Ksenia

Ksenia


Capítulo 8

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Fuera del internado Sara la estaba esperando, a bordo del Mini Cooper. Estaba hablando por el móvil. Ksenia abrió el maletero y metió las cosas de Lourdes. Luego se subió al coche.

—Hoy es el día de las buenas noticias —anunció satisfecha Sara, arrancando—. Ha muerto Assunta Barone.

Ksenia creyó que iba a desmayarse. Luego respiró hondo.

—¿Asesinada?

—Sí, envenenada. A los socios no les debe de haber gustado su manera de llevar los negocios.

—Tú sabías que terminaría así, ¿verdad?

—Digamos que eso esperaba, y que he movido algunas piezas en esa dirección.

—Así que se acabó.

—Casi. Hoy tengo que entregar el famoso libro negro de don Carmine y las negociaciones se cerrarán. Ya nadie os hará daño.

—¿Y tú qué harás?

—Me dedicaré al arte de la venganza.

 

 

Dos meses más tarde, todos los comerciantes incluidos en la lista de los extorsionados por Antonino Barone, al levantar las persianas de sus negocios para empezar la jornada de trabajo, encontraron un sobre que contenía las joyas que habían tenido que dar en prenda. La lista era larga, medio barrio había tenido que llamar a la puerta del usurero. Apretando en la palma de la mano las perlas de su mujer, Aldo, el propietario de la tienda Moda Cómoda, especializado en pantuflas para ancianos, miró a su alrededor, pero solo vio a dos quinceañeros que llegaban tarde a clase, mientras corrían con la mochila en el hombro hacia el instituto técnico.

Manuela, la mujer del panadero Sergio, se metió el sobre en el bolsillo del delantal sin que su marido, que estaba arreglando el mostrador, la viera. Todavía no le había dicho que había empeñado el anillo con el rubí que le había regalado para sus bodas de plata.

Michele, el relojero, siempre desconfiado, volvió a bajar la persiana y a la luz de la lámpara de trabajo controló que el Rolex Daytona fuese realmente el que los Fattacci le habían arrancado de la muñeca para compensar dos pagos que faltaban.

Giò, el peluquero, lanzó un pequeño grito de felicidad al encontrarse en las manos el collar de diamantes de su madre. Dejó el sobre en la caja y corrió a llamarla para darle la increíble noticia.

Nadie habló. Los más religiosos pensaron en un milagro. Los jugadores, mintiéndose a sí mismos, juraron que nunca más lo harían. Los demás lanzaron una mirada furtiva al Passat de Eva D’Angelo, que acababa de encontrar una plaza de aparcamiento libre delante de la perfumería. Hacía meses que no encontraba aparcamiento tan fácilmente, la verdad es que era un día de suerte. Al levantar la persiana, Eva no encontró ningún sobre, como ya sabía. Pero quizás alguien, ese día, le ofrecería un capuchino en el Bar Desirè, que ahora gestionaba la viuda de don Mario.

 

 

Luz, ya totalmente recuperada, se había quedado en casa con la niña, que al día siguiente había cogido un resfriado jugando en el jardín de la nueva escuela. Después de haber convencido a Lourdes de que se tomara el jarabe para la tos, llamó a Ksenia, que hacía media hora que había salido.

—Lourdes todavía tiene un poco de fiebre y la estoy cuidando. Gracias a ti, tesoro.

El rostro de Ksenia se distendió en una sonrisa. Dejó el móvil en el bolsillo de su sudadera y siguió caminando. Aquella mañana no tenía ganas de encerrarse enseguida en la perfumería. Mientras decidía en qué dirección seguir el paseo, vio la entrada de un gimnasio. El cartel mostraba las distintas disciplinas que se practicaban allí. Las palabras «Gimnasia artística» la animaron a entrar.

En la entrada no había nadie, pero de dentro llegaba el típico eco de una instructora que dictaba a sus alumnas el ritmo de un ejercicio.

Al asomarse en el gimnasio, Ksenia sintió el olor de madera y sudor que la había acompañado durante toda su adolescencia. Se quitó la gabardina y los zapatos, cogió impulso y se lanzó en una rondada con flic, aterrizando con los pies juntos con un salto de carpa atrás. Un ejercicio ejecutado a la perfección, privilegio de las atletas que gozan de un equilibrio psicofísico casi perfecto. En el caso de Ksenia solo se trataba de serenidad. En el gimnasio reinó un silencio admirado. Su acrobacia había canalizado las miradas llenas de sorpresa y apreciación.

La instructora, una cincuentona atlética que llevaba un chándal negro ceñido, se le acercó sonriendo.

—Es usted un fenómeno.

—Gracias.

—¿Dónde lo ha aprendido?

—En Siberia.

—Ah, bueno, las del Este sois las mejores.

Era la primera vez que una extranjera le hacía un cumplido.

Paseó hasta la perfumería pensando en Lourdes. No era su hija, apenas la conocía y no quería cometer errores. Aquella preciosa niña tenía que olvidar y crecer con la cabeza llena de sueños y no de malos recuerdos.

La acogió la sonrisa de Eva, que ya estaba atendiendo a la primera clienta. Se giró hacia el escaparate, miró el tráfico, los transeúntes, y pensó que en los años siguientes esa sería su vida.

A media voz deseó en ruso buena suerte a la nueva esposa siberiana que aquel día llegaría a Italia.

Y al traficante de mujeres que la acompañaba le deseó la venganza de sus víctimas.

 

 

 

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