Kraken

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Sexta parte » 66

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—Marge no está en casa. No recibe sus mensajes. Y no sé qué hacía allí, en el doble juego. Así que ¿qué quiere que hagamos?

Collingswood se tambaleaba a causa de la oleada de funebridad que una vez bautizó con el nombre de «Panda». El sobrenombre no perduraba en su mente en aquellos días aciagos.

—Se nos ha ido todo un poco al traste, ¿eh, jefe? Ahora ¿qué?

Contención era lo único que podían esperar en una noche como esa, con tantas pequeñas guerras en marcha. Solo podían intervenir donde fuera posible, impedir algunas carnicerías, resolver provisionalmente algunas consecuencias. La locura de lo que (¿qué?; ¿el sufrimiento de algún kraken, quizá?) parecía haberlo infectado todo. La misma ciudad se estaba despedazando a sí misma.

De modo que Collingswood no hizo la pregunta por elucidación (entrando a las ruinas de la morada de la Piedra de Londres, las señales inequívocas de que allí se había producido un crimen, aunque lo único que pudieran hacer fuera entablarlo y pasar página), sino para dejar patente que Baron no había respondido. Él estaba en la puerta, mirando el interior y moviendo la cabeza de lado a lado con la estudiada templanza de la que Collingswood se había acostumbrado a ser testigo en su trabajo. Por toda la estancia había agentes cepillando cosas y fingiendo estar buscando huellas dactilares, protocolos convencionales cada vez más ridículos. Miraron a Baron para ver si iba a decirles qué debían hacen.

—Maldita sea —dijo, y la miró con las cejas arqueadas—. Esto pasa un poco de castaño oscuro.

Ni de coña, pensó ella. Se cruzó de brazos y esperó a que dijera algo más. Esta vez no. Estaba tan acostumbrada a leer su falta de interés, sus apartes, sus pacientes esperas a que surgieran propuestas, como si estuviera actuando de forma pedagógica, como señales de que no había nada que pudiera perturbarlo, como síntoma de un control absoluto de la acción policial, que reaccionó no solo con sorpresa, sino también con rabia, al caer en la cuenta de que no tenía ni idea de qué hacer.

¿Cuándo fue la última vez que sugeriste algo, lo que sea, joder?, pensó. ¿Cuándo nos dijiste lo que teníamos que hacer? Para vergüenza de Baron, lo obligó a mirarla a los ojos, y lo que vio en lo más hondo de ellos, como un faro lejano, era miedo.

¿koliwood? Se sacudió de encima la vocecilla como si le molestara el pelo. No tenía ninguna necesidad de que Baron supiera que Jeta, su amiga la cerdita fantasma, estaba con ella.

—Bueno —dijo Baron por fin. Tal vez alguien que no lo conociera desde hacía tiempo se lo hubiera tragado. Habría creído que estaba tranquilo—. ¿Todavía no sabemos nada de Vardy?

—Ya me lo ha preguntado. Se lo he dicho. No.

Vardy había ido a hablar con Cole, dijo, para tantearlo. Eso era lo último que sabían todos. No podían localizarlo, ni tampoco a Cole. Baron asintió. Apartó la vista y luego volvió a mirar.

—Fue idea suya que atrajéramos el condenado fin del mundo con un señuelo; fue él quien suspendió lo que estaba haciendo y alteró las fechas —dijo Baron.

—Espere un segundo, ¿usted cree que fue él el que se pasó un día con la puta cabeza metida en el astral, convenciendo a las constelaciones para que aceleraran un poco el paseo? —dijo—. Y un cojón fue él, que me puso a mí a hacerlo.

—Está bien, vale. Pensé que la idea era sacar a todo el mundo de su madriguera, y ya lo creo que lo consiguió.

—Yo creo que nunca he estado segura al cien por cien de cuál era exactamente la puñetera idea, jefe.

—Quizá sea lo bastante bueno como para unirse a nosotros —dijo Baron.

—Yo me voy —dijo Collingswood.

—¿Cómo?

—Ya no puedo ayudar a los mamones de Londres. Me voy. Afuera.

Señaló en una dirección aleatoria. Se oía el jaleo de la noche.

—He estado pensando. Sé qué es lo que se me da bien y sé lo que puedo conseguir. ¿La información sobre esto de aquí? Eso no. Me trajeron demasiado pronto. Se suponía que tenía que enterarme. Era un puto reclamo falso.

Hizo una pedorreta.

—Soy policía —dijo—. Me voy a ejercer como tal. Vosotros.

Con tres señales reclutó a tres agentes. Todos ellos respondieron inmediatamente a su llamada. Baron abrió la boca como queriendo hacerla volver, luego se lo pensó.

—Creo que yo también voy —dijo.

—No —dijo ella. Y se fue seguida de su pequeño séquito.

Salió a la calle nocturna, pisando la entrada destrozada.

—¿Adónde, jefa? —le preguntó uno de los agentes.

¿Dónde vamos koliwood?, dijo Jeta.

Había estado intentando reunir a algunos amigos; si por ella fuera, Collingswood habría estado completamente rodeada de presencias amables. Pero ahora resultaba difícil captar su atención. A medida que se acercaba la hora en que se acababa lo que fuera que tenía que acabar, las opiniones, voluntades, ánimos, intenciones animales y cuasi fantasmales que en tiempos mejores hubieran revoloteado a su alrededor se iban volviendo asustadizos, demasiado inquietos para ser de alguna ayuda. Tenía a Jeta, con su raro afecto porcino, y unas poquísimas funciones policiales difusas, demasiado vagas para servir de algo más que emitir palabras tan alargadas en su oído oculto que no podía estar segura de si eran palabras o imitaciones de sirenas, susurradas. «Bueno a ver, bueno a ver» o «Niinoo, niinoo», incesantemente. Solo ella, tres hombres, una cerda nerviosa y un propósito legítimo.

—Jeta —dijo. Los agentes la miraron, pero habían aprendido en recientes acciones de apoyo a la UDFS a no hacer preguntas del tipo «¿Con quién está hablando?» o «¿Qué coño es esa cosa?»—. Jeta, relájate un poco, dime dónde hay pelea. A ver qué podemos hacer.

kei koliwood algo

Collingswood pensó en Vardy, y lo que le vino a la mente fue un arrebato de ira y preocupación entremezcladas. Será mejor que estés bien, pensó. Y si lo estás, estoy que trino contigo. ¿Dónde cojones te has metido? Necesito saber qué es esto.

Aunque… ¿lo necesitaba? Lo cierto era que no. No habría cambiado mucho las cosas.

Se había pasado varias horas viendo grabaciones de circuito cerrado. Al igual que los radiógrafos, la UDFS sabía dónde mirar, cómo darles sentido a qué sombras, qué filtros encender para poner de manifiesto qué qués. Qué era un accidente en la imagen eléctrica y qué una bruja haciendo realmente saltar el mundo en pedazos.

Los rumores y la imagen roñosa llegaron de la mano de dos figuras sin intención de permanecer ocultas. Goss y Subby. Goss, completamente imperturbable frente a las reservas contra él, indiferente al daño, matando despreocupadamente.

«¿Dónde está mi jefe?», preguntaba a los que mutilaba, según atestiguaron los pocos a los que dejó con vida. «He contado hasta cien en el muro y ya es la hora del té, y él sigue por ahí, en el jardín, la tiita se está poniendo picajosa», y así. Tras una extraña y bendita ausencia, se estaba manifestando con su niño mudo por todas partes.

¿Acaso los colegas menos especializados de Collingswood pensaban que aquello se estaba convirtiendo en un día y una noche eternas de asaltos injustificados, feroces atracos y conducción temeraria? Tal vez se permitieran pensar en términos de guerra de bandas, balbucearan algo sobre caribeños o kosovares o lo que fuera, incluso con los informes acerca de los que, por lo que ella sabía, debían de ser refugiados del taller del Tatuaje (hombres y mujeres que vagaban arrastrando los pies, desnudos y modificados, con bombillas, diodos, altavoces y pantallas de osciloscopios incrustados) que horrorizaban a ciudadanos de a pie, cuyo argumentos de que debía de tratarse de un evento artístico solo podía sostenerse por un período limitado de tiempo.

Collingswood se apoyó contra la pared a fumar mientras sus compañeros inspeccionaban apresuradamente la ciudad en busca de líos como un cerdo a la caza de la trufa, para que ella pudiera hacer algo por cuidar de Londres. Era mejor que nada, pensaba. ¿En serio?, se preguntó a sí misma, y, Sí, en serio, se respondió.

* * *

El mundo volvió a tambalearse. Se sacudió, en el sentido de «ser golpeado», más que en el de «desprenderse de algo». Marge lo notó. No había vuelto a casa desde el Armagedón frustrado. Había sitios donde podías estar, si no te importaba demasiado. Ella no sabía si aún tenía casa, y si la tenía, dio por sentado que había dejado de ser segura, que había atraído la atención de la ciudad agonizante.

«You say it best, mmm, mmm it best». Boyzone no era uno de los favoritos del demonio del iPod, pero le estaba susurrando su versión al oído bastante animado. Ese era el tema que la había mantenido a salvo en el breve instante en que notó que la conciencia de mamífero hambriento de uno de los dioses había reparado en ella.

Estaba en su esquina de arribista de Battersea, donde había bares de copas que permanecían abiertos y exhibían, orgullosos, carteles de películas de serie B, y sentía el bum, bum del bajo de la música de baile a través de las puertas, a través de la acera y de sus pies. Había luces en las ventanas de las oficinas, gente que se quedaba trabajando hasta tarde, como si pasado un mes fueran a tener un empleo y el mundo fuera a seguir girando. Pandillas a las puertas de restaurantes de comida rápida y cafeterías que pasaban el rato como si no fuera ya más de medianoche, establecimientos que colindaban con los callejones que eran los conductos hacia la otra ciudad, que Marge podía oír, superpuesta a la incompetente imitación sobrenatural de la voz del cantante de Boyzone.

Las calles más pequeñas estaban tan iluminadas como las principales, pero eran furtivas. Un panorama de hechicería en degeneración, violencia y terror del más allá. Marge juraría que oía disparos a metros, a pocos metros de donde, entre risas, bebían los hipsters.

En realidad, estaba por encima del miedo. Simplemente se dejaba llevar, simplemente avanzaba. Procurando sobrevivir a la noche, que se le antojaba una última noche.

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