Ksenia

Ksenia


Capítulo 4

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Ksenia estaba trastornada, dolida, pero también excitada por haber hecho huir a un hombre tan malvado como Pittalis. Se sirvió dos dedos de vino y se maravilló de lo bueno que estaba. Llegó Luz jadeante, se había vestido rápidamente y armado con el spray de pimienta que siempre tenía a mano.

—Llevas la camiseta del revés —le hizo notar la siberiana en la puerta.

Luz la abrazó.

—¿El dónde está?

—Ha huido —contestó—. ¿Pero tú qué hacías desnuda?

—Estaba trabajando.

—Ya no lo necesitas, somos ricas.

—No estoy tan segura de ello. Y en este momento no puedo permitirme cerrar el negocio.

—Sí que puedes. No lo soporto.

La colombiana suspiró.

—¿Podemos hablar del asunto después de que me cuentes qué ha pasado aquí?

—Pittalis quería mi pasaporte y yo no he querido dárselo.

—¿Y ahora qué harás? Ese cabrón no desistirá tan fácilmente.

—No lo sé. De momento solo necesito descansar.

—Ven a mi casa.

—¿Con los clientes que van y vienen?

—Entonces a casa de Félix.

—No, prefiero estar aquí. Te llamo después.

Luz se fue con el rostro ceñudo, pero Ksenia necesitaba reflexionar con tranquilidad sobre lo que acababa de ocurrir. Ya no podía permitirse el lujo de sufrir las acometidas de Pittalis sin reaccionar, y había sido contagiada por la curiosidad del hombre por los asuntos privados de los hermanos Barone. Lello razonaba exclusivamente en términos de negocio y conveniencia. ¿Por qué era tan importante para él conocer los secretos más íntimos de Antonino y Assunta? ¿Y por qué Assunta había fingido no conocerla? Con Luz haría las paces después: dejarla fuera era la mejor manera de protegerla.

Se dio cuenta de que tenía hambre. Rebuscó en la nevera y se preparó un tentempié. El estómago lleno la ayudó a razonar. De repente se levantó de golpe y salió de la cocina. La chaqueta que Antonino se había quitado antes de sentarse a la mesa por última vez todavía estaba colgada en el perchero de la entrada. Rebuscó en los bolsillos para ver si estaba el juego de llaves. Además de las que abrían la puerta del edificio y la de casa, había cuatro más.

«Otras dos casas —razonó Ksenia—. Una llave es de la casa a donde me llevaba para ver a Assunta. ¿Y la otra?»

En el bolsillo interior también encontró la cartera, sacó el efectivo, eran por lo menos unos mil euros. Se precipitó a la calle y paró un taxi.

—Tengo que encontrar una calle, pero puede que tardemos un rato —explicó.

El conductor la observó a través del espejo retrovisor:

—¿Tienes dinero?

—Claro —contestó la chica, sacándolo del bolso.

—Entonces ningún problema —dijo el taxista arrancando—. ¿De momento está bien todo recto?

 

 

Tardó cuarenta y cinco minutos y noventa euros para encontrar la dirección de Parioli: calle Ettore Petrolini, una callejuela apartada al lado de un pequeño parque. Una vez reconocido el edificio, se hizo dejar a unos cincuenta metros más adelante, como había visto hacer en algunas series de televisión.

Al segundo intento acertó la llave del portal. Cogió el ascensor intentando apartar el recuerdo de cuando subía al matadero con Barone. Eran los únicos momentos en los que lo había visto sonreír saboreando lo que él y Assunta le habían preparado. El juego de llaves se le cayó causando un ruido que le pareció ensordecedor, en el silencio de aquel santuario forrado de mármol donde nunca había visto a nadie. El antiguo ascensor se detuvo en la cuarta planta con un temblor. Ksenia acompañó el cierre automático de las puertas de madera para atenuar el ruido y, llegada a la puerta blindada, metió la llave de acero mientras le temblaba la mano. Se preguntó qué haría si se encontraba a Assunta. La cerradura estaba echada con cuatro vueltas de llave, señal de que no había nadie en casa. Se quitó los zapatos y por un reflejo condicionado recorrió el pasillo en la penumbra, dirigiéndose a la habitación. Después de cinco cautelosos pasos se bloqueó. Conocía bien el matadero de los Barone y era improbable que pudiese encontrar algo más que esposas, vibradores y todos los artilugios que habían usado con ella.

Volvió atrás y después de un par de intentos vio lo que a todos los efectos parecía un estudio. Las persianas estaban bajadas. Encendió la luz, fue directo al escritorio y rebuscó en los cajones. Nada, solo facturas y papeles normales. Dirigió la mirada hacia un archivador, de los que se encuentran todavía en ciertas oficinas públicas. Las dos puertas correderas estaban cerradas con llave, pero Ksenia se acordó de haber visto dos pequeñas llaves de latón en un cajón del escritorio. Eran esas. En los cajones del archivador había de todo: fotografías de Assunta y Antonino desnudos y abrazados, otras de Assunta que penetraba con el

strap-on a chicas aún más jóvenes que Ksenia, víctimas anteriores que mostraban al objetivo de Antonino una mirada aterrorizada, resignada, alterada por el dolor, exhausta por la humillación. En algunas fotografías estaba ella también, aunque no recordaba cómo y cuándo ese cerdo de Barone las había hecho. Le costó reconocerse en esos primeros planos crueles que mostraban cardenales, tumefacciones, la máscara de ojos corrida por las lágrimas. La rabia se apoderó de su cuerpo, pero estuvo lo suficientemente lúcida para reprimir el instinto de romper las fotografías en mil pedazos. Las volvió a meter en el sobre en las que las había encontrado y siguió rebuscando. Descubrió unos DVD de los se podía imaginar fácilmente el contenido, abrió otros cajones donde guardaban tarjetas y cartas escritas a mano. Las de Assunta estaban atadas con un lazo rosa, las de Antonino con uno azul, como prueba de la locura que marcaba a aquellos dos desgraciados. Antonino tenía una caligrafía infantil y cometía errores de ortografía que hasta la siberiana hubiese evitado. La grafía de Assunta, en cambio, era oblicua, con un trazo puntiagudo y decidido y algunas consonantes difíciles de descifrar. Todas las cartas que Ksenia consiguió leer empezaban con «Hermano mío adorado, mi único amor» y con «Mi hermosa hermanita», y tenían como tema el amor indisoluble, eterno, absoluto que los unía. Antonino, también por escrito, gruñía palabras de amor y se lanzaba en absurdos revoloteos como «Siento las ganas crecer en mi interior como un lobo que huele al ciervo aunque no lo ve». La hermana, en cambio, se expresaba de manera sosa y redundante. Extrañamente, a Ksenia le recordaba las novelas rosa de las que se había alimentado durante meses hasta que Luz le abrió los ojos. Era imposible para ella asociar esas palabras a la mujer que la había mordido, arañado, lacerado. ¿Qué escribía esa maldita zorra cuando le revelaba a su hermano que estaba «sobrecargada de emociones», y lo exhortaba a tocarse pensando en ella, o cuando declaraba que de él quería «un amor implacable y exigente»? ¿Cómo podía hablar de amor? Ksenia se sentó en el suelo: un temblor incontrolable le sacudía el cuerpo. Aunque no tenía ganas de llorar. Tenía ganas de matar.

 

 

Necesitó un tiempo infinito para volver a tener el ánimo necesario para meterlo todo en la bolsa de una tienda donde probablemente Assunta compraba la carísima ropa interior que le gustaba llevar para excitar a su hermano. Metió fotografías, vídeos, cartas y salió dejando atrás para siempre la casa de los horrores.

Volvió andando y en algunos tramos se puso a correr.

Necesitaba cansarse, sentir que su cuerpo todavía estaba fuerte y vivo. Volver al piso que había compartido con Barone no fue fácil. Ya no podía tocar ni un vaso sin pensar que Antonino lo había tocado con sus labios de cerdo. Poseída por una furia incontrolable, tiró al suelo la montaña de comida guardada en la nevera, el congelador, la despensa, con la idea de recogerla en grandes bolsas y tirarla toda, pero se rindió. Abandonó las bolsas llenas de comida en medio del salón porque no aguantaba ni un minuto más en aquella prisión. Se llevó la bolsa con las fotografías, las cartas de los Barone y el móvil que había encontrado en el bolsillo interior de la chaqueta de Antonino. Lo demás lo dejó para que se pudriera y se fue corriendo a casa de Luz.

—Hoy me he portado mal. Es que esto lo tengo que resolver yo sola. ¿Me perdonas?

Luz la miró con severidad, luego la acercó hacia ella y le plantó un largo beso en los labios.

—No quiero que haya secretos entre nosotras, Ksenia, y sobre todo no quiero más tonterías como la que acabas de decirme.

La colombiana le cogió la bolsa y, en contraste con la severidad de las palabras que acababa de pronunciar, la miró de forma tan dulce que a la siberiana se le abrió el corazón.

—Ya no les tengo miedo —dijo Ksenia, tirándose en la cama—. Pero necesito esconderme aquí hasta el día del entierro de Barone.

La colombiana se tumbó a su lado.

—Puedes quedarte todo lo que quieras.

—Más tarde necesito que Félix me dé la lista de los extorsionados y ese cuaderno lleno de cifras.

—¿Para qué los necesitas? —preguntó Luz.

—Para recuperar mi vida.

 

 

En el entierro de Antonino estaban casi todos los que tenían negocios en varios niveles con los Barone: agentes inmobiliarios, directores de banco, titulares de chiringuitos en las playas de Lazio, mayoristas de fruta y verdura en el mercado de Fondi, hoteleros, dueños de restaurantes, de concesionarios de automóviles, representantes de asociaciones de vendedores ambulantes y hasta los más previsores de los gestores que él extorsionaba, listos para mostrarse disponibles como informadores al que le sucediera. Sin embargo, faltaban las dos figuras decisivas del «sistema Barone». El primero era Giorgio Manfellotti, el empresario, el profesional fiel que en unos diez años había sido capaz de transformar un montón de dinero negro que venía de la venta de cocaína, la usura y la evasión fiscal, en una próspera actividad en el campo de la construcción, el mantenimiento de las calles y las inversiones inmobiliarias. El otro gran ausente era Natale D’Auria, la estrella en ascenso de la familia que gestionaba la concesión de licencias comerciales en todo el territorio de la capital.

A pesar del luto y el tormento por el fallecimiento del hermano, las dos ausencias habían sido lo primero que Assunta notó. Los peces gordos nadan lejos de la costa y no sería fácil volverlos a pescar.

La ceremonia había sido celebrada por el cura Carmine Botta, consejero espiritual de los hermanos Barone y conocido en el ambiente eclesiástico por sus continuas mudanzas debido a relaciones pecaminosas con varias parroquianas.

Gracias a las amistades de Antonino había podido llegar a Roma desde un pueblucho remoto de Basilicata, y el prelado había devuelto el favor con una

conmovedora, homilía en memoria de un «generoso benefactor» y un hombre temeroso de Dios.

Para Assunta, cada participante en el entierro era un potencial asesino de su hermano. Para lanzarles un mensaje inequívoco, había ordenado quitar todas las coronas de flores depositadas delante del monumento fúnebre que había hecho erguir en dos noches y tres días en la Scogliera Vecchia de Pincetto, una de las zonas más prestigiosas del Cementerio del Verano. Para la estatua ecuestre, que evocaba el amor de Antonino por los caballos de carreras —de hecho, poseía dos Holsteiner y un purasangre inglés— se había dirigido a un arquitecto de renombre que en ese momento estaba intentando justificar la altura desproporcionada de la escultura con respecto a la tumba debido al breve tiempo en el que había tenido que trabajar. Assunta lo despidió rebajándole los honorarios a la mitad y volvió a concentrarse en la concurrencia que, en fila india, se presentaban delante de ella improvisando palabras de pésame. Mientras ofrecía su mejilla y apretaba manos, los examinaba uno por uno intentando captar un relámpago de culpa en los ojos, una actitud vacilante, un exceso de seguridad. Esta actividad inquisidora le costaba un esfuerzo terrible y un par de veces sus tobillos subidos en los tacones de los

zapatos negros habían cedido. Afortunadamente, el sacerdote, que no la había abandonado ni un momento, la había sostenido de inmediato.

 

 

El gigantesco Hummer de los hermanos Fattacci estaba aparcado en una de las vías de acceso al cementerio, cerca del área en la que se erigía el mausoleo de Antonino Barone. Un scooter se acercó lentamente y se paró al lado del todoterreno. La chica que lo conducía se quitó el casco. Era Mónica. Los moratones de la cara, cada vez menos evidentes, estaban escondidos por el maquillaje. Rebuscó dentro del coche para asegurarse de que

Terminator, el rottweiler, estuviera ahí. El perro empezó a ladrar amenazador. Mónica hizo una breve llamada al móvil y después de un par de minutos llegó un pequeño furgón del que bajaron dos jóvenes equipados con utensilios para perreros.

Eran dos activistas de una asociación pro animales. Mónica les había contado que los dueños explotaban a la pobre bestia para luchas clandestinas.

La chica sacó del bolso un pequeño martillo de emergencia que había cogido prestado de la empresa de transporte público de Roma y con un único golpe bien dado hizo añicos el cristal trasero. Sabía que el Hummer no tenía alarma porque los Fattacci pensaban que era inútil: ningún ser humano en su sano juicio se hubiese atrevido a robarlo.

Terminator se lanzó al ataque, pero los lazos de acero de los látigos se apretaron alrededor de su cuello y le inmovilizaron. Sacaron al perro y lo metieron en una jaula dentro del furgón, que dio marcha atrás y se fue hacia la salida del cementerio.

Terminator acabaría en un centro especializado en la recuperación de perros agresivos: un futuro pacífico y tranquilo, pero los hermanos Fattacci jamás lo descubrirían. Mónica marcó el número.

Contestó Fabrizio. Estaba en la fila junto a Graziano para darle el pésame a Assunta.

—¡Hola!

—¿Quién eres?

—Mónica, ¿te acuerdas?

—Claro que sí. ¿Te ha entrado nostalgia del pirulo de mi hermano o es que quieres probar el mío?

—No, te llamo porque quiero hablar de tambores.

—¿Tambores? ¿Estás loca?

—La mejor piel para fabricar tambores es la de perro, ¿lo sabías?

—No —contestó Fabrizio en tono menos chulesco.

—Es un procedimiento un poco largo porque la piel adecuada es la del animal que muere de hambre.

—Qué chorrada. ¿Y a mí qué me importan tus historias de tambores?

—Tiene que ver con tu hermano también, porque he decidido hacerme un tambor con

Terminator.

—¿Qué? Ni se te ocurra, puta de mierda —susurró intentando mantener bajo el tono de su voz.

—De hecho ahora el perro lo tengo yo, y está atado a una cadena corta, muy corta. Sin agua ni comida. Cuando toque el tambor pensaré en vosotros.

Mónica interrumpió la llamada y se puso el casco con una sonrisa impresa en sus labios. Estaba segura de que los Fattacci se creerían la historia de que el pobre

Terminator se estaba muriendo de inanición. Para ellos, ese perro contaba más que un familiar.

La chica tenía razón. Los dos hermanos no sabían qué hacer. Irse sin postrarse ante Assunta sería una ofensa, pero comprobar que

Terminator estuviera bien era más importante.

Fue Marani, que estaba delante de ellos en la cola, el que resolvió el asunto.

—Ni hablar —susurró.

—Os quedáis aquí y ya está. Después ya pensaréis en el perro.

Solo unos veinte minutos más tarde consiguieron besar la mano de Assunta e ir casi corriendo hacia el Hummer.

 

 

Ksenia era la última de la fila. Su elección había sido el resultado de una larga reflexión. Cuando llegó su turno, Assunta, sorprendida y aturdida por la tristeza, intentó evitar su abrazo, pero la chica era fuerte y le impidió cualquier movimiento.

—¿Has venido a decirme adiós? —dejó caer Assunta para ser desagradable hasta el final—. Ahora Pittalis te encontrará otra casita.

—No creo —le susurró la chica al oído—. No me voy a ningún lado. He llegado a un acuerdo con Lello.

—¿De qué estás hablando?

—Se lo he contado todo. Tú, Antonino y yo. Todo.

—¿Qué has hecho? —balbuceó la mujer, intentando escabullirse.

Sin embargo, Ksenia la apretó aún más fuerte. De lejos parecían dos amigas unidas por un dolor común.

—Le he vendido también la dirección de vuestro matadero.

—No te la sabes —arriesgó Assunta en tono poco convencido.

—Sí que me la sé —dijo la siberiana deletreando la calle y el número con el tono cruel de la venganza—. Y luego le he dado las llaves de Antonino.

Sintió que el cuerpo de la mujer se ponía tenso. Parecía un bloque de mármol, y solo entonces la soltó.

—No tienes ni idea de lo que has hecho.

—Te equivocas. Lello me ha dicho que ahora será él quien mandará.

Se alejó sintiendo la mirada de odio de la mujer que la atravesaba, mientras iba hacia Pittalis.

Ksenia le cogió del brazo y le obligó a caminar a su lado con el propósito de alejarle de Assunta.

—Tienes valor, hija de puta —comentó casi admirado.

—Quiero proponerte un negocio —dijo la chica.

—¿Cuál sería?

Ksenia sacó dos llaves de su bolsillo.

—Abren el nido de amor de Assunta y Antonino. También sé la dirección. ¿Te interesa?

—¿Qué quieres a cambio?

—Tigran y tú lejos de mi vida.

—Pides mucho.

—No tienes ni idea de lo que hay en ese piso —contestó—. Podrías tener a Assunta comiendo de tu mano.

—¿Ella qué sabe?

—Nada.

—¿Y de qué estabais hablando entonces?

—Le he pedido que me deje vivir en el piso de Antonino y ella me ha dicho que me has encontrado otro hombre.

—No es así, pero estoy en ello.

Ksenia miró hacia Assunta para cerciorarse de que los estuviera observando. Sonrió a Pittalis:

—Me he vuelto lista, Lello. Sé bien que hay otras personas interesadas en conocer ciertos detalles íntimos de los Barone.

Sí, la chica era menos tonta de lo que le había hecho creer. Pero no tanto.

—De acuerdo —dijo el hombre, degustando ya el momento en el que le revelaría que nunca tuvo intención de respetar el pacto.

Las llaves cambiaron de mano y Ksenia le susurró la dirección besándole en las mejillas, convencida de que Assunta los estaba mirando.

—Una última cosa —dijo Ksenia, sonriéndole—. Intenta ponerme las manos encima de nuevo y el próximo entierro será el tuyo.

El hombre hizo una reverencia irónica y se escabulló, repartiendo saludos y apretones de manos.

Assunta tuvo la tentación de llamarle con el móvil que tenía en la mano, pero ya era demasiado tarde. Lello sabía demasiado y no había forma de arreglar el asunto. Suspiró y alcanzó la tumba donde los sepultureros la esperaban para sellar la lápida.

Hubiese querido decirle adiós a su hermano de forma distinta, pero su mente estaba revuelta. Tanto ella como Antonino habían cometido demasiados errores y habían subestimado a la siberiana. Las otras nunca habían sido un problema. Su hermano y ella las habían utilizado a su antojo y luego las habían devuelto a Pittalis. La idea de la boda había sido suya. Antonino no estaba convencido, pero ella pensaba que sin una mujer en casa la gente pensaría algo malo.

Esto y la siberiana eran otros dos problemas urgentes que se añadían al problema, de momento insoluble, del tesoro de Antonino. Assunta sintió que iba a desmayarse y lo tomó como una bendición.

 

 

Mientras tanto los hermanos Fattacci habían llegado al Hummer y habían podido darse cuenta de que su querido rottweiler sí que había sido raptado por Mónica.

—Le voy a dejar el agujero del culo como una autopista, se lo voy a reventar, ¡joder! Y luego la mato con mis manos —juró Fabrizio.

—¡No! Que se la coma el perro —rebatió Graziano—. Así se le pasa el hambre.

—¡Eso, eso!

—Ahora a ver si la encontramos.

—Don Mario la contrató, debe de tener su dirección.

El ex dueño del bar acababa de volver de las exequias del hombre que se había adueñado de todo lo que tenía y todavía no se había cambiado el traje oscuro de las grandes ocasiones, cuando los Fattacci irrumpieron en el local y le preguntaron todo lo que sabía sobre Mónica.

—Trabajaba en negro —se justificó el hombre, sacando un papelito de un cajón—. El apellido me lo dijo, pero no me acuerdo. Solo tengo un número de móvil y una dirección.

Una voz grabada anunció que el móvil ya no estaba activo. Los hermanos volvieron a subirse al todoterreno y, exaltándose recíprocamente con patadas en el salpicadero, puñetazos en el volante y cabezazos contra la ventanilla, llegaron en cuarenta minutos al número del domicilio indicado por la chica, pero descubrieron que la muy zorra se había burlado de ellos de nuevo, ya que correspondía a una tienda de artículos sanitarios.

A pesar de que estaban llenos de rabia, Fabrizio y Graziano no se rindieron y dieron una vuelta por las tiendas y los portales de los edificios cercanos en busca de noticias, pero nadie había visto nunca a una chica con las orejas de soplillo que se llamaba Mónica.

—¿Y ahora cómo encontramos a

Terminator? —preguntó Fabrizio.

Los dos hermanos, desconsolados, lloraron durante un largo rato, abrazados.

No se imaginaban que la secuestradora del perro en ese preciso instante estaba alquilando un pequeño piso amueblado en la última planta de un edificio que ofrecía una buena vista del Bar Desiré. Hacía tiempo que lo había visto y sabía que no estaba alquilado porque era muy caro para la zona. Ella misma había aconsejado a la propietaria, clienta asidua de las tragaperras trucadas, aguantar y esperar a clientes de cierto nivel.

Mónica era muy distinta de cómo se había dado a conocer en el barrio. Traje, zapatos de tacón, gafas graduadas falsas, maquillaje marcado, pelo largo suelto que escondía bien las orejas de soplillo. Nadie la reconocería, había pasado tranquilamente delante del bar donde había trabajado, desafiando la mirada de varias personas a las que había atendido.

El nombre tampoco era el mismo. En los documentos que había entregado para registrar el contrato, resultaba que se llamaba Sara Safka, de veintinueve años, arquitecta.

Había llegado con un equipaje ligero. Una maleta trolley llena de ropa y un telescopio con trípode que había montado en el balcón. Apuntaba a la entrada del bar. Enfocó las lentes y la primera imagen nítida fue la de Sereno Marani.

—La pasta de siempre, aceite y limón —se rio la chica, imitando el tono apático del recaudador.

Sin embargo, «Sara» no tenía ganas de divertirse. Quizás un día lo haría. Cuando ajustara las cuentas de una vez y toda la verdad saliera a la luz.

Media hora más tarde vio llegar a los hermanos Fattacci deprimidos y nerviosos, y a Assunta vestida de luto, que bajó de un Mercedes negro con chófer.

—Mira quién ha llegado —exclamó sorprendida—. La hermanita ha venido para tomar el mando y ni se ha cambiado de ropa.

La llegada de Assunta era un viraje importante. Cuando su hermano estaba vivo, raramente se dejaba ver por el barrio, y alguien sostenía incluso que entre los dos no corría buena sangre.

La chica se preparó deprisa y corriendo y bajó a la calle.

Era el momento de empezar a seguir de cerca las actividades de la banda Barone.

 

 

—No tenía que haber venido hoy, doña Assunta —dijo Marani—. Mañana volveremos a hacer la ronda.

Con un gesto molesto la mujer le mandó callar. Se bebió el café que había pedido y salió fuera a fumar. Observó durante algunos minutos a los transeúntes pensando que ese día era el peor de su vida. No solo había enterrado a su hermano, sino que Pittalis, gracias a las llaves que le había dado la siberiana, había sustraído todos los recuerdos más preciados de su historia de amor con Antonino. Después del entierro, había ido corriendo al piso de la calle Petrolini, pero Lello acababa de irse hacía poco. En el aire todavía estaba su perfume de marca. Ahora intentaría chantajearla. No tenía las más mínima duda.

—Ven aquí —dijo a Marani—. ¿Se puede confiar en los Fattacci?

—Son criaturas de Antonino. Él confiaba ciegamente en ellos.

—Te lo he preguntado a ti.

—Sí, yo también me fío.

—Pittalis es el traidor —dijo Assunta a quemarropa—. Él ha matado a Antonino y vaciado la caja fuerte.

—¡Lello! No me lo puedo creer.

—¿Quieres decir que estoy mintiendo?

—¡Claro que no! No me atrevería —se precipitó a puntualizar Marani—. Ha sido la sorpresa la que me ha hecho hablar sin venir al caso.

—Lo quiero muerto, ya.

—Quizás es mejor llevarle a un lugar tranquilo y hacerlo hablar —propuso Sereno—. Así nos contará dónde ha escondido lo que ha robado.

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