Ksenia

Ksenia


Capítulo 4

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senia encontró el valor para volver a casa alrededor de las once. Después de haber escondido el dinero y las joyas en el fondo de un armario polvoriento en el sótano de la señora Simmi, Félix la había instruido sobre lo que tenía que decir y sobre todo lo que no tenía que decir, y Angelica había demostrado, una vez más, que era una persona extraordinaria. Había querido estar a solas con la siberiana.

—Cógeme la mano y habla con el corazón.

Ksenia se dejó ir y las palabras salieron una detrás de otra.

—Pobrecita —había dicho Angelica—, ahora tendrás que mentir para evitar males peores. Y tendrás que hacerlo bien.

Después Luz la había mimado. Le había preparado un baño caliente, le había hecho un masaje con un aceite que había elaborado ella misma, con almendras, musgo, canela, vainilla y naranja. Se había detenido en los tobillos, detrás de las rodillas, a lo largo de la espina dorsal, debajo de los senos, en las muñecas, en la cavidad de los codos, en la garganta, detrás de las orejas y entre los ojos, hasta que la contracción del estómago hubo desaparecido y la tensión se hubo disuelto en un aturdimiento placentero.

—¿Estás lista? —le preguntó Luz, rozándole los labios con delicadeza.

—Sí, creo que sí.

Ahora estaba allí, frente al cadáver de Antonino Barone. Con el tenedor que le salía de los labios ensangrentados parecía un tiburón blanco demasiado voraz para evitar morder el anzuelo que lo había jodido para siempre.

La chica llamó al 112 y en un italiano trabado por la emoción dio la alarma. Al cabo de pocos minutos llegó una patrulla que, tras comprobar la muerte, decidió avisar a los expertos del Departamento de Homicidios.

Mientras esperaban los refuerzos, los agentes interrogaron a la viuda de manera sumaria, pero haciendo las preguntas adecuadas. Después de aclarar las circunstancias y las horas, atacaron con una frase más insidiosa.

—¿Se llevaba bien con su marido?

—Sí.

—¿Tenía amantes?

—No creo.

—¿Y usted?

—¡No!

—¿Conoce a alguien que tuviera problemas con su marido?

—Todo el mundo le quería.

El más anciano levantó la cabeza del bloc de notas en el que iba apuntando las respuestas y la fulminó con la mirada.

—No exagere, señora Barone: la fama del fallecido no es la de un santo —precisó. Luego cambió de tema—. ¿Ha notado que falte algo?

—No.

—Necesitaría sus documentos para registrar los datos.

—No sé dónde están. Los guardaba Antonino.

—¿Por qué? Usted está obligada a llevarlos consigo en todo momento. Es la ley.

—Es que soy muy distraída. Mi marido temía que los perdiera.

—Entonces tendremos que identificarla en la jefatura. Pero se encargarán mis compañeros de la

Squadra Mobile.

Con los investigadores de paisano también llegó el médico forense. Sin demasiado cuidado, relegaron a la siberiana a la cocina, vigilada por un agente de uniforme, y se encerraron en el comedor para examinar el cadáver y el lugar del presunto homicidio.

El doctor Zanuppelli sabía mucho sobre delitos. No era casualidad que siempre le llamaran de programas especializados en los que expertos y periodistas fingían resolver famosos casos de crónica negra.

Con las manos protegidas por guantes de látex extrajo el tenedor de la boca de Barone.

—Hazme una foto del bolo que obstruye la garganta —dijo al asistente.

—Entonces, doctor, ¿cómo ha muerto el tal Barone? —preguntó el comisario Paolo Mattioli, que dirigía las investigaciones—. No me diga que se trata de un asesinato. Estamos bajo mínimos y otro pollo aumentaría el nivel de nerviosismo del jefe de policía.

—Tranquilo, Mattioli —dijo Zanuppelli examinando la herida en la cabeza—. Este tío es víctima de su propia avidez. Se ha metido en la boca el tenedor cargado de espaguetis con tanta violencia que se ha hecho una herida en la lengua. El dolor le ha llevado a levantarse rápidamente y se ha caído hacia atrás golpeándose la cabeza en la mesa. La autopsia lo confirmará: se trata de un accidente.

—Parece que el que tenía ahogado a todo el mundo... ha terminado por ahogarse a sí mismo —rio socarrón un subalterno, provocando la hilaridad general.

Zanuppelli se quitó los guantes.

—Así que fue una muerte muy adecuada.

—Solo son rumores —puntualizó rápidamente el comisario. Conocía al médico y quería evitar que un equipo de articulistas en busca de detalles de la vida de Barone tergiversara sus palabras.

—El cadáver es todo vuestro —anunció Zanuppelli imitando a los polis de las series americanas, y se alejó seguido por su asistente, que tenía algo bueno: nunca hablaba.

Primero, Mattioli se puso los guantes de látex y quitó la llave de la cadena de oro que colgaba del cuello del muerto.

—La cadena se la dejamos, así evitamos quejas de los familiares.

Seguido por un séquito de colaboradores, el comisario entró en la cocina.

—¿Qué abre? —preguntó a Ksenia, mostrándole la llave.

La chica siguió removiendo su taza de té con la cucharilla hasta que no intuyó un relámpago de impaciencia en los ojos del comisario.

—Hay una caja fuerte en el estudio.

—Acompáñeme.

La siberiana se limitó a indicar el panel de madera que la tapaba.

Un joven policía con coleta la abrió y Mattioli exclamó admirado:

—¡Una Conforti Luxury forrada de brezo! Admiremos a la reina de las cajas fuertes.

La llave giró en la cerradura sin el más mínimo ruido y el comisario abrió la puerta de par en par. Ksenia notó la decepción que avanzaba en los rostros de todos. El cofre de un usurero evocaba dinero, joyas y secretos incómodos o inconfesables. En cambio, esa caja fuerte fuera de serie solo contenía un pasaporte ruso con el nombre de la mujer del difunto y los documentos relativos a la boda. Papeles. Se intercambiaron una mirada. Parecía que hubiesen vaciado su contenido, pero no había ningún elemento que sugiriera la hipótesis del asesinato y Mattioli no tenía la menor intención de perder tiempo iras la pista, incluso ante la vista de una caja fuerte «demasiado» vacía. El usurero se había atragantado y nadie le echaría de menos, quizás ni siquiera su viuda. El policía se preguntó qué tipo de actos mezquinos se escondían detrás de aquella unión, «frenemos la curiosidad», dijo repitiéndose a sí mismo el estribillo: «Estamos bajo mínimos / hasta falta la gasolina para los coches / el jefe de policía recomienda ser selectivos en las prioridades».

Echó un vistazo rápido a los documentos e interrogó de nuevo a Ksenia sobre su coartada. Félix ya la había avisado de que los policías preguntarían y volverían a preguntar hasta el infinito las mismas cosas.

—Voy a hablar con la señora Simmi —anunció el comisario, y la siberiana se quedó de nuevo en la cocina, vigilada.

Bebió otro té para hacer algo. El agente que le hacía compañía la observaba con atención. Ksenia estaba segura de que se estaba preguntando si ella mató a Barone.

Mattioli volvió al cabo de unos veinte minutos. Entregó los documentos a la chica.

—El cuerpo de su marido ha sido recogido por la Policía Mortuoria para llevarlo a la morgue para la autopsia. Ellos le darán el visto bueno para el entierro —dijo en tono llano—. La espero mañana por la mañana para la declaración.

Le cogió la mano y la apretó farfullando un confuso pésame, luego se fue.

—¿Qué hacemos con el móvil de la víctima? —preguntó un agente.

—Déjalo ahí —contestó rápidamente el comisario.

El policía miró a sus compañeros, sorprendido, pero la ausencia total de reacciones le convenció para dejar el móvil en la repisa.

Salieron uno tras otro y Ksenia se quedó sola. Por primera vez aquel piso no le era hostil. Antonino ya no podía hacerle nada. Vagabundeó de una habitación a otra saboreando una extraña sensación de libertad. Extraña por las circunstancias, pero real. Luz estaba asomada a la ventana. Su ventana. Se quedaron mirándose, sonriéndose, deseándose. Hubiese querido estar con ella en ese momento, pero todavía no podía. Félix había sido claro: la parte más difícil no era convencer a los policías, sino a los cómplices de Barone. Ahora tenía que esperar su llegada. Ksenia sabía que debía tener más miedo y estar más concentrada, pero tenía la cabeza ligera: la libertad de no ser más la esclava de Antonino la hacía sentir bien.

Luz le mandó un beso y desapareció. La siberiana cocinó un bistec que acompañó con medio vaso de vino tinto. Comió con ganas delante de la televisión sintonizada en un canal que solo daba series antiguas. Se durmió, aburrida por las vicisitudes amorosas de una vieja condesa.

 

 

Eva había vuelto a casa doblada hacia adelante, intentando no vomitar por la calle, consciente de que no podía llamar la atención. Tropezó con un indigente que había organizado una cama de cartón delante de la entrada de las oficinas municipales, cambió de dirección dos veces para no cruzarse con ningún transeúnte y se vio obligada a agacharse detrás de un coche aparcado para evitar que el hijo de una clienta la reconociera, mientras este estaba dando patadas a un coche en llamas que había estrellado unos minutos antes. El chico, probablemente hasta arriba de metanfetaminas y alcohol, gritaba desesperado:

—¿Y ahora cómo coño se lo cuento a mi padre? ¡Me va a romper la cara!

El padre era el dueño de una ferretería, y también tenía líos con Barone. Eva hubiese querido tranquilizar al chico diciéndole que al día siguiente su padre sería proclive al perdón, pero por supuesto prefirió seguir adelante y deprisa antes de que las llamas y los gritos del joven despertaran a todo el vecindario.

Cuando entró en casa, se quitó los zapatos para que los del piso de abajo no la oyeran y corrió al lavabo, donde por fin pudo vomitar tensión y horror. Descompuesta, sin fuerzas, con el pelo sudado, el maquillaje corrido, se quedó en la oscuridad no solo por motivos de prudencia, sino también para evitar cruzarse con su imagen en algún espejo. A tientas, orientándose con la luz de las farolas de la calle, llegó a su habitación. Se liberó de la ropa y se metió debajo de la colcha bordada, residuo del ajuar que su pobre madre le había regalado para la boda con Renzo.

Balanceándose de un lado a otro, con los brazos cruzados sobre el estómago, gimió toda su tortura. No se quería reconocer en esa mujer que había corrido a arrancar la llave de una caja fuerte del cuello de un muerto.

Un escalofrío febril le recorrió el cuerpo, pero ya no tenía fuerzas.

—Renzo, bastardo —lloriqueó—. ¿Dónde estás?

 

 

El olor a tabaco despertó a Ksenia. Abrió los ojos y vio a Pittalis que la observaba con aire siniestro, con el cigarrillo en una esquina de la boca y los brazos cruzados. El cerdo que la había vendido a Barone no estaba solo. A su lado estaba la mujer pelirroja con la que su marido la obligaba a practicar sexo. Su rostro sin maquillaje era un desastre, los ojos hinchados, rojos por haber llorado, los labios reducidos a una fisura.

La siberiana levantó el índice lentamente y lo apuntó hacia la mujer.

—¿Qué hace ella aquí? —preguntó a Pittalis.

—¿Y a ti qué coño te importa? —rebatió el hombre de mala manera—. Es Assunta, la hermana de Antonino. Esta es su casa.

La hermana. Ksenia enmudeció buscando desesperadamente entender el significado de aquella revelación. Barone se acostaba con su mujer y su hermana. Había caído en manos de unos monstruos. Antonino, Assunta, Lello.

—Levántate —ordenó la mujer.

La chica obedeció.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Assunta con tono decidido, velado por un dolor profundo.

—No lo sé —contestó Ksenia—. Antonino me echó.

Siempre lo hacía cuando tenía que ver a alguien, y cuando volví estaba muerto.

—¿A quién tenía que ver?

—No tengo ni idea. A mí nunca me decía nada.

—¿Quién ha abierto la caja fuerte?

—La policía.

La mano de Pittalis se abatió como un mazo en el rostro de la siberiana.

—Antes de la policía.

—No lo sé —gritó Ksenia aterrorizada—. Yo no he sido, lo juro.

—Baja la voz, puta —ordenó Assunta—. ¿No será que te encontraste a Antonino muerto y aprovechaste para quitarle la llave y robarle lo que no te pertenece?

—No.

—A lo mejor solo querías tu pasaporte —intervino Lello—. Luego viste el dinero y pensaste que era la ocasión de tu vida.

—No.

—¿Y el pasaporte dónde está? —la apremió el hombre.

—Se lo ha llevado la policía —mintió Ksenia.

Pittalis y Assunta se intercambiaron una mirada. Estaban dispuestos a creerla. Lello agarró a la siberiana por el pelo y la obligó a arrodillarse.

—Antonino ha muerto, pero tú sigues siendo mía —susurró amenazador—. Ahora te quedas aquí quietecita haciendo el papel de viuda hasta que decida a quién venderte. Si no, ya sabes lo que pasará, ¿no? Llamo a Tigran Nebalzin y tu familia está jodida, acaba hecha pedazos. ¿Has entendido?

Ksenia calló. Lello la apretó más fuerte.

—¡Contesta!

Sin embargo, de su boca no salió ni un sonido. El hombre la abofeteó hasta que Assunta le dijo que parara.

—Le vas a dejar marcas en la cara.

Pittalis se alisó el pelo.

—Ya verás cómo acabarás.

La hermana de Barone dio un paso adelante y le plantó el tacón en el dorso de la mano.

—Ha sido un placer conocerte —susurró—. Ahora escúchame bien. De Antonino me encargaré yo, no hace falta que te esfuerces por hacerte la viuda inconsolable.

Ksenia siguió encerrada en su silencio hostil, pero desafió la mirada de Assunta. Su sonrisa irónica no pasó desapercibida para Pittalis, y este, no sabiendo bien cómo interpretarla, se lanzó de nuevo sobre ella repitiendo minuciosamente sus amenazas.

Al final se fueron. La siberiana se acurrucó en el sofá para calmarse. Pittalis se equivocaba. No era para nada su propiedad, y no la vendería a otro. Y ese guaperas dejaría de repetir que Tigran se encargaría de sus seres queridos. No había entendido que, una vez muerto Barone, él era el problema más urgente que resolver. Alargó la mano por debajo del sofá donde había escondido el «móvil secreto», llamó a Luz y se lo contó todo: que el dolor y la rabia le daban lucidez, como cuando en el gimnasio conseguía sacar lo mejor de sí misma para demostrar al borracho de su padre que no era, como siempre le decía,

khu’in’a, una mierda capaz solo de

lysogo v kulake gonyat’, «hacer pasar al pelado por el puño», es decir, hacerle una paja. Así le hablaba su padre. Juró a Luz que ningún hombre, nunca más, le levantaría la mano. Ningún maldito

mandavoshka, ningún parásito asqueroso le pisaría la dignidad. Ningún

byk de mierda, ni Tigran, le haría daño ni a ella ni a sus seres queridos. Había dormido durante demasiado tiempo, pero ahora estaba lista para luchar, para ganar la final olímpica, para recuperar su vida.

—¿Yo qué puedo hacer, mi amor? —preguntó Luz dulcemente.

—Quédate cerca,

moyo zolotse —rebatió decidida Ksenia.

—¿Qué significa

moyo zolotse?

—“Mi dorada”, “recubierta de oro”.

—Bonito. Dime algo más en ruso.

—Ne magu zhit’ bes tebya.

La colombiana se rio:

—Parece una blasfemia.

—Significa “No puedo vivir sin ti”.

—¿Cómo se dice «yo tampoco»?

 

 

Assunta Barone estaba destrozada por el dolor. Ir a casa de su hermano para hablar con la puta de la siberiana le había supuesto un esfuerzo enorme, pero había tenido que hacerlo, en esa rama de los negocios no bastaba con declarar el luto y bajar la persiana. Y luego también la venganza, de la que sentía una necesidad absoluta, tenía su precio. Había que investigar, descubrir. Castigar de manera ejemplar al responsable, o a los responsables, la compensaría solo en parte, porque nada ni nadie podría devolverle a Antonino, el único, verdadero amor de su vida. Bajó la ventanilla del coche y se llenó los pulmones de aire fresco.

—Según tú, ¿esa Ksenia nos está escondiendo algo?

preguntó con cierta fatiga.

Lello se lo tomó con calma. Buscó sus cigarrillos y el mechero antes de contestar. En realidad estaba reflexionando sobre el hecho de que Ksenia y Assunta se conocieran. La reacción de la chica no dejaba duda al respecto. Pittalis estaba perplejo, y se dijo que volvería a interrogar a la siberiana. Estaría obligado a hacerle daño y eso no le disgustaba. Todo lo contrario. Quería hacerlo a menudo con su mujer, pero a esa gilipollas no la podía tocar ni con una pluma. Se quejaría a su padre y sus hermanos se lo harían pagar.

—No. Es demasiado estúpida, no se entera de nada —dijo—. La conozco, se ha dejado engañar como una tonta cualquiera.

—De todas formas, comprueba que haya estado en casa de la vecina.

—Ya lo había pensado.

—Luego haz que desaparezca —ordenó Assunta—. Y rápido.

—No es tan fácil. Además, vale bastante dinero, y conviene esperar la ocasión adecuada.

—No me interesa. Después del entierro la tienes que mandar a otro lado.

—Pero de esa forma pierdo dinero.

—Acabo de perder a mi hermano y no quiero a su viuda intrigando.

—De acuerdo —se rindió él, cada vez más perplejo—. Liaré lo que quieras.

—Lello.

—¿Sí?

—¿Quién ha sido?

—No lo sé.

—¿Marani?

—No tiene cojones.

—¿Los hermanos Fattacci?

—Lo descarto.

—Pero alguien ha matado a Antonino y nos ha robado.

—La policía está convencida de que se ha tratado de un accidente. Mi contacto me ha garantizado que para ellos el caso está cerrado. Quizás ha sido realmente un accidente y el que estaba con tu hermano ha aprovechado la situación.

—Es una farsa. A mi Antonino lo han matado.

Lello Pittalis se pasó la mano por la cara. Estaba cansado y preocupado. Alguien los estaba desafiando y esto podía comprometer los negocios. No estaba de luto por Barone. Ese siempre había sido un gilipollas caprichoso y solo podía sacarle provecho a su muerte, porque el sucesor no podía ser otro que él. Sin embargo, tenía que prestar atención para que Assunta no sospechara, que en comparación con su hermano tenía un carácter distinto. Decidió secundarla.

—Tenemos que encontrarle y hacerle escupir la verdad —dijo él—. Si es una farsa, entonces tenemos que pensar que alguien de peso quiere arrebatarnos el mercado.

—¿Una banda? ¿Y quién tendría valor de hacerlo? —explotó la mujer—. Hacemos de hucha a demasiada gente importante para que alguien se atreva a desafiarnos. No, tiene que ser alguien cercano a nosotros que ha intentado dar el golpe de su vida. Antonino no hubiese recibido en su casa a uno cualquiera.

Pittalis se aclaró la garganta.

—A propósito, tendremos que volver a arrancar de nuevo y rápidamente con el negocio, si no alguien puede pensar que hemos cerrado —dijo con tono cauto—. De las actividades del barrio me puedo encargar yo. De la recogida y gestión de lo demás tendrás que ocuparte tú.

—Después del entierro —rebatió, fría—. Antonino todavía no está enterrado y tú ya piensas en ocupar su sitio.

—Te pido perdón, Assunta. No quería faltarte al respeto.

—Ahora toca guardar luto.

Pittalis se calló y se concentró en la carretera que llevaba al depósito de cadáveres. En unas horas empezaría la autopsia, y la hermana quería ver el cadáver antes de que lo violaran las herramientas del anatomopatólogo. Afortunadamente, Lello tenía su contacto

in loco. Era su especialidad conocer a las personas adecuadas en el lugar adecuado. Nunca muy arriba, pero de todas formas útiles.

Assunta intentaba prepararse para el momento en el que volvería a ver a Antonino. Sin embargo, la reacción que acababa de tener con Pittalis no solo se debía a la muerte de su hermano. Un periodo de luto era bienvenido porque retrasaba el momento en el que tendría que dar cuentas de cifras enormes que no estaban en la caja fuerte, y de las que ella desconocía el paradero. Su hermano lo llamaba «el tesoro del barón», nunca le había revelado nada simplemente porque, según él, era la única manera de recordarle que era el hombre de la familia y que él tenía que mandar.

Ahora tenía pocos días para encontrar esa montaña de dinero antes de que alguien empezara a hacer preguntas incómodas, o peor aún, a pedir efectivo.

Se preguntó también si tenía que temer algo de la siberiana, pero decidió que era demasiado estúpida e insignificante para representar un peligro. Alejarla en breve era precaución suficiente para evitar que se filtrara información sobre la vida íntima de los hermanos Barone.

Le vino a la cabeza la última vez que se había quedado abrazada a su Antonino y no consiguió controlar el dolor. Cogió el pañuelo del bolso y se dejó ir en un llanto discreto, bello le cogió el brazo.

Unos veinte minutos más tarde Assunta y Lello estaban esperando en una habitación desnuda. La luz cruel de los neones se reflejaba en las baldosas blancas. La muerte tenía que representarse en los más mínimos detalles. Llegó uno de los incluidos en el libro de deudas de Pittalis, empujando la camilla, y se fue enseguida después de haberles recordado que tenían que conformarse con unos treinta minutos.

Pittalis tendió la mano hacia la sábana.

—Vete —susurró Assunta—. Quiero estar a solas con mi Antonino.

—Claro, claro —farfulló el hombre, yendo hacia la puerta, pero sin alejarse demasiado. El dolor de los demás le fascinaba, desnudaba las fragilidades. Reestructuraba a todos. Débiles y fuertes. Y Assunta con él siempre había sido arrogante y prepotente. Se quedó espiando para verla ceder.

La mujer descubrió el rostro de su hermano. Empezó a acariciarlo, murmurando frases de amor. Le besó durante un largo rato en la boca. Parecía, es más, era, el adiós de una esposa a su amado.

De repente agarró la cadena del cuello y la observó con atención.

—Lo sabía, lo sabía —susurró.

De un tirón hizo caer al suelo la sábana y abrazó a su hermano.

—Te juro que te vengaré, Antonino, te lo juro —casi gritó—. Todos lo pagarán. Los que te han matado, los que te han traicionado, los que no te han protegido.

Un escalofrío fuerte como un latigazo recorrió la espalda de Pittalis que, profundamente turbado, se alejó por el pasillo desierto.

Al acabarse el tiempo concedido, Assunta alcanzó la salida. Lello la vio de reojo, pero no se dio la vuelta y siguió fumando mientras escrutaba la oscuridad. Pensaba conocer bien a los hermanos Barone, pero en realidad no había entendido nada. Aunque de vez en cuando Antonino, cuando estaba enfadado o alterado, soltaba esa frase sin sentido que tanto le molestaba.

«Tienes que entenderlo, a Antonino Barone, tienes que entenderlo».

Ahora sabía que Assunta era aún más peligrosa porque estaba podrida por dentro y sedienta de venganza. Tenía que prestar mucha atención y, como siempre, aprovechar lo que acababa de descubrir.

—Por suerte he podido verle antes de la autopsia, cuando todavía llevaba la cadena —dijo la mujer—. Así ahora tenemos una prueba de que todo es una farsa. Tenía razón, lo han matado.

—No te entiendo.

—La han cambiado —explicó—. No es la que le regalé yo. Y te diré algo más, seguro que ha salido de la caja fuerte. ¿Antonino no había recibido como pago unos rollos de collares de ese joyero que nos debía un montón de dinero?

—Sí, me acuerdo muy bien.

—Ya te cuento cómo fue —siguió la mujer—. Intentaron arrancarle la cadena y Antonino cayó hacia atrás intentando defenderse.

—¿Por qué hablas en plural ahora?

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