Kokoro

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Kokoro » El testamento de sensei

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—¡Vaya! ¿Y eso por qué?

En ese momento alcé mis párpados pesados y miré a K. Tenía curiosidad por saber qué contestación daría. Sus labios, como antes, se pusieron a temblar ligeramente. Para los demás eso no era más que un indicio de su confusión para contestar. La señorita, riéndose, dijo:

—¡Ah, ya veo! Pensando en cosas difíciles como siempre, ¿verdad?

K enrojeció levemente.

Esa noche me acosté más temprano que de costumbre. A eso de las diez, la señora, preocupada por el malestar que confesé tener durante la cena, me trajo a la habitación una sopa. Como la habitación estaba ya totalmente oscura, abrió un poco la puerta y dijo:

—¡Bueno, bueno!

Entonces, la luz de la lámpara de la mesa de K penetró en mi habitación en un vago y diagonal haz de luz. Parecía que K seguía levantado. La señora se sentó a mi cabecera y me dijo:

—Seguramente es un resfriado. Por eso, debes entrar en calor.

Y me acercó la sopa a la cara. Como no había otro remedio, me tuve que tragar el espeso líquido en su presencia.

En medio de las tinieblas, me quedé despierto pensando. No podía hacer otra cosa, desde luego, qué darle vueltas al único tema.

«¿Qué estaría haciendo K en este momento en el cuarto de al lado?», se me ocurrió pensar de repente. Y, casi sin darme cuenta, llamé:

—¡Eh…!

—¿Qué? —me respondió. Todavía no estaba dormido.

—¿Todavía no te has acostado? —le pregunté.

—Iba a acostarme ahora.

Otra vez le pregunté:

—¿Qué estabas haciendo?

Pero esta vez no hubo respuesta. En lugar de una respuesta, al cabo de cinco o seis minutos, le oí abrir un armario y extender su lecho. Oía todos sus movimientos como si los hiciera sobre mi mano.

—¿Qué hora es? —le pregunté.

—La una y veinte.

Pronto le oí apagar la lámpara. Toda la casa se quedó envuelta en un absoluto silencio.

Las tinieblas, sin embargo, parecían aguzar aún más mis ojos. Nuevamente oí cómo mis labios decían:

—¡Eh…!

—¿Qué? —me contestó igual que antes.

Por fin abordé el tema y le dije:

—¿Cuándo te viene mejor que hablemos más despacio de eso de esta mañana?

Naturalmente que yo no tenía ninguna intención de ponerme a hablar con él a través de la puerta. Tan sólo quería conseguir lo antes posible una respuesta suya por lo menos. Pero esta vez no atendió a mi pregunta, a diferencia de antes. Se limitó a musitar con voz sorda:

—Bueno…

Y a mí, otra vez, me invadió el temor.

39

La actitud irresoluta de K, que traducía esa respuesta, continuó al día siguiente y también al siguiente. No volvió a mostrar ningún asomo de tocar el tema. Tampoco es que hubiera oportunidad de hacerlo. Mientras la señora y la señorita no salieran algún día, K y yo no podíamos abordar tranquilamente el tema. Yo lo sabía muy bien y el saberlo me irritaba. Bien preparado, acechaba oculto esperando que K acudiera a mí; pero, en vista de que no se me acercaba, decidí tomar la iniciativa.

Mientras tanto, había estado silenciosamente observando el aspecto de todos en la casa. En la actitud de la señora y la señorita no detecté nada anormal. Entre su comportamiento de antes y después de la confesión de K, no había ninguna diferencia. Era evidente, por tanto, que a mí y sólo a mí había confiado K su secreto y que ni la señorita ni su vigilante madre estaban enteradas. Con esto recuperé algo la calma, una calma que me llevó a pensar que tal vez fuera mejor esperar a que la oportunidad se presentara por sí misma para abordar el tema y no crear una ocasión artificial. Así, decidí dejar el asunto por un tiempo.

Dicho de esta manera, podrá parecerte todo muy fácil. En realidad, sin embargo, mi corazón era asaltado por altibajos semejantes al flujo y reflujo de la marea. Al reparar en que K no se movía para nada, mi imaginación prestó a esa actitud múltiples significados. Por otro lado, cuando observaba lo que la señora y la señorita decían y hacían, me entraba la sospecha de si sus palabras y actos reflejaban realmente sus pensamientos. Me preguntaba si sería verdad que, en efecto, ese complejo mecanismo colocado en el corazón humano refleja y apunta siempre el número exacto como hacen las manecillas de un reloj. Créeme: sólo después de darle vueltas y vueltas al asunto había conseguido llegar a ese punto de relativa calma. O, dicho de otro modo, la palabra «calma» no estaba ni siquiera disponible para mí en esos momentos.

Empezaron las clases de nuevo. Los días en que teníamos el mismo horario, K y yo salíamos juntos de casa; y, cuando nos iba bien, también volvíamos juntos. Vistos desde fuera, K y yo éramos tan íntimos como antes. Pero cada uno andaba sumergido en sus propios pensamientos. Un día, en la calle por fin le abordé:

—Aquella confesión que me hiciste… ¿se la has hecho también a la señora o a su hija?

Mi futura conducta pendía del hilo de su respuesta. Contestó claramente:

—Sólo te lo he dicho a ti y a nadie más.

«Lo que me imaginaba», pensé con satisfacción. Sabía que K era más abandonado que yo. Y también más valiente. Aún así y por extraño que parezca, confiaba en él. Mi confianza en él había permanecido intacta a pesar de haber estado engañando a sus padres adoptivos por espacio de tres años. Es más, sólo por esa razón confiaba más en él. Esta confianza mía explica que, aunque yo fuera receloso, no dudara de la franqueza de su respuesta.

Le hice otra pregunta:

—¿Y qué vas a hacer con este amor? ¿Vas a hacer algo por realizarlo o se va a quedar sólo en una confesión?

Esta vez no me respondió. Bajó la vista y siguió caminando en silencio.

—No me ocultes nada, por favor. Dime todo lo que piensas.

—No tengo ninguna necesidad de ocultarte nada —me dijo claramente.

Pero del tema que tanto me interesaba, no me dijo ni una palabra. Como íbamos caminando, me resultaba difícil detenerle en medio de la calle y apremiarle a que fuera más preciso. Las cosas se quedaron, pues, así.

40

Hacía mucho tiempo que no había ido a la biblioteca de la universidad. Hasta que un día entré. Sentado en el extremo de una amplia mesa, con medio cuerpo expuesto a la luz que entraba por la ventana, me puse a hojear unas revistas extranjeras recién llegadas. Mi tutor me había dado una semana para recoger datos sobre un tema de mi especialidad. No pude hallar lo que buscaba en las revistas y tuve que levantarme dos o tres veces para traer más revistas. Al fin, encontré el texto que buscaba y me puse a leerlo con mucha atención.

Pero en ese momento, alguien me llamó en voz baja desde el otro lado de la amplia mesa. Al alzar los ojos, vi a K de pie. Se inclinó sobre la mesa para acercarse más a mí. Como sabes, en la biblioteca no se puede hablar en voz alta a fin de no molestar a los demás. Por eso, el gesto de K, aunque perfectamente normal en esas circunstancias y en una biblioteca, a mí me pareció singularmente extraño. En ese tono bajo, me preguntó:

—¿Estás estudiando?

—Sí…, unos datos…

K siguió con su cara cerca de la mía. Con el mismo tono volvió a preguntar:

—¿Qué tal un paseo?

—Bien, pero tendrás que esperarme un rato.

—De acuerdo; te espero —me dijo.

Y se sentó en el lugar que había libre delante de mí. Pero desde ese momento me resultó imposible concentrarme en la lectura de la revista. No podía apartar la idea de que había venido porque tenía algo que decirme. Puse la revista boca abajo y me dispuse a levantarme.

—¿Ya has acabado? —me preguntó tranquilamente.

—No, pero no importa.

Devolví la revista y salí de la biblioteca con K.

No teníamos ningún destino concreto. Así que de Tatsuokacho nos dirigimos a Ikenohata y nos metimos en el parque de Ueno. Entonces K se puso a hablar de ese asunto. Por el modo de abordarlo, se diría que me había sacado a pasear a fin de hablarme precisamente de eso. Pero, por su actitud, no parecía haber llegado a ninguna decisión concreta.

—¿A ti qué te parece? —me preguntó vagamente.

Deseaba saber cómo le veía yo a él, caído en el fondo del enamoramiento. Por decirlo en una palabra, lo que él quería de mí era mi crítica sobre el estado en que se encontraba. En eso, pude claramente reconocer una diferencia entre su conducta habitual y la de entonces. Lo he repetido varias veces: la naturaleza de K no era nada débil en el sentido de que le inquietara la opinión ajena. Cuando creía en algo, avanzaba con determinación y con la suficiente audacia como para llevarlo a cabo. En mi mente estaba grabada esa fuerza de carácter demostrada en relación con su familia adoptiva. La pregunta que acababa de hacerme en el parque era, por lo tanto, a todas luces impropia de su carácter.

Al preguntarle yo por qué en esa ocasión deseaba mi parecer, me respondió con un tono de abatimiento jamás oído en él:

—Es que estoy realmente avergonzado de mi debilidad…

Y añadió:

—Me siento perdido, sin lograr entenderme. ¿Qué remedio me queda si no es pedirte tu opinión sincera?

—¿Qué quieres decir con eso de «perdido»? —me apresuré a preguntarle.

—Quiero decir que no sé si debo avanzar o retroceder. No sé qué hacer.

—Pero dime: ¿podrías realmente retroceder si quisieras? —le pregunté yo.

Inesperadamente, se quedó sin palabras. Sólo acertó a decir:

—¡Siento tanto dolor!

Su aspecto, en efecto, expresaba sufrimiento. ¡Ah! Si el objeto de su pasión no hubiera sido la señorita, ¿acaso yo no habría vertido de mil amores palabras de consuelo con las que, como gotas de benéfica lluvia, haber podido aliviar la sequedad de su rostro?

Creo que he nacido con este don de la compasión, pero en aquella ocasión yo no era yo.

41

Observaba a K con la atención con que se observa a un contrincante de esgrima que perteneciera a una escuela diferente. Mi cuerpo entero, de pies a cabeza, estaba en estado de máxima alerta y en guardia para enfrentarme a él. K, por su parte, se me ofrecía accesible y vulnerable en su inocencia. Era como si yo hubiera recibido de las propias manos del enemigo el plano de una fortaleza que ahora examinaba fría y calmadamente en su presencia.

Mis pensamientos miraban exclusivamente el punto en que podría asestarle un golpe único y certero y así vencerle. Acababa de descubrir, en efecto, que K vacilaba entre la realidad y el ideal. Me moví con rapidez para sacar ventaja de ese flanco débil. Avancé a él con gravedad inexorable. No sólo tal era mi táctica, sino también era la reacción natural a mis sentimientos. No tenía motivos, pues, para sentirme en una posición ridícula ni vergonzosa. Así que le dije:

—La persona sin voluntad de mejorar espiritualmente es un idiota.

Esa fue, exactamente, la frase que él mismo me dijo cuando viajábamos por Boushu. Esta estocada se la di con el mismo tono con que él me la había dado. Pero en mis palabras no había venganza. Te confieso que llevaban una intención más cruel que una simple venganza. Yo quería segar el camino del amor que se le ofrecía delante.

K había nacido en un templo budista de la escuela de Shin-shu. Pero ya en sus años de enseñanza media, su filosofía parecía irse alejando de las doctrinas de esa escuela. Reconozco que soy un lego en este tema de las diferencias entre las escuelas budistas y que, por tanto, no tendría derecho a hacer esta crítica, pero me di cuenta de que K difería de la doctrina de Shin-shu en su actitud hacia la relación hombre-mujer. A K le gustaba referirse al término de «esfuerzo y abstinencia». Yo comprendía que en esa expresión se contenía la idea del control de las pasiones. Me sorprendí, sin embargo, cuando más tarde descubrí que el significado verdadero de esa expresión iba más allá. Para K, la base de esa idea era que había que sacrificar todo para seguir el «camino verdadero», es decir, más allá de la abstinencia, el amor, aunque desprovisto de deseo carnal, era un obstáculo en ese camino. Cuando K se mantenía por sí solo, yo escuchaba con frecuencia sus opiniones. Por entonces yo ya andaba enamorado de la señorita y a toda costa le manifestaba mi oposición. Al contradecirle, él siempre ponía una expresión lastimosa en la que más que compasión, se reflejaba el desdén.

Recordando ese pasado, era evidente que esto que acababa de decirle —la persona sin voluntad de mejorar espiritualmente es un idiota— iba a dolerle. Con estas palabras, sin embargo, no pretendía atacar el edificio de las ideas que él había construido. Más bien, deseaba que siguiera construyéndolo. El hecho de que su edificio alcanzara el cielo, o de que K encontrara el camino que buscaba, no me importaba. Sólo, temía que K cambiase de repente sus ideas y chocase con mis intereses. En otras palabras, lo que acababa de decirle era simplemente una manifestación de mi egoísmo.

Y se lo repetí:

—El que no tiene voluntad de progresar espiritualmente es un idiota.

Se lo repetí dos veces. Y me puse a observar el efecto de mis palabras.

—Idiota —dijo finalmente—. Sí, soy un idiota.

Se detuvo quedándose inmóvil. Miró al suelo. Pero, inesperadamente, el temor me sobrecogió y me quedé helado. En ese instante, sentí que K iba a erguirse amenazadoramente y saltar sobre mí como un atracador. Percibí, sin embargo, que el tono de su voz era demasiado débil. Hubiera querido leer algo en sus ojos, pero se mantuvo cabizbajo todo el tiempo. Y, de nuevo, echó a andar lentamente.

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Caminé a su lado esperando las siguientes palabras que saldrían de sus labios. Digo esperando, pero sería más exacto decir acechándole para saltar sobre mi desprevenida presa. Estaba listo, incluso, para atacarle por la espalda. Debo confesar que, con la conciencia que me había sido inculcada por mis educadores, una voz debiera haberme susurrado al oído: «Estás siendo un cobarde». Entonces, yo habría reaccionado y habría recuperado mi yo de siempre. Si esa voz hubiera sido la de K, me habría sonrojado ante él. Pero K nada dijo porque era demasiado recto para hacerme reproches. Era también demasiado sencillo y demasiado bueno. Pero yo, cegado por el amor, me estaba olvidando de respetarle por esas mismas cualidades. Y aún más, me estaba aprovechando de ellas. Me aprovechaba para vencerle.

Poco después, K me llamó por mi nombre y me miró. Fui yo el que se detuvo esta vez. También K se paró. Por fin pude ver sus ojos cara a cara. Como K era más alto que yo, tuve que mirar hacia arriba para verle bien. En esa posición, yo dirigí mi corazón de lobo hacia el cordero inocente.

—Vamos a dejarlo —dijo.

Sus ojos y palabras traslucían sufrimiento. No pude responder. K añadió entonces en tono de súplica:

—¡Déjalo ya!

Esta vez mi respuesta fue cruel, tan despiadada como la agresión del lobo mordiendo la garganta de un cordero preso:

—Dices que lo dejemos, pero no he sido yo quien ha empezado, ¿verdad? Tú lo has empezado desde el principio. Pero, en fin, si quieres que lo dejemos, pues bien, lo dejamos. Te advierto, de todos modos, que si no tienes voluntad de poner fin tú mismo a todo esto, aunque dejemos la conversación, ¿cómo vas a justificar tus ideas de siempre?

Al pronunciar estas palabras, sentí cómo su estatura encogía delante de mis propias narices. Como he dicho en otras ocasiones, K era muy obstinado, aunque, por otro lado, era más recto que nadie. Por eso, cuando le atacaban en sus contradicciones, se ponía nervioso. Al ver su aspecto, por fin me tranquilicé. Entonces me dijo de improviso:

—¿Voluntad? —y antes de que yo pudiera contestarle, añadió—: ¿Voluntad…? ¡Claro que la tengo!

Por el tono parecía estar hablando consigo mismo, como si estuviera soñando.

Dejamos de hablar y nos encaminamos a casa, en Koishikawa. No hacía viento; tampoco demasiado frío. Aún así, era invierno y el parque estaba triste. Al volver la vista y fijarme especialmente en los cedros, con su tono verde descolorido por las recientes heladas y con las ramas rojizas alzadas a un cielo negruzco, sentí que una corriente fresca me atenazaba por la espalda. Entre dos luces, pasamos deprisa por Hongodai y bajamos al valle de Koishikawa para después ponernos a subir otra vez la cuesta. Sólo entonces pude sentir el calor de mi cuerpo debajo del abrigo.

De vuelta, apenas conversamos, tal vez por ir caminando con tanta prisa.

Cuando ya estábamos sentados a la mesa para cenar, la señora nos preguntó:

—¿Por qué habéis llegado tarde?

—K me propuso acompañarle hasta Ueno —respondí yo.

La señora mostró su sorpresa exclamando:

—¡Con este frío!

La señorita se mostró curiosa:

—¿Y qué había en Ueno, si puede saberse?

—Nada. Sólo estuvimos paseando —le dije.

K permanecía tan callado como de costumbre, o más si cabe. Ni las palabras amables de la señora ni las risas de la señorita lograron arrancarle apenas una palabra. Terminó de tragarse la cena a toda prisa y, antes de levantarme yo, se retiró a su cuarto.

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En aquellos años todavía no había nadie que hablara de ideas tales como la «era del despertar» o «la vida nueva». Pero el motivo de que K no abandonara su vieja mentalidad y corriera en pos de nuevos horizontes no era por falta de ideas modernas, sino porque estaba muy arraigado en un pasado considerado por él como demasiado sagrado para poder prescindir de él. Podría decirse que su vida hasta entonces se había regido precisamente por ese carácter sagrado. Así, aunque no avanzaba con decisión hacia el objeto de su amor, tampoco podía decirse que este amor suyo careciera de pasión. K era incapaz de moverse a ciegas pese a la violencia de su sentimiento amoroso. Mientras no[b] estuviera recibiendo un impacto tan potente que le hiciera olvidar todo, se vería obligado a detenerse y a volver la vista a su pasado. Por eso, no le quedaría más remedio que seguir recorriendo el camino marcado por su pasado. K, además, poseía esa terquedad y paciencia que no tiene la gente hoy en día. En estos dos sentidos, yo había captado bien sus sentimientos.

La noche que volvimos de Ueno sentí una calma relativa. Cuando K se retiró a su cuarto, yo le seguí y me senté al lado de su mesa. Deliberadamente, me puse a charlar de asuntos triviales. Su expresión era de molestia. De que mis ojos brillaran con la lucecita del triunfo no estoy seguro, pero en mi voz sí que había un tono de orgullo inconfundible. Después de calentarme las manos en el mismo brasero que él, volví a mi cuarto. En muchos aspectos no alcanzaba yo su nivel, pero entonces me di cuenta de que por fin había algo en lo que no había razón para temerle.

No tardé en quedarme plácidamente dormido. Pero me desperté bruscamente al oír que me llamaban por mi nombre. Abrí los ojos y vi la figura oscura de K en la entreabierta puerta corrediza. Su cuarto seguía iluminado por la lámpara. Sentí que bruscamente había cambiado el universo y, por un rato, me quedé sin voz mirando vagamente la escena.

—¿Estabas dormido? —me preguntó.

K solía quedarse despierto hasta muy tarde.

—¿Qué querías? —dije yo a la negra silueta.

—No, nada. Me había levantado para ir al cuarto de baño y quería saber si estabas despierto o dormido.

La iluminación le venía desde atrás y no pude distinguir ni su cara ni sus ojos. Pero su voz sonaba con más calma de lo habitual en él.

K cerró la puerta. Mi habitación volvió a quedar a oscuras. En esta oscuridad cerré los ojos dispuesto a tener un sueño apacible. No recuerdo más.

A la mañana siguiente, sin embargo, al ponerme a pensar en la noche anterior me pareció extraña esta visita de K. ¿Habría sido un sueño? Pensé.

A la hora del desayuno se lo pregunté.

—¡Claro que abrí la puerta y te llamé! —me dijo.

—¿Y por qué lo hiciste?

No me dio ninguna respuesta clara, pero al cabo de un buen rato, cuando ya no estábamos en ese tema, me preguntó:

—¿Puedes dormir bien estos días?

Su pregunta me produjo una extraña sensación.

Aquel día, nuestras clases empezaban a la misma hora; así que salimos juntos de casa. Preocupado como estaba desde la mañana por lo de la noche anterior, otra vez volví a acosar a K con preguntas. Pero tampoco esta vez me dio ninguna respuesta satisfactoria. Yo insistí:

—Pero fuiste tú quien anoche quiso hablar conmigo sobre ese asunto, ¿no es eso?

—No —dijo tajantemente.

Daba la impresión de que con esta negativa estaba llamando mi atención a que el tema había quedado cerrado el día anterior en Ueno. En este aspecto, K tenía un agudo sentido de la propia dignidad. Me di cuenta de esto de repente y recordé aquella palabra dicha por él con insistencia la víspera: «voluntad», una palabra que, si antes no me inquietaba en absoluto, ahora empezó a oprimirme la cabeza con una extraña fuerza.

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Tenía pleno conocimiento del carácter enérgico de K, pero al mismo tiempo comprendía igualmente bien la razón de su indecisión en este único asunto. Sentía, por tanto, cierto orgullo por conocer bien tanto los rasgos ordinarios como los extraordinarios de su carácter. Aún así, mientras que en mi mente yo era capaz de rumiar esa palabra de «voluntad», mi confianza iba paulatinamente perdiendo alas y al final amenazaba con desplomarse. Pensaba que tal vez la conducta de K en este asunto no era más que consecuencia de esos rasgos ordinarios de su carácter y no de los extraordinarios. Empezaba incluso a sospechar que tal vez tuviera guardado en la manga un último recurso para solucionar de una vez todas sus dudas, toda su angustia y sufrimiento. Al someter la palabra «voluntad» a esta nueva luz, me asusté. Con mirada imparcial y objetiva necesitaba inspeccionar el contenido de la voluntad de K. Por desgracia, sin embargo, mi mirada estaba lesionada; era como si estuviera tuerto. Su voluntad yo la entendía solamente en el sentido de que él habría de usarla para lanzarse sobre el objeto de su amor, la señorita. Sólo podía pensar que su valor iba a ser ejercido en el cumplimiento de su amor.

Había en mi corazón una vocecilla diciéndome que yo también necesitaba tomar una decisión final. Decidí responder a esa voz espoleando mi coraje y así actuar antes que él y sin su conocimiento. Aguardé la oportunidad en silencio. Dos, tres días esperé que se presentara la ocasión. Pero no venía. Quería hablar con la señora sobre su hija cuando ni esta ni K estuvieran en la casa. Pero si él no estaba, estaba ella. Así, pasaban y pasaban los días sin presentarse una ocasión favorable para que yo pudiera decir: «¡Ahora!». Empezaba a irritarme.

Al cabo de una semana en esa situación, e incapaz de aguantar más, una mañana fingí encontrarme mal. La señora, la señorita y hasta K me avisaron de que era hora de levantarse, pero yo les contesté vagamente y seguí bajo el edredón de la cama hasta las diez o algo así. Cuando estuve seguro de que ni K ni la señorita estaban y que la tranquilidad reinaba en la casa, me levanté. Al verme, la señora me preguntó:

—¿Dónde te duele? —y añadió—: ¿Por qué no sigues acostado? Yo te llevaré la comida a la habitación.

Pero, como en realidad no estaba en absoluto mal, no deseaba seguir más tiempo acostado. Me lavé la cara y desayuné como siempre en la sala de estar.

La señora me sirvió el desayuno desde el otro extremo del largo brasero. En mi mano yo sujetaba el tazón de arroz, aunque ni yo mismo sabía si estaba desayunando o almorzando. Tan sólo me preocupaba cómo abordar el asunto. En realidad, por tanto, debía tener el aspecto de un enfermo que se siente mal.

Terminé el desayuno y me puse a fumar. Como no me levantaba, la señora tampoco se apartaba de la mesa.

Llamó a la criada y le pidió que retirara mi bandeja. Después, siguió allí conmigo, entretenida en echar más agua en la tetera o en limpiar el reborde del brasero.

—¿Tiene algo importante que hacer ahora, señora? —le pregunté.

—No. ¿Por qué? —me preguntó a su vez.

—Bueno… Es que hay algo de lo que quisiera hablarle…

—¿Y de qué se trata? —me preguntó mirándome a la cara. Su tono era tan ligero que no casaba con la gravedad de mi estado de ánimo. Sentí entonces que las palabras se me atragantaban.

Seguí un rato más dando rodeos hasta que por fin le pregunté:

—¿Le ha dicho K algo recientemente?

La señora puso cara de no saber nada y me respondió:

—No, pero… ¿sobre qué? —y antes de que yo pudiera contestar, añadió—: ¿Y a ti te ha dicho algo?

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No tenía ninguna intención de revelarle la confesión de K. Por eso le contesté:

—No, nada —y al instante sentí malestar por la mentira. En realidad K no me había pedido nada sobre este asunto. Añadí:

—Pero bueno…, no se trata de K…

—¿Ah, no? —Se quedó en actitud de esperar mis palabras.

Ya no me quedó otra salida que decírselo. Bruscamente, le solté:

—Señora, quiero pedirle la mano de su hija.

No puso la cara de sorpresa que yo había imaginado, pero por un buen rato no pudo contestarme y se quedó mirándome en silencio.

Una vez lanzada mi petición, ya no sentía timidez e insistí:

—Deme a su hija, por favor. Démela como esposa.

La señora, sin duda por su edad, se mantenía todo el tiempo mucho más tranquila que yo. Me dijo:

—Bien, no te estoy diciendo que no, pero ¿no es demasiado repentino todo esto?

Yo me apresuré a contestar:

—Quiero casarme con ella cuanto antes.

Se echó a reír. Luego quiso asegurarse y me preguntó:

—¿Lo has pensado bien?

Le expliqué con tono rotundo:

—Sí, lo he pensado bastante tiempo, aunque la petición le parezca tan repentina…

Me hizo dos o tres preguntas más sobre temas que ya he olvidado. La señora tenía un temple resuelto, casi masculino, muy distinto al de otras mujeres, lo cual la hacía una persona con quien podía hablarse con absoluta franqueza.

—Está bien. Te daré a mi hija —dijo finalmente. Y añadió—: Nuestras circunstancias tampoco nos permiten decirte que te concedo su mano. Ya sabes que la pobre es huérfana de padre. Por eso, soy yo quien debe más bien pedírtelo en estos términos: «Por favor, tómala por esposa».

De esa forma, fue ella quien acabó pidiéndome que me casara con su hija.

El asunto quedó, por tanto, zanjado de forma así de fácil y clara. Nuestra conversación no había durado ni siquiera quince minutos de principio a fin. La señora no puso ninguna condición. Me dijo que tampoco había necesidad de consultar con ningún pariente; bastaría con decírselo después. Incluso dijo que no hacía falta asegurarse de la voluntad de su hija. En estos detalles creo que yo, pese a tener estudios, daba más importancia a la forma que ella. Cuando le expresé que no me importaba que no se consultase a los parientes, pero sí que debía decírselo a su hija y asegurarse de que estaba de acuerdo, me dijo:

—No te preocupes. Yo jamás le daría por esposo a un hombre con quien ella no deseara casarse.

Al volver a mi habitación y pararme a reflexionar sobre la facilidad con que este asunto había avanzado, me sentí extraño. Incluso, se me metió en la cabeza la duda de si todo esto había ocurrido en realidad. La idea de que las grandes líneas de mi destino ya estaban trazadas me hizo sentir en todos los aspectos como una persona nueva.

A mediodía, fui otra vez a la sala de estar y le pregunté a la señora:

—¿Cuándo piensa hablar con su hija sobre lo de esta mañana?

—¿Importa mucho cuándo se lo diga, una vez que ya estamos de acuerdo?

Por esa forma de hablar tan directa daba la impresión, aun siendo mujer, de tener más carácter que yo. Cuando iba a retirarme, me llamó y me dijo:

—Bien, si deseas que hable con ella cuanto antes, hoy mismo puedo decírselo, tan pronto vuelva de clase.

—Sí, creo que sería mejor —le dije, y volví a mi habitación.

Pero imaginar a esas dos mujeres hablando del asunto del matrimonio y estar yo sentado en mi mesa, me producía inquietud. Así que cogí el sombrero y salí a la calle.

Al bajar la cuesta, me encontré con la señorita. Ignorante de todo, pareció sorprenderse de verme allí. La saludé quitándome el sombrero y le dije:

—¿Ya vuelves a casa?

A su vez, ella me preguntó con aire de curiosidad:

—¿Ya te encuentras mejor?

Le contesté:

—Sí, ya estoy bien, muy bien.

Me alejé con paso rápido en dirección a Suidobashi.

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De Sarugakucho salí a la calle de Jinbocho y de ahí giré en dirección a Ogawa-machi. Siempre que iba a este barrio, era con el fin de visitar librerías de viejo, pero aquel día no me apetecía para nada hojear viejos libros manoseados. Mientras caminaba, no dejaba de pensar en lo que podía estar ocurriendo en la casa. En mi mente, me representaba a la señora, tal como la había visto poco antes en casa, y a la señorita, que acababa de regresar. Estas dos figuras, como dos piernas, me hacían caminar. De vez en cuando, además, me detenía sin saber por qué en medio de la calle y pensaba: ¿estarán en este instante hablando madre e hija sobre este asunto? O bien, me figuraba que ya habrían terminado de hablar.

Crucé el puente de Mansei y subí por la cuesta del templo de Mio-jin. Así llegué a Hongodai, bajé por Kukusaka y finalmente bajé al valle de Koishikawa. Había recorrido tres barrios moviéndome en un círculo ovalado, pero curiosamente durante todo este largo paseo apenas había pensado en K. Ahora que me acuerdo, me pregunto cómo pudo ser así. No sabría responder. Simplemente, me parece extraño. Tal vez, mi corazón estaba en tal tensión sobre un tema concreto que me había olvidado de K, aunque mi conciencia no debía haberme permitido tal olvido.

Esta conciencia se reencontró con K en el momento de pasar por su cuarto para entrar en mi habitación, una vez que volví a casa por la puerta principal. Como siempre, estaba leyendo sentado a la mesa. Y, como siempre, apartó la vista del libro y me miró. Pero esta vez no me dijo aquello de «¿Qué?, ¿ya has vuelto?», sino que me preguntó:

—¿Ya estás bien? ¿Has ido al médico?

En ese momento, sentí ganas de arrodillarme ante él y pedirle humildemente perdón. No fue este un impulso nada débil. Si hubiéramos estado los dos solos en medio de un desierto, seguro que me habría dejado llevar por él y, fiel a mi conciencia, le habría suplicado perdón. Pero estábamos en una casa en donde había más gente y mi naturaleza me contuvo en el acto. Por desgracia, ya nunca más volvió a brotarme ese impulso.

A la hora de cenar, K y yo volvimos a vernos. K se mostraba abatido e, ignorante de todo lo ocurrido en su ausencia, su actitud no expresaba ni la más mínima sospecha. La señora, igualmente ignorante, pero sólo de la verdad entre K y yo, parecía más alegre que de costumbre. Sólo yo no era ignorante de nada. Los alimentos de aquella cena me supieron a plomo. Esa vez la señorita, a diferencia de lo que siempre hacía, no se sentó con nosotros a cenar. Cuando su madre la llamaba, ella contestaba desde la habitación de al lado:

—¡Ahora voy!

Pero nada más. La curiosidad finalmente prendió en K, que preguntó a la señora:

—¿Qué le pasa a su hija?

La señora me miró un instante y contestó:

—Sin duda, se siente turbada.

K insistió:

—Pero, ¿por qué se siente así?

La señora volvió a mirarme a mí, esta vez con una sonrisa.

Desde que me senté a la mesa, sabía ya por la expresión de la señora cómo más o menos había podido ir el asunto. Pero me habría parecido horroroso si ella le hubiera explicado a K todo, estando yo delante. Juzgándola capaz de hacerlo, me sentía muy inquieto. Pero, afortunadamente, K no tardó en sumirse en su silencio de siempre. La señora, en efecto, siguió más alegre de lo habitual en ella, aunque, pese a mi inquietud, no llegó a abordar el asunto que yo temía. Suspiré aliviado y volví a mi cuarto.

A pesar de todo, no podía permanecer sin idear un curso de acción con respecto a K. Mentalmente, fabriqué múltiples excusas, ninguna de las cuales, sin embargo, me pareció suficientemente apta para enfrentarme a él. Por ser yo tan cobarde, renuncié, fatigado, a la idea de explicárselo todo.

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Pasaron dos o tres días igual. Mientras, los constantes remordimientos que sentía hacia K no dejaban de oprimirme el pecho. Sentía que tenía que hacer algo con respecto a él. Además, tanto la actitud de la señorita como el tono de hablar de su madre durante todos esos días eran como pellizcos que me hacían sufrir. De la señora, en cuyo carácter, como he dicho, había rasgos de franqueza masculina, temía que en cualquier momento revelase mi compromiso con su hija mientras estábamos sentados a la mesa.

Recelaba de que el comportamiento de la señorita hacia mí, que parecía haber cambiado tanto desde aquel día, sembrara en la atención de K sospechas que cubrieran su corazón de nubes. Reconocía que K debía ser informado de la nueva relación que yo había establecido con esta familia. Pero la conciencia que tenía de mi propia debilidad moral dificultaba en extremo esta tarea. Impotente, pensé pedirle a la señora que fuera ella quien, naturalmente en mi ausencia, le comunicara a K nuestro compromiso. Pero si se lo contaba tal como había ocurrido, mi honor quedaría igualmente por los suelos, aunque la diferencia estaría en habérselo dicho directa o indirectamente. Por otro lado, si le pidiera a la señora que le dijera una mentira, entonces ella querría saber la razón de querer ocultarle la verdad. Finalmente, si se lo pedía confesándole toda la verdad a ella misma, entonces yo mostraría a mi querida prometida y a su madre toda mi debilidad y miseria. Y esta era una idea intolerable para mí pues equivalía a perder gran parte de la confianza que ellas habían depositado en mí. Y ya antes de casarme, perder, por poco que fuera, la confianza de mi futura esposa me parecía una desgracia insoportable.

En resumen, yo era un tonto que, en lugar de haber andado firmemente un camino recto, había estado resbalando. O tal vez, era un bribón. Sólo el cielo y mi corazón lo sabían. Era evidente que para enderezar el camino y dar el primer paso, tenía que descubrir a todos mi falta, una falta que yo deseaba ocultar a toda costa. Al mismo tiempo, me veía metido en un verdadero atolladero en el cual estaba de pie pero incapaz de poder dar un solo paso, incapaz de moverme.

Al cabo de cinco o seis días, la señora me preguntó de sopetón:

—Bueno, supongo que ya le habrás contado a K lo de tu compromiso matrimonial, ¿verdad?

—Pues, no, todavía no —repuse yo.

—Pero, ¿cómo es posible? —me dijo en tono de reproche.

Sentí que la rigidez invadía todo mi cuerpo. Entonces, lo recuerdo aún perfectamente, sus siguientes palabras me cayeron como una verdadera sorpresa:

—¡Claro! Ahora entiendo por qué puso K esa cara cuando se lo dije yo… ¡Qué malo eres! ¡No haberle dicho nada siendo tan amigo suyo!

—¿Y qué dijo él? —acerté a preguntarle.

—Nada, nada especial.

Pero yo no pude contener mi deseo de saber más e insistí en que me diera más detalles.

Ella, por supuesto, no tenía nada que ocultar. Diciendo que no había nada realmente importante que contar, me describió la reacción de K al decírselo. Resumiendo las palabras de la señora, parece que K recibió este último golpe con sorpresa controlada y compostura. Al saber la nueva relación establecida entre la señorita y yo, K se limitó a exclamar:

—¿Ah, sí?

Pero cuando la señora le dijo: «¡Vamos, hombre! ¡Alégrate tú también!», K, mirando por primera vez a la cara a la señora, esbozó una sonrisa y dijo:

—¡Enhorabuena! —y se levantó para irse.

Cuando estaba a punto de abrir la puerta de la sala de estar, se volvió y preguntó:

—¿Y cuándo será la boda? —Y añadió—: Me gustaría ofrecerles algo, pero como no tengo dinero, me temo que no podré regalarles nada.

Yo, mientras escuchaba estas palabras de K relatadas por la señora, sentí una angustia que parecía ahogarme el corazón.

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Hacía dos días que K conocía mi compromiso matrimonial; sin embargo, no mostraba hacia mí una actitud distinta a la de antes. Aunque su indiferencia sólo fuera aparente, merecía todo respeto, pensaba yo. Puestos los dos en una balanza de méritos, K parecía más digno de estima que yo. Me decía a mí mismo: «Le he vencido por la astucia; pero, como hombre, me ha ganado». Esta idea giraba como un torbellino en mi cabeza; sólo de imaginar cuánto debía despreciarme, hasta me puse colorado. A estas alturas, sin embargo, presentarme ante K y acusarme a mí mismo era un golpe demasiado mortificante para mi amor propio.

Indeciso como estaba entre dar un paso adelante o quedarme donde estaba, tomé el partido de esperar al día siguiente. Eso fue un sábado. Justo esa noche, K se suicidó. El recuerdo de aquella escena me sigue produciendo escalofríos.

Yo siempre dormía orientando mi almohada al este, pero aquella noche cuando fui a acostarme coloqué por pura casualidad la almohada en dirección al oeste[104]. Es posible que esto traiga mala suerte. Lo cierto es que una ráfaga de aire frío que soplaba alrededor de la almohada, me despertó.

Al abrir los ojos, vi que la puerta que daba al cuarto de K estaba entreabierta como el otro día. Pero su oscura silueta esta vez no estaba allí. Me incorporé sobre los codos mirando hacia su cuarto, como obedeciendo un presentimiento. La lámpara iluminaba débilmente. Distinguí su lecho y me fijé en que el edredón estaba doblado en la parte de los pies. K yacía con el cuerpo boca abajo mirando al otro lado.

—¡Eh! ¡Oye! —exclamé.

Pero no hubo respuesta.

—¿Qué te pasa? —volví a decir.

Pero su cuerpo permanecía inmóvil. Al punto, me levanté y fui hasta la puerta de su cuarto. Desde ahí, observé el interior a la luz indecisa de la lámpara.

Mi primera impresión fue igual que cuando escuché de sus labios aquella súbita confesión de amor. De un solo vistazo al cuarto, mis ojos, como dos bolas de cristal, perdieron su capacidad de moverse. Me quedé de pie, inmóvil. Pasado el impacto inicial y súbito como el rayo, pensé: «¡Todo está perdido!». Una negra luz, que me decía que todo era ya irremediable, lanzó un destello sobre todo mi futuro, iluminando de modo sombrío y por un instante la vida entera que espantosamente se extendía ante mí. Me puse a temblar.

Pero no me podía olvidar de mí mismo. Reparé enseguida en una carta puesta encima de la mesa. Tal como había supuesto, iba dirigida a mí. Abrí el sobre con impaciencia… Su contenido, sin embargo, no era el que yo había imaginado. Había supuesto que habría graves acusaciones contra mí. Temía, en efecto, que si la señora y la señorita se enteraban del contenido, me despreciarían. Una ojeada me bastó para disipar mis temores y pensar: «¡Estoy salvado!». (De hecho, lo que había salvado eran las apariencias, algo que para mí era sumamente importante en todo este asunto).

El contenido de la carta era simple. Todo se explicaba en términos más bien generales. Decía:

He decidido quitarme la vida a causa de la debilidad de mi voluntad y por haber perdido la esperanza de llegar a ser lo que deseo. Te agradezco que te hayas ocupado de mí y te ruego que dispongas de mi cuerpo sin vida encargándote de todo, que me disculpes ante la señora por todas las molestias causadas y que informes de esta muerte a mi familia.

Todo lo necesario se expresaba con claridad y llaneza. En ninguna parte de la carta encontré el nombre de la señorita, algo que, después de leer hasta el final, comprendía que había sido evitado deliberadamente. La frase que más me afectó de toda la carta fue la última, escrita a modo de apostilla final, con la última gota de tinta que le quedaba, y que decía:

¿Por qué he vivido hasta ahora? Hace tiempo que tenía que haber muerto.

Doblé la carta y con manos temblorosas la metí en el sobre. La puse sobre la mesa, tal como estaba, a la vista de todos. Luego me volví y por primera vez me fijé en la superficie del fusuma[105] salpicada de sangre.

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Con las dos manos, levanté la cabeza de K. Deseaba echar un vistazo a su rostro sin vida. Me incliné para mirarlo desde abajo, pero bruscamente retiré las manos y solté la cabeza. No solamente había sentido escalofríos al ver el rostro, sino también había sentido el espantoso peso de la cabeza. Me quedé contemplando un rato las orejas frías recién tocadas y el pelo espeso y corto de mi amigo. No tenía ningún deseo de llorar. Sólo sentía horror. No un horror corriente ante aquella escena, sino un horror hondo ante las líneas de mi propio destino que este amigo, frío y sin vida, acababa de trazarme.

Incapaz de pensar, volví a mi cuarto. Me puse a dar vueltas y vueltas en mi habitación de ocho tatami. Aunque lo que estaba haciendo no tenía ningún sentido, mi mente me ordenaba moverme así. Pensé que debía hacer algo. Pero ¿qué podía hacer? Era sencillamente incapaz de hacer otra cosa que no fuera moverme inquieto como un oso encerrado en su jaula.

A veces, me acometía el impulso de ir a la habitación del fondo y despertar a la señora. Pero me frenaba en seguida la idea de que no podría enseñar esta terrible escena a una mujer. Sin pensar en la señora, me oprimía la fuerte voluntad de no asustar por ningún motivo, sobre todo, a la señorita. Y, otra vez, me ponía a dar vueltas en la habitación.

Entretanto, había encendido la lámpara de mi cuarto y de vez en cuando miraba el reloj. Nada me ha parecido más lento que el movimiento de las manecillas del reloj de aquella noche. No podría precisar la hora en que había sido despertado, pero era cerca del amanecer. Dando vueltas y vueltas, ¡cómo anhelaba que rompiera el día…! Creía que la noche no iba a acabar nunca.

Teníamos la costumbre de levantarnos poco antes de las siete, costumbre necesaria para llegar con tiempo a nuestras clases, que solían empezar a las ocho. Por esa razón, la criada se levantaba hacia las seis. Pero no eran todavía las seis cuando yo salí de mi cuarto y fui a despertarla.

—Hoy es domingo, ¿verdad?

Era la voz de la señora, sin duda despertada por mis pasos. Yo le pedí desde el pasillo:

—¡Por favor, venga a mi habitación un momento si está despierta!

Se echó el haori[106] de casa sobre su quimono de noche, salió de su dormitorio y me siguió. Cuando entramos en mi cuarto, cerré la puerta del cuarto de K, me volví a la señora y le dije:

—Algo terrible ha pasado.

—¿Qué ha sido?

Con el mentón le señalé hacia el cuarto de K diciendo:

—No se asuste.

Se puso pálida. Yo añadí:

—K se ha suicidado.

La señora se quedó callada, petrificada, y me miró.

Yo, bruscamente, me eché al suelo, arrodillado, puse las manos en el tatami y me postré ante ella.

—¡Perdóneme! Ha sido mi culpa. Lo siento tanto por usted y por la señorita…

Así fue como yo pedí disculpas. Hasta haberme hallado cara a cara con la señora, no se me había pasado por la cabeza disculparme. Pero cuando la vi ante mí, me brotaron irresistiblemente esas palabras de perdón. Podrás pensar que por no poder ya disculparme ante K, tuve que hacerlo ante la señora o la señorita. Es decir, mi conciencia me hizo abrir la boca y realizar esta confesión engañando a mi yo de siempre. Por suerte para mí, la señora no llegó a captar el sentido profundo de mis disculpas y con tono de consuelo me dijo:

—Pero ¿qué podías haber hecho tú? ¡No ha sido más que un accidente!

Se veía, sin embargo, claramente que la conmoción y el miedo tenían agarrotados los músculos de su cara.

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