Kokoro

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Kokoro » El testamento de sensei

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La habitación de la señorita tenía una superficie de seis tatami y estaba detrás de la sala de estar. La señora a veces estaba en la sala de estar y otras veces en la habitación de su hija. Es decir, aunque había una línea divisoria entre esas dos estancias, en realidad era como si no hubiera separación entre ellas, y madre e hija ocupaban las dos piezas indistintamente. Si yo las llamaba desde fuera, la que siempre me contestaba era la señora, que decía:

—¡Adelante!

La señorita, aunque estaba presente, casi nunca me contestaba.

Había ocasiones también en las que la señorita entraba en mi habitación por algo y después se quedaba sentada hablando conmigo. En esos casos, mi corazón era invadido por una extraña turbación. No quiero negar que el hecho de estar sentado con una mujer joven frente a frente no sea de por sí turbador. Yo siempre empezaba a sentir una especie de agitación que me hacía sufrir con esta actitud tan poco natural en mí y que parecía traicionarme. Ella, en cambio, tenía un aspecto tan normal. Siempre mostraba una seguridad que no parecía corresponder con una joven que ni siquiera sacaba voz para cantar cuando tocaba el koto. Había veces que, después de estar bastante rato en mi habitación, pese a que su madre la llamaba y ella contestaba, no se levantaba tan fácilmente. Incluso, mis ojos percibían claramente que pretendía hacerme comprender que no era una niña.

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Cuando la señorita se iba, yo daba un suspiro de alivio. Pero al mismo tiempo, sentía una sensación de vacío acompañada del deseo de disculparme. Mi actitud era, pues, más bien femenina. Los jóvenes de ahora, si me hubierais visto, habríais pensado eso o algo peor. Pero los chicos entonces éramos así.

La señora casi nunca salía de casa. Si por alguna razón tenía que salir, jamás nos dejaba a los dos solos. ¿Lo hacía sin darse cuenta o deliberadamente? No sabría decirlo. Puede sonar un poco raro que diga esto yo mismo, pero observando bien a la señora uno podría pensar que intentaba ponerme cerca a su hija. Había ocasiones, sin embargo, en que parecía estar secretamente a la defensiva hacia mí. La primera vez que me di cuenta de esto, me sentí molesto.

Hubiera querido que la señora se decidiera claramente por una u otra actitud, pues pensándolo con lógica había entre ellas una franca contradicción. Todavía conservaba yo fresco el recuerdo del engaño de mi tío. No podía evitar, tal vez por eso, el pensar con profundo recelo sobre la actitud de esta mujer. Supuse que una de esas dos posturas era la verdadera y otra la falsa. Pero no veía nada claro cuál era cuál. Y no solamente no lo veía claro, sino que tampoco entendía la razón de un comportamiento tan extraño. Como no podía definir esa razón, me conformaba a veces pensando que era debido a su condición de mujer. «Las mujeres son así, son siempre tontas», pensaba yo. Mis pensamientos, al no poder hallar otra salida, siempre llegaban a esa conclusión.

Sí, era verdad, a las mujeres las menospreciaba, pero no podía pensar lo mismo de la señorita. Ante ella, mi lógica se estrellaba y perdía su sentido. El amor que sentía hacia ella rayaba en la fe. Esta palabra, «fe», suele utilizarse sobre todo en sentido religioso y te parecerá raro que la aplique a mi sentimiento por una mujer. Pero créeme: hoy creo firmemente que el verdadero amor no es muy diferente de la fe. Yo sentía que cada vez que miraba su cara, mi interior se embellecía. Cada vez que pensaba en ella, me invadía al instante una penetrante sensación de nobleza. Si el amor tuviera dos extremos, el bajo estaría en el apetito carnal y el alto en esa nobleza sublime. Ciertamente, mi amor había escalado hasta ese extremo y, aunque como humano no podía librarme de la carne, ni mi mirada ni mis pensamientos estaban en absoluto impregnados del olor de la carne.

Dentro de mí crecía la antipatía hacia la madre al mismo ritmo que aumentaba el amor hacia la hija. La relación entre nosotros tres, por lo tanto, se fue haciendo más complicada que al principio de mi estancia en esta casa. Pero ese cambio ocurría sólo en mi interior; en el exterior no se notaba nada.

Después, sin saber desde cuándo, empecé a pensar que yo había malinterpretado a la señora. Sus dos actitudes contradictorias tal vez, en realidad, no lo eran. Además, podría ser que su corazón no estuviera dominado por una y luego por otra, sino que ambas coexistieran al mismo tiempo. Es decir, aunque parecieran contradictorias, ella deseaba que su hija y yo nos acercáramos, si bien, por otro lado, sentía una natural alarma. Cuando se alarmaba, no olvidaba su otra actitud de desear que nos acercáramos. Comprendí que, simplemente, no deseaba sino que nos aproximáramos hasta la distancia que ella había determinado como correcta. Ahora bien, como yo no tenía ningún deseo carnal hacia su hija, pensé entonces que todas sus precauciones eran innecesarias y cesé de interpretarla mal.

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Sumando todas esas actitudes de la señora, llegué a la conclusión de que había conquistado la confianza de la familia. Incluso, descubrí que tal confianza se remontaba a nuestro primer encuentro. Yo, que entonces recelaba de todo el mundo, me sentía ahora totalmente aturdido por este descubrimiento. Di en pensar que las mujeres eran más ricas en poder intuitivo que los hombres y que, por esa misma razón, hay tantas mujeres engañadas en el mundo. Es divertido pensar que nunca se me había ocurrido analizar mi confianza en la señorita, basada ni más ni menos que en la intuición. Aunque había jurado en mi corazón no volver a confiar en nadie, yo confiaba absolutamente en esa joven. Sin embargo, me causaba asombro que la señora confiara en mí.

Si poco les contaba de mi pueblo, absolutamente nada les conté de aquel incidente. Sólo pensar en ello me producía malestar. Yo me limitaba a escuchar a la señora, sin contarle cosas mías. Pero ella, no contentándose con eso, deseaba saber a toda costa mis asuntos familiares. Al final, acabé contándoselo todo. Cuando les confesé que jamás volvería a mi pueblo por no quedarme allí más que la tumba de mis padres, la señora se mostró profundamente emocionada. La señorita lloró. Me sentí bien por habérselo contado. Me quedé alegre.

Después de haber escuchado toda mi historia, la señora actuaba como si su intuición sobre mí hubiera sido certera y pasó a tratarme como si fuera un pariente joven. Este trato no me desagradaba; antes bien, me resultaba divertido.

Pero no pasó mucho tiempo sin que mi recelo volviera a despertarse.

Empecé a sospechar de la señora por algo insignificante. A base de cosas insignificantes, sin embargo, la duda se va arraigando. No sé cómo, pero di en pensar que la señora trataba de acercarme a su hija en el mismo sentido que lo había intentando mi tío con la suya. En ese instante, la persona, que hasta entonces había sido un dechado de amabilidad, empezó a presentar rasgos de una intrigante astuta. Yo me mordía los labios.

La señora decía a todo el mundo que su interés en tener un inquilino en casa se debía a que se sentía muy sola. No es que creyera que mentía. Después de haber intimado y contarnos nuestros respectivos pasados, no lo dudada. Sin embargo, su economía en general no era nada del otro mundo y establecer un vínculo permanente conmigo no sólo no le resultaba indiferente, sino que era a todas luces deseable para sus intereses.

Así que, de nuevo, me puse en estado de alerta. Pero, ¿qué podría conseguir estando alerta hacia la madre y amando al mismo tiempo tan fuertemente a la hija? Me reí de mí mismo. Había veces en que me insultaba y me llamaba idiota. Pero si mis dudas se hubieran quedado ahí, no habría sufrido tanto.

La agonía comenzaba cuando me asaltaba la duda de si la señorita sería una intrigante como su madre. Si imaginaba a las dos maquinando todos los detalles y haciendo teatro ante mí, me invadía de repente la angustia y el sufrimiento. No era una sensación de disgusto, sino de un sufrimiento de vida o muerte para el que no había salida. Por otro lado, sin embargo, yo creía ciegamente en la señorita. Por eso, en un momento dado, me quedé paralizado, sin poder moverme, entre la fe y la duda. Ambos estados eran producto de mi imaginación, pero también de la realidad.

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Seguía asistiendo a clase en la universidad. Pero las clases que daban los profesores parecían sonar tan lejos… Cuando estudiaba, me pasaba lo mismo. Las letras, que me entraban por los ojos, se esfumaban como el humo antes de penetrar en la mente. Me volví más callado. Dos o tres amigos entendieron mal mi silencio y corrieron la voz de que había caído en una especie de estado de meditación filosófica. Lejos de tratar de deshacer el malentendido, me alegré de que me hubieran prestado una máscara tan conveniente. De todos modos, había ocasiones, por ejemplo cuando me acometían accesos de repentino jolgorio, en que me mostraba desequilibrado y mis compañeros se asustaban.

Las visitas de conocidos o parientes no abundaban en la casa donde yo vivía. Tampoco es que parecieran tener muchos parientes. A veces, venían compañeros de colegio de la señorita, pero casi siempre hablaban en voz tan baja que apenas podría saberse si estaban allí o no, y no tardaban en irse. ¡Cómo iba a saber yo entonces que hablaban tan bajo para no molestarme! En cuanto a los compañeros que a mí me visitaban, no es que fueran especialmente ruidosos, pero tampoco ponían tanto cuidado en no molestar a la gente de la casa. Así que el amo de la casa más parecía yo, y la señorita más parecía la inquilina.

Todo esto lo voy escribiendo como de pasada, según se me viene a la memoria, aunque la verdad es que no es nada importante. Pero hubo algo que sí lo fue. A veces se oía inesperadamente una voz masculina que venía de la sala de estar o de la habitación de la señorita. Era una voz de tono muy bajo, distinta a la de mis compañeros. Tan bajo era el tono que no se podía entender nada de lo que hablaba. El no entender me ponía nervioso. Primero, sentado con inquietud, pensaba: ¿será un pariente o un conocido? Y si es conocido, ¿de quién? Después seguía pensando: ¿será joven o mayor?

Sentado en mi habitación, era evidente que jamás podría responder a esas preguntas, pero tampoco podía levantarme así por las buenas y abrir la puerta y asomarme. Mis nervios, más que temblar, estaban a merced de las embestidas de grandes olas que me lastimaban. Después de irse este misterioso huésped, yo no dejaba de preguntar por su nombre. Y cada vez que lo hacía, la madre y la hija se limitaban a darme su nombre. Era indudable que mi expresión reflejaba decepción, pero tampoco tenía valor para exigir ninguna respuesta satisfactoria. ¿Con qué derecho iba yo a exigirles tal cosa? Además, ni el orgullo ni la dignidad, que me venían por la educación recibida, me lo permitían.

Pero, junto a eso, yo me presentaba ante ellas con una mirada que contradecía esa propia autoestima mía. Las dos se reían. ¿Es que se burlaban de mí? ¿O estaban simplemente siendo amables? Yo había perdido momentáneamente la calma necesaria para poder discernir la verdad. Cada vez que me hallaba en esa situación, no dejaba de repetirme mucho tiempo después en mi corazón esta misma pregunta: «¿Me estarán tomando el pelo?».

Disponía de toda la libertad del mundo. No necesitaba consultar con nadie si quisiera dejar los estudios o dónde vivir o si deseara casarme. Algunas veces, llegué a la decisión de hablar con la señora y pedirle la mano de su hija. Pero en esos momentos, me asaltaba la vacilación y no daba el paso. Y no era por miedo a ser rechazado. En el caso de que me rechazaran, no sé cómo iría a cambiar mi destino. Seguramente, habría tenido que ver el mundo desde otra óptica, para lo cual sí que tendría el coraje necesario. No, no era por eso. Era porque no deseaba pensar que estaban embaucándome. Odiaba ser manipulado. Después de haber sido estafado por mi tío, había decidido no volver a dejarme engañar nunca jamás, pasara lo que pasara.

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Observando que no compraba más que libros, la señora me aconsejó un día que me surtiese de más ropa. De hecho, tan sólo tenía quimonos de algodón que habían sido tejidos en el pueblo. En aquella época, los estudiantes no vestían quimonos de seda. Entre mis compañeros, había uno cuya familia se dedicaba al comercio en Yokohama y vivía a lo grande. Un día, su familia le mandó un chaleco de seda. Todos los compañeros se rieron y él, avergonzado, se apresuró a dar explicaciones. Acabó metiendo el chaleco en el fondo del arca para no ponérselo nunca. Pero entonces todos protestamos y conseguimos que se lo pusiera. Después, los piojos invadieron por desgracia el chaleco y un día, este compañero, seguramente encantado por el pretexto, cogió el chaleco, lo enrolló, se fue a pasear y lo tiró a una gran cloaca de Nezu. Yo ese día estaba con él y me quedé sobre el puente mirándole divertido. En ningún momento lamenté la suerte del chaleco.

De aquel incidente a entonces, yo había madurado. Pero todavía no me había hecho a la idea de surtirme de un quimono formal. Tenía la extraña noción de que tener ropa buena o empezar a dejarse bigote eran cosas que venían después de graduarse uno. Por eso, le dije a la señora:

—De los libros, sí que tengo necesidad, pero de ropa no tanto.

Ella repuso:

—Pero esa cantidad de libros que compras… ¿Los lees todos?

No supe qué contestar. Entre los libros que compraba había diccionarios y otros que, aunque naturalmente algún día tendría que abrirlos, ni siquiera les había cortado todavía las páginas. Me di cuenta de que siendo objetos innecesarios, lo mismo daba que comprara libros o quimonos.

Además, y con la excusa de agradecer a la señora todas las atenciones recibidas en esta casa, deseaba regalar a su hija un obi o un rollo de tela de su agrado para hacerse un quimono. Así que le pedí que se ocupase de todo este asunto de mi ropa. Pero ella no dijo que iría sola. Antes bien, dispuso que fuera yo con ella y que su hija nos acompañara.

Nosotros, criados en un ambiente distinto al de ahora, no teníamos la costumbre siendo estudiantes de salir con mujeres jóvenes. Entonces yo era aún más esclavo que ahora de las costumbres; así que vacilé, pero al final me decidí y salí con las dos mujeres.

La señorita se había arreglado bien y con la blancura natural de su tez, realzada por los polvos de arroz liberalmente aplicados en su rostro, atraía bastante las miradas. La gente, luego de mirarla a ella, desviaba extrañamente los ojos hacia mí. Fuimos a Nihonbashi[89] e hicimos las compras. A medida que íbamos viendo artículos, solíamos cambiar de idea sobre lo que queríamos comprar. Esto nos hizo tardar más de lo que yo esperaba. La señora a veces me llamaba por mi nombre para preguntarme:

—¿Qué te parece esto?

Otras veces le pedía a su hija que se pusiera un rollo de tela del hombro al pecho y me decía:

—Retrocede dos o tres pasos y dime qué te parece esta tela…

Yo, haciendo mi papel de entendido, decía:

—No, no me gusta.

O bien:

—Esta sí que le sienta de maravilla.

Así se nos pasó el tiempo. Cuando acabamos con las compras, ya era hora de cenar. La señora dijo que en agradecimiento deseaba invitarme a cenar. Nos llevó a un restaurante llamado Kiharadana situado en una calleja donde había un antiguo yose[90]. El restaurante era tan pequeño como estrecha era la calleja donde estaba. Yo, totalmente ignorante de estos lugares, me sorprendí de lo bien que la señora los conocía.

Era ya de noche cuando regresamos a casa. El día siguiente era domingo y lo pasé todo él metido en mi cuarto.

El lunes fui a clase desde primera hora de la mañana y ya, a esa hora, un compañero en tono burlón me dijo:

—¡Vaya! ¿Cuándo te has casado? Por cierto, hay que reconocer que tu esposa es realmente guapa.

Debió de habernos visto a los tres en Nihonbashi aquel día.

18

Cuando volví a casa, les conté a la señora y a su hija el comentario de mi compañero. La señora se rio y mirándome dijo:

—Eso ha tenido que molestarte mucho, ¿verdad?

En ese momento pensé que una manera así es la que emplean las mujeres para sondear el corazón de los hombres. En la mirada de la señora había suficientes motivos para hacerme pensar así. ¡Ah, cuánto mejor hubiera sido decirle en ese momento todo lo que sentía! El problema es que la duda que había anidado firmemente en mi corazón, me impedía hacerlo. La verdad es que iba a confesarle todo, pero de repente me eché para atrás y, bruscamente, cambié el tema de conversación.

Quise borrarme a mí mismo de la escena y decidí sondear las intenciones de la señora a propósito del casamiento de su hija. Como respuesta, me dijo claramente:

—Bueno, a mi hija ya le han salido dos o tres pretendientes. Pero ¡es tan jovencita! ¿Qué prisa tiene por casarse? ¡Si es todavía una colegiala!

Tenía conciencia de la belleza de su hija y, quizá por eso, añadió:

—Puede casarse cuando le apetezca y con quien más le guste.

Por ser hija única era evidente que le daba pena tener que separarse de ella. Tuve la impresión de que no estaba segura de si sería mejor casar a su hija para que formara parte de otra familia o bien casarla con alguien que entrara a formar parte de su misma casa.

Esta conversación, al tiempo que me había dado ocasión de recibir diversos conocimientos de la señora, había malogrado la ocasión de decirle todo lo que yo pensaba. Ni siquiera había podido expresarle una palabra de mis sentimientos. Quise entonces poner fin a la conversación y me preparé para retirarme a mi habitación.

Hasta hacía un momento, la señorita estaba con nosotros y participaba en la conversación dejando escapar alguna que otra exclamación de modestia; pero, sin saber exactamente desde cuándo, me di cuenta de que se había retirado a un rincón de la estancia y ahora nos daba la espalda. Al girar la cabeza y levantarme, vi su espalda. Naturalmente, es imposible leer el pensamiento de alguien a través de su espalda, así que no pude ni imaginar qué opinión tendría ella sobre este tema. Estaba sentada ante un armario. Sacó algo de la puerta corredera del armario, abierta unos treinta centímetros, y, poniéndolo sobre sus rodillas, pareció quedarse contemplándolo. Por mis ojos entraron aquellos rollos de tela para quimono comprados dos días antes, que descansaban en el fondo del espacio abierto del armario. Las telas para mi quimono y el de la señorita estaban juntas en aquel rincón, una encima de la otra.

Cuando ya me iba sin añadir nada más, la señora me preguntó, de improviso y en tono formal, mi opinión acerca del tema. Su manera de preguntármelo era tan ambigua que tuve que preguntarle, a mi vez, a qué se refería.

Al saber que se refería a si sería mejor casar a su hija pronto o tarde y preguntarme mi opinión al respecto, le dije:

—Creo que más tarde será mejor, ¿no?

—Pues sí. Yo también estoy de acuerdo —dijo ella.

La relación entre la señora, su hija y yo iba por esos derroteros cuando tuvo que entrar en nuestro entorno otro hombre. El hecho de recibirle en la casa como si de un miembro más de la familia se tratase, supuso un terrible giro en mi destino. Si ese hombre no se hubiera cruzado en mi vida, creo que no habría hecho falta escribirte una carta tan larga como esta. Era como haber esperado a que pasase el diablo ante mí sin darme cuenta que su sombra iba realmente a oscurecer el resto de mi vida.

Debo confesar que fui yo mismo quien metió a este hombre en la casa. Por supuesto, era necesario el permiso de la señora. Yo le expliqué todo sin ocultar nada y le pedí su consentimiento. Ella me dijo que no lo hiciera. Le expuse todas las razones que tenía para traerlo a vivir con nosotros. La señora, en cambio, no tenía ninguna razón lógica para negarse. Yo, por mi parte, insistía en pedirle lo que me parecía correcto.

19

Voy a referirme a él aquí como K, por conveniencia. K y yo éramos amigos desde la infancia. Si te digo desde la infancia, ya imaginarás que éramos del mismo pueblo. K era hijo de un bonzo de la escuela budista Shin-shu[91]. Por no ser el hijo mayor, sino el segundo, fue adoptado por otra familia, la familia de un médico. En mi región, ese grupo budista ejercía mucha influencia y sus miembros gozaban de una próspera situación económica. Por ejemplo, si uno de los bonzos tenía una hija en edad de casarse, los feligreses del templo siempre encontraban para ella un buen partido. Además, ni siquiera pagaban los gastos de la boda. Es fácil entender, por tanto, que los templos de este grupo budista casi siempre eran ricos.

En la casa donde nació K la situación económica era también acomodada, aunque no sé si tendrían bastante dinero para mandar a su segundo hijo a estudiar a Tokio. Tal vez dispusieran la adopción de K con vistas precisamente a que su nueva familia pudiera costearle los estudios. En fin, no sé los detalles, pero lo cierto es que K fue adoptado por la familia de un médico. Eso ocurrió cuando todavía éramos alumnos de la enseñanza media. Todavía recuerdo mi sorpresa cuando el profesor nombró a K en la clase con un apellido distinto.

La familia adoptiva de K era también bastante rica y él pudo trasladarse a Tokio con el apoyo de su nueva familia. No llegamos a Tokio al mismo tiempo, pero acabamos viviendo en la misma pensión. Por entonces, se metían dos o tres estudiantes en el mismo cuarto en el cual se disponían en fila otras tantas mesas de estudio. K y yo compartíamos habitación.

Éramos como dos animales salvajes capturados en el monte que, abrazados en el interior de su jaula, estuvieran mirando el mundo exterior. Los dos temíamos a Tokio y a sus gentes. Pero dentro de nuestra habitación de seis tatami, hablábamos a lo gran señor como si contempláramos el universo a nuestros pies.

Pero también éramos aplicados y, en realidad, teníamos grandes metas en la vida. K, especialmente, tenía mucha fuerza de voluntad. Como lema en su vida tenía la palabra shojin, es decir, «esfuerzo y abstinencia». Y verdaderamente, tanto su actitud como sus actos hacían honor a ese lema. Por eso, yo en mi corazón siempre le había profesado una gran admiración.

Desde nuestros tiempos de estudiantes de la enseñanza media, K me ponía en apuros con sus cuestiones de religión y filosofía. ¿Por qué era así? ¿Tal vez por su padre o, como he dicho, por haber sido su casa un templo y haber sido moldeado por ese ambiente especial? En fin, no lo sé. El caso es que K poseía más cualidades para ser monje budista que muchos monjes.

Su familia adoptiva le había enviado a Tokio para que estudiase medicina desde un principio. Pero K, terco como era, había llegado a Tokio también desde un principio con la intención de no ser médico. Yo le reprendí diciéndole que estaba engañando a sus padres. Recuerdo que me contestó audazmente:

—Sí, ya lo sé, pero actuar así no va en contra del verdadero camino.

La palabra «camino» utilizada entonces, creo que él mismo no la comprendía bien. Naturalmente tampoco yo puedo decir que la comprendiera. Pero para nosotros, jóvenes de entonces, esa palabra tan vaga poseía un aura de nobleza. Sin comprenderla bien, nuestro corazón, al pensar en esa idea del camino, era invadido por tan altos sentimientos que el simple intento de movernos hacia ella eliminaba de nuestras acciones cualquier sombra de ruindad o bajeza. En fin, yo acabé aprobando sus ideas. No sé si esta aprobación sirvió para hacerle perseverar en su conducta. De todos modos, puedo imaginar que, aunque me hubiera opuesto firmemente a ella, conociendo su terquedad, él no iba a dejar de actuar de acuerdo con sus ideas. Aún así, con mi aprobación y aplauso, yo también asumía cierta responsabilidad y me hacía de alguna manera cómplice. De esto, pese a mi juventud, era perfectamente consciente entonces. En aquel momento, yo no debía de estar preparado para afrontar tal responsabilidad, pero en un futuro, al mirar atrás con ojos de adulto, sabía que tendría que dar cuenta de la parte de responsabilidad que me correspondía por haber dado mi aprobación al proceder de K.

20

K y yo ingresamos en la misma especialidad. Él empezó a recorrer su camino predilecto empleando para ello el dinero que le mandaba su familia adoptiva.

—Nunca van a enterarse —decía, añadiendo con esa audacia típica suya—: Y, aunque se enterasen, no pasaría nada.

Mostraba más calma que yo.

Cuando llegaron las primeras vacaciones de verano desde que vivíamos en Tokio, él no volvió al pueblo. Decía que iba a quedarse estudiando y que para ello alquilaría la celda de un templo de Komagome. Cuando yo volví de las vacaciones, al principio de septiembre, efectivamente allí me lo encontré, encerrado en un sucio lugar cerca del Gran Kannon[92]. Su celda, de muy reducidas dimensiones, estaba al lado del edificio principal del templo. Parecía estar muy feliz por haber podido estudiar tan bien como había planeado. Me di cuenta entonces de que su vida, poco a poco, se iba asemejando a la de un verdadero bonzo. De su muñeca colgaba un rosario budista. Al preguntarle para qué le servía, me hizo con el pulgar el gesto de pasar las cuentas del rosario. Tuve la impresión de que realizaba muchas veces al día esa actividad. Pero yo no entendí muy bien el significado. Si iba pasando una a una las cuentas del rosario, nunca habría un fin. ¿Qué debía sentir K para que sus dedos dejaran de desgranar cuentas? Es algo que no tiene importancia, pero que a menudo pienso todavía.

En su celda vi también la Biblia. Hasta entonces, había oído de su boca nombres de sutras, pero del cristianismo nunca le había oído hablar. Por eso, me extrañé y no pude evitar preguntarle la razón de su interés. Me dijo:

—No hay una razón especial. Si tanta gente en el mundo halla gusto en leer la Biblia, será que debe ser necesario leerla.

Y añadió:

—Espero tener ocasión también para leer el Corán.

Parecía estar muy interesado en la expresión «Mahoma y la espada».

El verano del segundo año, K, ante la insistencia de su familia adoptiva, regresó por fin al pueblo. Parece que no mencionó para nada el tema de sus estudios. Su familia, de cualquier modo, no se dio por enterada. Tú, que también has recibido una educación superior, sabrás que la sociedad es sorprendentemente ignorante de la vida de un estudiante o de las reglas de la vida universitaria. Cosas normales para nosotros no se saben simplemente fuera de la universidad. Nosotros mismos, respirando siempre el aire del interior de la vida universitaria, pensábamos que todo el mundo debe estar al corriente de los asuntos de la universidad, fueran grandes o pequeños. En este sentido, K sabía más de la sociedad que yo.

Regresó a Tokio sin ningún problema. Recuerdo que, al montar los dos en el tren que nos devolvía a la gran ciudad, le pregunté enseguida si había pasado algo en su casa. Me contestó:

—Nada, no ha pasado nada.

El tercer verano fue aquel año en el que juré no pisar más la tierra de la tumba de mis padres. Yo le aconsejé a K que volviera al pueblo de vacaciones, pero no me hizo caso.

—¿De qué me va a servir volver todos los años al pueblo? —me respondió.

Parecía que tenía intención de quedarse estudiando en Tokio. Viendo que no había manera de convencerle, me marché solo de Tokio. Sobre aquellos dos meses tan agitados para mí, ya he escrito bastante; así que no volveré sobre ellos.

En septiembre volví a ver a K. Estaba lleno de quejas y de melancolía, e invadido de una tristeza causada por la soledad. También su destino había cambiado, al igual que el mío. Sin decirme nada, había confesado por carta a su familia adoptiva toda la falsedad a propósito de sus estudios. Desde un principio, había tenido la intención de hacerlo. Creo que K deseaba que su familia entendiera que ya no había forma de cambiar las cosas y que era mejor que le dejaran a su aire. De todos modos, K no tenía intención de seguir engañándoles. Quizás sabía también que el engaño no podía tampoco perpetuarse.

21

Cuando leyeron su carta, sus padres adoptivos se enojaron mucho. Con palabras duras le contestaron enseguida que a un hijo sin principios, capaz de haber engañado a sus padres, ya no le podían seguir enviando más dinero. K me enseñó esta carta. También me enseñó otra posterior de su familia de origen, igualmente cargada de duras reprimendas. A causa del compromiso moral que su familia adoptiva tenía establecido con esta familia de origen, le hicieron saber que le abandonaban a su suerte. Si K decidía volver con ellos o buscar alguna manera de reinsertarse con la familia adoptiva, sería otra cuestión. Pero en ese momento, la cuestión apremiante era cómo cubrir sus gastos de estudiante.

—¿Se te ocurre algo? —le pregunté yo.

—Bueno, ya conseguiré algún trabajo dando clases de tarde en una academia.

En aquella época la situación, aunque no lo creas, era más fácil que ahora y se podía encontrar un trabajo suplementario sin dificultad. Pensé que, efectivamente, de ese modo mi amigo podría salir adelante. De cualquier forma, sentí mi parte de responsabilidad. Cuando K había decidido seguir el camino deseado contra la voluntad de su familia adoptiva, yo le había expresado mi aprobación. Y, como tampoco podía quedarme de brazos cruzados, no tardé en ofrecerle ayuda material. Pero él la rechazó tajantemente. Le resultaba mucho más agradable buscarse la vida por sí mismo que ponerse bajo el ala protectora de un amigo. Dijo:

—Quien ha llegado a la universidad y no es capaz de mantenerse por sí mismo, no es un hombre.

No quise herir sus sentimientos a cambio de satisfacer mi responsabilidad. Así que retiré mi oferta y le dejé que hiciera las cosas a su aire.

K no tardó en encontrar el trabajo que buscaba. Yo podía imaginar, sin embargo, lo duro que le debía de resultar ese trabajo a él, que valoraba tanto el tiempo. Sin abandonar sus estudios y con esa nueva carga sobre sus hombros, estaba siempre a la carrera. Empecé a preocuparme de su salud. Pero era terco y nunca hacía caso de mis consejos.

La relación entre su familia adoptiva iba a peor. Por falta de tiempo, ya no teníamos ocasión de hablar como antes. Por eso no pude enterarme de los detalles, pero sabía que la situación iba de mal en peor. Supe, por ejemplo, que hubo un mediador que intentó arreglar las cosas. Ese mediador le exigió a K que volviera al pueblo. Pero K se negó y no hizo caso. La razón que dio era que estaba a mitad de curso y le resultaba imposible abandonar sus estudios. Pero la familia adoptiva lo interpretó como una obstinación de K. La situación se volvió más tensa. Al tiempo que hería los sentimientos de su familia adoptiva, provocaba el disgusto de su familia de origen.

Yo me inquieté mucho y escribí una carta para intentar quitarle hierro a la situación. Pero fue en vano, pues mi carta fue ignorada no mereciendo siquiera una respuesta. Yo también me disgusté. Hasta entonces las circunstancias me habían impulsado a sentir compasión por K; pero ahora me puse resueltamente de su lado sin pensar si era o no correcto.

Finalmente, K decidió reinsertarse en su familia de origen, la cual acordó pagar a la familia adoptiva todo el dinero desembolsado por los estudios de K. Sin embargo, su familia de origen no iba a hacer más y, por así decir, se lavaba las manos. K debía buscarse la vida. En resumidas cuentas, y por emplear una expresión antigua, K fue «proscrito del hogar paterno». Tal vez esto suena demasiado tremendo, pero el mismo K así se lo tomó. Su madre ya había muerto. Una parte de su carácter obedecía al hecho de haber sido criado por una madrastra. Creo que si hubiera tenido una madre a su lado en esos momentos, la relación con su familia no se hubiera resentido tanto. Ya he dicho que su padre era un bonzo. Pero, por su sentido del deber, más que un hombre de religión parecía un samurái.

22

Llegado el asunto de K a este punto y aparte, recibí una larga carta del marido de su hermana mayor. K me dijo que su familia adoptiva estaba emparentada con este cuñado; por eso, la opinión de este tenía bastante peso cuando había hecho de mediador en el tema de la adopción y también cuando K se reinsertó en su familia de origen.

En su carta me decía que deseaba recibir noticias de K y saber cómo estaba. Me pedía una respuesta lo antes posible, pues la hermana de K estaba preocupada. K tenía más simpatía por esta hermana casada que por el hermano mayor que había sucedido al padre como bonzo del templo. Aunque todos habían nacido de la misma madre, entre esta hermana y K había bastante diferencia de edad. Probablemente, en la infancia de K esta hermana mayor habría hecho las veces de madre más que su madrastra.

Yo le enseñé la carta a K. No me comentó nada, pero me confesó haber recibido también dos o tres cartas parecidas, a cada una de las cuales había contestado pidiéndole a su hermana que no se preocupara por él. Desgraciadamente, esta hermana suya estaba casada con un hombre que, por no estar sobrado de medios, no podía, por mucho que quisiera, ayudar económicamente a su hermano.

Yo contesté al cuñado de K diciéndole más o menos lo mismo que K había escrito en sus cartas. Pero subrayé muy claramente que si a K le pasaba algo, yo le ayudaría. Debían estar, por lo tanto, tranquilos.

La decisión de ayudarle era naturalmente mía y, aparte de mi buena intención de quitar a su hermana la preocupación por el futuro de K, había también en mi decisión cierto despecho por el menosprecio que yo había sentido por parte de la familia adoptiva y la de origen.

Cuando K se reintegró en su familia de origen, estaba en el primer curso. Desde entonces hasta la mitad del segundo curso, por espacio de año y medio, K se mantuvo por sí mismo. Sin embargo, empezó a dar señales de que el trabajo excesivo estaba afectando a su salud física y mental. Era lógico que en ello hubiera influido la decisión de renunciar a su familia adoptiva. Poco a poco mi amigo se iba volviendo «sentimental»[93]. A veces decía que sólo sobre sus hombros pesaba la infelicidad del mundo. Si yo se lo discutía, se enfadaba conmigo enseguida. Se mostraba, además, irritado porque la luz de la esperanza, que tal vez tendría que guiar su futuro, iba desapareciendo poco a poco de su vida. Cuando se empieza una carrera universitaria, todo el mundo abriga ambiciones, como cuando uno emprende un largo viaje. Al pasar uno o dos años, muchos estudiantes se dan cuenta de la lentitud de su progreso y, al ver que no tardarán en graduarse, son invadidos por una especie de desilusión. Creo que esto es natural y en el caso de K así ocurría. Pero él llevaba esa desilusión más lejos de lo normal.

Decidí finalmente que mi primer deber era tranquilizar a mi amigo. Le aconsejé que no hiciera más trabajos de los necesarios y que por una temporada hiciera descansar a su cuerpo. El estar relajado le traería grandes beneficios en su futuro. Supuse que iba a ser difícil convencerle, sabiendo lo terco que era. Efectivamente, resultó más trabajoso incluso de lo que había imaginado. Él insistía en que estudiar no era su objetivo. Su meta, más bien, era hacerse una persona fuerte a través del ejercicio de la fuerza de voluntad, para lo cual, decía él, era necesario vivir en condiciones rigurosas. Eso, para cualquier persona normal, era una locura. Su voluntad, además, sometida a ese rigor, no se fortalecería; antes bien, lo estaba poniendo al borde de la neurastenia. Al no tener otro recurso, fingí estar de acuerdo con él y le dije que yo también deseaba llevar una vida precisamente como la suya. A decir verdad, mis palabras no eran del todo insinceras, pues a fuerza de oír sus razones, tan convincentes como eran, me había ido dejando arrastrar por sus ideas.

Finalmente, le propuse que se viniera a vivir conmigo a fin de recorrer juntos ese camino de superación y esfuerzo. A causa de su terquedad, por tanto, no me había quedado más remedio que someterme a él y de esa forma conseguir traérmelo a la casa donde yo vivía.

23

Anexo a mi habitación había una especie de antesala o cuartito de cuatro tatami. Para acceder a mi habitación desde la entrada principal, yo siempre tenía que pasar por este cuarto, por lo que me resultaba bastante incómodo. A K le instalé en este cuarto. Al principio pensaba poner dos mesas de estudio en mi habitación, el doble de amplia que la suya, para compartir con él mi espacio. Él prefirió, sin embargo, estar solo aunque fuera en un lugar tan reducido.

Como te comenté anteriormente, al principio la señora no se mostró de acuerdo con este plan:

—Si fuera una pensión, pues sí; incluso, mejor dos inquilinos que uno, y todavía mejor tres que dos. Pero ya sabes que yo no hago de esto un negocio. Y sería mejor evitarlo.

Yo le dije:

—Sí, pero mi amigo es una persona fácil y ya verá usted cómo no le ocasiona ninguna molestia.

—No se trata de eso —me contestó—. Simplemente, es que no quisiera meter bajo mi mismo techo a alguien que no conozco bien.

—Pero, era el mismo caso conmigo, ¿no?

—No, tu caso era diferente. Desde el principio ya te conocía bien.

Me reí con ironía. Entonces, la señora cambió de táctica y dijo:

—Además, por tu propio interés, no te conviene traer a esa persona a mi casa.

—Pero ¿por qué? —pregunté yo.

Esta vez fue ella la que se rio con ironía.

En realidad, yo no tenía necesidad de insistir tanto en que K viniera a vivir conmigo. Pero sabía que él vacilaría si yo le ofreciese cada mes un dinero con el que pagar el alquiler. ¡Tenía un espíritu tan independiente!

Por eso me había parecido mejor pagarle a la señora los gastos de nosotros dos sin él saberlo. Tampoco tenía intención de decir una palabra a la señora sobre los problemas económicos de mi amigo. Me limité a contarle algo acerca de sus problemas de salud. Le dije que si le dejaba solo, corría peligro de volverse más y más raro. Le conté también todo lo que le había ocurrido con su familia adoptiva y su ruptura con su familia de origen. Le dije, además, a la señora, que pensaba hacerme cargo de él, tomarle entre mis brazos como se toma a alguien que está ahogándose y darle calor con mi cuerpo. Le pedí, finalmente, que ella y su hija tratasen a mi amigo con amabilidad. Al llegar a este punto, ya la había convencido.

De esa conversación no le dije nada a K y me alegré de que no llegara a enterarse de las circunstancias en que iba a pasar a vivir con nosotros. Cuando hizo la mudanza, le recibí con aire distraído, como si tal cosa. La señora y su hija le ayudaron amablemente a poner cada cosa en su sitio. Yo estaba muy contento pues comprendí que toda esa amabilidad procedía de su simpatía hacia mí. K, por su parte, mostraba su habitual expresión de indiferencia.

Cuando le pregunté a K su opinión sobre su nuevo domicilio, me dijo simplemente:

—Bueno, no está mal.

En mi opinión, creo que el lugar merecía algo más que ese seco «no está mal», sobre todo teniendo en cuenta donde vivía él antes: un cuarto sucio y húmedo orientado al norte. Su alimentación entonces estaba acorde con la calidad del cuarto. Al trasladarse a mi casa, su situación cambió radicalmente. Era como un pájaro que sale de una profunda sima y se sube a un árbol alto. El no apreciarlo era debido a su obstinación y también a sus principios. Habiendo sido educado en medio de las enseñanzas budistas, pensaba que permitirse ciertos lujos en la comida, vestido y vivienda era algo inmoral. Tal vez por haber leído historias de bonzos virtuosos y de santos cristianos, estaba inclinado a considerar el cuerpo y el alma como entidades separadas. Posiblemente, sentía que si maltrataba la carne, iba a aumentar el grado de iluminación de su espíritu.

Yo adopté la línea de no oponerme a él en lo posible. La táctica era sacar el hielo al sol para que se derritiera y transformara en agua tibia. De esa forma, él mismo vendría a darse cuenta.

24

Yo mismo había sido tratado de esa manera por la señora, con el resultado de que me había vuelto poco a poco más alegre. Conociendo la eficacia de tal trato, deseaba aplicárselo a K. Naturalmente, hacía mucho que conocía bien la diferencia entre nuestros caracteres, pero pensé que, al igual que mis nervios se habían sosegado después de entrar en esta casa, el corazón de K igualmente encontraría sosiego.

K tenía más fuerza de voluntad que yo. Estudiaba también el doble. Además, poseía una inteligencia natural muy superior a la mía. Ahora que habíamos elegido distintos campos de estudio en la universidad, no podría asegurarlo con certeza, pero, mientras estudiábamos en la misma clase, en la enseñanza media, K siempre sacaba mejores notas que yo. Por mi parte, era consciente de no poder estar a su altura en ningún tipo de estudio. En cambio, cuando insistía en llevarle a esta casa, estaba convencido de tener mucho más sentido común que él. En mi opinión, él confundía resistencia con paciencia.

Esto especialmente va también para ti. Tanto el cuerpo como el espíritu tienen capacidad para desarrollarse o para arruinarse dependiendo de los estímulos exteriores. Así y todo, es necesario aumentar estos estímulos gradualmente; de lo contrario, se corre el gran riesgo de ir por un mal camino e incluso de arrastrar a personas del propio entorno. Los médicos dicen que no hay cosa más perezosa que el estómago de una persona. Si uno come sólo papilla, se pierde la capacidad de digerir alimentos más fuertes. Por eso, aconsejan que nos acostumbremos a comer alimentos variados. Y no creo que la razón esté únicamente en facilitar la digestión. Al aumentar poco a poco la fuerza del estímulo, también crece la capacidad de resistencia de los órganos digestivos. Por el contrario, si se debilita la capacidad del estómago, ¿cuál será el resultado? Es fácil imaginarlo, ¿verdad?

K era mejor que yo, pero ese punto se le escapaba por completo. Él creía que, una vez acostumbrado a las dificultades, se volvería insensible a ellas. Tenía la creencia de que yendo de dificultad en dificultad por la vida, por la sola virtud de la repetición, llegaría un momento en que no habría de sentir dificultad alguna.

Todas esas cosas deseaba explicárselas a K para poder convencerle. Sabía, sin embargo, que si le decía algo, él protestaría aduciendo ejemplos de la historia. Entonces, yo tendría que marcar las diferencias entre K y esos personajes históricos. Tomaría mis comentarios como un reproche e intentaría demostrar su teoría con más agresividad. Todo, diría él, para poder realizar su vida a su modo. En este sentido, K era realmente un rival grandioso, tremendo. Era como si avanzara hacia su destrucción. Aunque era impresionante sólo en el sentido de que destruía sus propios logros, no puede decirse que fuera una persona ordinaria.

En fin, conociendo bien su carácter, preferí no decirle nada. Además, me parecía que era víctima de un estado de neurastenia. Era evidente que mi intento de convencerle se estrellaría contra su furor. Tampoco es que me importara pelearme con él, pero se me partía el corazón al pensar que mi buen amigo podría acabar en la misma soledad que yo había sufrido dolorosamente en mi reciente pasado. Avanzar un paso más y dejarle caer en esa soledad era una idea que no soportaba. Por todo eso, después de mudarse él a la casa, no le dije nada parecido a un reproche durante bastante tiempo. Simplemente observaba cómo le afectaban las circunstancias del nuevo ambiente.

25

En ausencia de K, un día pedí a la señora y a la señorita que hablasen con mi amigo lo más posible. No cabía duda: el mutismo en el que se había encerrado le perjudicaba a todas luces. No podía dejar de creer que su corazón, como un trozo de hierro en desuso, había acabado oxidándose.

La señora se reía diciendo que K era una persona poco acogedora. La señorita, a modo de ejemplo, lo explicó contando un encuentro con él. Un día que le preguntó si tenía fuego en el brasero de su habitación, él respondió:

—No.

—¿Quieres que te traiga un poco? —le preguntó ella.

—No —volvió a responder K.

—Pero, ¿es que no tienes frío?

—Sí, pero no quiero fuego en el brasero.

Y no añadió más.

Yo no podía limitarme sólo a reír por incidentes así. Lo sentía por ellas y sentía que era mi deber explicarles la conducta de mi amigo. Era primavera y, por lo tanto, tampoco había tanta necesidad de tener fuego en el brasero. Pero, aún así, ellas tenían razón al decir que K era poco acogedor.

Yo me esforzaba lo más posible, por consiguiente, en hacer que estas dos mujeres se comunicasen con K. Intentaba aproximarles a los tres, por ejemplo, llamándolas a ellas cuando K y yo estábamos hablando; o, cuando ellas y yo estábamos en el mismo lugar, trayendo a K. Buscaba, en fin, el medio mejor para cada caso. Por supuesto, a K no le agradaba demasiado mi táctica.

En una ocasión, se levantó y se fue. En otra, no se presentó pese a llamarle repetidas veces.

Me decía:

—¿Es que te diviertes hablando de tonterías?

Yo me limitaba a sonreír. Pero en mi corazón comprendía muy bien que K me despreciara.

Tal vez, en cierto modo era yo merecedor de su desprecio. Sus miras eran seguramente mucho más elevadas que las mías. No lo niego. Pero, tener la mirada puesta en las alturas y no poder ver otras cosas, ¿no es propio de un minusválido? Pensé que, en primer lugar y por encima de todo, tenía que ayudar a K a ser más humano. Descubrí que, aunque su cabeza estuviese llena de imágenes de santos y de grandes hombres, si él mismo no se convertía desde dentro en un gran hombre, todo era inútil. El primer paso para hacerle más humano consistía en sentarle al lado de una mujer. Hacerle respirar aquel ambiente y con sangre nueva renovar su oxidada sangre.

Poco a poco esta prueba fue saliendo bien. Al principio parecía muy difícil, pero finalmente juntarse se fue haciendo poco a poco una realidad. K parecía ir reconociendo la existencia de un mundo aparte del propio.

Un día incluso me dijo que las mujeres no eran tan despreciables. Creo que, en un principio, había exigido de las mujeres los mismos conocimientos y estudios que tenía yo. Como no pudo encontrarlos, no tardó en experimentar desdén por ellas. Hasta entonces, K no había sabido que hay una forma diferente de juzgar a hombres y a mujeres. Observaba a unos y otras bajo el mismo prisma. Le dije que, si nosotros dos seguíamos discutiendo solos, no podríamos hacer otra cosa que avanzar en la misma recta. Me contestó que tenía razón.

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