Ksenia

Ksenia


Capítulo 5

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l día siguiente, mientras Luz iba a ver a su Lourdes al internado, Ksenia fue a hacerles una visita a Félix y Angelica. Sentía mucho haber sido arrogante e ingrata, sobre todo hacia el enfermero cubano, que le había demostrado comprensión y amistad. Sentía la necesidad de pedirle disculpas.

Félix le sonrió y le pidió que buscara los medicamentos de Angelica. Mientras iba rápidamente hacia la farmacia, Ksenia vio a la

Vispa Teresa y como siempre un escalofrío de repulsión recorrió su cuerpo; era algo atávico, ancestral, que la obligó a cambiar a la acera de enfrente. La indigente parecía decidida a rebuscar en un contenedor en el que estaba posada una gaviota enorme. Agitó los brazos para echarla y levantó la tapa. El ave lo tomó como una invasión de su isla de basura y se puso a revolotear chillando como una loca. Teresa la ignoró, probablemente porque estaba un poco sorda, y metió la cabeza y el busto en el contenedor para rebuscar por dentro. El pájaro se lanzó de golpe y empezó a golpearla repetidamente. La vieja gritaba por el dolor, la gaviota por la rabia, mientras ahondaba su pico afilado como una cuchilla. Teresa levantó los brazos para protegerse la cabeza. Algún transeúnte se paró, mirando la escena horrorizado y espantado por la agresividad de la gaviota. Finalmente el charcutero de la esquina salió de su tienda con una escoba, y moviéndola en círculos, golpeó de lleno al pájaro. Los ayudantes se unieron a su jefe y con escobas y bastones improvisados consiguieron abatir a la bestia y rematarla. El rostro de la indigente era una máscara de sangre. El abrigo estaba roto en varios puntos. La mujer vaciló, aturdida por ese ataque que había durado pocos segundos. Alguien se precipitó a socorrerla. Ksenia se había quedado inmóvil en el lado opuesto de la calle, incapaz de acercarse o alejarse. Aquella escena tan absurda y violenta la perturbó como si fuese una señal dirigida a ella misma y disolviese la determinación que había mostrado con Luz.

Se preguntó si se estaba equivocando en todo y su pesadilla todavía no había terminado. Por la agitación, se alejó con la cabeza agachada mientras una ambulancia llegaba con las sirenas encendidas.

 

 

En el Bar Desiré, Sereno Marani, después de haber dado la noticia de que Pittalis se había ido a Siberia, transmitió las órdenes de doña Assunta a los hermanos Fattacci.

—Vaya coñazo lo de hacerle de niñera a la siberiana —se quejó Graziano.

—No nos deja tiempo para buscar al perro —intervino Fabrizio.

Sereno suspiró.

—Os tenéis que resignar, esa os ha jodido. Compraros otro perro.

Los ojos de Graziano se humedecieron.

—Pero qué dices —dijo, con la voz a punto de romperse—.

Terminator es como un hermano, no habrá otro como él. Sospecho que esa zorra lo esté dejando morirse de hambre. No me lo puedo ni imaginar, me paso las noches despierto como un imbécil.

—Y además es parte de la banda —añadió Fabrizio—. Tendríamos que tener permiso para buscarle: es como si nos hubiesen raptado a uno de nosotros.

El recaudador fingió no comprenderles. En realidad estaba contento de no tener a aquel perro peligroso olisqueándole las pelotas. Le provocaba ansiedad. Siempre le miraba como si estuviera a punto de morderle. Pero conocía a los hermanos Fattacci y sabía que a ellos también había que lanzarles algún hueso, si no, trabajaban mal y daban problemas.

—La culpa es de don Mario —dijo—. Era él quien tenía que haber comprobado los datos de Mónica. Si lo hubiese hecho, ahora

Terminator ya estaría de vuelta en casa. Tenéis que decirle que es él quien tiene que encargarse de encontrar a la chica, y que de todas formas nos debe una compensación.

—Pero si es un desgraciado.

—No es verdad. La hija está casada con uno de Frascati que tiene una frutería y un buen pedazo de tierra. Empezad a presionarle y veréis como al final el dinero llega.

Los hermanos asintieron entusiasmados. Pero antes de lanzarse contra la siberiana y don Mario, les mandó que pasaran a visitar a los extorsionados.

—Hacedles saber a todos que iré a verlos por la tarde.

El recaudador, en cambio, fue a ver a los tres directores de las filiales de los bancos de la zona para comunicarles dos cosas concretas: que tenían que avisar sobre cualquier depósito sospechoso y que a partir de aquel día la banda ampliaba sus negocios. Así pues, ordenó aumentar las presiones sobre los desesperados para que se dirigieran a él. Dio a entender que era el nuevo jefe, pero nadie le creyó de verdad. La presencia en el barrio de Assunta Barone no había pasado inadvertida.

 

 

Todavía aturdida por la agresión padecida por Teresa la indigente, Ksenia no dejaba de manosear el móvil que había pertenecido a Barone. A pesar de las dudas que la asaltaban, era consciente de que tenía que llegar hasta el fondo de la cuestión si quería volver a tener una vida sin pesadillas. Buscó en la agenda el número de Lello Pittalis, pero nadie contestó. Después de dudar un largo rato se decidió a llamar a Assunta.

Cuando el móvil empezó a sonar, Assunta apartó la mirada de la lista de deudores y miró, molesta, a la pantalla. Al leer el nombre de su hermano fallecido, se estremeció.

—Hola —contestó con cautela.

—Soy Ksenia.

—¿Qué quieres?

La chica se había preparado el discurso desde hacía tiempo. Esperó que su voz no temblara.

—Avisarte a ti y a Pittalis —dijo—. Tengo pruebas que os pueden arruinar. Si me pasa algo acabaréis mal. Solo quiero que me dejéis en paz y olvidaré lo que me habéis hecho.

—Tengo que admitir que lo has hecho bien —rebatió Assunta, complaciente—. Has engañado a ese tonto de Lello y por poco has conseguido ponerle en contra de mí, pero afortunadamente nos hemos aclarado. De todas formas, nosotros también tenemos intención de zanjar el asunto y me alegro de que pensemos lo mismo.

—Es lo único que podéis hacer. La que manda ahora soy yo.

—Claro. Has ganado. Solo te pido que no rompas ni destruyas lo que te has llevado del piso de la calle Petrolini. Ya verás cómo llegamos a un acuerdo, estoy dispuesta a ser muy generosa para recuperarlo.

—No quiero ver más a Pittalis —esclareció Ksenia.

—En eso puedes estar tranquila.

—Cuidado, he tomado mis precauciones —relanzó la siberiana, levantando su tono de voz.

—No lo dudo. El mensaje ha llegado alto y claro.

La chica colgó con el corazón palpitándole desmesuradamente. Lo había conseguido y había sido más fácil de lo que había imaginado. Se había preparado para un intercambio incandescente de amenazas y en cambio Assunta había cedido en todo. Con ese tono sumiso, derrotado, hasta irreconocible. Durante un segundo su mente se remontó a los encuentros en los que Assunta y Antonino la usaban como una muñeca. Se estremeció, pero enseguida se sobrepuso. Estaba empezando una nueva vida y era lo suficientemente joven para olvidarse de todo. Ya lo había hecho con el pasado de Novosibirsk, así que podría controlar también el horror de los últimos meses.

Assunta se llevó a los labios la taza de café. Ella también había quedado satisfecha con la llamada. La siberiana era demasiado joven e inexperta y ya estaba celebrando su victoria. Se regodearía en su nueva libertad hasta que se encontrara atada a una silla, o mejor, a una cama, con las piernas abiertas y ella lista para interrogarla en persona. Recuperaría lo que le había robado y gozaría del dolor y la muerte de aquella zorra siberiana. Era cuestión de tener paciencia y disponer de toda la información necesaria para evitar cometer errores.

De todas formas, ahora había otras prioridades que afrontar. Assunta se echó más café y luego, con tranquilidad, se arregló para salir. La cita estaba prevista al final de la mañana.

 

 

Ksenia se encontró con Luz en la perfumería, seguida por Sara, que la había alcanzado fuera del edificio. Eva estaba ocupada disuadiendo a una clienta de regalar a su madre de ochenta años un perfume con notas voluptuosas de almendra y mandarina, mucho más adecuado para seducir a un pretendiente, y le sugería una esencia de fruto de la pasión que, al contrario de lo que su nombre indicaba, tenía una redondez que recordaba algo ancestral, que remitía a los orígenes, y que, por lo tanto, era perfecto como regalo de una hija afectuosa.

—Es muy buena —comentó admirada la colombiana.

—Nosotras también lo seremos.

La clienta optó por un champú y dejó la compra de los demás productos para más adelante. Eva no insistió y cambió de tema.

—Antes hubiese comprado lo demás también —explicó luego a sus nuevas socias—, pero con esta maldita crisis la gente se ha vuelto más cautelosa y gasta lo mínimo indispensable, aunque jamás me atrevería a echárselo en cara, por Dios.

La puerta se abrió y entraron los hermanos Fattacci. Las tres mujeres callaron, atemorizadas.

Fabrizio apuntó directo a la sección masculina y se metió en el bolsillo de los pantalones de camuflaje un

aftershave de una marca conocida.

—Mi hermano tiene la piel sensible —dijo el otro en tono socarrón—. Necesita material del bueno.

—Que por supuesto no pagará —rebatió Eva.

—Claro —recalcó Graziano—. También porque estamos aquí por ti, guapa. Hemos venido para avisarte de que esta tarde pasará Marani a recoger el primer sobre.

Eva se limitó a hacer una señal resignada.

—¿Has visto que está ahí la viuda? —indicó Fabrizio.

El hermano fingió darse cuenta solo en ese momento de su presencia y la saludó con una reverencia.

—Mis respetos.

Ksenia no le devolvió el saludo, pero se limitó a mirarlos fijamente. Fue el turno de Graziano, que robó una crema de ojos antiarrugas antes de irse con su hermano.

—¿Hacen lo mismo en todas las tiendas? —estalló Luz.

—Sí —contestó Eva—. De todas formas, nos las hemos apañado con poco menos de cien euros de daños. En la tienda para animales siempre cogen un montón de cosas para el perro.

—Cogían —precisó Luz—. He oído que lo han perdido o incluso que se lo han robado delante de sus narices.

—También esta cabronada se acabará —intervino Ksenia—. Pagamos los plazos y cerramos el tema también con Marani. ¿Ya has ido al banco?

—Sí —contestó Eva—. Pero solo he devuelto lo mínimo indispensable para demostrar buena voluntad y tranquilizar al director. Estoy segura de que se ha compinchado con esta banda de delincuentes, y es mejor que no sospeche nada.

—¿Y has pedido hora al notario?

La pregunta de la colombiana se quedó sin respuesta porque entró una nueva clienta. Era Sara. Saludó sonriendo y se dirigió a Eva pidiéndole consejos sobre un lápiz de labios.

D’Angelo no se percató de que era Mónica, la joven camarera con la que había intercambiado un par de frases en dialecto romano, pero estaba convencida de estar delante de una clienta atenta y dispuesta a gastar. Y simpática. En pocos minutos consiguió implicar también a Ksenia y Luz en la elección del maquillaje.

Sara contó que se había mudado al barrio hacía unos días y pidió consejos sobre tiendas y locales.

—Confieso que he tenido un momento de duda cuando he visto salir de la tienda a esos dos energúmenos —dijo de repente—. Me he preguntado qué clase de perfumería podía llamar la atención de unos individuos tan... peculiares.

—En cada barrio hay un poco de todo —rebatió Eva—. También escoria. Esos dos son los hermanos Fattacci, y son violentos y peligrosos.

Sara sonrió.

—Mejor evitarlos, entonces.

Al pagar dio las gracias por la información y la felicitó por la variedad y la calidad de los productos.

—Esta es la cliente ideal —dijo Eva.

—Simpática, con clase —comentó Luz.

—Y bonita —añadió la siberiana, guiñando el ojo a su pareja.

—No es mi tipo —se evadió Luz.

—Pero la has estado mirando fijamente todo el rato.

—Tú también.

—Estaba mirando a Eva para aprender.

—Entonces puedo estar tranquila.

Eva se echó a reír.

—Aquí entra una mujer cada cinco minutos. Si cada vez montáis esta escena, nos volveremos locas.

 

 

La secretaria la hizo sentarse en un saloncito del despacho, decorado con estilo racionalista y con una vidriera desde la que se podían admirar los edificios del distrito financiero del Eur. A través de la puerta de cristal Assunta observó el vaivén de arquitectos, ingenieros, empleados. Los negocios de la Manfellotti Costruzioni Spa iban a toda vela, la palabra

crisis era desconocida para ellos.

Para Assunta era insólito y también embarazoso encontrar al titular de la empresa, Giorgio Manfellotti, en su despacho. Normalmente los mejores negocios los cerraba o concebía en eventos mundanos, desfiles de moda, inauguraciones de locales, pero esta vez Assunta no podía esperar. Giorgio era un apasionado de la moda y un conocido donjuán, siempre perfecto, elegante, bronceado. Tan fascinante y seguro de sí mismo que ya nadie notaba su ligera cojera, recuerdo de una bravata de juventud, cuando al volver del Argentario, sugestionado por una vieja canción de Lucio Battisti, había querido «conducir como un loco con las luces apagadas en la noche para ver si es tan difícil morir». De hecho, en el accidente sí que murió una pareja de Varese que estaba de viaje de novios, mientras a Giorgio solo le costó una prótesis de cadera. Desde entonces, sin embargo, había sentado cabeza y la empresa familiar se había vuelto su principal razón de ser, hasta el punto que la había convertido en un pequeño imperio. Assunta lo conocía desde hacía cinco o seis años.

Manfellotti llegó al cabo de unos diez minutos.

—He sabido lo de tu hermano —dijo, rozándole la mano con los labios—. Lo siento. Una muerte absurda.

Assunta no dijo nada, se limitó a doblar apenas la boca en señal de aprecio.

Giorgio se sentó en una butaca de piel frente a ella. Como siempre estaba guapo, extremadamente cuidado, elegante. Un hombre de éxito.

—¿Qué puedo hacer por ti, Assunta?

Eran coetáneos y hacían negocios desde hacía mucho tiempo. Pero no eran amigos. Se entendían a la perfección porque ambos eran depredadores y razonaban de la misma forma.

—Tengo problemas de liquidez —contestó la mujer—. Necesito volver a disponer de una parte del capital. Y a.

Manfellotti empezó a tamborilear los dedos sobre su rodilla. Normalmente lo hacía cuando algo no iba bien.

—¿Por qué?

—No puedo entrar en detalles.

—Sí que puedes. Si no, esta conversación termina aquí. Estás pidiendo mucho, y me debes una explicación.

—No creo que quieras conocer este tipo de detalles.

—Por favor, Assunta. No me hagas hacer el papel de ingenuo. No me pega.

—Como quieras, entonces —acortó la mujer—. El dinero que los Barone hemos invertido en tu empresa y tus negocios vienen de fondos de ciertas organizaciones, que Antonino recogía y guardaba.

—Deja que adivine —la interrumpió el hombre—. Vosotros habéis hecho confluir en la Manfellotti Costruzioni no solo vuestras ganancias, sino también la pasta de otras bandas, que teníais que custodiar.

—En parte. Había una reserva de seguridad que servía para poner parches en caso de que nos pidieran efectivo.

—¿Había?

—La gestionaba Antonino y solo él sabía de su ubicación. Hasta que no la encuentre tengo que hablar en pasado.

—¿De qué cifra estamos hablando?

—Diez millones de euros.

—Pero...

—Corresponde, grosso modo, a un mes de beneficios de las bandas.

—¿Y el resto está todo aquí?

—Hasta el último céntimo.

—Así que lo que quieres de mí es que te dé diez millones.

—Necesito tenerlos, si no se va a montar un buen lío. Para todos.

Manfellotti captó el sentido de la frase. A su modo, por supuesto.

—De acuerdo —dijo—. Nunca he rechazado echar una mano a mis socios. Te daré el dinero, a cambio de tu patrimonio inmobiliario como garantía, y con seis meses de tiempo para rescatarlo.

La mujer no podía creer lo que estaba oyendo.

—Tienes otros veinticinco de los que puedes disponer.

—Me acabas de decir que no son tuyos. Tengo que guardarlos en caso de que sus dueños exigieran cobrarlos.

Los labios de Assunta se contrajeron en una mueca amarga.

—Este jueguecito lo inventamos nosotros, los Barone, cuando tú y yo todavía estábamos en la universidad.

—Así que conoces las reglas mejor que yo.

—Tú quieres joderme a cambio de un puñado de dinero que es mío. No puedes hacerme esto.

—Sí que puedo, Assunta. Yo no soy una hucha donde metes y sacas dinero a tu antojo. Una vez metido en el circuito, el dinero no se puede tocar hasta que los negocios no se concluyan.

—Gilipolleces.

Giorgio se estaba divirtiendo. Assunta podía leerlo en sus ojos.

—Hay un vídeo que circula en YouTube. Me lo ha enseñado mi hijo —le contó el hombre—. Se ve a una ratoncita atrapada en una trampa y un ratoncito que pasa por ahí, se para y, en vez de ayudarla, se la folla y sigue su camino.

La mujer asintió.

—Yo sería la ratoncita y tú el ratoncito.

—Bien, has pillado la idea.

—¿Por qué? —preguntó Assunta—. Nunca ha habido problemas entre nosotros.

—Porque tú has cogido diez millones de euros y ya no puedo confiar en ti.

Assunta Barone sostuvo su mirada insolente aunque en el pecho sentía un vacío profundo como un abismo. Dirigirse a él pensando que no aprovecharía para chuparle la sangre había sido un grave error. No había previsto las contramedidas adecuadas, y ahora era demasiado tarde. Desde que había muerto Antonino, su vida había tomado un rumbo absurdo. Todo iba mal. Con una punzada en la boca del estómago, deseó arrodillarse sobre la tumba del hermano para rogarle que la ayudara, que le mandara alguna señal que le permitiera volver a encontrar el tesoro escondido.

—Siempre que no te pueda devolver el dinero en los próximos seis meses —dijo, solo por no capitular.

—Dudo que puedas.

—Los Barone hemos pasado por momentos peores y siempre hemos salido más fuertes que antes.

—¿Pero qué coño dices, Assunta? Tu hermano se ha atragantado con unos espaguetis —le tomó el pelo—. ¿Sabes lo que dicen por ahí? Que el que tenía ahogado a todo el mundo ha terminado por ahogarse a sí mismo.

—Prepara el dinero y los papeles. Pasado mañana vuelvo —dijo la mujer, levantándose. Luego le dio la mano, que el otro apretó distraídamente—. Siempre es un placer, Giorgio —se despidió.

Manfellotti no contestó. Ostentar educación y buenos modales era una forma de anunciar que no se rendiría. Assunta demostraba tener carácter, pero nada más. El constructor era feliz de haber cerrado un buen negocio y eliminado a una socia embarazosa. Roma estaba llena de gentuza como esa, todavía útil para recaudar ingentes sumas de dinero de la usura y la criminalidad de bajo nivel, pero que no podía ilusionarse con subir, sentarse a la misma mesa que la gente como él. Los Barone habían sido indispensables hasta que su familia había conseguido tejer esa red de relaciones con políticos, empresarios y peces gordos de los bancos que ahora les permitían ser el número uno en el mercado.

La secretaria le recordó que el conductor le esperaba para llevarlo a una importante reunión sobre la reconversión de un vasto terreno en la zona rural de la periferia de Roma. C Cuatrocientos veinte mil metros cuadrados para transformar en un área residencial, con megacentro comercial incluido.

Manfellotti tenía toda la intención de derrotar, con el tiempo, a la numerosa y aguerrida competencia. Solo era cuestión de convencer al subsecretario de Economía y al ministro de Agricultura. Justo después le esperaba el marrón de un obrero que se había caído de un andamio de una obra de la carretera Pontina. Afortunadamente, en ese caso también sus políticos de referencia estaban trabajando para cambiar los controles de seguridad por una simple certificación, suficiente para evitar las comprobaciones de los inspectores del trabajo. Mientras alcanzaban al conductor del BMW de la empresa, metió a Assunta Barone entre los expedientes ya archivados.

 

 

La mujer, por supuesto, opinaba algo distinto. Cruzando el aparcamiento pensó que Giorgio Manfellotti lo pagaría. No solo por haberle robado dinero, sino porque se había permitido insultar a su Antonino. Haría cualquier cosa para respetar el plazo de seis meses, pero para conseguirlo tendría que tomar una decisión que había aplazado hasta ese momento: mudarse al barrio y ocupar el lugar de su hermano. Esto comportaría el cierre de su actividad de intermediación inmobiliaria, que de todas formas ya no podía permitirse. Significaba mancharse las manos con la usura sencilla y poner todo el barrio patas arriba para encontrar el depósito secreto de Antonino. Si quería recuperar el honor de los Barone, ese era el único camino que podía seguir. Assunta suspiró por la idea de substituir al hermano también en las relaciones con los jefes del clan D’Auria, que además no habían aparecido por el entierro. Pero una vez obtenidos los diez millones de Manfellotti tendría que empezar la ronda para recoger dinero efectivo y gestionar el «banco». A diferencia de Antonino, el dinero lo guardaría en casa. Buscaría un sitio adecuado y luego se dedicaría a la siberiana.

La idea de tener entre sus manos a aquella putilla le sirvió de consuelo en ese día tan difícil y humillante.

 

 

Dentro de la perfumería Vanità, Eva estaba enseñando a sus nuevas socias el cierre de caja cuando la puerta se abrió y entró una mujer descuidada y fatigada. Empezó a llorar nada más Eva la saludó.

—¿Qué ha pasado, señora?

—Me ha llamado Sonia —dijo entre sollozos—. Me ha dicho que se han gastado todo el dinero, que su marido ya no tiene más oro que vender.

—Es una buena noticia —comentó Eva—. Esto significa que dentro de poco Sonia volverá a casa.

—¡No es así! —explotó la mujer—. Porque su Renzo ha empezado a hacer discursos raros que no me han gustado para nada. Dice que ahora es Sonia la que tiene que pensar en él. La criatura todavía no ha entendido a dónde quiere llegar, pero yo sí.

Eva estaba petrificada.

—¿Pero qué le ha pasado? —balbuceó.

La madre de Sonia perdió la paciencia.

—Le ha pasado que es un hombre que nunca ha querido trabajar y se está aprovechando de una niña. Señora D’Angelo, es su marido, haga algo antes de que intervenga el mío, que todavía no sabe nada. Es un buen hombre, muy trabajador, pero tiene unas manos que si las pone alrededor del cuello de ese pendejo lo mata y acaba en la cárcel de Rebibbia.

Eva asintió.

—¿Dónde están ahora?

—En Arezzo —contestó la mujer con una mueca amarga—. Este es el número de móvil de mi niña —añadió, dejando un papel en la mesa.

Luego salió.

Eva sacudió la cabeza, afligida.

—Antes no era así, os lo aseguro.

—Pero ahora está sacando lo mejor de sí —intervino Luz—. La señora tiene razón, quiere mandar a la chica a prostituirse para que lo mantenga.

Eva echó un vistazo al número de móvil de Sonia.

—Vale, ahora la llamo e intento convencerla.

—Por favor, Eva, razona —intervino Ksenia acalorándose—. Si ha llamado a su madre quiere decir que la chica está pidiendo ayuda porque no puede irse sola.

—Él la está manipulando —añadió la colombiana—. Es evidente.

—Tienes que ir a Arezzo y poner fin a esta situación —prosiguió la siberiana—. Patearle el trasero a tu marido y llevar a la chica a su casa.

Eva se quedó en silencio un largo rato.

—Tenéis razón —dijo en voz baja—. Me organizo y voy en cuanto pueda.

—No, querida —explotó la siberiana—. Nos vamos mañana por la mañana.

Eva le dirigió una mirada interrogativa.

—Sí, te acompañamos —aclaró Luz—. No te vamos a dejar sola.

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