Ksenia

Ksenia


Capítulo 5

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La segunda etapa del peregrinaje de Assunta Barone era la sede legal de la poderosa familia D’Auria, los emperadores romanos del comercio ambulante. En pocos años habían conseguido acumular un patrimonio de varios millones de euros. Tenían las licencias de centenares de puestos móviles, desafiando las más elementales reglas de la competencia. Un pequeño camión de bebidas y helados ubicado en uno de los puntos estratégicos del turismo romano les daba miles de euros cada día. Luego estaban los puestos fijos, los que vendían flores, recuerdos, camisetas, que los D’Auria alquilaban por cinco o seis mil euros al mes: un mar de dinero negro. Desde hacía años Antonino gestionaba una parte de esos ingresos repartiéndolos entre la actividad inmobiliaria de Assunta y el préstamo por usura del que se ocupaba directamente.

Mientras recorría en su Audi Q5 la enorme plaza donde estaban parados unos diez camiones bar, en busca de un lugar para aparcar, Assunta se dio cuenta de que le sudaban las manos. El encuentro con Natale D’Auria era decisivo para mantener el control del barrio. Sin ese flujo de dinero seguro y continuado, la propia actividad de la usura estaba en riesgo. Aparcó el coche a la sombra de un furgón que tenía una rueda pinchada y consultó el reloj del salpicadero. Tenía diez minutos para arreglarse un poco. Bajó el parasol y se miró en el espejo. Llevaba el pelo hecho un desastre, hacía una semana no iba a la peluquería. Intentó darle volumen con algún golpe de cepillo, luego sacó del bolso su paleta de maquillaje. Se puso pintalabios y redujo su intensidad con un kleenex en el que dejó la huella de su boca carnosa. Se retocó la sombra de ojos y avivó la palidez de sus mejillas con alguna pincelada de colorete. Hizo una mueca sexy, pero al final optó por una mirada intensa, pesarosa y digna a la vez, mucho más adecuada a las circunstancias.

Natale D’Auria era joven y guapo. Todos le llamaban «el Principito». Assunta no tenía ninguna esperanza de jugarse el éxito con la carta de la

femme fatale. Natale, uno de los solteros más cotizados de Roma, estaba rodeado de chicas espectaculares de veinticinco años que buscaban un buen partido o un cargo público. Pocos meses antes, Assunta le había vendido un ático con vistas a los Foros Imperiales y Natale se había presentado en compañía de una imponente sudamericana que había firmado la escritura como testaferro, lanzando gritos de júbilo y aplaudiendo. Al salir del despacho del notario en vía del Corso, había visto a Natale bloquear el ascensor mientras que la «propietaria» se arrodillaba delante de él y le bajaba la cremallera de los pantalones de rayas. No, el arma de la seducción tenía que excluirla.

Assunta bajó del coche y se miró en el espejo de la ventanilla. El vestido negro que llevaba desde que estaba de luto afinaba su figura y al mismo tiempo sugería una idea de sobria fiabilidad. En el fondo, los Barone tenían negocios con los D’Auria desde hacía muchos años y entre ellos nunca había habido ni un incidente.

El encuentro fue breve, pero cordial. Natale D’Auria la acogió con su irresistible sonrisa.

—Perdóname, han sido días convulsos y no he podido ir al entierro. No conocía bien a Antonino, pero mi padre siempre me ha hablado de él como de un hombre de primera categoría.

—Y lo era, lo era.

—Por favor, ponte cómoda —dijo Natale, invitándola a sentarse con él en un cómodo sofá Chesterfield—. Te confieso que estaba esperando tu visita con cierta aprensión.

—Me lo imagino. De hecho, estoy aquí para reafirmar nuestros acuerdos. No te escondo que la pérdida de mi hermano ha sido un golpe del que me está costando recuperarme, pero, como diría él, son los negocios los que nos hacen lo que somos.

—Y tenía toda la razón.

—A ver. Si a ti y a tu familia os parece bien, yo sustituiré a Antonino, y lo haré personalmente. Todo será como siempre y como siempre habrá un Barone para garantizar y asumir todas las responsabilidades.

D’Auria se quedó pensativo durante algunos instantes.

—Deja que haga una llamada —dijo, levantándose del sofá—. Tú quédate aquí. Es cuestión de un minuto.

Natale salió de la habitación sacando el móvil del bolsillo interior de su elegante traje, como siempre de rayas.

Assunta era muy consciente de que para una decisión como esa el Principito tenía que consultar a los ancianos jefes del clan. Al quedarse sola, metió la mano en el bolso y buscó con los dedos el rosario de plata. Rezó mentalmente hasta que la puerta se volvió a abrir.

Natale fue hacia ella sonriéndole y alargando el brazo para apretarle la mano.

—Por mi parte ningún problema —dijo—. Por lo menos hasta que se presenten...

Assunta se puso en pie.

—Te aseguro que es como si le apretaras la mano a Antonino.

—Bueno, Antonino era un gran hombre, pero no tenía las manos tan bonitas —dijo Natale, que nunca renunciaba a un toque de galantería—. Solo hay una cosa... —añadió cuando Assunta estaba en la puerta—. Necesitaría una entrega de un par de millones. Sabes, para los gastos corrientes.

—¿Para cuándo?

—Un par de días, como mucho.

—Ningún problema —contestó Assunta, esbozando su mejor sonrisa. No podía mostrar en absoluto debilidad alguna de la que su interlocutor hubiese podido sospechar.

Nada más salir del lujoso despacho, se preguntó si los D’Auria habían hablado ya con Manfellotti. En cualquier caso había hecho bien en pedir un préstamo. Serviría para hacer frente a los próximos pedidos de Natale. Sin embargo, llegada a ese punto, era necesario encontrar el tesoro de su hermano, a toda costa.

 

 

Sara estaba cansada. Quería volver a casa y prepararse un baño caliente y perfumado, pero los hermanos Fattacci estaban tramando algo y no podía perderlos de vista. Después de haber hecho la ronda para anunciar a los extorsionados la llegada de Marani y haber saqueado el quiosco de revistas pornográficas, habían seguido a Ksenia de la perfumería a casa de la colombiana. Luego habían subido a bordo de su Hummer, para aparcar poco después en doble fila delante de la ferretería. Habían bloqueado el paso al propietario, que estaba bajando la persiana del local, y a empujones lo habían obligado a volver a encender las luces de la tienda. Sara se había apostado a una distancia de seguridad dentro de su Mini Cooper verde petróleo. La espera había durado unos diez minutos, el tiempo necesario para que los dos hermanos entraran y salieran un par de veces cargados de material embalado con el que habían llenado el maletero. Eran las 20:15 h cuando los Fattacci habían vuelto al todoterreno para dirigirse hacia la vía Casilina Antigua. Con la oscuridad de la noche había sido sencillo seguirlos por la carretera que bordeaba la vía del ferrocarril, hasta el antiguo acueducto, donde de repente habían girado a la derecha. Sara ralentizó la marcha, esperó algunos segundos y también tomó la travesía perpendicular. Consiguió distinguir las luces traseras del Hummer mientras pasaba bajo el puente de ladrillos rojos que hacía de entrada al Mandrione, un mundo aparte donde los coches abandonados convivían con montañas de copias de yeso de capiteles, frontones, bajorrelieves y columnas de antiguos templos romanos, vendidas al por mayor para las mansiones que nacían en las áreas suburbanas de la ciudad. De los cuentos de su abuelo, Sara sabía que ahí, en los años cincuenta, había surgido una especie de barrio de chabolas donde vivían pobres y prostitutas. Pier Paolo Pasolini había ambientado ahí sus primeras películas y novelas. Más tarde, en los años sesenta, las chabolas habían sido derruidas y había empezado una larga obra de recalificación urbanística. Hacía poco, el tramo que iba de Pigneto a Tuscolana se estaba reinventando como zona residencial para estudiantes que venían de fuera, con el consecuente florecer de centros sociales, restaurantes, bares y tráfico de drogas. Las luces de la movida romana se alternaban con las esquinas oscuras de las pequeñas oficinas en desuso, los pabellones abandonados, los talleres mecánicos frecuentados por maleantes. Sara apartó de su mente el recuerdo doloroso de su padre y se concentró en las luces traseras del Hummer, que había girado de nuevo a la derecha para entrar en un puente estrecho delimitado por rejas de hierro y obstruido por una valla oxidada, más allá de la cual se entreveían dos edificios gemelos, residuos de la arquitectura popular posterior a la Segunda Guerra Mundial. Era imposible seguir en coche sin ser vista. Apagó las luces y el motor y escondió el coche en una zona oscura, al lado de las ruinas del acueducto.

Enfocado por las potentes luces del todoterreno, un tipo con un aspecto descuidado y siniestro fue hacia Graziano Fattacci, que mientras tanto había bajado del coche. Los dos hablaron durante algunos segundos a través de las barras de la valla. Enfocando la escena con un telescopio que había sacado de la guantera, Sara vio a Graziano que sacaba la cartera del bolsillo trasero de sus pantalones de camuflaje y entregaba varios billetes al que evidentemente era el guardián. El hombre abrió la valla y se apartó a un lado junto a Graziano para que Fabrizio pudiese entrar el Hummer. Luego entregó el juego de llaves a Graziano, que lo saludó con una palmada en el hombro.

Sara vio que el guardián iba hacia ella. Se escondió detrás del chasis chamuscado de una vieja furgoneta Citroën y esperó que el eco de sus pasos arrastrándose desapareciera más allá del paso elevado de ladrillos. Decidió arriesgarse y saltó la valla con agilidad.

Los Fattacci habían aparcado delante de una construcción baja, de dos plantas, que se desarrollaba a lo largo en una explanada completamente oscura. Sara notó una luz que se filtraba por una puerta de madera con el barniz gris desconchado y un viejo cartel en el que casi ya no se leía Gimnasio Audax. En el interior se oía claramente el ruido ensordecedor de un taladro.

Un par de horas más tarde los Fattacci salieron con aspecto exhausto. A través de la ventanilla bajada del Hummer los oyó discutir sobre dónde ir a cenar. Fabrizio se inclinaba por la pizza, Graziano era contrario a los carbohidratos por la noche. Solo se pusieron de acuerdo en ir a casa de un travesti brasileño que iba atrasado con los pagos para hacerle probar la embriaguez de la «guantanamada».

A Sara le hirvió la sangre pensando lo que podía padecer el brasileño. Había que parar a esos dos rápidamente y para siempre, pensó mientras inspeccionaba el exterior del edificio. Vio la pequeña ventana del lavabo que podía abrir fácilmente y sin dejar rastros evidentes. Miró a su alrededor, cogió un largo destornillador del bolso y forzó el postigo.

El interior estaba vacío y lleno de polvo. En el medio de la habitación que antes hospedaba la administración encontró una silla fijada con pernos al suelo, con cadenas y candados para aprisionar manos y pies. En una pared habían fijado dos anillas de las que colgaban otras tantas cadenas. Sara se estremeció. Los Fattacci estaban equipando una prisión para custodiar a un secuestrado. Y no se necesitaba mucha imaginación para entender que se trataba de Ksenia.

Salió por la misma ventana por la que había entrado e hizo una llamada.

—Necesito verte —dijo—. Te tengo que hablar de cómo se está desarrollando la situación, y luego quiero follar con alegría.

 

 

A la mañana siguiente, a las nueve en punto, Luz y Ksenia pasaron a recoger a Eva, que las hizo subir porque todavía no estaba lista.

El piso era un caos de ropa y zapatos esparcidos por todas partes. D’Angelo, en bragas y sujetador, estaba teniendo un ataque de pánico.

—No sé qué ponerme —empezó con expresión abatida cuando las amigas se asomaron a la puerta de entrada, que había dejado entreabierta.

—Vamos a Arezzo a patearle el trasero a tu marido, así que ponte unos zapatos con la punta reforzada —ironizó Ksenia.

—No puedo —se justificó Eva, yendo a un rincón de la cama de matrimonio que, en contraste con el resto de la casa, estaba perfectamente en orden.

—¿No has dormido en la cama? —preguntó Luz con dulzura.

—No puedo sin él.

—¡Pero qué dices, Eva! —explotó la siberiana—. Ese bastardo ha estado a punto de arruinarte. Te ha entregado a Barone como una vaca a la que ordeñar.

—¿Qué echas de menos de él? —preguntó Luz, fulminando con la mirada a Ksenia.

Eva suspiró.

—Todo. Me gustaba su despreocupación. Me hacía reír mucho.

—Pero luego te ha hecho llorar —insistió la siberiana, que no conseguía comprenderla.

—Tú eres joven. No sabes lo que es quedarse sola a los cuarenta, después de quince años de matrimonio.

—Gilipolleces.

—Vamos a hacer una cosa —dijo Luz en tono conciliador—. Ahora elegimos juntas algo adecuado. Con tu coche en un par de horas llegamos a Arezzo. Vemos cómo está la situación y, si de verdad lo quieres, si te das cuenta de que no ha cambiado nada entre vosotros, te lo llevas a casa a las buenas o a las malas, si es necesario.

Desde el borde de la cama, Eva miró con gratitud a la colombiana. Luego dirigió la mirada a Ksenia, que seguía estando de morros.

—De acuerdo —dijo la siberiana—. Lo importante es que lo mantengas alejado de la perfumería y de nuestro dinero.

 

 

Mientras cogían el enlace que conectaba la circunvalación con la autopista a Florencia, las tres amigas ni se imaginaban que, dos coches más atrás, un Hummer negro con los cristales oscuros las estaba siguiendo desde el comienzo. Ni los hermanos Fattacci se habían dado cuenta de que a ellos también les seguía un Mini Cooper verde petróleo conducido por la que había raptado a su adorado perro.

En el Passat de Eva el clima se había distendido. Tanto buz como Ksenia se habían esforzado en distraerla del objetivo del viaje, y la estaban ocupando en una profundizada clase de estrategias de venta. Mientras conducía, Eva explicó que sin clientes satisfechos no existiría el comercio y que por lo tanto había que acogerlos con disponibilidad, seguridad y sinceridad, intentando que el tiempo que pasaban en la tienda fuese placentero. Nunca había que hacer esperar a un cliente sin saludarle; había que ser creativos yendo más allá del habitual «¿Necesita algo?»; dirigirse a ellos con un: «¿Puedo ayudarle? ¿Necesita ayuda? Si necesita algo estoy a su disposición».

Cuando hablaba de su trabajo, a D’Angelo se le iluminaba el rostro, se volvía incluso más atractiva. Ksenia, sentada a su lado, la observaba con admiración y ocultaba su incredulidad y desconcierto por el hecho de que una mujer tan guapa e inteligente demostrase una dependencia tan fuerte por un hombre sin escrúpulos que la había humillado.

Desde el asiento posterior, Luz, que sabía leer en su interior, le lanzaba miradas fulminantes para impedir que volviera a sacar el tema. Mientras Ksenia había terminado definitivamente con los hombres, las ideas de Luz sobre esta cuestión todavía eran confusas. En un tiempo que ya parecía lejano había amado al padre de su hija, luego había conocido y practicado el amor mercenario guardando dentro de sí durante años la esperanza de una segunda oportunidad, que siempre había declinado en masculino. Hasta que llegó Ksenia. Un amor en femenino que la había cogido por sorpresa, que no sabía encuadrar y al que, de todas formas, quería con toda su alma. Pensó en Lourdes y en la perspectiva concreta de hacerla vivir en la nueva casa con ellas. ¿Le haría falta un padre? ¿Y ella, sabría explicarle lo que era el amor en femenino? ¿Y de qué manera, si era la primera en no saber cómo definirlo?

—En cuanto a las flores —estaba diciendo Eva, que mientras tanto había pasado a los rudimentos del arte del perfume—, rosa, jazmín y lavanda. Luego están las hojas, pachuli y citronela de las Indias. De las raíces se extraen el iris de Florencia y el vetiver de Java. Las tuberosas, en cambio, vienen de México. Luego están las maderas

como el sándalo. Las frutas: limón, bergamota y vainilla de Madagascar; el almizcle, que se extrae de la secreción de una glándula del ciervo almizclero. El ámbar gris, que se extrae del cachalote, y las resinas, que son el láudano de la mediterránea, el gálbano de Irán y el opopanax de Abisinia. ¿Alguna pregunta? Luz, ¿querías preguntarme algo?

La colombiana se inclinó hacia adelante metiendo la cabeza entre los dos asientos, y con una sonrisa franca contestó:

—La verdad es que no he entendido nada. Vas demasiado rápido.

—Tienes razón. Yo he tardado años en aprender, ¡pero soy tan feliz de poder compartir con vosotras los secretos de los perfumes!

Siguieron charlando hasta que llegaron al peaje. Eva, que viajaba a menudo por trabajo, cogió el carril del Telepass y su humor cambió de repente, consciente de que dentro de poco tendría que enfrentarse a su marido.

Los Fattacci, en cambio, se demoraron en la cola destinada a pagar en efectivo y perdieron el contacto con ella. Graziano la tomó con su hermano, que conducía, y empezó a golpearlo en la sien con la mano abierta. Fabrizio hizo un amago de codazo y el Hummer patinó, llegando casi a atropellar a un motorista de unos sesenta años que conducía una Harley Davidson. De ahí surgió una pelea de alto nivel testosterónico que acabó con un enfrentamiento en el arcén. El motorista, que se mantenía en forma a base de footing y gyrotonic, cuando vio bajar del todoterreno a dos energúmenos en camiseta verde militar sin mangas a pesar de que la temperatura era de quince grados, decidió que no valía la pena arruinar el paseo a Vallelunga por dos quillos empastillados. Metió la marcha y arrancó justo un segundo antes de que el golpe de cadena lanzado por Graziano le diera en toda la espalda.

Graziano se mordió un nudillo mientras Fabrizio despotricaba a quemarropa contra el motorista cobarde.

—¡Te voy a matar, mariconazo!

—No pasa nada —le tranquilizó Graziano—. Tarde o temprano lo volvemos a ver.

—¿Y con las zorras, qué?

—Tranquilo. Tendrán que volver a la tienda.

Observándoles desde un área de servicio, Sara se convenció definitivamente de que eran un par de gilipollas.

 

 

Llegadas a Arezzo, las amigas dejaron el Passat en un aparcamiento de pago. Cruzaron Piazza Grande, donde había una feria de antigüedades. Luz y Ksenia no pudieron resistir la tentación de curiosear entre los puestos que exponían grabados antiguos, tejidos, cuadros y todo tipo de utensilios de cobre y hierro. Durante un segundo, el proyecto de vivir juntas prevaleció sobre el verdadero, y más triste, objetivo del viaje. Eva tuvo que llamarlas más de una vez, pero no pudo impedir que las amigas se compraran dos posabotellas de plata, un juego de sábanas que solo ellas podían usar y un cuenco de cobre que seguro que no utilizarían nunca. Una vez aplacada la compulsión de las compras, se dirigieron a la dirección que les había indicado la madre de Sonia, que había preferido ir a Arezzo en tren. Según lo acordado, las esperaría en la estación con la esperanza de poder volver a casa con su hija.

El «hotel con encanto Il Giardinetto» en realidad era un angosto albergue de una estrella en una callejuela anónima en la parte nueva del centro. El nombre que le había dado el anciano propietario era del todo injustificado, porque lo más parecido a un jardín que había allí eran solo tres o cuatro plantas artificiales dispuestas de mala manera en el salón destartalado que hacía de hall. Cuando Eva preguntó por el señor Russo, el propietario masculló entre sí una serie de imprecaciones en el dialecto de Arezzo, palabras que para Eva y aún más para Ksenia y Luz eran incomprensibles, porque el viejo se las había guardado entre los dientes amarillentos. Eva captó solo un: «Señor una mierda, todavía tiene que pagarme», que fingió no entender. Pero no pudo ignorar la pregunta que el hombre le hizo directamente y en un italiano estándar perfecto:

—¿Han venido a saldar la cuenta?

Eva, colorada por la vergüenza, dirigió una mirada suplicante a sus amigas.

Ksenia la ayudó prontamente.

—No, hemos venido a cobrar.

—Ah, bueno, entonces buena suerte. Habitación 31. No hay ascensor.

 

 

—¿Quién es? —preguntó la voz suspicaz de Renzo Russo a través de la puerta después de que Eva llamara a la puerta una vez y Ksenia otra, con mucha más energía.

—Eva.

Siguió un murmullo repetido, un ruido de sillas arrastradas, pasos agitados. En pocos instantes el murmullo aumentó de volumen hasta volverse una pelea densa en la que la voz masculina acabó por dominar a la femenina.

Ksenia perdió la paciencia y dio una patada en la puerta:

—¡Deja de gritar y abre, cabrón!

—Renzo, abre la puerta —añadió Eva en un tono más conciliador—. Solo hemos venido para hablar.

Finalmente la llave giró en la cerradura. En el umbral apareció el rostro pálido de Sonia. Los ojos rojos revelaban que había llorado. Se estaba comiendo una uña rota, con actitud nerviosa.

—¿Nos dejas entrar? —preguntó Eva, apartándola delicadamente.

Renzo estaba sentado en una silla de mimbre. De perfil a la puerta, fingía estar concentrado en un solitario de cartas.

La mujer sonrió con amargura a aquel torpe intento de evitarle la mirada.

—Renzo —le llamó, sin conseguir evitar un matiz de reproche.

El hombre se decidió a echar las cartas en la mesa y girarse hacia las recién llegadas.

—¿Qué coño hace aquí la viuda de Barone?

Eva alargó los brazos para tranquilizarle.

—Solo me han acompañado.

—Qué buenas damas de compañía has elegido. La usurera y la prostituta...

El golpe llegó de repente y le alcanzó en plena cara. Renzo sintió un incisivo que se rompía y un dolor bestial en la nariz.

—¡Joder! —masculló, llevándose las manos a la cara ensangrentada.

Ksenia estaba lista para atizarle de nuevo. En la mano derecha sostenía una sartén de cobre todavía envuelta en papel de embalar que, por suerte para Renzo, en parte había atenuado el impacto. Se lo había jurado a sí misma: nunca más permitiría que un hombre la ofendiera a ella o a cualquier otra mujer en su presencia.

—¡Para, por favor! —gritó Eva, que a duras penas aguantó el impulso de socorrer a su marido.

Luz agarró a Ksenia por la muñeca. En los ojos de la siberiana brilló otro relámpago de odio, pero luego bajó el brazo.

—¿Has preparado la maleta, Sonia? —preguntó la colombiana.

La chica asintió, mientras seguía mordiéndose las uñas.

—Cógela —le ordenó Luz. Sonia sacó la maleta de debajo de la cama y sin mirar a Renzo se dirigió hacia la salida con la cabeza bajada.

—La acompaño abajo —dijo Ksenia, dejando la sartén en las manos de su pareja.

La colombiana se quedó en el medio de la habitación.

Con una señal de la cabeza, Eva le hizo entender que podía dejarla sola con su marido.

—¿Estás segura?

Eva asintió, convencida. Luego entró en el angosto lavabo, eligió la toalla que le pareció menos sucia y la mojó. Cogió a su marido de la mano e hizo que se tumbara en la cama.

Le limpió la herida y se aseguró de que la nariz no estuviese rota.

—Haría falta un poco de hielo —murmuró. Miró a su marido y se dio cuenta de que todavía le tenía cariño, pero ya no le quería. Estaba a punto de preguntarle por qué lo hizo, por qué la había abandonado de esa forma, después de quince años de matrimonio. La respuesta llegó sola: porque estaba enfermo. Su verdadera culpa, como mujer y compañera de vida, había sido la de no haber querido afrontar el problema de su adicción al juego.

—Habrá centros para las personas en tu situación.

Renzo la miró con desprecio:

—¿Qué coño dices? ¿Qué situación? —gritó rabioso.

—¿Quién eres? ¿Qué quieres? ¡Vete, por Dios! Tú no entiendes una mierda, ¡nunca has entendido una mierda! Por lo menos antes tenías pasta. ¿Te has visto? Has venido a darme el coñazo solo porque Sonia es guapa y joven. Vete, anda.

Eva aguantó las lágrimas. Nunca lloraría delante de él. Se levantó, recogió el bolso que había dejado en el suelo.

—Si decides dejarlo, llámame y te ayudaré. Si no, no vuelvas.

—¿No te queda nada de dinero? —preguntó Renzo.

Eva cerró la puerta despacio y bajó al hall, donde saldó la cuenta de su marido. Luego alcanzó a las chicas que la esperaban en la calle.

Anduvieron en silencio hasta el bar de la estación, donde encontraron a la madre de Sonia, que las esperaba.

Cuando se fueron, madre e hija se estaban abrazando. Ksenia cogió la sartén de cobre de las manos de Luz y la tiró a un contenedor, luego se acercó a D’Angelo y la abrazó afectuosamente por los hombros.

—Te tengo mucho cariño, —susurró.

En el camino de vuelta, después de una hora de viaje por autopista, Eva rompió el silencio.

—Pero habrá una manera.

—¿Para qué? —preguntó Luz, que ahora estaba sentada a su lado.

—Para alcanzar una verdadera igualdad.

—¿Con quién?

—Con ellos, con los hombres.

—Es fácil, yo te doy algo y tú me das algo.

—Piensas como una puta.

—Oye, ¡cuidado con esa boca! —bromeó Luz, fingiéndose resentida.

—Es verdad, lo reduces todo a una cuestión de dinero. Yo estoy hablando de una relación paritaria, basada en el sentimiento.

—Claro —se metió Ksenia—. Como con ese

pájaro de tu marido.

—¿Y eso qué significa?

—¿Cómo lo decís vosotros? Una “decepción”.

—Gilipollas —replicó Eva con una media sonrisa.

—Total, los hombres siempre te engañan —objetó Luz, mirando por la ventanilla e imaginando a Félix planchando su camisa blanca—. A veces, aunque pasa muy de vez en cuando, hay alguno que parece un ángel.

De golpe Eva se echó a reír. Las amigas la miraron pasmadas.

—Una vez, era temprano por la mañana y todavía estábamos en la cama, Renzo se me acercó por detrás para que sintiera su erección matutina.

Luz y Ksenia se miraron divertidas.

La otra siguió con los ojos brillantes:

—Ríndete, me dice, te estoy apuntando con un calibre 20.

—Y según él —comentó Eva—, tenía que haberme excitado.

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