacia los muslos y más abajo hasta la alfombra. En la mano tenía una agenda grande que recorría página tras página.

Levantó la mirada y se cruzó con la de Luz.

—Extorsionaba a medio Roma, ese cabrón. Ese hijo de perra. Ese caradura.

Ksenia advirtió su pasaporte entre la montaña de cosas y corrió a cogerlo.

—Soy libre —murmuró conmovida.

Eva encontró un cuaderno con la cubierta negra y el borde rojo. Lo abrió y vio columnas de siglas y cifras escritas de manera muy extraña, incomprensible.

—¿Y esto qué es? —farfulló.

La colombiana no conseguía apartar la mirada del dinero y las joyas. No tenía la más mínima idea de cómo saldrían de esa situación, pero tenía claro que sería un grave error separarse de ese tesoro, entregándoselo a la policía. Por derecho, era de Ksenia, que, al ser su mujer, heredaría los bienes del difunto marido, aunque era difícil que pudiera tomar posesión de ello, ya que sin duda procedía de actividades ilícitas. En resumen, era el momento de que se les ocurriera alguna idea y la única que tenía sentido era llamar a Félix.

—Dame tu móvil —le dijo a Ksenia.

 

 

Cuando Luz le explicó la situación rogándole que fuera, Félix Cifuentes no dijo nada. Apoyó el móvil en el escritorio y ahondó el rostro en sus manos. Después de haber visto muchas muertes, violentas o naturales, haber sido torturado a los diecisiete años por la policía política de Batista en la época de la revolución cubana, haber sufrido todo tipo de interrogatorios por parte las autoridades de media Europa, haber sido expulsado, acogido, de nuevo expulsado y al fin «italianizado», había esperado poder terminar su inquieta existencia en paz. La paz que había encontrado en ese piso silencioso, en compañía de Angelica Simmi. Pero la muerte del usurero le llamaba de nuevo a las armas y no estaba seguro para nada de querer involucrarse. Es más, estaba visiblemente asustado. Apartó el rostro de sus manos y se dio cuenta de que estaban temblando.

—¿Félix?

Era Angelica.

—Voy —contestó, yendo hacia la habitación de la enferma.

—Enciende la luz, por favor.

Félix dudó: sabía que el cambio abrupto de oscuridad a luz le causaba unas punzadas dolorosas en los ojos.

—Enciende. Por favor.

Angelica sabía ser amablemente tajante.

El enfermero obedeció y corrió a oscurecer la lámpara con un pañuelo azul.

Angelica golpeteó rítmicamente con la mano en el borde de la cama. Era su invitación para que se sentara a su lado.

—He oído la puerta cerrarse de golpe.

—Era Luz.

—Luz nunca cierra la puerta así. Tenía que estar muy nerviosa...

—Un poco.

—¿Es por esa chica, Ksenia? ¿Le ha pasado algo?

—No. No exactamente.

—¿Ese indeseable le ha hecho daño?

—No.

—¿Eres tan reticente porque no quieres que me ponga nerviosa?

—Sí.

—¿Tienes miedo a que me dé un ataque isquémico?

—Sí.

—Eres muy amable. En ese caso, podrías ponerme una intravenosa de Midazolam. Pero ahora dime qué diablos está pasando y por qué hueles a sudor, tú que eres el hombre más perfumado del mundo.

Instintivamente Félix se olió los sobacos: olían a miedo. Decidió contarle todo, como siempre había hecho con Angelica.

—Las chicas se han metido en un lío. El usurero ha muerto, todavía no sé cómo.

—¿Crees que Ksenia lo ha matado?

—No lo sé. Quizás debería llamar a la policía.

—¿En tu vida la policía te ha ayudado alguna vez?

—No.

—¿Y entonces por qué quieres llamarla ahora? ¿Quieres arruinar a esas pobres chicas?

—Luz quiere que vaya a verla.

—¿Y a qué esperas, a que te acompañe?

Félix sonrió. Si Angelica no tenía miedo, ¿cómo podía tenerlo él? Antes de levantarse se agachó sobre ella y la besó en la frente.

La voz de la enferma lo alcanzó en el umbral de la habitación.

—¿Félix?

—¿Sí?

—Esperemos que por una vez la vida no sea un timo, por lo menos para esas chicas tan simpáticas.

Félix asintió y empezó a salir.

—¿Félix?

El enfermero se volvió.

—Puedes apagar la luz, si quieres.

 

 

Un minuto después, el viejo cubano entró en el piso de Barone. Llevaba pantalones negros y un jersey de cuello de cisne del mismo color. Se agachó por encima de Antonino, le tocó la carótida y observó las heridas. Fue al estudio y se dirigió a Eva y Ksenia.

—Sé que no es fácil —dijo lleno de comprensión—. Pero ahora os tenéis que esforzar para contarme qué ha pasado, hasta el más mínimo detalle.

Las dos mujeres, a pesar de su esfuerzo, hicieron una construcción de los hechos de lo más confusa, aunque suficiente para urdir un plan.

—Esto es lo que haremos —dijo Félix con tono práctico. Señaló a Eva con el índice—. Tú vuelves a casa, y cualquier cosa que te pregunten, hoy no has estado aquí. Ayer sí, en cambio, porque tenemos que estar preparados para justificar las huellas.

—¡Correcto!— exclamó admirada Eva, que tenía entre las manos la agenda con la lista de los extorsionados y el cuaderno negro, como si fuesen reliquias.

Félix se dirigió a Ksenia:

—Tú te vienes con Luz y conmigo a casa de la señora Simmi. En un par de horas volverás aquí y simularás descubrir el cadáver de tu marido solo en ese momento. Nosotros seremos tu coartada.

—¿Y el dinero? ¿Y las joyas? —preguntó Luz.

—Hay que ponerlos en un lugar seguro y esperar a que lleguen tiempos mejores: diría que el sótano de Angelica de momento puede ir bien —contestó Félix en tono sabio—. Sería correcto devolverlos a sus legítimos propietarios, pero este acto de generosidad sería una admisión de culpa.

—Cogió el pasaporte de las manos de Ksenia—. Y esto hay que volver a ponerlo en su sitio por el mismo motivo.

—Sin ese documento estoy obligada a quedarme aquí —se desesperó la siberiana.

Félix le puso una mano en el hombro.

—Pero cogerlo significaría darle a conocer al mundo entero que la caja fuerte la has vaciado tú. Los hombres de Barone lo entenderían enseguida. Tenemos que confundir las aguas. Tienen que encontrarla cerrada con la llave en su sitio, al cuello de Barone.

—La cadena se ha roto —intervino Eva.

El cubano señaló las joyas esparcidas por el suelo, entre las cuales destacaban varias cadenas de oro.

—Una cualquiera irá bien.

Eva le dio la agenda y el cuaderno a Félix.

—Creo que esto es lo más preciado.

El cubano ojeó el contenido.

—Y lo más peligroso.

—Es por eso que es mejor que lo guarde usted.

Tuvieron que esperar a que el matrimonio Pica del primer piso terminara de charlar en el rellano con sus compañeros de brisca, y luego pudieron dejar el piso.

Eva fue la primera en coger las escaleras, seguida por Luz y Ksenia, con el bolso en el que habían vertido el contenido de la caja fuerte. Félix salió el último, después de haber arreglado cada detalle para que pareciera que Antonino hubiese cenado solo y se hubiese atravesado con el tenedor. Un intento más, probablemente torpe, de acumular elementos que respaldaran la tesis del accidente. De hecho, se había tratado de un accidente, pero era mejor hacer creer que no había más gente en el momento del bocado fatal.

 

 

Don Mario levantó la persiana metálica intentando no hacer demasiado ruido. Los hermanos Fattacci habían salido hacía ya un buen rato y él se había quedado en el coche para reunir la dosis de valentía necesaria para mirar a la cara a la chica que habían violado con su complicidad. Se sentía un mierda y un cobarde. Pero más que consigo mismo la tomaba con la camarera, que lo había metido en esa situación. A su edad la vergüenza era más dura de tragar.

—Mónica —llamó con voz incierta y culpable.

La camarera no contestó. El ruido del agua le reveló que estaba en el lavabo. Pasó por detrás de la barra y se preparó un café. Estaba lavando la taza cuando vio que la chica estaba delante de él mirándole fijamente.

—¿Qué te han hecho? —explotó, mirando la cara magullada y turbada de la chica—. ¿Te han atracado?

La chica se sorbió los mocos.

—Me han violado, don Mano —contestó con frialdad.

—Lo siento —farfulló el hombre cada vez más incómodo —. Si quieres irte a casa, me encargo yo de esto.

—¿De verdad, don Mario? ¿Sería tan amable de darme la tarde libre después de que me hayan machacado en este puto bar del que usted todavía finge ser el dueño, mientras todos sabemos bien que solo es un testaferro de Antonino Barone?

El hombre no conseguía entender la agresividad de la chica y menos por qué le hablaba de cosas que no tendría que saber.

—Vete a casa, anda. Vuelve cuando estés mejor.

—Tiene razón, don Mario. Te rompen el culo, pero luego pasa, te sientes mejor y vuelves aquí para que esos mierdas de los hermanos Fattacci se rían en tu cara —dijo Mónica, girando alrededor de la barra.

Lanzó un puñetazo que alcanzó a don Mario en la nariz y otro en la boca del estómago. Al hombre, cogido de sorpresa, se le aflojaron las piernas, y la chica aprovechó para golpearlo bajo el mentón con un rodillazo que lo noqueó.

—Gilipollas de mierda —gritó Mónica—. Sabías que vendrían y te fuiste sin avisarme. Bastaba una palabra para salvarme.

—No podía.

—Sí que podías —apremió la chica, mientras seguía golpeándole con la punta de sus grandes zapatillas de deporte—. Pero en el fondo no era tan importante. Un repaso se podía aceptar, ¿no?

Para Mónica cada movimiento era doloroso, y se vio obligada a detenerse. Antes de irse, aconsejó a don Mario que hiciera llegar un mensaje a los hermanos Fattacci:

—Esto no termina aquí.

Llegó al coche y dejó el barrio. Cruzó Roma en dirección norte y media hora larga más tarde aparcó en el patio de un elegante edificio residencial. Había llorado durante el trayecto. Incluso mientras hablaba por el móvil. El ascensor la condujo al ático. El piso era grande, oscuro y sumergido en el silencio, pero después de algunos segundos la voz de Mary J. Blige se escuchó por todas partes, difundida por pequeños altavoces diseminados con arte por las habitaciones.

Mónica se desnudó y llena de rabia examinó con un espejito las laceraciones producidas por la violación. No eran tan graves como para recurrir a los cuidados de un médico. Se metió en la ducha e intentó reflexionar con frialdad sobre lo que había pasado. Había cometido un error exponiéndose. Se había obligado a hacer el papel de la camarera barriobajera y pasota, pero al final su carácter la había traicionado. Ahora tenía que resolver cómo volver al barrio sin demasiados riesgos. El mierda de don Mario seguro que pasaría su mensaje a los hermanos Fattacci, y no tenía la menor intención de acabar otra vez en manos de esos bestias.

«

Today I’m not feelin’ pretty, see I’m feelin’ quite ugly, havin’ one of those days, when I can’t make up my mind, so don’t even look at me», cantaba Mary J. Blige. Mónica salió de la bañera y se quedó un largo rato mirándose al espejo. Tenía la cara hecha un desastre, los moratones tardarían en desaparecer. Afortunadamente no le habían roto la nariz. Ella, en cambio, se había cebado con la de don Mario y estaba tremendamente orgullosa de haberlo hecho.

El gran armario de la habitación estaba lleno de ropa. Necesitaba mimarse y eligió su vestido favorito, un modelo de los años cuarenta, rojo a topos blancos, que había comprado en una tienda

vintage de Nueva York. Le quedaba bien. Se maquilló con cuidado, pero no hizo nada para ocultar las señales de la agresión. Se puso un par de sandalias blancas creadas por Ferragamo cuando ella todavía no había nacido y se sentó a esperar en el sofá.

Según lo acordado, el interfono sonó tres veces. De todas formas Mónica comprobó la identidad del visitante a través de la pantalla. Sí, era Rocco Spina, y le esperó en la puerta: quería que viera enseguida cómo la habían zurrado. El hombre salió del ascensor y la miró fijamente con tristeza.

—Lo siento —susurró.

—Lo mismo me ha dicho don Mario —comentó resentida—. Hoy todos lo sienten mucho por esta pobre chica.

Rocco suspiró.

—Por lo menos yo soy sincero —rebatió—. Y de todas formas no se me ocurre otra cosa que decirte.

—Pues haz un esfuerzo —dijo la chica, y se apartó para dejarlo entrar.

El hombre se quitó la chaqueta y como siempre la tiró en el banco que decoraba una pared de la entrada. Fue directo a la cocina y cogió una cerveza.

—¿Qué ha pasado? —preguntó en voz baja.

La chica se lo contó con pelos y señales. Necesitaba hacerlo y Rocco era la persona adecuada, aunque era un hombre. Él la escuchó en silencio, aguantándose las ganas de correr al Bar Desiré y dispararles en la boca a los hermanos Fattacci. Pero era un acto de justicia que no le competía, y además el asunto era más complejo.

—¿No será que te has metido demasiado en el personaje, Sara? —preguntó llamándola por su verdadero nombre.

—¿Qué coño quieres decir?

—Esos dos son unos bestias, pero tú podrías haberles hecho la vida difícil, ambos lo sabemos —contestó, cogiéndole la mano.

La chica bajó la mirada. Como siempre Spina entendía las cosas enseguida. Se conocían desde hacía unos años y para él era un libro abierto.

—Le he dado una patada al perro, pero luego me he bloqueado —susurró—. Cuando he entendido que me iban a violar no he sido capaz de reaccionar físicamente. Solo les he amenazado e insultado.

Spina no le dio ni un segundo de descanso. Era así, pensaba que los problemas había que afrontarlos enseguida. Solo era cuatro años mayor que ella, pero tenía una actitud sabia y huraña que era típica de las personas mayores.

—¿Y ahora qué harás? O renuncias o te das prisa para ajustar las cuentas con lo que te ha pasado, porque no tendrás tiempo para lamerte las heridas y olvidar.

—No es ni remotamente lo que quiero. La violación se archiva en «cosas que pasan» —dijo ella en un tono gélido.

El hombre se terminó la cerveza.

—Llevas demasiado tiempo bajo presión. Es inútil decir que lo mejor sería dejarlo, no me harías caso.

—Tú tampoco quieres eso —rebatió Sara.

Rocco asintió.

—Es verdad. Es demasiado tarde, pero los gilipollas como los Fattacci enseguida que pueden sacan la polla. Ya te consideran una presa fácil y cuando lo vuelvan a intentar, ¿qué harás?

—No permitiré que nadie más me viole —rebatió con tono decidido—. Nadie.

Rocco sacó del bolsillo un lápiz USB y lo dejó en la mesa.

—He recuperado la copia de algunos informes que te interesarán.

—Gracias —dijo Sara—. Los leeré mañana. Ahora solo quiero tumbarme en el sofá y escuchar buena música.

—¿Quieres que me quede? —preguntó Spina, sin saber qué respuesta esperar.

—Me iría bien —contestó ella, refugiándose entre sus brazos. Rocco no era alto, pero tenía un físico delgado y ágil, y a Sara le gustaba apoyar la cabeza en su pecho y dejarse mimar. Se sentía protegida.

—Lo conseguiré —dijo—. Hará falta tiempo, pero llegaré hasta el fondo del asunto y luego volveré a vivir.

—Lo sé, pequeña, lo sé.

 

 

Ir a la siguiente página

Report Page