Ksenia

Ksenia


Capítulo 4

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Lo único que Assunta Barone no se podía permitir era el interrogatorio de Pittalis.

—No. «Ya» quiere decir que los hermanitos le den caza y lo eliminen nada más encontrarlo. Por la calle, en el bar, no importa dónde.

El recaudador no entendía por qué tantas prisas, y estaba incómodo.

—Las ejecuciones siempre llaman la atención de los policías y de la prensa —dijo—. Lello tenía relación con Antonino, frecuentaba el barrio... Veo difícil volver a la recaudación con todos esos ojos encima.

Marani tenía razón. Assunta se dio cuenta de que la situación se le estaba escapando de las manos. No estaba lúcida. Solo estaba desesperada.

—¿Qué propones?

—Darle cita en un lugar tranquilo con una fosa ya excavada —contestó con seguridad—. Lello muere y desaparece. Y nosotros difundimos el rumor de que ha vuelto a Siberia.

La mujer reflexionó sobre el plan y a su vez elaboró otro. Le agradecía de verdad al recaudador haberla ayudado para salir de ese estado de confusión que podía arrastrarla a los infiernos. Sin embargo, acababa de enterrar al único hombre de su vida y el dolor era insoportable.

—Me parece perfecto —se congratuló Assunta—. Pero nos encargaremos tú y yo.

—¿Yo? —preguntó Marani, atónito y asustado—. Nunca he hecho esas cosas, siempre me he ocupado de las cuentas. Y además tengo sesenta años.

—¿Y no crees que ha llegado el momento de tener una posición de respeto? ¿De ser alguien que manda y decide, por fin?

—Me gustaría y sería justo también. Pero dispararle a un cristiano... No sé si sería capaz.

Pero Assunta ya lo había decidido, y jugó sucio.

—Estás fuera, Sereno —anunció fría como el hielo—. Ya no trabajas con nosotros. Antonino se había equivocado, no vales una mierda.

El recaudador sintió una punzada en el pecho y por un momento temió palmarla.

—Doña Assunta, por favor, siempre he sido fiel...

—Y si te dejas ver por aquí —siguió la mujer—, suelto a los hermanitos.

—De acuerdo —la interrumpió—. Lo haré.

Assunta le cogió la cabeza con una mano. Marani reconoció un gesto habitual de Antonino. Un gesto molesto.

—Bien. Has tomado la decisión correcta. Y te puedo asegurar que, a diferencia de mi hermano, yo soy muy generosa.

Marani hubiese querido decir algo, pero estaba confundido y no lo consiguió. Antonino era como era, pero las pocas veces que había tenido que matar a alguien había utilizado a los Fattacci, ya que era lo único que sabían hacer. Y además, para ser sinceros, lo sentía por Lello: en el fondo era buena gente. Pero que le sacaran de la banda Barone significaba estar exiliado, y él había arruinado a demasiada gente para permitirse el lujo de quedarse con la espalda descubierta. Matar a Pittalis, al fin y al cabo, era un buen negocio.

—Los hermanitos no se quedarán de brazos cruzados — anunció Assunta con una sonrisa cruel—. Se ocuparán de la siberiana.

Sereno se quedó estupefacto.

—¿Ella también?

—Son cómplices —explicó—. Lo ha hecho entrar en el juego y luego han montado toda la farsa. ¿No has visto cómo se han despedido «afectuosamente» en el cementerio?

El recaudador revivió la escena. Pittalis y Ksenia cogidos del brazo, luego los besos en las mejillas. En aquel momento no se había dado cuenta, pero efectivamente la cosa olía mal.

—Esos sinvergüenzas —estalló—. Con el pobre Antonino acabado de enterrar hay que tener cara dura.

—Da la orden —dijo la mujer.

—¿Lo hago yo?

—¿Eres o no eres el nuevo jefe?

Marani se encogió de hombros y se dirigió hacia los Fattacci. Confabularon durante algunos minutos. Mientras tanto Assunta mandó a casa al conductor y volvió al bar para tomarse un aperitivo.

—¿Qué te ha pasado en la nariz? —le preguntó a don Mario.

—Una loca que trabajaba aquí me golpeó de repente — explicó él—. La que ha raptado al perro de los hermanos.

La mujer asintió fingiendo estar al tanto de la historia. Si los dos hombres que tenían que aterrorizar al barrio solo con su presencia se dejaban robar el rottweiler —reflexionó, sorbiendo su café americano—, estábamos apañados.

Salió y pidió explicaciones. Fabrizio se puso colorado hasta las orejas y Graziano masculló una reconstrucción de los hechos bastante acorde con la realidad.

—¿Y no os pareció raro que una camarera cualquiera se molestase en dar una dirección falsa? —preguntó Assunta. Luego se dirigió a Marani—. ¿Tú qué dices?

El recaudador alargó los brazos.

—Quizás tenía líos en la familia y no quería que se supiera dónde trabajaba. Yo no me preocuparía.

—Pero dijo que ajustaría cuentas y al cabo de unos días coge al perro —dijo Assunta a los hermanos—. Esa chica tiene coraje y vosotros ni sabéis quién es en realidad. Os aconsejo que prestéis atención.

—Pero si es una desgraciada sin historia —se rio Fabrizio.

—Nunca subestiméis a una mujer que jura vengarse, estúpido.

Los Fattacci asintieron solemnemente, pero en realidad estaban convencidos de todo lo contrario. Si hubiesen sabido que el objeto de sus conversaciones los estaba observando desde el interior de un elegante coche verde petróleo, quizás habrían evaluado las cosas de otra forma.

La joven mujer que habían conocido como Mónica estaba esperando a que la situación evolucionara y no sabía si dedicar su tiempo a los Fattacci o a Assunta. El instinto fuertemente condicionado por el deseo de venganza se inclinaba por los primeros, la razón sugería seguir a la hermana de Antonino Barone, que evidentemente había asumido el papel de jefa.

Después de una breve llamada, Assunta subió al coche de Sereno Marani mientras Fabrizio y Graziano iban andando. Sara bajó del vehículo y empezó a seguirles. Seguramente era la elección menos oportuna, pero esos dos violaban a mujeres y había que pararlos y castigarlos lo antes posible. Había aprendido a dejar a un lado los sentimientos y a concentrarse solo en las acciones útiles para su estrategia. La violación había sido una experiencia terrible, pero ella había decidido considerarlo algo que pasa. No se podía permitir ceder y en el pasado había sufridos cosas peores; además, ajustar cuentas, defendiendo a otras mujeres, le haría bien.

 

 

Lello Pittalis estaba fuera de sí. Se había precipitado al piso de Parioli y no había encontrado nada, aparte de unas pollas de goma y otros juguetes sexuales poco convencionales, término que usaba su mujer cuando a él se le ocurría alguna fantasía y ella puntualmente lo devolvía a sus putas del Este.

La siberiana le había tomado el pelo una vez más: Lello se juró a sí mismo que la vendería a un tío del norte de Italia que tenía una granja de vacas y al que las chicas le duraban un promedio de un año, porque las mataba a base de trabajo, palizas y sexo. Era tacaño y le interesaban más fuertes que guapas. Esta vez haría un buen negocio.

En cualquier caso, no todo estaba perdido. En el fondo su plan era sencillo: quería llegar a ser el hombre de Assunta y quedarse en lo más alto. Que hubiese follado con su hermano no le importaba demasiado, ya se había acabado y no había otros.

Ella no podía rechazarlo. En aquel ambiente la confianza era fundamental y el incesto estaba considerado inaceptable, porque no decía mucho a favor de la estabilidad mental necesaria para gestionar el dinero de los demás.

Por eso, cuando recibió la llamada de Assunta con la propuesta de un encuentro, aceptó tranquilamente. Tampoco se hizo muchas preguntas sobre el lugar, una obra en construcción en Bufalotta. Al principio le había parecido raro, pero la explicación de Assunta le había parecido persuasiva: se encontraba en esa zona para cerrar un negocio urgente. Y él también tenía prisa por verla.

—Quiero ver qué sabes exactamente —había dicho la mujer.

—Creo que todo, pero no tengo malas intenciones.

—Entonces será más sencillo.

—Assunta.

—¿Sí?

—Quisiera que los dos llegáramos a la cita con una fuerte actitud constructiva. No solo por lo que se refiere a los negocios, sino también en el ámbito personal. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Claro —lo había tranquilizado ella—. Tengo ganas de verte.

 

 

—Trescientos cuarenta y ocho... cuarenta y ocho quinientos... cuarenta y nueve quinientos. Trescientos cincuenta mil. ¡Trescientos cincuenta mil euros! —exclamó Ksenia, dirigiéndose hacia Luz.

Estaban agachadas la una frente a la otra a la luz de una bombilla desnuda que colgaba del techo del sótano. Después del entierro, la siberiana se había precipitado a casa de su pareja y básicamente la había obligado a pedir las llaves del sótano a Félix. El viejo cubano había opuesto una incansable resistencia y se había convencido solo cuando las chicas le habían prometido que no tocarían el tesoro de Barone. Luego, después de haber entregado las llaves a Luz, se había encerrado en su habitación refunfuñando que la mujer es incapaz de saber qué es la amistad porque solo conoce el amor. Acababa de terminar de leer

Así habló Zaratustra y quizás había quedado demasiado sugestionado. Las dos jóvenes mujeres ni le habían escuchado. Habían bajado corriendo las escaleras y ahora estaban sentadas en el suelo con toda aquella montaña de dinero.

—Yo tengo otros setenta mil de ahorros —dijo Luz.

—Esos no se tocan, son para Lourdes —rebatió Ksenia de forma categórica. Luego susurró entre sí:

—Trescientos cincuenta mil. Si los dividimos entre tres son poco más de ciento quince cada una. Pocos para cambiar de vida, pero más que suficientes para entrar en sociedad con Eva, si los mantenemos juntos.

—¿Así que nos quedamos en el barrio?

—¿Por qué no? Te lo he dicho, ya no nos molestarán.

—Félix dice que tenemos que ser prudentes, esperar.

—Félix es guay, es el único hombre al que no quisiera bajo tierra. Pero es viejo. El futuro que imagina, que desea, es un atardecer bonito. En cambio, nosotras empezamos a vivir ahora. ¿Te lo puedes creer? Tendremos un piso para nosotras, empezaremos un trabajo honrado, sin hombres de mierda que nos digan lo que tenemos o no tenemos que hacer. Piensa en Lourdes. Podrás sacarla de ese internado, acompañarla al colegio cada mañana.

—Placerla dormir con nosotras en la cama.

—Llevarla al parque y luego al cine a ver una película de dibujos.

—Verla crecer, día tras día —añadió Luz en tono soñador—. Sería bonito, pero...

—¿Pero qué?

—Tengo miedo. Miedo a perderlo todo. Con esta profesión he podido mandarla al colegio, hacerla crecer lejos de todo este asco.— Ksenia sacó de su bolsillo trasero de los tejanos una fotografía doblada en dos. Se la dio a su pareja, evitando mirarla a los ojos.

Luz la miró fijamente. Retrataba a Barone llevando a Ksenia de una correa. La colombiana apartó la mirada.

—Fue el miedo lo que me redujo a ese estado —dijo Ksenia en un susurro rabioso.

Luz se mordió el labio inferior para frenar la conmoción.

La siberiana la miró fijamente a los ojos con una determinación que Luz nunca le había visto.

—Yo seguiré adelante de todas formas, incluso sola. Pero quisiera de verdad que estuvieras conmigo.

Luz le apretó fuerte las manos y asintió sin poder aguantar las lágrimas.

 

 

Ksenia y Luz salieron del portal poco después charlando sin parar, y se encaminaron hacia la casa de Eva. Demasiado ocupadas en planear su futuro, no se dieron cuenta de que a unos cincuenta metros detrás de ellas estaban los hermanos Fattacci, siguiéndolas. Sara, que a su vez seguía a Fabrizio y Graziano, encontró el asunto intrigante. ¿Por qué el brazo violento de la banda Barone tenía interés en saber qué hacía la viuda de Antonino en compañía de una honrada profesional? Por experiencia sabía que la entrada en escena de los Fattacci no traería nada bueno, y decidió que se convertiría en el ángel de la guarda de las dos mujeres.

Algunos minutos después, la siberiana y la colombiana se metieron en un edificio. Los dos hermanos se sentaron en un muro, resignados a esperar. No fueron a comprobar los nombres en los interfonos y Sara se convenció de que ya conocían la identidad de la persona que había recibido la visita de la viuda y su amiga.

Ella, en cambio, lo ignoraba totalmente. Cogió el móvil y marcó el número de Graziano.

—Hola.

—Hola, soy Mónica.

—Zorra asquerosa, ¿dónde está el perro? ¿Qué le estás haciendo?

—Lo he puesto a régimen, como te he dicho. Ya ha perdido dos kilos.

—Te estamos buscando y te encontraremos —ladró Graziano, con la voz rota—. Más te vale devolvernos al perro y cerramos el tema.

—Lo que podéis cerrar es vuestra polla, porque la metéis donde no podéis.

—Vale, hazte la dura, total, te vamos a pillar un día u otro.

—¿Y dónde?

—¿Cómo que dónde?

—Nunca habéis salido de Roma y yo ahora estoy lejos.

—Conocemos a gente en todas partes. Nos basta con chasquear los dedos.

—Claro, seguro. Adiós, guapo, recuerdos al tonto de tu hermano.

Sara concluyó la conversación y disfrutó de lejos de la escena histérica de Graziano que daba patadas a la puerta de un coche aparcado, mientras el hermano intentaba aplacar. Se habían hecho notar y tuvieron que dejar el seguimiento, demostrando escasa actitud profesional.

Sara comprobó los nombres en los interfonos y fue una sorpresa descubrir que en ese edificio vivía el matrimonio D’Angelo-Russo, que llevaba la perfumería. La habían violado por haber intentado avisar al marido de que las máquinas estaban trucadas. Luego el gilipollas se había pirado para no enfrentarse a Barone y había dejado a su mujer hasta arriba de mierda. ¿Pero qué hacían la viuda del usurero y la colombiana en casa de Eva? ¿Una simple visita de cortesía? La presencia de los Fattacci sugería otra cosa. No había dudas: el asunto era muy interesante.

 

 

Eva tenía los ojos hinchados por el llanto. Llevaba una bata con un buen corte, pero estaba tan abatida que le quedaba caída de hombros. Parecía envejecida. Había hecho acomodar a Ksenia y Luz en el salón sin ofrecerles nada y sin ni siquiera preguntarles el motivo de su visita improvisa.

—Hoy ha vuelto la madre de Sonia, la dependienta que se ha fugado con Renzo, mi marido —empezó a contar—. Está desesperada, pobrecita, quiere que la ayude a convencer a la chica para que vuelva a casa, ¿pero qué puedo hacer yo? Estoy sola aquí, con la tienda, en esta casa vacía...

—¿Tu marido ha dado señales de vida? —preguntó Luz.

—¡Claro! Ha llamado para saber si era verdad que Barone ha muerto. Me ha preguntado si la situación estaba más calmada.

—¿Y tú qué le has contestado?

—Que estaba todo bien, que le perdonaba. Le he rogado que volviese y él me ha dicho que solo quería saber de las deudas, y que no piensa volver —Eva se tapó la cara con las manos y se echó a llorar—. Qué vergüenza, cómo me he humillado... Ni me ha preguntado qué tal estaba.

Luz se levantó del sofá y la abrazó.

—Ya verás como todo irá a mejor, Ksenia tiene algo que decirte. En mi nombre también.

—Hemos decidido aceptar tu propuesta para ser socias de la perfumería.

El rostro de Eva se iluminó.

—¿Así que ya no corres peligro? —preguntó a la siberiana.

—No —contestó con decisión la chica—. Vuelvo a ser dueña de mi vida.

—Yo también —intervino Luz—. Dejo mi profesión.

Una hora más tarde Ksenia y Luz volvieron a casa cogidas de la mano. Sara las acompañó vigilando discretamente su seguridad. Enseguida entendió que estaban juntas, y a pesar de que era irremediablemente heterosexual, las envidió por la intensidad del sentimiento que compartían.

 

 

Al otro lado de la ciudad, otra mujer, cuyo destino por distintas razones se entrelazaba con el de Ksenia, Luz, Eva y Sara, no pensaba para nada en el amor, mientras observaba al fiel Marani que excavaba una fosa a la luz de los faros del coche.

—Me parece suficientemente profunda —dijo el hombre jadeando.

—Excava, Sereno, excava —rebatió Assunta—. No querrás que un día salga a flote un hombre que todos creían perdido por la estepa siberiana.

—Pero si aquí construirán un edificio de diez plantas, tirarán cemento. ¿Quién quiere que lo encuentre? —protestó el hombre.

—¿No serás que ya estás mayor, Sereno? —le provocó Assunta.

—¿En qué sentido?

—Te quejas demasiado para tener un espíritu adecuado para mandar y tener responsabilidades.

—Se equivoca, doña Assunta, soy más listo y rápido que alguien de treinta años.

—Entonces excava.

Marani tuvo un ataque de nostalgia de Antonino. Eran cada vez más frecuentes. Pensó que en esa fosa cabrían tranquilamente dos. Y fue en ese momento que entendió lo que pasaba por la cabeza de Assunta. Qué estúpido había sido al entregarle la pistola que habían cogido por el camino. Formaba parte del pequeño arsenal de la banda, escondido en la trastienda de un mecánico de bicicletas arruinado por el juego. Levantó la cabeza de golpe y vio el cañón de la pistola apuntando a su cabeza.

—Cuando piensas con tu cerebro haces tanto ruido que se oye hasta aquí arriba —se rio la mujer.

—¿Me quieres matar? —balbuceó él.

—No —contestó Assunta—. Pero ahora estás en la mejor posición para contestar a una pregunta concreta: ¿tienes algo que ver con la muerte de Antonino?

—No —dijo Sereno con una vocecita estridente—. Estaba fuera recaudando y acabé tarde. Hay un montón de personas que pueden dar fe de ello. ¿Y además no fue Pittalis el que jodió a Antonino?

—Claro. Pero quizás no estaba solo.

—Yo no tengo nada que ver, doña Assunta.

Ella bajó la pistola.

—Lo sé. Pero no fuiste capaz de proteger a mi Antonino.

—¿Y quién se imaginaba algo parecido? Su hermano era el dueño del barrio, todos le tenían miedo.

—Y a partir de mañana los Barone volverán a reinar.

El temblor de las manos y las piernas era evidente y el hombre fue obligado a sentarse en el borde de la fosa para recuperar el aliento, mientras que Assunta fumaba mirando fijamente la oscuridad.

 

 

Pittalis llegó puntual. Las luces largas de su coche iluminaron a la futura amante en compañía de Marani. Lello, receloso, detuvo el coche a unos cincuenta metros, apagó las luces y bajó.

—¿Por qué has venido con Sereno? —gritó.

—Una simple precaución —rebatió Assunta—. Después de la muerte de Antonino me cuesta confiar en ti.

—No podemos discutir ciertos temas delante de él.

—Tienes razón. Ven aquí, déjate cachear y él se alejará. No oirá ni una palabra.

Pittalis era un hombre listo y prudente, cualidades que le habían permitido traficar con mafias despiadadas como la siberiana. En otro contexto se hubiese pirado, pero enfrente tenía a dos personas de las que no podía temer nada: una mujer y Marani, que no era para nada un hombre de acción. Disipó sus dudas y sospechas y volvió a subirse al coche para llegar hasta ellos.

—Perdona, Lello, ten paciencia —masculló Sereno, incómodo mientras le cacheaba.

—Ningún problema, ahora lo aclararemos todo.

—Está bien —anunció Marani.

En la mano de la mujer se materializó una pistola. Pittalis tuvo que apretar los ojos para verla bien a la luz de los faros.

—Salta dentro de la fosa —ordenó Assunta.

—¿Estás de broma?

Marani empezó a empujarle con fuerza.

—¡Judas! —gritó Lello.

—No me obligues a disparar —susurró la mujer, apretándole el cañón contra la mejilla.

Pittalis obedeció. Todavía estaba convencido de poder resolver la situación.

—Hablemos, Assunta, y te convencerás de que soy tu mejor amigo y aliado.

—De acuerdo —consintió—. Aléjate, Sereno, me encargo yo.

El recaudador obedeció y desapareció en la oscuridad.

—A mí no me importa nada de lo que hacías con tu hermano, eran asuntos vuestros —empezó Pittalis, intentando mantener un tono de voz sosegado—. Yo quiero ocupar el lugar de Antonino en tu vida. Necesitas a un hombre que cuide de ti.

La mujer puso su dedo índice en el gatillo. Tenía ganas de disparar.

—Nunca nadie podrá ocupar el lugar de mi Antonino —susurró con rabia.

—De acuerdo, no he dicho nada —rectificó rápidamente el hombre—. No le contaré a nadie lo que sé. Seré tu servidor más fiel, te haré ganar montañas de dinero.

Assunta estaba cansada de escuchar aquella sarta de gilipolleces.

—Devuélveme lo que te has llevado y seré clemente.

—Y o no me he llevado nada.

—Los recuerdos de Antonino y míos. Los que estaban en el piso de Parioli.

—No había nada. He mirado en todas partes.

—¿Por qué eres tan tonto, Lello? Así no me dejas opción.

El hombre se arrodilló.

—Te lo juro, Assunta. La siberiana me ha dado las llaves después del entierro y he ido corriendo al piso, pero solo he encontrado una polla de goma.

Pittalis siguió balbuceando, pero la mujer había dejado de escucharle. El detalle del momento en el que las llaves habían cambiado de manos le había hecho entender que aquella putilla los había engañado a los dos.

Todo lo que confirmaba su historia de amor con Antonino ahora estaba en manos de Ksenia, y el motivo era claro. La chica que ella había usado a su gusto pensaba que estaba segura, convencida de poder chantajearla. Pero ella no hubiese soportado nunca vivir sin los recuerdos que la ataban a Antonino, y pondría a hierro y fuego la ciudad entera para volver a tenerlos. Sobre todo, Ksenia no había entendido que ella no podía dejar con vida a cualquiera que conociera aquel secreto. Y que matarla le procuraría un placer infinito.

—Sereno —gritó la mujer.

El recaudador llegó. Respetando las órdenes, se había alejado lo suficiente para no oír ni una palabra. Tenía la intención de vivir muchos años.

Assunta le entregó la pistola.

—Mátalo.

—No, Sereno, ¿qué haces? —suplicó Pittalis, empezando a lloriquear como las numerosas jóvenes a las que había engañado, pegado y violado.

La mano de Marani no era muy firme, pero por la distancia no podía fallar.

—Lo siento, Lello, pero tengo que hacerlo —balbuceó—. ¿Quieres rezar antes?

—¡Dispara! —ordenó Assunta Barone.

Y finalmente el recaudador se decidió a apretar el gatillo. Una, dos, tres veces. Pittalis cayó, con las piernas dobladas por debajo del cuerpo.

La mujer se lanzó contra Marani, obligándole a recobrarse de la furia de los disparos.

—¡Gilipollas! —le insultó—. ¡Ese cabrón ha matado a mi hermano, nos ha robado un

montón de dinero y tú le preguntas si quiere rezar!

—Se lo dije, doña Assunta, yo no soy capaz de matar.

—Y, en cambio, al final, también te has manchado las manos de sangre.

—Tranquila, nunca lo olvidaré.

—Tengo nuevas órdenes para la siberiana —anunció la mujer—. Diles a los Fattacci que quiero saberlo todo sobre ella. Qué hace, a quién ve. Y luego que encuentren un lugar seguro y tranquilo donde podamos tenerla unos días.

—Lo haré.

—Bien. Ahora tapa la fosa y luego deja su coche abandonado en el parking del aeropuerto de Fiumicino. El tuyo te lo devolveré mañana.

Sereno cogió la pala y empezó a echar tierra sobre el cadáver de Pittalis. Cuando Assunta se fue, se echó a llorar.

 

 

Assunta Barone se duchó, se secó y cepilló su larga melena. La situación se estaba precipitando. Ocuparse de Pittalis y de la siberiana era un desgaste de energías que no podía permitirse, pero no había tenido opción. La rabia, el dolor y el odio le impedían razonar con lucidez y se dio cuenta de que actuaba por instinto, sin un plan establecido.

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