Ksenia

Ksenia


Capítulo 4

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Sara comprobó los nombres en los interfonos y fue una sorpresa descubrir que en ese edificio vivía el matrimonio D’Angelo-Russo, que llevaba la perfumería. La habían violado por haber intentado avisar al marido de que las máquinas estaban trucadas. Luego el gilipollas se había pirado para no enfrentarse a Barone y había dejado a su mujer hasta arriba de mierda. ¿Pero qué hacían la viuda del usurero y la colombiana en casa de Eva? ¿Una simple visita de cortesía? La presencia de los Fattacci sugería otra cosa.

No había dudas: el asunto era muy interesante.

Eva tenía los ojos hinchados por el llanto. Llevaba una bata con un buen corte, pero estaba tan abatida que le quedaba caída de hombros. Parecía envejecida. Había hecho acomodar a Ksenia y Luz en el salón sin ofrecerles nada y sin ni siquiera preguntarles el motivo de su visita improvisa.

—Hoy ha vuelto la madre de Sonia, la dependienta que se ha fugado con Renzo, mi marido —empezó a contar—. Está desesperada, pobrecita, quiere que la ayude a convencer a la chica para que vuelva a casa, ¿pero qué puedo hacer yo? Estoy sola aquí, con la tienda, en esta casa vacía…

—¿Tu marido ha dado señales de vida?, —preguntó Luz.

—¡Claro! Ha llamado para saber si era verdad que Barone ha muerto. Me ha preguntado si la situación estaba más calmada.

—¿Y tú qué le has contestado?

—Que estaba todo bien, que le perdonaba. Le he rogado que volviese y él me ha dicho que solo quería saber de las deudas, y que no piensa volver —Eva se tapó la cara con las manos y se echó a llorar—. Qué vergüenza, cómo me he humillado… Ni me ha preguntado qué tal estaba.

Luz se levantó del sofá y la abrazó.

—Ya verás como todo irá a mejor, Ksenia tiene algo que decirte. En mi nombre también.

—Hemos decidido aceptar tu propuesta para ser socias de la perfumería.

El rostro de Eva se iluminó.

—¿Así que ya no corres peligro?, —preguntó a la siberiana.

—No —contestó con decisión la chica—. Vuelvo a ser dueña de mi vida.

—Yo también —intervino Luz—. Dejo mi profesión.

Una hora más tarde Ksenia y Luz volvieron a casa cogidas de la mano. Sara las acompañó vigilando discretamente su seguridad. Enseguida entendió que estaban juntas, y a pesar de que era irremediablemente heterosexual, las envidió por la intensidad del sentimiento que compartían.

Al otro lado de la ciudad, otra mujer, cuyo destino por distintas razones se entrelazaba con el de Ksenia, Luz, Eva y Sara, no pensaba para nada en el amor, mientras observaba al fiel Marani que excavaba una fosa a la luz de los faros del coche.

—Me parece suficientemente profunda —dijo el hombre jadeando.

—Excava, Sereno, excava —rebatió Assunta—. No querrás que un día salga a flote un hombre que todos creían perdido por la estepa siberiana.

—Pero si aquí construirán un edificio de diez plantas, tirarán cemento. ¿Quién quiere que lo encuentre?, —protestó el hombre.

—¿No serás que ya estás mayor, Sereno?, —le provocó Assunta.

—¿En qué sentido?

—Te quejas demasiado para tener un espíritu adecuado para mandar y tener responsabilidades.

—Se equivoca, doña Assunta, soy más listo y rápido que alguien de treinta años.

—Entonces excava.

Marani tuvo un ataque de nostalgia de Antonino. Eran cada vez más frecuentes. Pensó que en esa fosa cabrían tranquilamente dos. Y fue en ese momento que entendió lo que pasaba por la cabeza de Assunta. Qué estúpido había sido al entregarle la pistola que habían cogido por el camino. Formaba parte del pequeño arsenal de la banda, escondido en la trastienda de un mecánico de bicicletas arruinado por el juego. Levantó la cabeza de golpe y vio el cañón de la pistola apuntando a su cabeza.

—Cuando piensas con tu cerebro haces tanto ruido que se oye hasta aquí arriba —se rio la mujer.

—¿Me quieres matar?, —balbuceó él.

—No —contestó Assunta—. Pero ahora estás en la mejor posición para contestar a una pregunta concreta: ¿tienes algo que ver con la muerte de Antonino?

—No —dijo Sereno con una vocecita estridente—. Estaba fuera recaudando y acabé tarde. Hay un montón de personas que pueden dar fe de ello. ¿Y además no fue Pittalis el que jodió a Antonino?

—Claro. Pero quizás no estaba solo.

—Yo no tengo nada que ver, doña Assunta.

Ella bajó la pistola.

—Lo sé. Pero no fuiste capaz de proteger a mi Antonino.

—¿Y quién se imaginaba algo parecido? Su hermano era el dueño del barrio, todos le tenían miedo.

—Y a partir de mañana los Barone volverán a reinar.

El temblor de las manos y las piernas era evidente y el hombre fue obligado a sentarse en el borde de la fosa para recuperar el aliento, mientras que Assunta fumaba mirando fijamente la oscuridad.

Pittalis llegó puntual. Las luces largas de su coche iluminaron a la futura amante en compañía de Marani. Lello, receloso, detuvo el coche a unos cincuenta metros, apagó las luces y bajó.

—¿Por qué has venido con Sereno?, —gritó.

—Una simple precaución —rebatió Assunta—. Después de la muerte de Antonino me cuesta confiar en ti.

—No podemos discutir ciertos temas delante de él.

—Tienes razón. Ven aquí, déjate cachear y él se alejará. No oirá ni una palabra.

Pittalis era un hombre listo y prudente, cualidades que le habían permitido traficar con mafias despiadadas como la siberiana. En otro contexto se hubiese pirado, pero enfrente tenía a dos personas de las que no podía temer nada: una mujer y Marani, que no era para nada un hombre de acción. Disipó sus dudas y sospechas y volvió a subirse al coche para llegar hasta ellos.

—Perdona, Lello, ten paciencia —masculló Sereno, incómodo mientras le cacheaba.

—Ningún problema, ahora lo aclararemos todo.

—Está bien —anunció Marani.

En la mano de la mujer se materializó una pistola. Pittalis tuvo que apretar los ojos para verla bien a la luz de los faros.

—Salta dentro de la fosa —ordenó Assunta.

—¿Estás de broma?

Marani empezó a empujarle con fuerza.

—¡Judas!, —gritó Lello.

—No me obligues a disparar —susurró la mujer, apretándole el cañón contra la mejilla.

Pittalis obedeció. Todavía estaba convencido de poder resolver la situación.

—Hablemos, Assunta, y te convencerás de que soy tu mejor amigo y aliado.

—De acuerdo —consintió—. Aléjate, Sereno, me encargo yo.

El recaudador obedeció y desapareció en la oscuridad.

—A mí no me importa nada de lo que hacías con tu hermano, eran asuntos vuestros —empezó Pittalis, intentando mantener un tono de voz sosegado—. Yo quiero ocupar el lugar de Antonino en tu vida. Necesitas a un hombre que cuide de ti.

La mujer puso su dedo índice en el gatillo. Tenía ganas de disparar.

—Nunca nadie podrá ocupar el lugar de mi Antonino —susurró con rabia.

—De acuerdo, no he dicho nada —rectificó rápidamente el hombre—. No le contaré a nadie lo que sé. Seré tu servidor más fiel, te haré ganar montañas de dinero.

Assunta estaba cansada de escuchar aquella sarta de gilipolleces.

—Devuélveme lo que te has llevado y seré clemente.

—Y o no me he llevado nada.

—Los recuerdos de Antonino y míos. Los que estaban en el piso de Parioli.

—No había nada. He mirado en todas partes.

—¿Por qué eres tan tonto, Lello? Así no me dejas opción.

El hombre se arrodilló.

—Te lo juro, Assunta. La siberiana me ha dado las llaves después del entierro y he ido corriendo al piso, pero solo he encontrado una polla de goma.

Pittalis siguió balbuceando, pero la mujer había dejado de escucharle. El detalle del momento en el que las llaves habían cambiado de manos le había hecho entender que aquella putilla los había engañado a los dos.

Todo lo que confirmaba su historia de amor con Antonino ahora estaba en manos de Ksenia, y el motivo era claro. La chica que ella había usado a su gusto pensaba que estaba segura, convencida de poder chantajearla. Pero ella no hubiese soportado nunca vivir sin los recuerdos que la ataban a Antonino, y pondría a hierro y fuego la ciudad entera para volver a tenerlos. Sobre todo, Ksenia no había entendido que ella no podía dejar con vida a cualquiera que conociera aquel secreto. Y que matarla le procuraría un placer infinito.

—Sereno —gritó la mujer.

El recaudador llegó. Respetando las órdenes, se había alejado lo suficiente para no oír ni una palabra. Tenía la intención de vivir muchos años.

Assunta le entregó la pistola.

—Mátalo.

—No, Sereno, ¿qué haces?, —suplicó Pittalis, empezando a lloriquear como las numerosas jóvenes a las que había engañado, pegado y violado.

La mano de Marani no era muy firme, pero por la distancia no podía fallar.

—Lo siento, Lello, pero tengo que hacerlo —balbuceó—. ¿Quieres rezar antes?

—¡Dispara!, —ordenó Assunta Barone.

Y finalmente el recaudador se decidió a apretar el gatillo. Una, dos, tres veces. Pittalis cayó, con las piernas dobladas por debajo del cuerpo.

La mujer se lanzó contra Marani, obligándole a recobrarse de la furia de los disparos.

—¡Gilipollas!, —le insultó—. ¡Ese cabrón ha matado a mi hermano, nos ha robado un montón de dinero y tú le preguntas si quiere rezar!

—Se lo dije, doña Assunta, yo no soy capaz de matar.

—Y, en cambio, al final, también te has manchado las manos de sangre.

—Tranquila, nunca lo olvidaré.

—Tengo nuevas órdenes para la siberiana —anunció la mujer—. Diles a los Fattacci que quiero saberlo todo sobre ella. Qué hace, a quién ve. Y luego que encuentren un lugar seguro y tranquilo donde podamos tenerla unos días.

—Lo haré.

—Bien. Ahora tapa la fosa y luego deja su coche abandonado en el parking del aeropuerto de Fiumicino. El tuyo te lo devolveré mañana.

Sereno cogió la pala y empezó a echar tierra sobre el cadáver de Pittalis. Cuando Assunta se fue, se echó a llorar.

Assunta Barone se duchó, se secó y cepilló su larga melena. La situación se estaba precipitando. Ocuparse de Pittalis y de la siberiana era un desgaste de energías que no podía permitirse, pero no había tenido opción. La rabia, el dolor y el odio le impedían razonar con lucidez y se dio cuenta de que actuaba por instinto, sin un plan establecido.

Tenía que reunir fuerzas para concentrarse en la búsqueda del tesoro de Antonino, que además era suyo. El hermano hacía de banco para dos organizaciones y no disponer de dinero en efectivo podía llegar a ser muy muy peligroso. Es más, letal. El día siguiente Assunta tendría que pedir un favor importante y no sería fácil. Fue a la habitación y se dejó caer en el reclinatorio del siglo XVII que Antonino le había regalado sabiendo lo devota que era su hermana de la Virgen María. Apretó entre los dedos el rosario plateado. Ahora que su querido hermano ya no estaba, necesitaba desesperadamente el consuelo de la oración.

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