Kokoro

Kokoro


Introducción » «Kokoro»

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Kokoro

El término japonés kokoro que da título a la obra original significa, según el diccionario, una variedad de conceptos que van desde «corazón», «mente», «interior», «espíritu», «alma», hasta «intención», «concepción», «voluntad» «sensibilidad» y «sentimientos». Todo ello y algo más es kokoro. Este término representa la capacidad de ser afectado emocionalmente, la concepción resultante y también el elemento cognitivo informante. ¿Cómo traducirlo? Como término profundamente enraizado en la cultura japonesa, todos los conceptos españoles mencionados son, lamentablemente, incompletos. Tal vez la equivalencia menos inexacta que he hallado es la de Lafcadio Hearn, el gran pionero del exotismo japonés en Occidente, cuando definió kokoro como el «corazón de las cosas». Atendiendo a la controlada efusión de los personajes de esta novela, hubiéramos optado por el título español de Sentimientos, pero ni este término ni «Corazón», ni siquiera «Corazón humano», nos casaban bien con la viril ausencia de sentimentalismo de la obra ni con su desarrollo general. En francés ha sido traducido como Pobre corazón de los hombres[35], título con el que acierta en capturar el ambiente de contenida emoción que impregna toda la obra, pero se añade un matiz de compasión ajeno tal vez al concepto original. Ante el dilema de pronunciarse por una equivalencia siempre inexacta, hemos decidido dar la palabra al lector y dejar el título original, Kokoro. Que el lector decida tras leer la obra preguntarse, si le place, qué es kokoro, término por lo demás de pronunciación japonesa sorprendentemente semejante a como la podrá pronunciar cualquier nativo hispanohablante. El Kokoro japonés, sin duda, no podrá ser entonces otra cosa que el Kokoro español.

ESTRUCTURA

Kokoro es la historia de la relación entre un joven estudiante y un intelectual de vida apartada en quien el joven ve a su mentor espiritual y a quien llama respetuosamente sensei o maestro.

La obra tiene tres partes subdivididas en cortos capítulos, cuidadosamente dispuestos de forma que rara vez tienen más de dos páginas, muy en el gusto japonés por lo breve y ordenado.

En la primera el joven narra en primera persona su encuentro con el sensei, las conversaciones y paseos con él en Tokio, las visitas a su casa donde encuentra y habla también con la mujer de sensei. Se describe una estancia breve en el pueblo con sus padres, y cómo inexorablemente es atraído por la personalidad misteriosa de este «intelectual ocioso», de sensei. El estudiante que hace de narrador, como Keitaro o Jiro de las novelas precedentes, es un observador, a veces un detective, intentando descubrir el secreto de sensei. Pero su afecto creciente por él le aleja pronto de esa categoría. Este estudiante, este «yo» de la novela, aparece velado en toda ella, oculto tras la personalidad de su mentor. Sólo cuando tiene el arrebato de tomar el tren y abandonar a su padre agonizante en busca de sensei muestra iniciativa y visos de un personaje real de novela.

En la segunda este «yo» vuelve al pueblo para cuidar a su padre enfermo. Se describen ahora las relaciones y los valores de la familia, el empeoramiento de la salud del padre, el contraste entre la personalidad de este y la del sensei, cuyo recuerdo obra poderosamente en el joven. El fin de la estancia con sus padres lo pone una extraña carta que recibe de sensei.

La tercera parte, la más extensa, es, la lectura que de dicha carta hace el joven. La primera persona la asume ahora sensei, el autor de la carta, que en su larga relación le da cuenta de su pasado. Al final se deshace el misterio. Es, en realidad, un testamento espiritual.

PERSONAJES

Los personajes principales son dos: el «yo», es decir, el joven que emprende un intenso y a veces agónico viaje de iluminación a través del trato irresistiblemente atractivo de sensei; y sensei, un intelectual amargado por una experiencia de juventud y desocupado, como samurái sin amo, que vive de espaldas a la sociedad con sólo su mujer y que, al revelar su pasado en la tercera parte, se erige en verdadero protagonista.

En las dos primeras partes de la obra, los personajes secundarios son los padres del joven, que viven en el pueblo y representan la tradición, el Japón premoderno, los valores antiguos que especialmente el padre defiende con ahínco; su hermano, «un carácter primario», que representa al japonés ajeno a ese camino de despertar del yo, un «japonés activo» embarcado en la modernización del país; y la esposa de sensei, Shizu, personaje difuminado y puro, que vive inocente y ajena al drama interno de su marido.

En la tercera parte, la parte epistolar que relata el pasado de la infancia y juventud de sensei, aparecen su tío, que le va a escamotear la herencia; la patrona de la pensión y su atractiva hija, con quienes llega a intimar y que le ayudan a superar el desengaño de la traición de su tío; y finalmente su amigo «K», con quien va a competir por la mano de la «señorita» de la pensión. Reaparece así, como el motor del desenlace de la novela, el triángulo amoroso de dos hombres y una mujer, de otras obras de Soseki.

Es pues una estructura tripartita, de pocos personajes y escasa acción. Y, sin embargo, rebosante de intensidad y dramatismo.

La acción externa es escasa, los silencios abundantes, el movimiento narrativo pausado. Todo favorece una acción interior aparentemente callada y discreta, pero de un calado emocional que, trágicamente al final, se va a traducir en inesperada violencia. En este sentido, conviene precisarlo antes de hablar de los personajes reales, todo pasa en el corazón (kokoro). El corazón humano, depósito ideal de los sentimientos, es el gran personaje invisible y omnipresente de una obra, por lo demás, nada emocional en el sentido vulgar del término, sino recta y contenida. El título está, pues, sobradamente merecido.

En cuanto a los personajes reales de esta ficción, ninguno de los más importantes tiene nombre. El autor ha elegido no darles nombre para conseguir una cualidad de arquetipos a sus caracteres y a sus situaciones.

Los padres del joven estudiante son la tradición de una sociedad japonesa cuyos valores parecen haber quedado anclados en ambientes rurales.

El tío del sensei es el estafador, el que traiciona la confianza del niño, el que le hace despertar a un mundo en donde el dinero rige los destinos.

La patrona de la pensión, en donde vive sensei cuando es joven, es la «señora», una viuda de militar, perspicaz y fuerte.

La hija de esta es la inocente «señorita», la futura Shizu o esposa de sensei, una mujer a quien le importa más eso que «está sumergido dentro del corazón de las cosas», una mujer cuyo encanto pasivo, cuando es joven, obra como detonante de la tragedia.

El amigo de sensei es simplemente «K», es el «otro», el chico taciturno y asceta que, en calidad de compañero de pensión, de viaje de vacaciones o desde su tumba en Zoshigaya[36] representa la tentativa de romper el aislamiento del protagonista.

En medio de este reducido mundo de personas sin rostros, destacan unos señalizadores que permiten situar la obra con precisión en el espacio y en el tiempo: la precisa toponimia de barrios y calles de Tokio y la mención de los fallecimientos del emperador Meiji y del general Nogi en el verano de 1912. Esta mención se produce cuando el joven estudiante asiste a su padre moribundo, el cual, al enterarse de la muerte por suicidio de este militar (1849-1912), exclama en el delirio:

—General. Espéreme. Yo voy también.

Es una de las escenas que, por su economía de medios, intensidad emocional y por la abstención de todo comentario del autor, mejor conseguidas están de la obra.

Este general Nogi, héroe de la guerra ruso-japonesa, había esperado la muerte de su emperador, para, terminado el funeral imperial (13 de septiembre de 1912), hacerse el harakiri ritual en compañía de su esposa. Se dijo que de esa forma reparaba el deshonor de haber perdido el estandarte del batallón que mandaba en una escaramuza 35 años antes. Su muerte conmocionó a la opinión pública japonesa, gran parte de la cual reconoció en su acto un ejemplo de lealtad y sacrificio. Soseki no fue el único autor en hacerse eco de la repercusión social de este incidente[37].

En medio del anonimato ficticio de los personajes, es sobresaliente la inclusión de este hecho histórico para, por un lado, identificar al padre del joven protagonista con valores tradicionales, y, por otro, preludiar ominosamente la tragedia final de la novela.

La caracterización de los personajes es convincente y bebe en las aguas de la tradición de la novela realista europea del siglo XIX, bien conocida por Soseki. Es probable, sin embargo, que al lector occidental de nuestros días le parezca poco verosímil el entramado de reacciones y actitudes de sensei y de su amigo K en los últimos capítulos del libro. Entre dos amigos íntimos, como pasan por ser ellos dos, ¿cómo es posible que francamente, como dos buenos camaradas que habitan en la misma casa, no hablaran del impacto emocional que la «señorita» les estaba causando? Hay que recordar que ni la amistad ni la camaradería obedecen a los mismos resortes de «franqueza» entre japoneses que entre occidentales. Además, como japoneses de hoy en día me han corroborado, hablar de emociones en la época de Meiji, hace cien años, era harto distinto que hablar de emociones en este siglo XXI. El autor hace hablar así a su protagonista:

No solamente sensei y su esposa, sino todos los de su generación, por haberse criado en las viejas costumbres de antes, no tenían el valor de expresarse con libertad sobre temas amorosos.

TÉCNICA NARRATIVA

Ya hemos dicho algo de la popularidad del subgénero de los watakushi shoosetsu en la época del autor.

¿Qué mejor recurso que la primera persona y los destellos autobiográficos para dotar a la obra del carácter confesional y profundamente íntimo que la caracteriza?

La novela está escrita en primera persona, encuadrándose por tanto en la comentada tradición japonesa de los watakushi shoosetsu que, con su connotación de testimonio sincero, tan bien casaba con el intento de distanciarse del frívolo patrimonio de la prosa anterior a Meiji.

Pero lo que la distingue de esa tradición es que son dos los personajes que usan la primera persona en Kokoro. La marca de autenticidad confesional en ambas exposiciones en primera persona está conseguida gracias a un hábil recurso: el carácter epistolar del relato del segundo personaje. Soseki confesó que, al concebir esta historia, su intención era escribir varios cuentos pero que, a la vista de la extensión de la carta del segundo personaje —más de la tercera parte de la obra definitiva— decidió adoptar la estructura actual de una novela tripartita.

El tratamiento del tiempo es complejo. En primer lugar, el estudiante lee el testamento de sensei. Luego, escribe, en primera persona, las dos primeras partes insinuando que ya ha pasado bastante tiempo de los sucesos de la tercera parte pues ha acumulado experiencia en la vida. Eso lleva a un segundo misterio de la obra: la personalidad futura del «yo», al que no se ve si no es a través de su relación con los otros: ¿será este joven estudiante otro sensei o, más bien, ya lo es cuando escribe?

La técnica narrativa permite que el lector progresivamente vaya ahondando en la personalidad de sensei a través del verdadero viaje de despertar del yo que realiza el joven estudiante en pos del misterio de sensei.

A medida que le va conociendo más, descubre que por debajo de este hombre culto y cortés que es sensei, se esconde un alma atormentada. Sensei le previene, pero el joven es atrevido y decide llegar hasta el final de su búsqueda. En un momento dado, el estudiante acepta recibir «una lección de la vida» de su mentor. Sensei le mira incrédulo y se conmueve. Pero acepta al discípulo y promete pasarle su enseñanza algún día. Esta lección va a ser la revelación de su oscuro pasado cuyo contenido será la carta de la tercera parte. El viaje de búsqueda podría pensarse que ha terminado. ¿Ha terminado? Nunca termina, parece decir la obra: nuestro estudiante lee la carta fatídica viajando en un tren con destino a Tokio. Y el tren no se detiene.

Cuando acaba la obra, el lector, con el libro entre las manos, sigue dentro del tren con el estudiante que sostiene la carta de sensei también entre sus manos. Seguimos en el viaje y tal vez pensando con inquietud que este estudiante, a pesar de su juventud y candor, será muy pronto, como su sensei, un intelectual solitario incapaz de afrontar las realidades de un mundo sin atractivos.

TEMAS

La estructura inteligente de la novela ilustra impecablemente sus grandes temas.

Es ya un lugar común ver en la culpabilidad y el aislamiento los dos grandes temas de la obra del tercer período del autor. Cierto que son los temas que más destacan y caracterizan sus novelas con respecto a otras anteriores. No ha sido frecuente ver en Kokoro otros dos asuntos cuya presencia, como la del lienzo en un cuadro, sustentan y dan sentido existencial a los temas «tradicionales» de Soseki. En Kokoro nos han parecido fundamentales. Son los del amor y la vida.

Por amor sensei accede a instruir al estudiante en la vida, dándole una lección «arrancada de su pecho» que constituirá la desgarradora confesión de su pasado en forma de la carta de la tercera parte. Por amor, por el amor de una mujer, ocurre una doble tragedia al final: amor hacia la «señorita» delicadamente inconfesado de K en su nota de suicidio; amor hacia la esposa de sensei que le lleva a pedir al estudiante que guarde en secreto su confesión para evitar el sufrimiento futuro de ella.

Con la misma justicia con que podemos decir que es una novela de amor, se puede afirmar que es una novela de vida. Cierto que amor y vida, siempre resueltas en muerte ahora y siempre, en Oriente y Occidente, en Kokoro se resuelven en muerte no natural después de una peripecia vital caracterizada por insufribles pesos de culpa y egoísmo. En esta novela, más que la muerte y sus sombras, es la vida, la vida y sus enseñanzas, lo que está presente, la vida que, como hilo precioso de agua infusora de sabiduría para el discípulo, cuelga de todas las palabras del sensei.

Los otros dos temas, la culpa y la soledad interior, son mucho más visibles y componen el color y la forma del cuadro. Culpabilidad y aislamiento parecen ser para el autor las inevitables secuelas de la liberación del yo y de todas las incertidumbres que han venido con el advenimiento del aprendizaje de la cultura occidental. Es un precio caro, parece decir resignadamente el autor, que por boca de su protagonista confiesa:

Mejor aguantar mi soledad actual y no una soledad futura que sería horrorosa. La gente de hoy, nacida bajo el signo de la libertad, la independencia y la auto-estima, debe, en justa compensación, saborear siempre esta soledad.

Esta tesis es insistente en las otras novelas del tercer período del autor, a partir de su crisis de salud de 1910. Soseki se interesa sobre todo en describir el estrago moral de sus contemporáneos, invariablemente en esas obras intelectuales o con formación universitaria, que viven aislados del mundo, aunque siguen vinculados, por amor u odio, a una época pasada.

Reveladora sobre este tema es una conferencia impartida por Soseki en noviembre de 1914 y titulada Watakushi no Kojin Shugi («Mi individualismo»). En ella explica que su individualismo no es, como muchos indicaban, una amenaza a la nación o una negación del nacionalismo, sino una insistencia en que cada persona tiene el derecho de seguir sus propias inclinaciones siempre que cumpla con sus deberes como ciudadano. Es más fácil y menos doloroso, decía Soseki, seguir la opinión de la mayoría, pero el individualismo significa que cada persona decida lo que es bueno o malo de cada acción. Rechazaba el punto de vista generalizado en el Japón de entonces —y plasmado en el llamado militarismo japonés de los años treinta que preludiará la guerra— de que el bienestar del país reclamaba la supresión de divergencias de opinión en el pueblo[38]. El individualismo de Soseki parece exigir simplemente el derecho a ser fiel a los propios gustos o dictados de la conciencia; en este sentido hay que enmarcar la filosofía de los numerosos «intelectuales ociosos» que pululan en las obras de Soseki, como nuestro sensei, que prefieren vivir de espaldas a la sociedad antes que compartir opiniones que no son las suyas. Y lo hacen sabedores del precio que han de pagar por la osadía de su «modernidad».

El beneficio de la modernidad para un hombre como sensei, el protagonista de la obra, puede ser el despertar del yo, el mismo despertar que quiere trasmitir a su joven discípulo a través del relato de su pasado, o, más bien, el llegar a ese ideal formulado por el autor en sus últimos años: «seguir al Cielo abandonando el yo». Sin embargo, nos viene a decir, este camino se debe realizar sin las protecciones culturales, religiosas y morales que las sociedades de Occidente han desarrollado en el curso de los siglos y que abrigan al individuo. El intelectual japonés liberado y consciente, en cambio, carente como está de esa protección, se halla desvalido.

En el contexto de las relaciones humanas, la traición suele ser el detonante que provoca esas dos mordazas —culpabilidad y aislamiento— que intensamente hacen padecer a los protagonistas. No sucede, por tanto, que el protagonista, tanto este sensei como el Sunaga Ichizo de Higansugi made, o Nagano Ichiroo de Koojin, o el héroe de Mon, la puerta, obra incluso anterior a este período, sea destruido por los demás, en cuanto que él se destruye a sí mismo al no disponer de resortes psicológicos o morales para asimilar la traición.

La traición en esta obra es doble: por un lado, sensei sufre de niño la experiencia de ser traicionado por su tío, que se aprovecha de su orfandad. En segundo lugar, su amigo K se siente traicionado por sensei en su aspiración a la mano de la misma mujer. La culpabilidad que provoca la segunda experiencia y el aislamiento social que causa la primera en sensei precipitan, cuando el momento se juzga maduro, la caída del protagonista. ¿Es el castigo por su egoism (término que usa Soseki significativamente en inglés y con frecuencia obsesiva en su obra, y que también aparece en Kokoro)?

ESTILO

El lenguaje es deliberadamente sencillo, tanto en las dos primeras partes en que narra el estudiante como en el estilo epistolar, directo y llano de la tercera parte. Las frases son cortas, casi nunca de más de tres líneas, y de una concisión lapidaria.

Kokoro es una obra sobresaliente por el vigor descriptivo de los pequeños detalles. Esta cualidad nos parece que marca el compás de la rigurosa capacidad analítica con la que se escudriñan las motivaciones de los personajes. Vigoroso estilo, pero en todo momento sencillo. A toda costa hemos querido preservar esa diáfana sencillez en la versión española. Y a la vez recoger, siempre que hemos podido, los numerosos momentos de lirismo que hay en la obra, entre ellos uno muy característico: el lirismo del silencio. La dificultad de traducir silencios ya la ponderaba Ortega y Gasset. Hay muchos silencios en esta novela. Expresiones como «me quedé callado», «caminamos en silencio», «nadie dijo nada por un rato», «no contestó nada», «hubo silencio», y otras por el estilo, abundan. En japonés producen la impresión, por un lado, de entradas de aire limpio y fresco en el desarrollo de un discurso cargado de connotaciones psicológicas y emocionales; por otro, de espacios blancos que dan acento y personalidad a la comunicación. Son momentos del diálogo que debemos relacionar con lo que los japoneses llaman haraguei o «lenguaje del vientre», aspecto importante en la conversación entre japoneses, especie de vacíos de la conversación o silencios naturales, nada incómodos ni violentos. Sirven, en el código de comunicación de los japoneses, para reflexionar brevemente, más con el corazón que con la cabeza, sobre el significado soterrado de las palabras que se están diciendo. Los silencios especialmente abundantes en el último tramo de la obra, en la comunicación entre sensei y K, una vez que este le ha declarado su amor por la joven, están especialmente preñados de significados. Es una práctica oriental que los novelistas japoneses, en su cultivo sistemático de la novela realista de corte occidental, no dejan de revelar en sus obras.

Al lado del lirismo de la obra, hay otro valor de estilo que encumbra esta obra por encima de otras del autor: la tensión dramática de algunas escenas. Tres ejemplos a vuela pluma.

Las páginas finales de la segunda parte, cuando el joven, atado al lecho de su padre agonizante, tiene en la pechera de su quimono la misteriosa carta de sensei y consciente de su propia agonía toma la decisión galopante de partir a Tokio en busca de este, son inolvidables.

El apenas imperceptible temblor de los labios del introvertido K, en el capítulo 36 de la tercera parte, cuando está a punto de estallar y confesar su amor, es otro de los momentos climáticos de esa equilibrada tensión entre estilo y desarrollo dramático.

Finalmente, la impresión que producen en sensei las manchas de sangre cuando ocurre la tragedia de K y la descripción del cadáver. Y que hace recordar el frío análisis de la novela naturalista tan popular diez años antes en Japón.

CRITERIOS DE LA TRADUCCIÓN

Hemos intentado ceñir la traducción lo más posible al original, a riesgo, por un lado, de tomarnos a veces algunas libertades sintácticas, y, por otro, de nada añadir, de dejar campo libre, en escrupuloso respeto al texto japonés y también a la percepción del lector hispanohablante, de dejar ese hueco en blanco lleno de sugerencias, tan fundamental tanto en la pintura de Sesshu del siglo XV como en su literatura, para degustar una obra artística japonesa. Estas han sido nuestras dos apuestas.

Por ejemplo, en lugar de traducir «metí la carta en el bolsillo de mi vestido», como suele hacerse en otras versiones, hemos traducido «metí la carta en la escotadura de mi quimono». Y si un personaje «sale al jardín» de su casa desde el cuarto de estar, hemos traducido «baja al jardín», explicando en nota al pie que el suelo del jardín y la planta baja de una casa japonesa están a distinto nivel. Son detalles esos y muchos otros, que hemos pensado que confieren sabor a la lectura de una obra como esta, alejada en el tiempo y en la cultura del lector hispanohablante, y que tal vez complazcan al lector exigente.

La atención a los pequeños detalles, hacia los que con frecuencia el autor enfoca o bien su lirismo o simbolismo o valores premonitorios, ha sido también otro de los criterios de esta versión, convencidos como estamos de que los pequeños objetos y gestos —el color exacto de un pez, el movimiento vagamente aludido de unos labios— eran muy del gusto de Soseki, cultivador también de esa poesía de la insignificancia y de la esencia que es la poesía del jaiku.

Hemos conservado en japonés los nombres de objetos «intraducibles» de la cultura japonesa, como prendas de vestir y partes del mobiliario tradicional japonés, aunque siempre explicados en notas al pie la primera vez que aparecen o con definiciones en el glosario que hay al final para aquellas voces que se repiten.

Los términos y nombres propios japoneses aquí utilizados han sido romanizados según el sistema Hepburn, el de mayor difusión en la literatura orientalista. Se basa, a grandes rasgos, en la pronunciación de las consonantes como en inglés y las vocales como en español. Por lo tanto, palabras como Hase o hakama deben aspirar su primera consonante; Meiji se pronuncia con la j como en inglés o francés; la z de, por ejemplo, Shizu se pronuncia como una s sonora no muy diferente a la s de la palabra española «mismo»; geta con la g como la del inglés get o del español «guerra».

El texto empleado para esta versión es el de la edición ya citada de Mioshi Yukio (editorial Shin Choo sha, Tokio, 1998).

Es un deber grato reconocer la deuda de esta traducción con algunas personas que han colaborado. El estímulo de ese gran conocedor de la literatura japonesa que es Antonio Cabezas, las recomendaciones de estilo del excelente poeta Antonio Lázaro, el útil plano, amablemente realizado por Sasaki Motoko, y las explicaciones pacientes de Sasaki Yoko sobre numerosos pasajes. Sin su ayuda, esta traducción no hubiera sido posible.

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