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Kokoro » Sensei y yo

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Para poder graduarme en junio de ese año, era preciso acabar la tesis antes del fin del mes de abril. Era el reglamento de la universidad. Cuando me puse a contar con los dedos los meses que me quedaban, me sorprendí de mi valor por estar tan despreocupado. Otros compañeros hacía mucho tiempo que estaban reuniendo material bibliográfico y notas, y se les veía muy atareados. Sólo yo seguía de brazos cruzados y lo único que tenía era la resolución de trabajar en firme desde el Año Nuevo. Había empezado con mucha fuerza, pero pronto me atasqué. Hasta entonces, tenía claro en mi mente el amplio tema sobre el que quería escribir. Creía que la estructura de esa idea ya la tenía formada, pero me equivoqué y empecé a sufrir y a sujetarme la cabeza entre las manos.

Después, reduje el tema. Por último y a fin de eliminar la complicación de ordenar todas las ideas, decidí utilizar todo el material que pudiera encontrar en los libros y añadir una conclusión adecuada.

El tema elegido tenía mucho que ver con la especialidad de sensei. Un día, cuando le pregunté su opinión sobre el tema elegido, me dijo que era bueno. Después de quedarme desconcertado, volví apresurado a su casa y le pregunté qué libros tenía que leer. Me facilitó amablemente todos los conocimientos que tenía sobre el tema y me prestó dos o tres libros necesarios, pero ni por un momento mostró interés en dirigirme la tesis.

—Últimamente, no leo mucho. Así que no sé nada de las últimas publicaciones. Sería mejor que preguntaras a tu profesor.

Entonces, recordé que su mujer me había dicho una vez que sensei fue un lector voraz en una época y que, después, sin saber cómo ni por qué, dejó de tener interés en los libros.

Dejando a un lado el asunto de la tesis, le pregunté distraídamente:

Sensei, ¿por qué no puede tener tanto interés en los libros como antes?

—No hay una razón… No sé… Tal vez porque sé que, por mucho que lea, no voy a ser nadie importante. Además…

—¿Hay algo más?

—Bueno, no es que haya algo más, es que antes, cuando hablaba con la gente o cuando se me preguntaba algo, sentía vergüenza si no lo sabía. Pero últimamente, ya no siento eso y no me esfuerzo en leer libros. En una palabra, me he hecho viejo.

Su actitud era apacible al decir esto. No mostraba la amargura de quien ha dado la espalda a la sociedad. Tal vez por esto, sus palabras no me hicieron reaccionar. Yo no creía que sensei se hubiera hecho viejo, tampoco pensaba que fuera una persona maravillosa. Con estas ideas, volví a mi pensión.

Desde entonces, la tesis me hizo sufrir. Mis ojos se volvieron sanguinolentos como los de un psicópata. A unos amigos que se habían graduado el año anterior les pregunté sobre diversos aspectos de este asunto. Uno de ellos me dijo que el último día de la entrega de tesis tuvo que alquilar un carruaje para llegar a tiempo. Otro dijo que si no hubiera sido por la intercesión de su profesor a punto habría estado su tesis de no ser aceptada por haber llegado quince minutos después de la hora límite. Estas experiencias, al tiempo que me angustiaban, me dieron valor para enfrentarme a mi problema. Trabajaba todos los días sentado a la mesa hasta caer agotado. Si no me encontraba a la mesa, estaba entre las estanterías de la biblioteca. Febrilmente, mis ojos buscaban las letras doradas en los lomos de los volúmenes, como si fuera un coleccionista de antigüedades.

Al florecer los ciruelos[62], el viento frío fue cambiando de dirección y poco a poco empezó a soplar del Sur. Pasada esa época, empezó a llegar a mis oídos el rumor, como si de una creciente nebulosa se tratara, de que se acercaba la floración de los cerezos. Mientras, yo seguía trabajando como un caballo de tiro que, fustigado por los latigazos de la tesis, sólo mira de frente. Hasta fines de abril, cuando por fin terminé todo lo que estaba previsto, no puse los pies en casa de sensei.

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Cuando me libré de todo, ya habían caído los pétalos del yaezakura[63] y sus ramas habían empezado a echar hojas verdes. Era el principio del verano. Me sentía con el corazón de un pajarito escapado de su jaula y que, a la vista del cielo y la tierra, aletea gozosa y libremente. Fui a casa de sensei enseguida. En el camino, me llamó la atención el seto de mandarino silvestre con sus oscuras ramas ya echando brotes y las hojas lustrosas y marrones que salían del viejo tronco del granado reflejando suavemente la luz del sol. Sentí la curiosidad del que ve todo esto por primera vez en su vida.

Sensei, al fijarse en mi expresión alegre, dijo:

—¿Así que ya has terminado tu tesis? Eso está muy bien.

—Sí, he terminado gracias a usted. Y ya no tengo nada que hacer —contesté yo.

Efectivamente, en ese momento sentía que había acabado todo lo que tenía que hacer y que, de ahora en adelante, tenía todo el derecho del mundo a descansar y relajarme. Estaba contento y tenía suficiente confianza en la tesis recién terminada. Hablé de ella sin parar con sensei. Él, como siempre, me decía: «¿De verdad?» o «¡Ah!, ¿sí?», pero sin entrar en comentarios. Más que insatisfecho, me sentí algo decepcionado. Aún así, ese día estaba animado hasta el punto de poder llevarle la contraria. Quise sacarle a la gran naturaleza de color verde que estaba resucitando fuera.

Sensei, vamos de paseo a alguna parte. Se está muy bien al aire libre…

—¿Pero adónde?

A mí no me importaba dónde. Sólo quería sacar a sensei fuera de la ciudad.

Una hora después, tal y como yo quería, nos alejábamos de la ciudad: caminábamos sin rumbo por un lugar tranquilo en donde no se podía distinguir si era poblado o campo. Arranqué una hoja de un seto y me puse a silbar con ella. Un amigo de Kagoshima me había enseñado cómo hacerlo y se me daba bastante bien. Yo seguía silbando alegremente y sensei caminaba como si no le importase nada.

Al rato vimos un sendero debajo de árboles de copas de tiernas hojas verdes. En la entrada del sendero había un letrero que decía «Vivero de…». Supimos así que no era una finca privada. Al ver la entrada, por donde remontaba el camino, sensei dijo:

—¿Entramos?

—Aquí se venden plantas, ¿verdad? —pregunté yo.

Siguiendo el sendero y subiendo la cuesta, se veía a mano izquierda una casa. Por las puertas de shoji[64] abiertas no se veía a nadie. Vimos un recipiente grande delante de la casa, dentro del que se movían pececitos de colores.

—Está todo muy silencioso, ¿verdad? ¿Podremos entrar sin permiso?

—Sí, creo que sí.

Seguimos avanzando sin ver a nadie. Las azaleas estaban florecidas como un incendio esplendoroso. Sensei, indicando una alta y de color ocre, dijo:

—Esa debe de ser una kirishima[65].

Había también peonías plantadas en una superficie de más o menos diez tsubo[66], pero como todavía no era su época, ninguna estaba en flor. Al lado del campo de peonías, había un viejo banco sobre el que sensei se tumbó boca arriba. Yo me senté en el espacio libre del banco y me puse a fumar. Sensei miraba el cielo transparente. Yo no apartaba la vista del color de las hojas nuevas. Si me fijaba bien en ellas, me daba cuenta de que todas eran distintas. No había ni una rama cuyas hojas tuvieran la misma tonalidad. El sombrero de sensei, enganchado en la punta de un plantón de cedro, salió volando por el aire.

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Me apresuré a cogérselo. Quité con la uña la roja tierra que se había pegado al sombrero. Le dije:

Sensei, se le ha caído el sombrero.

—Gracias.

Lo tomó mientras se incorporaba del banco y, en esa postura, medio incorporado y medio tumbado, me hizo una extraña pregunta:

—Por cierto, ¿tu familia tiene fortuna?

—¿Que si es rica, quiere decir? Bueno, no tanto como para decir que tiene fortuna.

—Pero, ¿cuánto tiene? Y perdona la indiscreción.

—¿Cuánto? Pues no sé bien. Tenemos algo de terreno en el monte y algunos arrozales. Dinero creo que no hay nada.

Era la primera vez que sensei me preguntaba por la economía de mi familia. Yo nunca le había preguntado nada parecido a él. Al principio, cuando le conocí, me preguntaba cómo podría vivir sin trabajar. Es algo que siempre me he preguntado. Pero no me parecía bien preguntarle algo así. Pero ahora, después de hacer descansar bien mis ojos con los colores de las hojas nuevas de los árboles, sin saber cómo, me atreví a preguntarle:

—¿Y usted, sensei? ¿Es rico?

—¿Te parezco rico?

Sensei solía vestir con sobriedad. Su familia era poco numerosa y su casa, en consecuencia, no era muy grande. Sin embargo, a mí, aunque no era miembro de su familia, me resultaba evidente que su posición era más bien acomodada. Es decir, su manera de vivir, sin ser lujosa, era más que desahogada.

—Sí, me parece rico.

—Bueno, para vivir sí que tengo. Pero no soy rico. Si lo fuera, tendría una casa grande.

Ya se había incorporado y sentado cruzando las piernas. Después de estas palabras, con la contera del bastón se puso a trazar una especie de círculo en la tierra. Cuando terminó, clavó el bastón verticalmente en ella.

—Antes, sí que era rico —añadió.

Hablaba medio consigo mismo. Yo, sin saber qué hacer, guardaba silencio.

—Aunque no lo parezca, antes era rico —dijo otra vez, y sonrió mirándome.

No le contesté nada. Me sentía torpe e incapaz de hablar. Entonces, nuevamente, cambió de tema.

—¿Qué tal está tu padre después de aquello?

Yo no sabía nada de mi padre después de Año Nuevo. Las sencillas cartas que me mandaba mi familia con las letras de cambio mensuales me venían escritas siempre por mi padre y en ellas no se quejaba de ningún síntoma grave. Su letra era además firme y sin que se percibiera ese temblor a menudo manifiesto en este tipo de enfermos.

—No me dicen nada de su enfermedad. Pero creo que está bien.

—Bueno, me alegro de que sea así. Pero esa enfermedad…

—No sé. ¿No habrá posibilidad de que se cure? Es que parece que todo está ahora estable. Como no me han dicho nada…

—¿De veras?

Yo escuchaba a sensei que me preguntaba por las finanzas de mi familia y por la enfermedad de mi padre, pensando que se trataba de esos temas comunes que suelen venir a los labios en una conversación trivial. Pero en el fondo de sus palabras había una intención por relacionar ambos temas. Una intención que a mí, por carecer de la experiencia por él vivida, me pasaba entonces desapercibida.

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—Si en tu casa tenéis fortuna que repartir, creo que es mejor hacerlo cuanto antes, ¿eh? Aunque, naturalmente, no es asunto mío. Mientras tu padre esté bien, es mejor que recibas de tu herencia lo que te corresponda. Cuando ocurra lo que tiene que ocurrir, el asunto de las herencias suele plantear problemas.

—Sí, sensei.

La verdad es que yo no di mucha importancia a esto que me decía. Pensaba que en ese momento ni yo, ni mi madre ni mi padre, ni nadie en mi familia se preocupaba por ese tema. Me sorprendí mucho de lo dicho por sensei, que se revelaba ahora tan práctico. Pero el respeto, que por costumbre tengo hacia los mayores, me hizo guardar silencio.

—Perdona si te he ofendido por hablar como si estuviéramos esperando la muerte de tu padre. Pero los hombres se mueren. Aunque uno esté sanísimo, nunca sabemos cuándo vamos a morirnos.

Su tono era inusitadamente amargo.

—No, no me ha ofendido en nada —dije yo como disculpándome.

—¿Cuántos hermanos sois?

Además, me preguntó por toda la familia, si teníamos más parientes, cómo eran mis tíos y tías. Al final, dijo:

—¿Son todos ellos buenas personas?

—No creo que haya nadie malo. Todos son del pueblo.

—¿Y no pueden ser malos por ser del pueblo?

Yo empecé a sentirme acosado. Pero no me dio tiempo ni de pensar.

—En realidad, la gente de los pueblos tiende a ser peor que la de la ciudad. Acabas de decir que entre tus parientes no parece que haya nadie malo. ¿Crees que hay una especie de personas malas? Vamos a ver: la gente no sale hecha de un molde, o algo así, de personas malas. Generalmente, todas son buenas. Por lo menos, son normales. No obstante, en un momento dado, inesperadamente, la persona buena se convierte en mala. Es terrible. Por eso no hay que descuidarse.

Su charla no parecía acabar ahí. Intenté decir algo. Pero en ese instante, un perro se puso a ladrar detrás de nosotros. Los dos, sorprendidos, miramos atrás. A un lado del banco, por detrás, había plantones de cedro y, más allá, ocultando una superficie de unos tres tsubo[67], matorrales de bambú enano entre los cuales se veía la cabeza y el tronco de un perro que seguía ladrando furiosamente. Entonces, apareció un niño de unos diez años que se puso a regañar al perro. Llevaba un sombrero con el escudo del colegio. Se presentó ante sensei y le saludó inclinándose:

—Señor, cuando usted entró aquí, ¿no había nadie?

—No, no había nadie.

—Mi hermana y mi madre estaban en la cocina.

—¿Ah, sí?

—Señor, usted tenía que haber dicho «buenas tardes» antes de entrar.

Sensei sonrió débilmente. Sacó del monedero, que tenía en la pechera del quimono, una moneda de cinco sen, e hizo que el niño la tomara en la mano.

—Y, por favor, dile a tu madre que sea tan amable de dejarnos descansar aquí un rato.

El niño, con una sonrisa que parecía rebosar de sus ojos inteligentes, asintió con la cabeza.

—Soy el jefe del cuerpo de expedición, ¿sabe usted?

Con estas palabras, el niño bajó corriendo entre las azaleas. El perro, alzando la rosca de su rizado rabo, le siguió. Poco después, otros dos o tres niños de la misma edad pasaron corriendo en la misma dirección hacia donde había ido el jefe.

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No llegué a captar las palabras de esa conversación interrumpida por la presencia del perro y los niños. El tema de la herencia, tan preocupante al parecer para sensei, era ajeno a mi interés. Por mi carácter y mi situación, no tenía la capacidad de inquietarme por asuntos económicos. Pensándolo ahora, creo que esa falta de interés se debía, primero, a mi inexperiencia y, segundo, a que nunca se me habían planteado los temas económicos. De todos modos, era demasiado joven; y el asunto del dinero estaba muy alejado de mi interés.

Pero en lo que me hubiera gustado profundizar aquel día con sensei era sobre eso de que uno se convierte en malo cuando pasa por una situación crítica. Como simples palabras, las entendía, pero yo deseaba saber más de lo que aparentaban.

Después de irse el perro y los niños, aquel amplio jardín de hojas tiernas recuperó su silencio. Y nosotros, como congelados en ese silencio, permanecimos callados un buen rato. Gradualmente, el hermoso color del cielo empezó a perder su luz. La mayoría de los árboles que nos rodeaban eran arces y sus hojas, verdes, delicadas, recién salidas, y que poblaban las ramas, iban oscureciéndose gradualmente. Desde alguna calle lejana, se oía el ruido sordo de un carruaje. Debía de ser un hombre del pueblo que transportaba árboles y plantas de jardín en su carro para venderlas en el mercado. Al oír el ruido del carro, sensei se levantó súbitamente, como si hubiera recobrado el aliento después de una meditación.

—¿Nos vamos ya? Los días parecen ahora mucho más largos, pero si uno se los pasa sin hacer nada, las horas se van rápido como si tal cosa.

Había suciedad en su espalda al haberse acostado boca arriba sobre el banco. Se la sacudí con las dos manos.

—Gracias. No hay resina pegada, ¿verdad?

—No, se ha quitado todo.

—Acabo de estrenar este haori[68]. Si lo mancho tan tontamente, mi mujer me regañará. Gracias.

Bajamos hasta la casa de antes, situada a medio camino de la cuesta. Al subir la primera vez, nos pareció que no había nadie, pero ahora había una mujer con una muchacha de quince o dieciséis años que enrollaba hilo en una rueca. Las saludamos al pasar junto a un gran acuario diciendo:

—Perdonen la molestia.

—No se preocupen. Yo tampoco les he ofrecido nada —contestó la mujer que, además, agradeció la moneda que sensei había dado al niño.

Cuando dejamos atrás la puerta de la propiedad y habíamos recorrido ya doscientos o trescientos metros, rompí finalmente el silencio.

—Lo que dijo usted antes, eso de que las personas en un momento dado se convierten en malas, ¿qué significado tiene?

—Bueno, no tiene ningún significado profundo… Es una verdad, tal como es. No es ninguna teoría.

—Bien, será verdad. Pero lo que quiero preguntar es eso del momento dado. Es decir, ¿qué momento es ese?

Sensei se echó a reír. Era como si se hubiera pasado la única ocasión y ya no tuviera sentido explicármelo. Pero dijo:

—El dinero. A la vista del dinero, cualquier sabio se convierte en malo.

Su respuesta me pareció tan vulgar que me decepcioné. Tanto más cuanto que no se animaba a seguir hablando. Me sentí chasqueado.

Caminé con paso ligero y el rostro impasible. Sensei, al que había dejado atrás, me llamó:

—¡Oye! —y añadió—: ¿Lo ves?

—¿Qué?

—Pues que tu humor cambia por una simple respuesta.

Esto me lo dijo sensei mirándome a la cara cuando yo me había detenido y ya me daba media vuelta para esperarle.

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En ese momento sentí antipatía por sensei. Empezamos otra vez a caminar juntos y, aunque había cosas que quería preguntarle, me mantuve callado. No sé si se dio cuenta o no, pero por su aspecto no parecía importarle nada mi actitud. Como siempre, caminaba a pasos tranquilos y silenciosos. Sentí rebeldía y quise vencerle de alguna forma.

Sensei.

—¿Sí?

—Usted se puso nervioso hoy, cuando estábamos descansando en el jardín de aquella casa del vivero. Casi nunca le había visto excitarse, pero me parece que hoy le he visto muy extraño.

Sensei no contestó enseguida. Pensé que mis palabras habían tenido efecto, aunque al mismo tiempo tuve la sensación de que habían errado. Decidí no decir más, pues creí que no valía la pena. Entonces, inesperadamente, sensei se apartó al borde del camino y, bajo los setos recién cortados, se subió los bajos del quimono y se puso a orinar. Mientras, yo me quedé parado haciéndome el distraído.

—Perdón.

Diciendo eso, echó otra vez a andar. Desistí, finalmente, de atacarle. El camino por donde íbamos se iba animando poco a poco. Ya no se veían huertos extensos en pendiente ni terrenos llanos, sino que a ambos lados del camino iba habiendo más y más casas. De vez en cuando, sin embargo, todavía se veía en un rincón de alguna propiedad un huertecito de alubias con palos de bambú para sostenerlas o un gallinero con su tela metálica alrededor. Continuamente, los caballos que venían del centro de la ciudad pasaban por nuestro lado. Todo esto me distraía y el problema, que había ocupado mi mente poco antes, se había ido. Cuando sensei volvió sobre ese tema, yo ya lo había olvidado.

—¿Tan nervioso te parecí?

—Bueno, no tanto; pero bueno, un poco sí…

—No me importa. Realmente, me altero si empezamos con el tema de las herencias. No sé tú cómo me ves, pero soy un hombre muy obstinado. No puedo olvidar la humillación y el daño que me causaron, aunque hayan pasado ya diez o veinte años.

Sus palabras eran más subidas de tono que antes. A pesar de eso, lo más sorprendente no era el tono, sino el contenido de sus palabras. Escuchar de su boca una confesión así era totalmente inesperado para mí. Conociendo su carácter, jamás le hubiera imaginado con esa especie de obsesión. Le había tomado por una persona más débil y, precisamente, en tal debilidad noble había puesto yo la raíz de mi afecto por él. Había querido plantarle cara según el humor del momento, pero ante esas palabras me encogí. Sensei continuó:

—Me engañaron. Me engañaron familiares míos, personas de mi misma sangre. Nunca lo olvidaré. Eran tan buenos delante de mi padre… Pero cuando él murió, se volvieron malvados. Hasta hoy, la humillación y el daño que me causaron sigue siendo un peso. Y lo será hasta el fin de mis días. Jamás, jamás podré olvidarlo. Pero no me he vengado todavía, aunque creo que estoy haciendo algo mucho mayor que una venganza contra cierta persona. Y es que he aprendido, no sólo a odiarles a ellos, sino a odiar a toda la humanidad, la humanidad que ellos representan. Creo que es suficiente.

Yo no pude decir ni una palabra de consuelo.

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Ese día la conversación se quedó ahí. Yo me encontraba como atrofiado por la actitud de sensei y sin ganas de seguir con el tema.

Tomamos el tren desde las afueras de la ciudad. No hablamos casi nada. Al bajar del tren, tuvimos que despedirnos. Sensei parecía algo raro. Con el tono mucho más jovial de lo normal me dijo:

—Desde ahora hasta el mes de junio, va a ser una época más libre para ti, la época más libre de toda tu vida tal vez. Que lo pases bien.

Yo, sonriendo, me quité el gorro. Mirando su rostro, me pregunté en qué parte de su corazón se odiaba a la gente. Ni en sus ojos ni en su boca ni en ninguna parte asomaba sombra de misantropía.

Confieso que he recibido gran beneficio de sensei para formar mis ideas. Había, sin embargo, ocasiones en que no pude sacar ningún provecho de él. Sus comentarios, a veces, acababan sin precisar nada. La conversación de aquel día también se quedó en mi mente como inconclusa y sin precisión.

Un día, indiscretamente, se lo dije. Él se reía. Le dije lo siguiente:

—No me importaría nada que no precisara sus palabras si usted fuera tonto, pero sí que me importa mucho si no me dice las cosas claramente, sabiéndolo muy bien.

—Te aseguro que no te oculto nada.

—Sí que me oculta algo.

—Me parece que estás mezclando mis ideas, mis opiniones y mi pasado. Soy un filósofo con pocos conocimientos, pero nunca ocultaría a los demás las ideas que tengo ordenadas en la cabeza. No tengo necesidad de hacerlo. Otro problema distinto sería si tuviera que contarte todo mi pasado.

—A mí no me parece que sea un problema distinto. Son ideas nacidas de su pasado y por eso son importantes. Si separamos los dos temas, perderían su valor. Es como si recibiera un muñeco sin alma; y claro que no puedo estar contento.

Sensei se me quedó mirando atónito. Su mano, que sostenía un cigarrillo, temblaba ligeramente.

—Eres atrevido —dijo.

—No, simplemente estoy siendo serio. Y seriamente quisiera recibir una lección de la vida.

—¿Aunque te tenga que revelar mi pasado?

De repente, la palabra «revelar» golpeó mis oídos con un ruido horrible. Sentí que la persona sentada frente a mí no era el sensei tan apreciado por mí, sino un criminal. Su cara no tenía color.

—¿De verdad que eres serio? —preguntó. E insistió diciendo—: Mi experiencia me ha acostumbrado a sospechar de la gente. Y la verdad es que por eso estoy dudando también de ti. Pero quiero creer en ti. Eres demasiado sencillo para hacerme sospechar. Deseo creer en una persona, sólo en una persona, antes de morir. ¿Puedes ser tú esa persona? ¿Eres serio en el fondo de tu corazón?

—Si mi vida misma es seria, lo que he dicho también lo es.

Mi voz temblaba.

—Bien —dijo sensei—, te lo contaré. Te contaré todo mi pasado. A cambio… pero no, no importa. Debes saber de todos modos que mi pasado no va a ser nada beneficioso para ti, y que tal vez sería mejor no escucharme. Y… ahora todavía no puedo contártelo. No lo olvides. Cuando llegue el momento apropiado, te lo contaré.

Cuando volví a mi pensión, seguía aún sintiendo cierto peso en el corazón.

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Tal como estaba previsto, aprobé, aunque por lo visto mi tesis no les pareció a los profesores tan buena como yo esperaba. El día de la ceremonia de graduación, saqué del baúl de la ropa mi traje de invierno, que olía a moho, y me lo puse. Ocupé mi lugar en la sala de ceremonias y me puse a mirar las caras de alrededor. Todos parecían aguantar bien el mucho calor. No sabía qué hacer con mi cuerpo encerrado en el traje de grueso paño, por el cual no pasaba ni una brizna de aire. En poco tiempo, el pañuelo que tenía en la mano estaba empapado de sudor.

Al terminar la ceremonia, volví a casa y me desnudé. Abrí la ventana del primer piso y observé el mundo hasta donde llegaba la vista con el diploma enrollado a modo de catalejo. Después, tiré el diploma sobre la mesa y me tumbé boca arriba en el centro de la habitación. Pensé en mi pasado e imaginé mi futuro. Este diploma, que dividía a los dos, pasado y porvenir, me pareció a la vez muy importante y también insignificante. Me resultaba, en definitiva, un papel raro.

Esa noche, me habían invitado a cenar en casa de sensei. Efectivamente, en una ocasión les había prometido que la noche del día de mi graduación iría a cenar a su casa. La mesa para la cena estaba lista cerca del pasillo de acceso al jardín, en el salón, tal como me habían prometido. Un precioso mantel bien almidonado reflejaba la luz de la bombilla. Cuando comía en esta casa, siempre veía un blanco mantel de lino como los que hay en los restaurantes occidentales; y encima de él tazones de arroz y palillos. El mantel siempre estaba inmaculadamente blanco y recién lavado.

—Igual que el cuello o los puños de una camisa. Si vas a utilizar uno sucio, es mejor elegir uno de color desde el principio. Si es blanco, debe ser absolutamente blanco.

Estas palabras de sensei ponían de relieve a mis ojos su manía por la limpieza. Por ejemplo, su estudio estaba muy ordenado. Como yo no me preocupaba demasiado por la limpieza, este rasgo de sensei me llamaba mucho la atención.

Sensei tiene la manía de la limpieza, ¿verdad? —le pregunté yo en una ocasión a su mujer. Y ella me dijo:

—Pero de la ropa que lleva, por ejemplo, no se preocupa mucho.

Sensei, que le escuchaba, dijo riéndose:

—La verdad es que soy un maniático de la limpieza espiritual. Por eso sufro siempre. ¡Qué absurdo carácter el mío!

Maniático de la limpieza espiritual quiere decir nervioso o tener teorías raras sobre la limpieza. En fin, yo no lo comprendí muy bien y me pareció que su mujer tampoco lo entendía.

Esa noche me senté cara a cara ante sensei delante del blanco mantel. Su mujer se sentó a un lado, de cara al jardín, teniéndonos a derecha e izquierda.

—¡Enhorabuena! —exclamó sensei levantando la copita de sake.

Yo no sentía demasiado júbilo. Creo que mi corazón no era de por sí muy inclinado a este tipo de alegría desbordante. Aún así, el tono con que sensei lo había dicho tampoco era el más estimulante para alegrarme. Había levantado la copa medio riéndose. No detecté sorna en su risa, pero tampoco reconocí la sinceridad de una felicitación. Su risita expresaba algo así como el reconocimiento de que a la sociedad le gusta mucho decir enhorabuena en tales casos.

La señora me dijo:

—Muy bien. ¡Qué contentos deben de estar tus padres!

De repente, pensé en mi padre enfermo. Pensé en que, cuanto antes, habría de llevar el diploma a mis padres.

—Y el diploma de sensei, ¿dónde está? —pregunté yo.

—¿Dónde estará…? ¿Estará guardado en algún sitio? —preguntó sensei a su mujer.

—Sí, tiene que estar guardado.

Ninguno de los dos sabía bien dónde estaba guardado.

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A la hora de la cena, la señora dejó que la criada se retirara y ella misma nos sirvió. Parecía ser la costumbre de su casa cuando tenían invitados menos formales. Al principio, una o dos veces me había sentido algo incómodo, pero después de frecuentar su casa, ya no me daba nada de vergüenza cuando le tendía a la señora mi tazón de arroz para repetir.

—¿Quieres té o arroz? ¡Vaya, qué bien comes!, ¿eh?

Había veces que era así de directa hablando. Pero aquel día, por hacer tanto calor, creo que no tenía yo tanto apetito como para que se burlase de mí.

—¿No quieres más? ¡Ahora de repente va a resultar que no te gusta comer!

—Me gusta comer. Lo que pasa es que hace mucho calor y ya no puedo más.

Llamó a la criada para que quitase la mesa y después le mandó que trajera helado y dulces fríos.

—Este helado lo hemos hecho nosotras.

Era evidente que tenía tiempo y tranquilidad para hacer helados caseros y ofrecérselos a sus huéspedes. Yo repetí dos veces.

—Bueno, por fin te has graduado… Y ahora, ¿qué vas a hacer? —me preguntó sensei.

Se movió un poco de su sitio, apoyando la espalda contra la puerta corredera que daba al pasillo exterior.

Yo solamente tenía conciencia de haberme graduado sin tener ningún plan de futuro. Al ver que vacilaba en responder, la señora me preguntó:

—¿Profesor? —Y, como no le respondí, añadió—: Entonces, ¿quieres ser funcionario?

Sensei y yo nos echamos a reír.

—La verdad es que todavía no he pensado nada. Nunca he pensado qué profesión elegir. En primer lugar, creo que si uno no prueba primero, no sabe bien cuál es mejor y cuál peor. Por eso, es complicado decidirse.

—Es verdad. Pero bueno, como tú cuentas con la fortuna de tu familia, puedes estar tranquilo. Hay otros que no tienen esa suerte y no pueden quedarse como tú de brazos cruzados.

Efectivamente, entre mis compañeros había uno que había estado buscando un puesto de maestro de enseñanza media desde antes de graduarse. Sus palabras me hicieron reconocer este caso. Sin embargo, yo dije:

—Es que estoy influido por sensei, supongo.

—Conque influido, ¿eh? —dijo ella.

Sensei, con una sonrisa forzada, dijo entonces:

—No me importa que estés influido por mí. Pero, como te dije el otro día, mientras viva tu padre, tienes que pedirle tu parte de la herencia. No descuides esto en ningún momento.

Recordé entonces aquel día de comienzos de mayo con las azaleas en flor, el día en que hablamos en aquel amplio jardín del vivero en las afueras de la ciudad. Quise repetir aquellas palabras tan bruscas que sensei lanzó a mis oídos en el camino de vuelta. Palabras no solamente bruscas, sino tremendas; palabras que, sin embargo, al ignorar yo la razón que tuvo para decírmelas, podrían quedar algo raras dichas ahora por mí. Pero las dije:

—Señora, ¿ustedes son ricos?

—¿Por qué preguntas eso?

—Porque sensei no me lo dice aunque se lo pregunte.

Ella miró a su marido sonriéndose.

—Eso es porque no tiene tanto como para decírtelo.

—Pero dígame si con lo que yo tengo podría vivir como vive sensei. Será importante a la hora de negociar con mi padre.

Sensei fumaba y echaba humo mientras miraba al jardín con la cara impasible. Por eso, tenía que dirigirme a ella.

—No tenemos tanto. Sólo para poder vivir con desahogo. Es todo. Pero eso no importa. Lo que importa eres tú. Tienes que hacer algo, de verdad, buscar una profesión o algo. No debes estar como sensei y pasarte todo el tiempo holgazaneando.

—Yo no me paso todo el tiempo holgazaneando.

Sensei se había limitado a volver la cara y negar las palabras de su esposa.

34

Esa noche me disponía a retirarme pasadas las diez. En dos o tres días, debía regresar a mi pueblo y, por eso, antes de levantarme, dije unas palabras de despedida:

—No podré verles durante bastante tiempo.

—Pero en septiembre vendrás otra vez, ¿no? —dijo ella.

Al haberme ya graduado, no tenía ninguna necesidad de volver en septiembre, ni tampoco pensaba pasarme el mes de agosto, la época más calurosa y sofocante, en Tokio. Nada me apremiaba a ponerme rápidamente a buscar trabajo.

—Sí, será en septiembre —respondí yo.

—Entonces, hasta la vista. Nosotros a lo mejor también saldremos a alguna parte este verano. Dicen que va a hacer mucho calor aquí. Si salimos, ya te mandaremos una postal.

—Y, si se deciden a ir, ¿adónde piensan viajar?

Sensei nos escuchaba con una risilla incrédula.

—Bueno, bueno, todavía no sabemos si saldremos o no…

Cuando iba a levantarme, sensei me agarró de la mano y me preguntó:

—Y tu padre, ¿qué tal sigue con su enfermedad?

Yo entonces no sabía nada sobre el estado de mi padre y, ante la falta de noticias de casa, suponía que no debía estar mal.

—No es una enfermedad que deba tomarse a la ligera. A las primeras crisis de uremia, ya no se puede hacer nada.

Yo no conocía ni entendía esa palabra, «uremia». En las vacaciones del invierno anterior, el médico no la había mencionado.

—En serio, cuida bien de tu padre —dijo también la señora—. En esa enfermedad si el tóxico se le sube al cerebro, es el fin. No es para reírse, de verdad.

Ignorante como era yo, traduje mi inquietud en una sonrisa incrédula.

—¿Y qué le vamos a hacer? Si sabemos que no hay cura posible, por mucho que nos preocupemos, no habrá nada que hacer.

—Bueno, si tanta resignación tienes ya, ¿qué más voy a decirte?

Ella parecía estar acordándose de su propia madre, que había fallecido hacía tiempo de la misma enfermedad. Esto lo había dicho, en efecto, con el tono abatido y la mirada baja. Yo también sentía mucho el destino de mi padre.

Entonces, de repente, sensei miró a su mujer:

—Y tú, Shizu, ¿te morirás antes que yo?

—¿A qué viene esa pregunta?

—No, a nada. Sólo te lo pregunto. A lo mejor me iré yo antes que tú. Los maridos son los que suelen morirse antes. Sus esposas les sobreviven y piensan que es natural que sea así.

—No siempre ocurre eso. Pero bueno, como los hombres en general son mayores que las mujeres, pues…

—¿Y por eso se mueren antes? Entonces, es evidente que seré yo el que se vaya antes.

—No, tú eres especial.

—¿De veras?

—Claro. Y eres una persona sana. Casi nunca te has puesto malo. Así que, con razón, seré yo quien se vaya primero.

—¿Tú antes?

—Sí, seguro que sí.

Sensei me miró y yo me eché a reír. Pero insistió:

—Entonces, si me fuera yo antes, ¿qué harías?

—¿Que qué haría yo?

A la pobre mujer las palabras parecían habérsele quedado atascadas. La tristeza, ante la imaginaria muerte de su marido, pareció por fin invadirla durante un rato. Pero, cuando volvió a alzar la cabeza, ya se había recuperado.

—¿Que qué haría? Pues nada… ¿qué voy a hacer? La muerte no se detiene ni ante el viejo ni ante el joven…

Y, mirándome, se rio como si estuviera bromeando.

35

Estaba medio levantado para irme pero decidí volver a sentarme y quedarme con los dos hasta que terminaran esta conversación.

—Y a ti, ¿qué te parece? —me preguntó sensei.

Que sensei muriera antes o después de su mujer era una cuestión que yo no podía juzgar. Así que me limité a sonreír. Y dije:

—No tengo ni idea sobre cuánto dura la vida.

—Son cosas del destino. No hay más remedio —dijo la señora— que aceptar los años que a uno le dan cuando nace. Por ejemplo, el padre y la madre de sensei fallecieron casi al mismo tiempo.

—¿Murieron el mismo día?

—No exactamente el mismo día, pero casi. Fallecieron casi a la vez.

Esta información era nueva para mí. Me pareció extraño.

—¿Cómo fue? ¿Cómo es que murieron casi a la vez?

Me iba a contestar su esposa, pero sensei la interrumpió:

—No hables de eso. No es nada interesante.

Sensei se puso a abanicarse ruidosamente. Después volvió a mirar a su mujer:

—Shizu, cuando yo me muera, te daré esta casa.

Ella se echó a reír.

—Y de paso, ¿me darás también el terreno?

—El terreno es de otra persona, así que no puedo dártelo. Pero, en cambio, te daré todo lo que tengo.

—Muchas gracias. Pero ¿qué voy a hacer yo con, por ejemplo, los libros extranjeros?

—Puedes venderlos.

—Si los vendo, ¿cuánto ganaría?

Sensei no dijo cuánto. Pero el tema de su muerte parecía no alejarse de su cabeza. Además, daba por seguro que se habría de morir antes que su mujer. Al principio, ella le seguía la conversación sin tomarse nada en serio pero, en algún momento, su corazón sentimental de mujer empezó a sentirse oprimido. Y dijo:

—Si me muero, si me muero… ¿Cuántas veces lo has dicho? Déjalo ya, por favor. No digas más cosas de mal agüero. Si te mueres, haré todo lo que me digas. Y con esto ya basta, ¿de acuerdo?

Sensei se rio desviando su mirada hacia el jardín y no volvió a decir nada que le molestara.

Yo me levanté enseguida, pues no deseaba quedarme hasta muy tarde. Sensei y su esposa me acompañaron hasta la puerta principal.

—Cuida a tu enfermo —dijo ella.

—Hasta septiembre —dijo sensei.

Me despedí y di dos pasos fuera de la puerta de celosía. Una reseda frondosa entre la puerta y la verja extendía sus ramas en la oscuridad como si quisiera impedirme el paso.

Di otros dos o tres pasos mirando sus ramas cubiertas de hojas de color oscuro e imaginé las flores y el perfume que tendría este árbol en el otoño. La casa de sensei y esta reseda se hallaban desde hacía mucho tiempo inseparablemente unidas en mi mente. Justo cuando, delante de este árbol, pensaba en el próximo otoño y en cuándo volvería a entrar por esta puerta otra vez, se apagó de súbito la luz de la entrada que iluminaba la celosía. El matrimonio, sin esperar más, se había retirado a sus habitaciones. Yo me adentré solo en las tinieblas del exterior.

No volví enseguida a mi pensión. Quería darme una vuelta para ver las cosas que tendría que comprar para llevar a mi pueblo. También tenía necesidad de favorecer un poco la digestión de la cena. Así que fui andando hacia las calles más animadas de la ciudad.

La noche empezaba a caer. Entre los muchos hombres y mujeres que se movían sin motivo, me encontré a un compañero que también se había graduado ese mismo día. Me empujó a un bar. Allí tuve que oír su cháchara tan inconsistente como la espuma de la cerveza. Cuando llegué a la pensión, era medianoche pasada.

36

Al día siguiente, con un calor horrible fui a comprar las cosas que me habían encargado en mi pueblo. Al recibir los pedidos por carta, no creí que iba a ser tan difícil pero, cuando empecé a comprar las cosas, me pareció sumamente molesto. Mientras me limpiaba el sudor de la cara en el tren, pensaba en lo detestables que eran todos esos campesinos de mi pueblo indiferentes a las molestias del prójimo y al hecho de robar a la gente tiempo y energía.

Por otro lado, no tenía intención de pasarme el verano de brazos cruzados. Había elaborado un programa de trabajo que habría de realizar en el pueblo y para el cual necesitaba comprar también algunos libros. Estaba decidido a pasar la mitad de la jornada en el primer piso de Maruzen[69]. Allí me dediqué a inspeccionar un libro tras otro y a recorrer de un extremo a otro las estanterías repletas de obras de mi especialidad.

Entre todas las compras que hice, la que más me molestó fue comprar un cuello falso de quimono femenino. El dependiente me sacó montones de cuellos, pero a la hora de comprar, no sabía cuál era el mejor. Además, los precios eran muy variados. Si preguntaba el precio de uno pensando que sería barato, resultaba carísimo, y si no lo preguntaba pensando que sería caro, resultaba sumamente barato. Comparándolos todos, no sabía por qué debía haber tanta diferencia en los precios. En fin, me sentí agobiado y me encontré lamentando no haber pedido a la mujer de sensei ayuda en este asunto.

Compré una maleta. Desde luego que no era de muy buena calidad. Era de fabricación japonesa y, como tenía unos cuantos adornos metálicos de color dorado, bastaría para impresionar a los campesinos del pueblo. La maleta era el encargo de mi madre. En su carta había escrito que, cuando me graduase de la universidad, debía comprar una maleta nueva y volver al pueblo con todos los regalos metidos en ella. Cuando leí esto, recuerdo que me dio por reír. No porque no comprendiera su intención, sino porque me parecía ridículo.

Tal como les dije a sensei y a su mujer al despedirme, tres días después regresé al pueblo en tren.

Desde el invierno anterior, sensei había estado llamando mi atención sobre la enfermedad de mi padre y yo sentía sobre mí la obligación moral de estar preocupado. Pero no lo estaba demasiado. Más bien, sentía mucha pena por mi madre al imaginarla después de la muerte de mi padre. Por eso, creo que por entonces yo ya estaba resignado a su muerte.

En la carta enviada a mi hermano mayor, residente en Kiushu, le había dicho también que nuestro padre ya no tenía ninguna posibilidad de recuperar la salud de antes. Una vez, en otra carta, le había indicado que, por muy ocupado que estuviera por su trabajo, sería conveniente que volviera al pueblo en verano. Le había intentado también tocar la fibra sentimental al recordarle que nuestros padres, ya viejos, estaban muy solos en el pueblo y que nosotros, como hijos suyos, debíamos compadecernos. La verdad es que le había dicho lo que me venía a la cabeza. Pero después de escribir todo esto, me encontraba en una disposición de espíritu muy distinta a la que sentía mientras escribía esas cartas.

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