Ksenia

Ksenia


Capítulo 6

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Capítulo 6

Sara se plantó debajo de casa de Luz. Media hora más tarde Ksenia salió con una bolsa de basura y fue hacia el contenedor. Cuando dio la vuelta se la encontró de frente.

—Hola, ¿te acuerdas de mí?

—Claro, de la perfumería, hace unos días.

—Tengo que hablar contigo.

—¿De qué?

—De Assunta Barone, Marani, los hermanos Fattacci.

Ksenia empalideció.

—Ya no tengo nada que ver con esa gente —dijo con un hilo de voz.

—Eso crees tú, pero ellos no opinan lo mismo.

La siberiana levantó las manos para protegerse.

—Déjame en paz —negó, alejándose—. Ya no pueden tocarme.

—Volverán a hacerte daño —dijo Sara en tono decidido—. La única forma de que te salves es escuchándome.

—¿Y tú quién eres? ¿De la policía?

—Solo soy una víctima. Una de las tantas de la banda Barone.

—¿Tú también les debes dinero?

—No, pero los hermanos Fattacci me violaron por orden de tu exmarido —contestó—. Y a ti te pasará algo peor.

—Me estás asustando —protestó Ksenia, cada vez más nerviosa. Pensaba que estaba a salvo y, en cambio, ahora salía aquella tía que la arrastraba otra vez al horror del pasado.

—Por tu bien —rebatió Sara, indicando su coche—. Solo te pido que me escuches.

—Podemos hablar aquí. No te conozco.

—Aquí nos verán. Los Fattacci te controlan y el riesgo es demasiado grande para ambas.

—De acuerdo, entonces llamo a mi amiga y vamos a mi casa. Escucharemos juntas lo que tengas que decirme.

—¿Luz? Si quieres, pero no me parece una buena idea.

—¿Por qué?

—Estás en guerra, Ksenia. Cuantas menos personas implicadas, mejor.

—¿Qué quieres decir? No te entiendo.

—Tienes que confiar en mí y venir conmigo —contestó Sara yendo hacia el coche.

La siberiana miró a la mujer. No parecía peligrosa. Suspiró y la siguió.

Unos veinte minutos más tarde, Ksenia observaba asqueada la silla atornillada al suelo, las anillas, la cama y las cadenas con candados.

—Todo esto es para ti —dijo Sara—. Te quieren secuestrar y traerte aquí para violarte y torturarte. Porque tú sabes algo que quieren saber o tienes algo que quieren recuperar. Y no tienen la más remota intención de dejarte en casa con tu Luz. Tu último destino es una fosa sin nombre.

La siberiana se derrumbó. Una crisis histérica de manual. Sara la calmó y la sacó del gimnasio. Luego la llevó a su refugio.

¡La perrera estaba vacía!

Esta era la atroz verdad que los hermanos Fattacci habían descubierto. En vano el guardián había intentado explicarles que desde hacía cinco o seis años los activistas proanimales seguían adelante con una batalla que había terminado pocos días antes con la adopción de los últimos dos perros recluidos.

—¿Pero qué coño dices? A nuestro perro se lo llevaron ayer.

El guardián, que estaba furioso, puesto que ya estaba a punto de perder su trabajo, se encogió de hombros, sacudió la cabeza y se dio la vuelta diciendo que se equivocaban y que hacía meses que ya nadie llevaba un perro allí.

—¡Mentiroso!, —gritó Graziano.

—¡Confiesa que has vendido a mi perro!

Con todo el peso de sus noventa quilos se lanzó encima del guardián agarrándole del cuello y arrastrándole por el suelo.

—¡Oh!, —fue la última palabra que este pronunció antes de que Fabrizio le diera de lleno en los testículos con la bota y Graziano le arrancara un trozo de oreja de un mordisco.

—¡Parad!, —gritó la mujer del guardián desde la ventana de la garita. Luego fue corriendo a llamar a los carabinieri.

Fabrizio fue a por el bate de béisbol que llevaban en el maletero mientras Graziano seguía dando puñetazos como martillazos en el costado y los riñones del guardián, gritando:

—¿A quién se lo has vendido? ¡Confiesa, cabrón!

Fabrizio gritó a su hermano que se apartara. Graziano dejó la presa y el otro golpeó al guardián en las piernas, dos, tres, cuatro veces, hasta que oyó el ruido del hueso rompiéndose.

Graziano volvió a la carga y saltó encima de la espalda del pobre hombre, que se había desmayado del dolor.

Fabrizio escupió sobre el cuerpo inerme.

El Hummer se fue escopeteado levantando una nube de polvo, aunque la huida quedó interrumpida a poco menos de un kilómetro, cuando se cruzaron con dos patrullas de carabinieri que les bloquearon el paso en medio de la carretera. Los policías salieron empuñando sus pistolas y a los dos energúmenos no les quedó otra que dejarse enmanillar.

—Este es mi escondite secreto —explicó Sara a Ksenia—. Aquí vengo para curar mis heridas. Las que se ven y las que tengo dentro y duelen más. Es la primera vez que un desconocido entra aquí, pero creo que pronto descubriremos que tenemos mucho en común.

Encendió el equipo de música y como siempre la voz de Mary J. Blige llenó la habitación: «I wanna talk to the ladies tonight, about a situation I’m pretty sure, y’all will be able to relate to, trust me».

La siberiana observaba Roma desde las ventanas del ático.

—¿Quién eres?, —preguntó de repente—. Y no me contestes que solo eres una víctima.

Sara se le acercó para que la mirara bien a los ojos:

—Busco venganza.

—Yo estaba convencida de que la había obtenido y de haberme librado de Assunta Barone. Y, en cambio, ella solo ha fingido ser derrotada.

—Es una mujer muy peligrosa y cruel.

Ksenia frunció los labios en una mueca amarga.

—Y perversa. Ella y Antonino me han violado desde el primer día que llegué a Roma.

Sara le acarició el rostro.

—Destruir cada elemento de la banda Barone es uno de mis objetivos.

—¿Hay otros?

—Mi venganza es un proyecto complejo, pero el objetivo que ahora tenemos en común es castigar a estos criminales.

—La justicia castiga.

—Aquí la ley y sus tribunales no tienen nada que ver. Estamos tú y yo. Y nuestra venganza.

—Tú estás loca. Solas no haremos nada. Y si no, fíjate: lo único que has conseguido es que los Fattacci te violaran.

Sara le indicó el sofá.

—¿Por qué no nos ponemos cómodas y hablamos?

—¿De planes fantásticos en los que dos jóvenes mujeres vencen a los malos?

—Yo no soy buena —rebatió Sara en tono duro—. No lo soy para nada y, de todas formas, nuestra fuerza es la aparente vulnerabilidad. Estoy segura de que si te sientas en ese sofá, al final me darás la razón.

Ksenia accedió. Sara necesitaba información y supo hacer hablar hábilmente a la siberiana, que se lo reveló todo. También sobre la muerte de Barone, la caja fuerte, la agenda de los extorsionados y el misterioso librito negro de Antonino, el chantaje a Assunta y a Pittalis. Ksenia se sentía aliviada: enmarcar los hechos con racionalidad le había ido bien.

Sara, en cambio, estaba radiante. Apretó fuerte las manos de la siberiana.

—No tienes ni idea de qué armas tenemos en nuestras manos para derrotar a la banda Barone.

—¿Y cuáles son?

—La lista de los extorsionados, pero sobre todo ese extraño cuaderno negro al que no has sabido dar un significado.

—Lo he hojeado una decena de veces y no he entendido nada.

—Barone hacía de hucha a alguna organización, y ese es el registro de las entradas y salidas.

Ksenia tuvo una sospecha.

—¿Cómo lo sabes si ni lo has visto?

—Hace mucho que voy detrás de los Barone. Hasta he sido camarera en el Bar Desiré para estar cerca de esa carroña.

—¿Eres tú la que trabajaba allí y luego desapareció? Eva me ha hablado de ti.

Sara mudó su acento a propósito.

—Esa era yo: Mónica, la barriobajera. Los Fattacci me han castigado por haberle dicho a ese imbécil del marido de Eva que estuviese al loro porque las tragaperras estaban trucadas.

—¿Por lo menos Sara es tu verdadero nombre?, —preguntó Ksenia, impresionada por la facilidad con la que Sara había interpretado el papel de la camarera.

—Puede ser. Los nombres no cuentan para nada.

La siberiana cambió de tema.

—Tengo que hacerte una pregunta. ¿Por qué son importantes la agenda y el cuaderno y no las fotos y las cartas de amor de los hermanos Barone?

—También lo son, seguro —contestó Sara—. Pero tienen que ver con la vida personal de Assunta y no con la actividad criminal de la banda.

—Pero para Assunta tienen un valor incalculable, ¿verdad?

—Claro. Estoy convencida de que ha organizado tu secuestro para recuperarlas. Está preparada para torturarte y obligarte a revelar dónde las escondes. Y sobre todo está lista para eliminarte, puesto que no puede permitirse que nadie descubra ese secreto inconfesable.

Ahora Ksenia tenía la percepción exacta de su ingenuidad. Y estaba asustada.

—Estaba convencida de que tenía en sus manos a aquel monstruo y, en cambio, era ella la que mandaba.

—Pero con lo que te has llevado puedes hacerle daño, mucho daño. Coge ese libro —añadió, indicándole un pequeño volumen ya abierto.

—Virgilio, Geórgicas —leyó Ksenia—. ¿Quién es?

—Un poeta latino. Lo estudié en bachillerato. Hay dos versos subrayados.

—«Apresar con lazos a las alimañas, y rodear con perros los grandes bosques» —leyó Ksenia con voz incierta.

—Apresar con lazos a las alimañas, y rodear con perros los grandes bosques —repitió Sara con más énfasis—. Es lo que tenemos que hacer.

La siberiana miró fijamente su sonrisa con un guiño. No entendía el sentido de esos versos y Sara se lo aclaró.

—La venganza es como la caza. Se necesita frialdad. Y una estrategia paciente. Además, en la venganza, la imaginación no tiene límites. Úsala. Estás en la condición de infligirle a Assunta Barone sufrimiento en estado puro.

—¿Bastará para pagarme lo que ella me ha hecho?

—No. La venganza siempre es aproximativa. Por eso tiene que ser necesariamente cruel, implacable —contestó—. Perdonar es más eficaz, porque si consigues echarte todo a tus espaldas, al final estás en paz contigo misma.

—Gente como esa no puede ser perdonada —dijo Ksenia.

—Entonces pega fuerte, chica.

Eran las diez pasadas. Desde hacía casi dos horas Luz estaba a oscuras mirando pensativa por la ventana, preguntándose por qué Ksenia estaba tardando tanto y además sin avisar. Todavía no había tenido la oportunidad de hablar del nuevo piso ni de su conversación con la madre Josephina. Se dirigió a la estatua fluorescente de la Virgen de Lourdes, rezando para que no le hubiese pasado nada. Luego vio el Mini Cooper que se paraba en doble fila a la altura del portal. Del lado del acompañante bajó Ksenia. Estuvo un segundo más charlando con alguien a quien Luz no pudo distinguir. Sin embargo, vio las manos apoyadas en el volante. Manos de mujer.

Ksenia fue rápidamente hacia el portal. Luz se puso a esperarla en el centro de la habitación, pero la puerta quedó cerrada y silenciosa. Volvió a la ventana jugando nerviosamente con sus manos. El Mini todavía estaba ahí. Un minuto después oyó la puerta de la calle cerrándose y vio a Ksenia volver al coche y entregarle algo al conductor a través de la ventanilla. Tuvo la tentación de bajar y enfrentarse directamente con la situación, pero, a pesar de estar furiosa, se obligó a esperar. Al cabo de algunos segundos el Mini se alejó.

Al darse la vuelta para volver a casa, Ksenia levantó la mirada y se cruzó con la de Luz. Se quedaron mirándose fijamente durante algunos largos segundos.

—¿Quién era esa?, —preguntó Luz nada más su pareja entró en el piso.

—Una de la agencia inmobiliaria. Para el piso de calle Lusitania.

—¿A estas horas?

—Hemos ido a tomar algo. Es simpática y a lo mejor nos ayudará con la propietaria a rebajar el alquiler.

—En el anuncio ponía «No agencia».

—Sí, pero la propietaria mientras tanto ha preferido coger una…

La bofetada golpeó a Ksenia de improviso. Delante de ella vio a una tigresa a punto de clavarle los dientes.

—Me han follado de todas las formas, me han llamado de todas las maneras, pero nunca, ¡nunca he permitido que me trataran así! —La voz de la colombiana se deformó en un lamento desgarrador.

—¿Por qué me haces esto?

Ksenia vaciló. Intentando sostener esa mirada tan desilusionada y dolorida, pensó que tenía que ignorar las sugerencias de Sara y contárselo todo. ¿Qué sabía ella de Luz y de ella, de su juramento de fidelidad y complicidad? Estaba a punto de hablar cuando Luz se giró de repente y fue hacia la ventana. Metida en la vorágine de sus pensamientos, Ksenia no había oído el aullido de la sirena.

Alcanzó a Luz en el alféizar y vio la ambulancia con las luces encendidas. Dos camilleros bajaron corriendo y abrieron las puertas traseras.

Luz tuvo un mal presentimiento y se precipitó hacia la puerta, dejándola abierta de par en par detrás de ella. Subió corriendo las escaleras y llamó al timbre.

—¡Está abierto!, —gritó Félix desde dentro.

La colombiana entró y vio el cuerpo menudo de Angelica Simmi tumbado en la alfombra del salón y a Félix agachado que le practicaba la respiración boca a boca.

Ksenia llegó un segundo después y rápidamente fue a abrir el portal con el botón del interfono. El médico de la unidad móvil dijo que no había tiempo que perder. Angelica estaba en plena crisis respiratoria y había que practicarle una traqueotomía. Preguntó a Félix si estaba capacitado para ayudarle. Las dos mujeres fueron alejadas y se quedaron en el rellano en trepidante espera. Después de unos diez minutos la puerta se abrió y los camilleros empujaron hacia las escaleras la camilla con Angelica tumbada en ella.

—¿Está viva?, —preguntó Luz.

—Sí —contestó Félix.

—¿Sobrevivirá?

El anciano enfermero, visiblemente afectado, no supo contestar.

—¿A dónde la llevan?

—Al hospital San Giovanni. Voy con ella.

Luz asintió:

—Nos vemos allí.

Mientras esperaban un taxi en la calle, Luz se echó a llorar.

Ksenia la abrazó fuerte.

—Por favor, amor mío, no hagas eso —murmuró dulcemente.

Siguiendo la intuición que la había fulminado durante el recorrido de la recaudación, Assunta había despedido al conductor dejándolo después del último camión ambulante y se había puesto a conducir, rastreando por lo menos tres barrios en busca de Teresa. Había batido todos los lugares donde hubiese sido posible encontrarla, los portales de los edificios que de día eran despachos o bancos y pasado el atardecer se transformaban en camastros improvisados y malolientes. Había aparcado el coche para luego ir andando por las callejuelas que había por detrás de plaza Venezia, debajo de los pórticos de plaza Augusto Imperatore, por las calles adyacentes a la estación Termini. Venciendo la repulsión por el olor nauseabundo, había despertado a dos indigentes que dormían al lado de un cajero, ambos envueltos en sacos de dormir malolientes. Había probado en el comedor de Caritas. Había dado buenas propinas a falsos discapacitados, borrachos, yonquis. Nada. Nadie la había visto aquella noche ni nunca. Furibunda, había vuelto al barrio rastreándolo calle por calle. Nada. ¿Dónde vivía aquella maldita bruja? Y si era verdad lo que sospechaba, es decir, que Antonino le entregaba a ella el «tesoro» envuelto en papel de periódico, ¿dónde lo escondería? Por supuesto Assunta no podía pedir ayuda a nadie en aquella absurda búsqueda porque, si su intuición era correcta, volvería a adueñarse del capital necesario para impedir que el bastardo de Manfellotti la jodiera para siempre. Todo cambiaría, hasta con los D’Auria y cualquiera que intentara poner en duda su posición. Tenía que encontrar a la loca, a toda costa. Pero no esa noche, maldita sea. Ya había oscurecido y no tenía sentido buscar más. Assunta decidió renunciar. Estaba cansada, sentía en su piel el hedor de toda aquella escoria y necesitaba ducharse y cambiarse. Puso el intermitente para cambiar de sentido y justo cuando estaba a media maniobra la vio. Empujaba su cochecito con aquella andadura extraña, agachada hacia adelante, como si tuviera que aguantar un inexistente viento en contra. Assunta completó la maniobra y aparcó el coche en batería, subiendo con las ruedas delanteras a la acera. La siguió con pasos amplios, empujada por la excitación. Después de unos cincuenta metros se dio cuenta de que el ímpetu la estaba traicionando. Se había acercado demasiado y si la loca se diera la vuelta la vería. Se detuvo fingiendo llamar al timbre de alguien y, restablecida la justa distancia, siguió caminando, adecuando su paso al de Teresa, inexorablemente lenta. Incluso cuando la distancia se alargaba demasiado, conseguía verla gracias al turbante de gasas que todavía envolvía la cabeza de la indigente. El trayecto duró cinco, quizás seis minutos, hasta que Teresa cogió un pequeño pasaje en calle Merulana. Assunta se sorprendió. Conocía aquella calle, que antes tenía hasta un acceso privado y que llevaba a un laberinto de callejuelas tranquilas y elegantes cerca del Coliseo y la Domus Aurea.

«¿A dónde coño vas?» se preguntó más que nunca perpleja.

El cochecito iba dando trompicones sobre los adoquines y el efecto hizo sonreír a Assunta. Parecía que Teresa estuviera maniobrando un martillo neumático. La vieja loca giró primero a la izquierda y luego a la derecha, hasta que llegó a su destino: un edificio sobriamente burgués de época umbertina, en plaza Iside. Escondida tras una esquina, Assunta abrió los ojos de par en par al ver que Teresa abría la puerta y metía dentro su cochecito con un gesto natural.

Assunta esperó dos o tres minutos hasta que vio una luz encenderse en la segunda planta y Teresa abrió las cortinas. Así que vivía ahí, en un piso con un alquiler de como mínimo mil euros al mes. ¿Cómo podía ser? ¿Cómo podía esa idiota que vivía rebuscando en los contenedores permitirse un alojamiento como ese?

A menos que Antonino se encargara de ello, a cambio de un secreto que duraba desde hacía quién sabe cuándo.

A la mañana siguiente Marani llegó al Bar Desiré jadeante y con cara de preocupación.

—Vale que en esta empresa no hay que fichar —empezó ella en tono cortante—. Pero teníamos una cita hace más de una hora y todavía no ha llegado nadie. ¿Dónde diablos están los Fattacci?

Sereno se dejó caer en la silla.

—Son justo ellos el motivo de mi retraso —contestó mortificado—. Me ha contactado un policía, amigo de Pittalis, que está en nuestro libro de deudores.

—¿Y qué?

—Me ha dicho que los detuvieron ayer en Rieti por haberle dado una paliza al guardián de la perrera.

El rostro de la mujer se volvió lívido de rabia.

—¡Otra vez con ese maldito perro!, —susurró—. ¿Y quién los ha autorizado a dejar el barrio? Han abandonado la vigilancia de la siberiana. Darles órdenes a esos dos es como hablar con la pared.

—Fabrizio y Graziano son buenos chicos, pero desde que se les han llevado a Terminator se les ha ido la olla.

—Es asunto suyo. Es más, es asunto tuyo, Sereno, porque es evidente que no eres capaz de gestionarlos.

El recaudador suspiró.

—Les voy a dar un jabón que se van a acordar.

—Dar un jabón… Mi padre también usaba esta expresión. Marani, ya te lo he dicho: eres viejo e inadecuado —lo insultó con maldad—. ¿Ya has hablado con el abogado?

—Sí. Dice que tendrían que salir en libertad provisional en un par de meses.

—¿Dos meses por darle un par de manotazos al guardián de la perrera?

—Lo han molido a palos. Los juzgarán por lesiones graves. Esta vez no hay posibilidades de que los absuelvan.

Assunta ya tenía bastante. Se levantó y se fue. El recaudador la siguió con la mirada hasta que desapareció tras una esquina.

La época dorada de Antonino Barone ya era un tenue recuerdo. Ahora reinaba Assunta y él no le caía en gracia. Y eso que también había matado al pobre Pittalis, para ella.

Sara había seguido la discusión desde la pequeña terraza. Guardó el telescopio, preocupada por la ausencia de los hermanos Fattacci. Llamó a Ksenia.

—¿Todo en orden?

La siberiana quería decirle que había pasado la noche en el hospital donde Angelica estaba ingresada con pronóstico reservado y que se sentía una mierda por haberle mentido a Luz. Pero se limitó a contestarle que todo iba bien.

—¿Has visto a los Fattacci?, —preguntó Sara.

—No, y no están abajo. Estoy segura.

—Puede que hayan cambiado de coche —objetó Sara.

Llamó al móvil de Graziano Fattacci, pero el usuario no estaba disponible. Entonces resucitó a Mónica y llamó al Bar Desiré.

—¿Cómo está, don Mario?

El hombre la reconoció enseguida.

—¡Zorra infame, furcia! No sabes en qué líos me has metido con los hermanos Fattacci y también con Assunta.

—¿También?

—Sí, también. Tienes que devolverles el perro, esta historia me está arruinando. Ahora esos dos brutos están en el calabozo, pero cuando salgan el circo volverá a empezar. Por tu culpa le tengo que pedir a mi hija cincuenta mil euros.

—¿Por qué están en la cárcel esos dos animales?

—Por tu culpa, con el bulo de que Terminator estaba en la perrera de Rieti. Los Fattacci han ido y cuando el guardián les ha dicho que no estaba lo han mandado al hospital.

La mujer colgó y comprobó la noticia en internet. Era verdad. No consiguió aguantar la risa. Corrió a informar a Ksenia.

—Entonces puedo estar tranquila un tiempo —dijo la siberiana.

—No, tienes que tener más cuidado que antes. Assunta no puede estar sin protección. Se procurará los servicios de otros esbirros.

Sara tenía razón. Assunta se subió a un taxi y se hizo llevar a la calle Gallia, hacia San Giovanni, donde entró en una tienda de artículos para el hogar. La propietaria, una mujer de unos cincuenta años llena de joyas como una santa el día de la procesión y maquillada como una prostituta, estaba elogiando la belleza de una vajilla a una joven pareja que estaba eligiendo su lista de boda, cuando vio a Barone y le hizo señal de ir a la trastienda. Las dos jóvenes dependientas ocupadas con otros clientes ignoraron totalmente su presencia. No conocían la identidad de aquella elegante señora que de vez en cuando llegaba y se apartaba con Carmen Lo Monaco, la dueña, pero habían percibido perfectamente el riesgo de satisfacer la más mínima curiosidad al respecto. Carmen les pagaba más que en cualquier otra tienda, las trataba bien y también era buena y simpática, pero podía volverse cruel y mala si una no estaba en su lugar. La habían visto en acción más de una vez y por nada en el mundo querían que se convirtiera en su enemiga.

Una parte de la trastienda había sido transformada en un cómodo salón. Assunta lo conocía bien: abrió la pequeña nevera y se sirvió una bebida.

La propietaria la alcanzó al cabo de unos diez minutos. Se besaron en las mejillas.

—Siento lo de Antonino —dijo Carmen—. Quería ir al entierro, pero ya no puedo ir a ningún lado sin que algún imbécil me haga una foto con el móvil y acabe en Facebook.

—No te preocupes. Fías hecho bien en no dejarte ver.

—Cuando vaya a limpiar la tumba de mi madre pasaré a dejarle flores.

—Gracias, Carmen. Es todo un detalle por tu parte.

La mujer metió una cápsula en la máquina del café.

—¿En qué puedo ayudarte?

—Tengo que contratar a dos chicos listos.

—¿Para un trabajo puntual o algo más duradero?

—Empleo de duración indeterminada y con posibilidad de ascenso: estoy reorganizando la empresa.

Carmen bebió el café.

—Tengo a las personas adecuadas —dijo después de un rato—. Pero son tres.

Assunta Barone se encogió de hombros.

—No es un problema. ¿Quiénes son?

—Expolicías, los echaron por abuso de autoridad. Y se las han apañado bien —explicó—. Uno manda y los otros dos obedecen. Preparados, corajudos, con los conocimientos adecuados por un lado y por el otro. Te los aconsejo porque son una pequeña banda autónoma, hacen de todo.

—¿Edad?

—Entre treinta y cinco y cuarenta.

—No son de los que quieren mandar, ¿verdad?

Carmen alargó los brazos.

—Son hombres. Siempre lo intentan. Te toca a ti mantener la correa corta.

Assunta se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—Los espero esta noche en la marisquería de la calle Tunisi para tomar un aperitivo.

—Sé que nunca pones pegas por el dinero, pero tengo que avisarte de que mi comisión ha aumentado.

Assunta se dio la vuelta y sonrió.

—Lo daba por descontado.

A la mañana siguiente el sol secaba lentamente las calles y los edificios del barrio empapados por la lluvia que había caído sin cesar durante toda la noche. Por primera vez Assunta Barone se había presentado en el Bar Desiré sin toques de negro en la ropa. El detalle no se le había escapado a Marani, el cual esperaba que el fin del luto incidiera positivamente en el humor de la jefa. La mujer apenas le saludó y esperó fumando a que don Mario le sirviera un café y un cruasán.

Sereno intentó entablar una conversación, pero ella le paró con un gesto de la mano. El recaudador emprendió la retirada y Sara, que había observado la escena desde la terraza de su piso a través de las lentes del potente telescopio, pensó que aquella mujer tenía mucho en común con su difunto hermano. Eran odiosos de la misma e idéntica manera. Intentó imaginarla mientras violaba a Ksenia y la rabia le estalló en la garganta como un conato de vómito. El cuento de la viuda de Antonino Barone la había perturbado y la noche anterior se había quedado despierta durante un largo rato reflexionando sobre su proyecto de venganza, que conllevaba paciencia y racionalidad, cualidades que conciliaban mal con la urgencia de justicia de las víctimas. Sabía que no tenía alternativas, aunque ciertos días el peso de esas decisiones era más difícil de soportar. Se concentró en la llegada de un tipo a bordo de una moto grande, que miró bien a su alrededor antes de aparcar, quitarse el casco y cuchichear brevemente por el móvil. Un par de minutos más tarde le alcanzaron otros dos tipos en una moto del mismo modelo y color.

Sara vio enseguida que se trataba del nuevo brazo armado de la banda que sustituiría a los hermanos Fattacci y dejó el telescopio para coger su cámara fotográfica, disparando con el zoom una serie de primeros planos de los desconocidos.

Marani también llegó a la misma conclusión. Enseguida quedó claro que Assunta había querido dar un salto de calidad. Aquellos tres parecían espabilados y tenían la edad adecuada para no cometer errores. En comparación, los Fattacci eran una parodia insignificante. De un simple vistazo distinguió al jefe. Tenía poco más de cuarenta años, físico delgado de asiduo jugador de fútbol sala y una actitud tranquila que inspiraba autoridad. El rostro era agradable y podía engañar si no se observaban con atención los labios finos y los ojos demasiado juntos, que denotaban que aquel hombre podía ser peligroso y cruel. El recaudador intuyó que nunca tendría ningún poder sobre ellos. Al revés. Su carrera en la banda Barone terminaba en ese momento: la perversa de Assunta le había tomado el pelo. Había matado a Pittalis para convertirse en un pez gordo y, en cambio, tenía que contentarse con barrer dinero, lo único que había demostrado que sabía hacer. Sintió un pinchazo en la boca del estómago y enseguida se tomó un Almax.

Assunta aceptó los saludos deferentes de los tres tipos con una sonrisa complacida y los invitó a sentarse a su mesa. Cuchichearon durante un largo rato. De vez en cuando el que había llegado primero se levantaba y, fingiendo estirar las piernas, observaba la situación para captar eventuales curiosos y espías.

Sara apreció el nivel de profesionalidad y mandó rápidamente las fotografías por correo electrónico a Rocco Spina.

Cuando los tres se fueron con sus motos, Marani pensó que Assunta ni se había molestado en presentarlos. Tragándose sus últimos residuos de orgullo, se levantó y se acercó a la mujer.

—Sustituirán a los hermanos Fattacci, ¿verdad?, —preguntó.

—Siéntate —ordenó Barone—. Nunca has sabido llevarlos y pensándolo bien no eres muy bueno, Sereno. Antonino te había puesto en el lugar adecuado y ahí volverás.

—Esto lo había entendido solo, doña Assunta —rebatió el recaudador con amargura.

—Bien. Entonces no hay nada más que añadir.

Sereno Marani se levantó, murmuró algo a propósito de nuevos clientes a los que tenía que visitar y se alejó. Volvió a su casa y se refugió en la habitación, cerró los postigos y se quedó a oscuras, compadeciéndose.

Su mujer, molesta por su presencia a aquella hora de la mañana, que ella normalmente dedicaba a tomarse varios vasos de licor de Ciociaria en paz, se vistió y se fue a ver a su hermana.

En cambio, Sara recibió un correo con noticias sobre los tres nuevos esbirros de la banda Barone.

El jefe se llamaba Egisto Ingegneri, había empezado una brillante carrera en la policía de Roma que se había interrumpido abruptamente cuando había acabado en el calabozo junto con sus fieles subalternos, Manlio Boccia y Saverio Cossa, acusados de corrupción. En la práctica habían armado una banda de soborno a comerciantes del centro histórico. Dinero para obtener a cambio concesiones y tratamientos de favor en caso de abusos inmobiliarios y cambios de destino de uso de locales. Esta rentable actividad se había terminado cuando había aparecido la camorra y algunos comerciantes, protegidos por los nuevos jefes, se habían decidido en denunciar a Ingegneri y sus subalternos.

Los tres no habían admitido nada a pesar de la cantidad de pruebas recabadas por los investigadores, y después de un poco de clamor mediático el asunto se había desinflado también desde el punto de vista jurídico. Los imputados, después de un período no demasiado breve de arresto domiciliario, habían conseguido que les cayeran condenas leves. El amigo de Sara estaba convencido de que alguien intervino en su favor, quizás por el temor de que la cárcel despertara el deseo de revelar algo a los magistrados.

Sara, después de una cuidadosa búsqueda en internet para encontrar noticias sobre el caso, llamó a Ksenia.

—Como había imaginado, Assunta ha encontrado a unos sustitutos para los Fattacci —anunció—. Y estos son aún más peligrosos.

—Siempre tienes la capacidad de asustarme —se rio nerviosa la siberiana—. ¿Qué tengo que hacer?

—Ha llegado el momento de tu venganza. Golpea sin piedad, amiga mía. De lo demás me encargo yo.

Ksenia entró en el piso donde había vivido con Antonino Barone. El olor era nauseabundo. La montaña de comida que había dejado en el suelo del salón después de haber vaciado las neveras y los congeladores se había podrido. La carne estaba llena de larvas y grandes moscas panzudas que volaban por todas partes. La chica se ató un pañuelo en la cara. Todavía tenía mucho que hacer. Cogió la caja de herramientas del trastero y las usó para destripar butacas, sofás y colchones. Con un martillo enorme se cebó en las puertas de los muebles y la cristalería. Un cúter afilado le fue útil para reducir a pequeñas tiras las cortinas y la ropa colgada en los armarios. Se ensañó sobre todo con el traje de novia que Antonino le había hecho llevar el día de la boda. Dos horas más tarde el piso era un cúmulo de escombros. Solo entonces Ksenia llamó a Assunta con el móvil del hermano.

La mujer acababa de subirse a un taxi para ir a casa de Teresa y estaba más decidida que nunca a descubrir el misterio de la loca del cochecito, cuando el móvil empezó a sonar. En la pantalla parpadeaba el nombre de Antonino. La siberiana pedía audiencia, pensó con desprecio.

—¿Qué quieres?

—He decidido devolverte los recuerdos de tu historia de amor con tu Antonino del alma.

Assunta apretó los ojos para controlar la rabia.

—¿Y eso?

—Porque huelen mal, están podridos y son asquerosos como tú.

—¿Dónde y cuándo?

—En diez minutos en casa de Antonino. También te devolveré las llaves.

—Allí estaré.

—Ven sola, si no, estas bonitas fotografías con tu hermano volarán por la ventana.

Assunta interrumpió la llamada sin contestar y ordenó al conductor que diera la vuelta.

Ksenia sonrió. Cogió las fotografías y las cartas que documentaban la historia de amor entre los hermanos Barone y las puso con cuidado en la montaña de carne podrida. Luego aunó todas sus fuerzas y se quedó esperando mientras tenía en las manos un bote de alcohol y un mechero.

Assunta salió del ascensor y se quedó un instante delante de la puerta entreabierta. Luego, con un gesto decidido, la abrió de par en par.

El hedor la embistió como una ola. Se tambaleó observando la destrucción que ya reinaba en la entrada.

—¡Ksenia!, —gritó preocupada.

—Estoy aquí, en el salón —anunció la siberiana, echando el líquido inflamable en el montón de basura.

Barone se tapó la nariz y la alcanzó. Ksenia señaló con el dedo índice al suelo.

—Está todo ahí —dijo mientras prendía fuego a los desechos.

Assunta gritó. De dolor y desesperación. Luego se tiró de rodillas sobre aquel cúmulo horrible intentando salvar algún recuerdo, sin hacer caso a las quemaduras de las manos. Parecía una loca.

—Antonino mío, Antonino querido, ¡qué nos han hecho!

A sus espaldas la siberiana miraba fijamente la escena con la calma glacial de quien saborea la venganza. El trasero de Assunta estaba tan a la vista que no pudo evitar darle una patada formidable, tirándola al suelo y obligándola a zambullirse en la podredumbre. Luego se fue, seguida por los gritos de su exdueña.

El ascensor estaba ocupado y bajó por las escaleras. Encontró a algunos vecinos que, atraídos por el jaleo, habían salido al rellano.

—Es Assunta Barone —explicó.

—Todavía está muy triste por la muerte de su hermano. Yo no, era un hombre asqueroso.

Cuando salió vio a Sara que la estaba esperando. Con una señal de la cabeza y una sonrisa le hizo entender que todo había salido bien. Sara se dio la vuelta y ella se fue a casa, decidida a darse una ducha.

Dejó correr un largo rato el agua caliente por su cuerpo. Estaba contenta de que Luz en ese momento estuviera en la perfumería con Eva. Prefería estar sola. Estaba conmocionada por sensaciones extrañas y advertía la necesidad de saborearlas y entenderlas.

Sara se subió al coche y llegó hasta su refugio. Como siempre el primer pensamiento fue para la música de Mary J. Blige, que invadió discretamente cada esquina del ático: «No drama, no more drama in my life, no one’s gonna make me hurt again».

Se sentó en el escritorio repleto de fotocopias que Ksenia le había entregado, llenas de apuntes hechos a lápiz con su caligrafía pequeña y nerviosa.

Rocco Spina llegó poco después. Le mostró la bolsa de una charcutería.

—Pollo y patatas con romero.

—Qué triste —rebatió ella, sacudiendo la cabeza—. No tienes remedio.

Sin embargo, nada más cerrar la puerta le besó y le arrastró al sofá. Le desabrochó el cinturón y se la metió en la boca. Luego se puso a horcajadas sobre él y se la hizo deslizar en su interior con lentitud. Empezó a moverse sin prisas. Se echaron a reír cuando los dedos de él se enredaron intentando desabrocharle el sujetador.

—A lo mejor me enamoro —susurró Sara—. Cuando todo termine.

Él la miró fijamente, sorprendido. Era la primera vez que oía pronunciar unas palabras tan comprometidas. Hubiese querido decirle que estaba loco por ella, pero prefirió besarla. A Sara no había que forzarla de ninguna manera. Era ella la que conducía el juego, y Rocco estaba resignado a esperar.

Más tarde, analizando los negocios de Barone, ella dijo:

—Actuaré en dos días.

—¿Y eso?

—Tengo que darle a Assunta tiempo para recuperarse.

—¿Qué le ha pasado?

Sara sacudió la cabeza.

—Cosas de mujeres. Cosas que no tienen que ver contigo.

Rocco suspiró.

—A veces eres un auténtico coñazo, ¿lo sabes?

—Y tú eres tonto —lo increpó ella—. ¿Te acabo de decir que durante dos días no saldré de casa y tú me tratas de esta forma?

—¿Me estás invitando a quedarme a dormir?

—Qué va, ¿estás loco? Cada uno duerme en su casa.

—Mañana te tocará lasaña y rollo de carne —anunció él, vengativo.

—Tendré que hacerme a la idea.

El dolor en las rodillas era insoportable, pero Assunta Barone no tenía la menor intención de abandonar el reclinatorio desde el que estaba pidiendo perdón, ayuda y apoyo al hermano que seguro que velaba por ella.

—Dame fuerzas, Antonino. Dame fuerzas en nombre de nuestro amor —susurraba entre un rezo y otro, intentando mantener juntas las manos vendadas.

Al haberse quedado sola, quemada y sucia en aquella casa destruida y profanada, se había visto obligada a pedir ayuda a Carmen Lo Monaco, y la amiga le había enviado un marimacho de unos cincuenta años que había llegado con dos grandes bolsas.

«Costará cinco mil euros», le aclaró después de haber examinado la situación.

«De acuerdo, no hay problema».

La tipa había asentido y sacado lo necesario para limpiarla, curarla y acicalarla con ropa barata que, en otras ocasiones, Assunta Barone no hubiese llevado por nada del mundo. La mujerona se había demostrado eficiente y profesional. Y silenciosa. Assunta había apreciado la total ausencia de preguntas.

La había llevado a casa a bordo de un viejo coche. Del parasol asomaba una imagen de San Alejo de Roma, de lo que había deducido que la mujer era cristiana ortodoxa.

«¿No serás rusa?» explotó Assunta, pensando en Ksenia.

«No», contestó la mujerona. Y la conversación terminó ahí.

Sofocó un gemido y empezó a recitar el rosario, aunque su mente estaba ocupada por otros pensamientos. No podía ir por ahí en esas condiciones y tendría que aplazar el placer de tener a la siberiana a su disposición. No entendía por qué había querido desafiarla de esa forma. La zorra no tenía ni idea del dolor que le había infligido quemando los recuerdos de la historia de amor con Antonino. Assunta se dio cuenta de que ninguna de las torturas que le infligiría podría hacerle pagar el daño sufrido, el inconmensurable suplicio que aquella asquerosa le había procurado.

Llamaría a Egisto Ingegneri y Marani, avisándoles de que tenía que salir de Roma durante unos días. Sin embargo, se quedaría encerrada en casa rezando. Tenía que ir a ver a una persona y seguro que no se daría cuenta de que llevaba las manos vendadas.

No consiguió terminar el rosario. De repente se desmayó y se cayó junto al reclinatorio. Cuando recuperó el sentido, el dolor en las rodillas se había vuelto insoportable. Se arrastró hasta la cama y pasó una noche insomne. La ofensa que había sufrido quemaba como el fuego de San Antonio.

Al día siguiente se puso la ropa que le había dado la marimacho, se ocultó el pelo bajo un pañuelo y los ojos detrás de un par de grandes gafas de sol y se alejó un par de manzanas antes de llamar un taxi para que la llevara a plaza Iside, donde vivía Teresa la Loca.

Assunta echó un vistazo a los interfonos. En la placa de cobre del que probablemente era el piso de la mujer se leía el apellido «Mezzella». Llamó y esperó con impaciencia.

—¿Quién es? ¿Quién es?, —preguntó una voz inquieta que reconoció inmediatamente. Era la chiflada del cochecito de bebé.

—Soy la hermana de Antonino.

Teresa se rio, feliz.

—Pasa, querida, pasa.

Assunta se metió en el portal y subió las escaleras con pasos rápidos. La loca la esperaba en el umbral, frotándose las manos por la excitación.

—Lo has entendido a Antonino, lo has entendido finalmente.

No. Assunta no había entendido nada. Se dio cuenta cuando vio en el salón lleno de viejos muebles polvorientos un pequeño altar dedicado al hermano, con decenas de velas. En el centro destacaba una foto enorme de Antonino de joven, rodeada de estampas religiosas y otras imágenes de su adolescencia en Abruzzo. En un par de ellas, él y la loca, que Assunta no tardó en reconocer, estaban juntos y se abrazaban.

—¿Quién eres?, —preguntó Assunta.

—Clelia —contestó con complicidad—. ¿Lo has entendido a mi Antonino?

—¿Tu Antonino?

—Mi novio, sí. Luego nació el niño, pero estaba muerto y mi cabeza se ha vuelto loca. Pero Antonino ha sido muy bueno y me ha mantenido cerca de él. Siempre ha pensado en mí. Sí, sí y otra vez sí. Siempre bueno con su Clelia.

Assunta estaba trastornada. Su queridísimo hermano le había escondido ese secreto durante años y con extraordinaria habilidad.

—¿Dónde está el dinero?

—Antonino no quiere que hable de eso con nadie.

—Antonino ha muerto.

Los ojos de la pobre loca se llenaron de lágrimas.

—No es verdad —rebatió poco convencida—. Volverá. Siempre vuelve. Clelia es importante, la más importante.

Assunta la tiró al suelo de un empujón. Estaba harta de escuchar aquella sarta de mentiras. Ella y solo ella era importante para Antonino. Salió del salón y empezó a registrar el piso. La presencia del hermano era obsesiva. Fotografías y velas por todas partes. Un armario en el trastero custodiaba una caja fuerte alta y estrecha. Casi se pone a dar saltos de alegría.

—¿Dónde está la llave?

Clelia se traicionó, llevándose la mano al cuello.

—Pídesela a Antonino.

Barone sonrió mientras se acercaba.

—Pero tú también tienes una copia, ¿por qué si no, cómo ibas a poder meter todos esos paquetitos envueltos en papel de periódico?

La loca asintió.

—Lo has entendido, a mi Antonino.

Assunta le arrancó la camisa, dejando al descubierto un cuello delgado y arrugado del que colgaba una cadenita de oro con una llave.

Clelia intentó huir, pero Assunta era más joven, más fuerte y rabiosa. Le puso las manos vendadas alrededor del cuello y empezó a apretar. Clelia se defendió débilmente, pero pronto cayó al suelo, permitiendo a su asesina inmovilizarla y acabar con ella.

Después Assunta le arrancó la cadena y se adueñó de la llave. Solo en ese momento se dio cuenta del pequeño colgante que representaba a San Justino de Chieti. Aguzó la vista para leer las palabras grabadas en la parte posterior: «De Antonino a su Clelia».

Levantó la mirada al cielo.

—Antonino, ¿cómo has podido? ¡Hasta un hijo hiciste con este callo!

Lanzó una mirada asqueada al cadáver y se prometió seguir en el cementerio la conversación con su hermano. Ahora tenía asuntos más urgentes que atender.

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