Kraken

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Sexta parte » 81

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Los restos de la quema se atenuaron. La luz del fuego había desaparecido. Solo el resplandor de cubetas fluorescentes.

Algo un poco arrugado

cantaba y se derretía

y

Se produjo un reajuste de desarrollo en tromba. Una curación imperfecta, pero curación. Un sellado inmenso que hizo época. Londres con la piel regenerada. El fuego abrasó y luego se fue.

Y en la nueva piel estaba Billy, justo a tiempo. Había un Billy. Billy exhalándose a partir de algo, e inhaló, trémulo de alivio. Estaba en una sala.

* * *

Los especímenes de Darwin estaban a salvo. Billy los tocó, uno por uno, estirando sus manos atadas a la espalda. Recorrió con los dedos la superficie de acero donde jamás hubo un

Architeuthis. El diminuto mnemophylax observaba desde debajo de su campana de cristal. Su cabeza de hueso seguía sus movimientos.

Nada había desaparecido. Billy pensó aquello con total exactitud.

Sabía con una extraña precisión que en todas sus recientes aventuras, cuyas especificidades eran levemente difusas, allí, en esa sala, nunca había habido ningún animal críptido gigante. El ángel de la memoria rodó sobre su minúscula base y negó con la cabeza de calavera. Billy se rió y no estuvo muy seguro de por qué. Había un piromante que estaba vivo y esperando a su hija, porque no había nadie, ni lo había habido nunca, que hubiera podido chantajearlo amparándose en ella. El tiempo se notaba un poco crudo. La amenaza a la que Billy había vencido en esa sala, y había sido funesta, no había involucrado a nadie, ni había existido. Se rió.

El cielo estaba distinto. Billy podía sentirlo más arriba del tejado. Distinto de lo que no había sido. Ya no había presión. El fin del mundo, un final auténtico, era solo una posibilidad remota entre tantas.

Faltaban detalles. A esas alturas Billy era ya lo bastante astuto, después de todo, como para saber lo que eso podía significar. Había una cicatriz de quemadura en la historia. Seguía oliendo a quemado. Definitivamente, Billy descendía del simio y, en última instancia, de los peces del mar.

Se topó con la mirada del mnemophylax desde el otro extremo de la estancia, cuenca de ojo a ojo. Pese a no poseer un rostro maleable, habría dicho que le estaba devolviendo la sonrisa. Se revolvió y escribió, con sus diminutos dedos, en el interior del cristal…, no sabría decir qué. Abrió y cerró la boca. Era memoria. Sacudió la cabeza. Se llevó el dedo, no más grueso que un pelo, a los inexistentes labios. Sus huesecillos cayeron, su calavera se acomodó sobre un vacío, se transformó en un tubo de ensayo con los desperdicios de algún espécimen.

Billy se sentó en el acero sobre el que no había estado ningún gran molusco. Se sentó como si él mismo fuera un espécimen. Se preguntaba qué habría sido aquello tan ardiente que no había sido vencido. Esperó a lo pudiera suceder, a quienquiera que fuera a encontrarlo.

Fueron Baron y Collingswood los que llegaron, por fin, a la sala. No echaban de menos a ningún compañero, pensó Billy, con cautela. Nunca habían tenido a un tercero en su equipo, aunque a menudo se ponían un poco juntos entre sí, un poco cerca de la pared, como si quisieran quedar enmarcados con otra presencia. Recordaban lo suficiente, y sabían que algo había ocurrido, que se había acabado.

Billy se puso en pie y saludó con las manos esposadas. Los policías removieron los cristales rotos, el conservante derramado, los restos de especímenes diseminados, diseminados por nadie.

—Billy —dijo Baron.

—Ahora ya ha pasado, creo —dijo Billy. Se miraron un momento—. ¿Dónde está Simon?

—Se fue —dijo Collingswood.

Baron y Collingswood se murmuraron algo.

—A la mierda —dijo Collingswood. Soltó las esposas de Billy.

—¿Cuál es el crimen? —le dijo Baron a Billy—. Estuvo a punto de trabajar para mí. ¿Qué animal? Aquí nunca ha habido ninguno.

Señaló con el pulgar hacia la puerta.

—Lárguese —le dijo, sin acritud.

Billy sonrió despacio.

—No habría sido… —empezó a decir. Collingswood lo interrumpió.

—Por favor —dijo—. Por favor, váyase al cuerno. Se le ofreció un empleo hace un tiempo y lo rechazó.

—Bajo las circunstancias que fueran —dijo Baron.

—Es probable que hayamos perdido a un hombre —dijo Collingswood—, pero siempre nos faltó un hombre.

Se sorbió la nariz. Lo miró pensativa.

—Las quemaduras no curan bien —dijo—. La cicatriz siempre parece un poco derretida. No se puede montar un pollo por esas pequeñeces, Billy.

Billy extendió la mano. Baron arqueó una ceja y se la estrecho. Billy se volvió a mirar a Collingswood, que estaba en pie, en un extremo de la sala. Ella le hizo un gesto con la mano

—Oh, Billy, Billy, Billy —dijo. Sonrió y le guiñó un ojo—. Tú y yo, ¿eh? ¿Qué hemos hecho?

Le tiró un beso rápido.

—Ya nos veremos —dijo—. Hasta el próximo apocalipsis, ¿eh? Me conozco a los de tu calaña, Billy. Nos vemos.

Se despidió con la mano. Él no desobedeció.

* * *

Billy recorrió los pasillos, rutas que se conocía bien, y por las que no había pasado desde hacía semanas. Arrastraba los pies. Salió del Centro Darwin y volvió a penetrar en una noche aún plagada de peleas frenéticas, robos y profecías heréticas, aunque cada vez más épicamente mansas, dudosas de sus propias ansiedades, inseguras de por qué les parecía que era una última noche, cuando era evidente que no lo era, y que nunca lo había sido.

* * *

En la sala del tanque, Baron estaba garabateando en su libreta.

—De acuerdo —dijo—. Caramba, para ser sincero, no sé cómo vamos a poner esto por escrito. ¿Vamos, Collingswood?

Hablaba resueltamente y no la miró a los ojos.

Ella hizo una pausa antes de responderle.

—Voy a solicitar un traslado —dijo.

Se cruzó con la mirada consternada de Baron.

—Ya es hora de que haya otra célula de la UDFS, jefe. Jefe.

Pronunció esta última palabra marcando unas comillas con los dedos en el aire.

—Voy a por el ascenso. —Collingswood sonrió.

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