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Mis padres y yo

1

Cuando llegué a mi casa, lo que más me extrañó fue ver a mi padre igual de bien que la última vez que le había visto.

—¿Ya has vuelto? ¡Bueno, qué bien que te has graduado!, ¿verdad? Espera un momento. Voy a lavarme la cara.

Mi padre andaba ocupado en el jardín. Llevaba un sombrero de paja de cuya parte posterior colgaba un pañuelo sucio para que no le diera el sol. Con este atuendo fue detrás de la casa donde estaba el pozo. Yo pensaba que graduarse en la universidad era algo normal para una persona, pero la alegría de mi padre parecía tan desbordante que no pude evitar sentirme incómodo.

—¡Qué bien que has acabado tus estudios en la universidad!

Lo repitió muchas veces. En mi mente yo comparaba este entusiasmo paterno con la expresión de sensei cuando me dijo «enhorabuena» aquella noche cenando en su casa después de la ceremonia de graduación. La actitud de sensei con ese «enhorabuena» en los labios y cierta sombra de crítica en la intención, me parecía más noble que la de mi padre, tan jubiloso como si graduarse fuera algo extraordinario. En definitiva, me sentía molesto ante la ignorancia rústica de mi padre.

—Graduarse en una universidad no es tan importante. Todos los años hay cientos de personas que se gradúan.

Se lo dije a mi padre con el tono algo subido. Entonces, él cambió de cara.

—No comprendes… Si te digo «¡qué bien!», no solamente es por tu graduación sino por más cosas. Si lo comprendieras…

Yo deseaba seguir escuchando. Parecía que a él no le interesaba decírmelo, aunque, finalmente, siguió hablando:

—Quiero decir que qué bien para mí. Como sabes, padezco esta enfermedad. Cuando te vi el pasado invierno, pensaba que mi vida duraría tres o cuatro meses nada más. Afortunadamente, sigo aquí y sin demasiados problemas. Además, has acabado tus estudios universitarios. Por eso me alegro tanto. Si un hijo, al que se cría con tanto cariño, se gradúa antes de que uno se muera, es un motivo de alegría mayor que si se gradúa después de que uno se muera, ¿no crees? Antes de morir he podido verte graduado. ¿No te parece justo que esto me cause una gran y última alegría? Ya sé que tú tienes una mente mucho más abierta que la mía. Por eso, quizá el que yo me alegre tanto de verte graduado, te haga sentir mal. Pero si ves las cosas desde el punto de vista mío, todo es muy distinto. Me alegro mucho de tu graduación, hijo mío, no por ti sino por mí… ¿Has comprendido ahora por qué he dicho «¡qué bien!»?

Me quedé sin palabras. Más que con sentido de disculpa, con sentido de indignación hacia mí mismo, me limité a bajar la cabeza. Mi padre, sin que nadie lo supiera, estaba resignado a su muerte. Además, la había imaginado antes de mi graduación. Fue estúpido por mi parte no haber considerado la importancia que la noticia de mi graduación tendría en su corazón. Saqué el diploma de la maleta y se lo enseñé a mis padres ostentosamente. El diploma, que venía enrollado, se había aplastado algo y no tenía la misma forma que al principio. Mi padre lo extendió con cuidado.

—Debiste haberlo traído enrollado en la mano.

—Hubieras hecho mejor en meter algo dentro —dijo también mi madre.

Mi padre, después de observarlo un rato, se levantó, lo llevó al tokonoma[70] y lo puso delante, en un lugar muy visible. Si hubiera reaccionado como de costumbre, habría dicho algo negativo contra mi padre, pero ahora yo no era el de siempre. No me venían ganas de contradecir a mis padres. Dejé que mi padre hiciera lo que quisiera. El diploma de papel fuerte, una vez doblado y arrugado, no recuperaba fácilmente su antigua forma. Cada vez que lo soltaba, aunque fuera sólo un momento, al instante volvía a arrugarse.

2

Llamé a mi madre aparte y le pregunté sobre el estado de salud de mi padre. Le dije:

—Tiene aspecto de estar bien… Veo que hasta se ocupa del jardín… ¿No habrá problema?

—Parece que se siente bien. Creo que ha mejorado mucho.

Mi madre no estaba, pues, tan preocupada como yo pensaba. Como suele pasar entre las mujeres que viven entre arrozales y bosques, lejos de la ciudad, no tenía ni idea de asuntos médicos. Sin embargo, me extrañó su actitud, comparada con el susto y la preocupación de aquella ocasión en que mi padre se desmayó la última vez.

—Pero aquella vez el médico dijo que esta enfermedad era insuperable, ¿no?

—¿Qué quieres que te diga? ¡Es tan raro el cuerpo humano! Los médicos nos lo pusieron muy negro, pero ¡fíjate qué bien está ahora! Al principio, sí, yo también estaba asustada y le cuidaba para que no se moviese mucho. Pero, bueno, ya sabes lo terco que es tu padre. Como haya algo que le parezca bien, no importa lo que le digas, no renuncia a ello por nada del mundo.

Recordé la última vez que estuve con ellos, la actitud y el aspecto de mi padre cuando se había levantado de la cama, afeitado, y se había quejado, diciendo:

—¡Ya estoy bien! ¡Tu madre es tan exagerada!

Recordando esto, no podía ahora acusar a mi madre de las imprudencias de mi padre. Iba a decirle a ella: «Pese a todo eso, tenemos que andar con cuidado». Pero me contuve y no dije nada. Tan sólo, le conté algo de las características de esta enfermedad tal como me habían informado sensei y su esposa. Mi madre, sin embargo, no mostró interés alguno en especial y se limitó a exclamar: «¡Vaya! ¿Así que se murió de la misma enfermedad esa mujer? ¡Qué lástima! ¿Y cuántos años tenía?».

Como alertar a mi madre parecía una empresa imposible, acudí directamente a mi padre. Me tomó más en serio.

—Tienes razón —dijo—. Todo lo que dices es cierto. Pero mi cuerpo es mi cuerpo y sé mejor que nadie cómo cuidarme. No en vano llevamos juntos tantos años.

Al escucharle, mi madre se rio sin ganas y dijo:

—¿Lo ves? ¿No te lo había dicho yo?

Cuando volví a quedarme a solas con ella, le dije:

—A pesar de todo lo que dice, está resignado a morir. Por eso se alegró tanto cuando me vio de vuelta en casa con los estudios terminados. Él creía que no iba a ser posible verme graduado. Cuando me vio con el diploma, no cabía en sí de gozo. Eso fue lo que él mismo me dijo.

—Claro, eso lo dice siempre con la boca, pero en el fondo del corazón piensa que va a vivir mucho más —dijo mi madre.

—¿De veras?

—¡Claro! Él se da todavía diez o veinte años más de vida. Pero, de vez en cuando, a mí también me dice cosas tristes, como que ya no va a vivir mucho o que si se muere, qué voy a hacer yo, o si voy a quedarme a vivir en esta casa sola.

De repente, imaginé esta enorme y vieja casa de campo, muerto mi padre, con mi madre sola en ella. Cuando mi padre desaparezca, ¿cómo será esta casa? ¿Qué hará mi hermano? ¿Qué dirá mi madre? ¿Y yo? ¿Podré vivir tranquilamente en Tokio tan lejos del pueblo? Mirando a mi madre frente a mí, me acordé por casualidad de aquel consejo de sensei de pedir a mi padre mientras estuviera vivo la parte de la herencia que me correspondía.

—No hay que preocuparse, hijo. Los que andan diciendo «¡Ay, que me voy a morir, que me muero!» son precisamente los que nunca se mueren. También tu padre es de los que andan con esa cantinela; así que no sabemos cuántos años le toca vivir. Los que se callan y pasan por sanos, esos son los que están más en peligro.

Yo, mudo, me limitaba a escuchar sus opiniones manidas y sin apoyo de ninguna teoría o estadística.

3

Para celebrar mi graduación, mis padres empezaron a poner en marcha el plan de una fiesta. Era algo que desde el mismo día en que regresé a casa ya me temía. De inmediato, expresé mi negativa:

—Por favor, no desorbitéis las cosas.

La gente del pueblo a la que se invitaba me disgustaba. Pertenecían al tipo de personas que acuden por cualquier motivo, siempre que haya algo para comer o beber. Desde que era niño, la presencia de esa gente me molestaba. Y si, además, todo iba a ser en mi honor, mi disgusto era aún mayor. Ante mis padres, sin embargo, y para no alborotarlos, no me atreví a decirles que no invitaran a esa gente. Así que me limité a insistir en que no deseaba exageraciones de ninguna clase.

—Exageraciones, exageraciones, dices tú. ¿Pero no te das cuenta de que no es nada exagerado? Uno no se gradúa en una universidad dos veces en la vida. Lo más normal del mundo es celebrarlo con la gente. ¡Vamos, vamos, hijo mío, no seas tan modesto!

Mi madre daba a mi graduación la misma importancia que se da a una boda.

—A mí no es que me importe tanto invitar a la gente, pero seguro que se quejan si no les invitamos.

Estas eran las palabras de mi padre. Le preocupaban los comentarios de la gente. Eran personas aficionadas a criticar todo lo que no marchaba a su gusto. Y mi padre añadió:

—Aquí es distinto que en Tokio. En los pueblos la gente siempre habla más de uno.

—Tienes que pensar en la imagen de tu padre. —Ahora era mi madre quien había hablado.

Yo no pude insistir más. Pensé que sería mejor que obraran a su gusto.

—Lo que quería deciros es que por mí no invitaría a nadie. Pero si es porque la gente no hable mal de vosotros, eso es otra cuestión. No tengo ninguna intención de exigir algo que os cause problemas.

—¡Déjate de argumentos de estudiante!

Al decir esto, la cara de mi padre expresaba mortificación.

—Tu padre no quiere decir que no haga todo esto por ti, hijo. Pero tú comprendes de todas formas que ante la sociedad hay ciertas obligaciones que cumplir, ¿verdad?

Mi madre, a fin de cuentas, se descubría como mujer y expresaba excusas incoherentes. Nos ganaba en palabrería a mi padre y a mí, a los dos juntos.

—Lo que no me gusta de la gente que estudia es que les encanta siempre discutir.

Mi padre no pasó de estas palabras. Pero en ellas, en esta sencilla frase, vi toda entera la queja que él siempre abrigaba contra mí. Entonces, no era consciente de la aspereza de mis palabras y, sencillamente, esa queja de mi padre me parecía inadmisible.

Esa noche volvimos al mismo tema y mi padre me preguntó qué día sería mejor para invitar a la gente. Para mí, no había mejor o peor día, pues en esta vieja casa yo no tenía otra cosa que hacer sino vivir despreocupadamente. El hecho de que me lo preguntara, de cualquier forma, podía interpretarse como un gesto conciliador. Este detalle me tocó y decidí someterme por completo a este asunto. De mutuo acuerdo, acordamos el día de la celebración.

Antes de la fecha acordada, ocurrió un suceso grave. La noticia de la enfermedad del emperador Meiji. Este incidente, que se difundió rápidamente por todo Japón, hizo disipar como el polvo el tema de la celebración de mi graduación, una celebración que tras varias vueltas iba a tener lugar por fin en esta familia de agricultores.

—Sería mejor abstenerse ahora de celebraciones —dijo mi padre, que leía el periódico con las gafas puestas.

Parecía estar pensando en su propia enfermedad. Yo me acordé del emperador que, como todos los años, había asistido a la ceremonia de graduación, de mi graduación este año, hacía tan poco tiempo.

4

En el silencio de una casa vieja y grande, demasiado grande para tan pocas personas, saqué mis libros de la maleta y me puse a estudiar. Sin saber por qué, no estaba tranquilo. Estudiaba mucho mejor y con más concentración en aquel primer piso de la pensión de Tokio, oyendo a lo lejos el tren y pasando las páginas de los libros. En esta casa, en cambio, recostado sobre la mesa, a veces me quedaba dormido.

Otras veces, sacaba la almohada y me entregaba con fruición al placer de la siesta. En una de estas ocasiones, al despertarme, oí el canto de las cigarras. De improviso sentí que su sonido, que parecía provenir de mi sueño, me golpeaba el fondo de los oídos. Inmóvil me puse a escucharlo, y entonces me invadió una sensación de súbita tristeza.

Tomé la pluma y me dispuse a escribir postales y largas cartas a amigos que se habían quedado en Tokio o que habían vuelto a sus lugares de nacimiento. Unos me contestaron y a otros no les llegaron mis noticias.

Por supuesto que no me había olvidado de sensei. Decidí enviarle un artículo de unas tres páginas en letra pequeña escrito por mí mismo después de volver a mi pueblo. Al meterlo en el sobre, dudé si todavía seguiría en Tokio. Yo sabía que cada vez que sensei y su esposa se ausentaban de casa, siempre venía de alguna parte una mujer cincuentona, de pelo cortado por debajo de las orejas, que se instalaba en su casa. Una vez le pregunté a sensei por la identidad de esta mujer y me contestó preguntándome:

—¿A ti qué te parece?

Le dije que suponía que se trataba de algún pariente. Entonces replicó:

—No tengo ningún pariente.

Sensei no mantenía ningún contacto con los parientes de su pueblo natal. La mujer por quien yo le había preguntado resultó ser parienta de su esposa y, por lo tanto, nada tenía que ver con él.

Al enviarle esta carta, me acordé de la figura de esa mujer con su estrecho obi anudado con sencillez en la espalda. Si esta carta llegaba antes de irse el matrimonio de vacaciones, ¿sería tan amable aquella mujer del pelo corto de remitirla a donde sensei se hallara? Era consciente, por otro lado, de la escasa importancia del contenido de la carta. Simplemente, echaba de menos a sensei. Imaginaba su posible carta de respuesta, una carta que, sin embargo, nunca habría de llegar.

Mi padre no tenía ahora tantas ganas de jugar al ajedrez como cuando volví a casa el invierno anterior. El tablero de ajedrez estaba arrinconado y cubierto de polvo en una esquina del tokonoma. Especialmente, después de la noticia de la enfermedad del Emperador, mi padre parecía ensimismado. Todos los días esperaba la llegada del periódico con impaciencia y era el primero en leerlo. Después, me lo traía donde yo estaba y me decía:

—Mira, hoy también escriben con todo pormenor sobre Su Majestad.

Siempre se refería al Emperador como Su Majestad.

—A lo mejor es irreverente decirlo, pero creo que la enfermedad de Su Majestad es como la mía.

En la cara de mi padre, al decir esto, se observaba una sombra de aprensión. Bruscamente me asaltó el temor de que, en cualquier momento, mi padre iba a empeorar.

—Pero, bueno, no le pasará nada. Hasta yo, que soy un don nadie, me encuentro así de bien.

En este alarde de seguridad en su salud, se echaba precisamente de ver que estaba apercibido del peligro que sobre él se cernía.

Así se lo manifesté a mi madre en una ocasión:

—Padre teme de verdad su enfermedad. No creo que piense que va a vivir diez o veinte años más como tú dices, madre.

Mi madre, al escucharme, puso una expresión de desconcierto. Y dijo:

—¿Por qué no le haces jugar otra vez al ajedrez?

Me acerqué al tokonoma y me puse a desempolvar el tablero de ajedrez.

5

La salud de mi padre fue poco a poco deteriorándose. El viejo sombrero de paja con el pañuelo atado, que me había llamado la atención cuando vi a mi padre trabajando con él puesto, yacía ahora olvidado. Cada vez que mi vista caía en él y en la estantería tiznada por el hollín, sentía lástima por mi padre. Antes, cuando él iba de acá para allá, deseaba que no se moviera tanto; y ahora que siempre lo veía sentado, me daba cuenta de que antes estaba mucho mejor. Sobre su salud hablaba muy a menudo con mi madre.

—No cabe duda de que es por estar bajo de ánimo —decía ella.

Mi madre relacionaba la enfermedad del Emperador con la enfermedad de mi padre. Yo no lo veía tan claro.

—No es que esté deprimido, madre. Yo creo que está realmente mal. Su cuerpo está empeorando más que su ánimo.

Al decir esto, se me ocurrió traer otra vez de lejos a un buen médico para que le examinase.

—Este verano no está resultando nada divertido para ti, hijo. Te graduaste, pero mira, no lo hemos celebrado nada. Tu padre ya ves cómo está y, encima, Su Majestad está malo… Debíamos haberlo celebrado nada más volver tú a casa…

A casa yo había vuelto el día cinco o seis de julio y, una semana después, mis padres empezaron ya a planear la celebración, que quedó fijada para una semana más tarde. Gracias a esa costumbre de los pueblos de tomarse las cosas con calma, esta vez me había librado del fastidio de la fiesta. Mi madre, sin embargo, que no me comprendía, no se daba cuenta de esto.

Cuando por fin se supo la noticia del fallecimiento del Emperador, mi padre, con el diario en las manos, exclamó:

—¡Ay, ay…! Su Majestad se ha ido y yo…

No terminó la frase.

Fui a la ciudad a comprar una tela negra. Con ella cubrí la bola del asta de la bandera nacional y de otro trozo de tela de media cuarta de ancha en la punta hice una cinta que colgué de la bola. Saqué la bandera a la calle y la clavé en la puerta principal. La bandera quedó algo ladeada hacia la calle cayendo por su peso en medio del aire sin brisa. El tejado de la puerta principal de mi casa era de paja y, por haber estado tanto tiempo expuesto a la intemperie, había cambiado su color volviéndose grisáceo y desigual en algunas partes.

Salí fuera y observé los crespones negros y la muselina blanca de la bandera con su rojo círculo en medio. Contemplé el efecto de esta bandera sobre el tejado de paja medio sucio.

Recordé que una vez sensei me había preguntado por el aspecto de mi casa. Quería saber si la construcción era muy diferente de la usada en su propia región. Hubiera deseado enseñarle esta vieja casa donde yo había nacido, aunque, por otro lado, sentía cierta vergüenza.

Entré otra vez en casa. Fui a mi mesa de estudio y leyendo el periódico imaginé el aspecto de Tokio. Mi imaginación se concentró en el ajetreo que en la oscuridad tendría la ciudad más grande del Japón. En medio del ruido inquietante de una ciudad destinada a moverse y pese a las tinieblas, distinguí la casa de sensei, como si fuera la luz de una lámpara. No me di cuenta entonces de que esa luz estaba dentro de un silencioso remolino. A mí no se me ocurría pensar que poco tiempo después esa luz también iría a quedar apagada por el destino.

Tomé la pluma pensando escribir a sensei sobre el asunto de la muerte del Emperador. Pero dejé de escribir al cabo de unas diez líneas. Rompí el papel en pedazos y los tiré a la papelera. (Parecía inútil escribirle sobre eso. Además, supuse que no me contestaría)[71].

Sentía tristeza, una tristeza que me había empujado a escribir. ¡Cómo deseaba recibir una respuesta!

6

A mediados de agosto recibí la carta de un amigo. Me decía que había una plaza de profesor de enseñanza media en una lejana provincia. Por razones económicas, este amigo había estado buscando trabajo y, entretanto, se le había presentado otro trabajo en una provincia más conveniente. Pensó entonces en pasarme a mí la plaza. Le contesté enseguida diciéndole que no me interesaba y que conocía a alguien a quien, por estar en una situación necesitada de encontrar una plaza de profesor, probablemente le interesara.

Después de contestarle, hablé sobre el asunto con mis padres. Los dos parecían estar de acuerdo conmigo.

—No tienes necesidad de irte tan lejos para conseguir un trabajo mejor que ese.

Detrás de esta frase, yo leí el exceso de esperanzas que mis padres tenían puesto en mí. Sin tener mucha idea, esperaban que, recién graduado, me iba a caer del cielo un maravilloso trabajo con un sueldo impresionante.

—Habláis de un trabajo mejor, pero hoy en día, a diferencia de antes, los buenos trabajos no abundan tanto. Mi hermano mayor y yo tenemos carreras diferentes. Los tiempos también han cambiado. Yo no voy a tener las mismas oportunidades de trabajo. No somos iguales ni estamos en la misma situación.

—Pero si te has graduado, por lo menos tienes que independizarte, ¿no? Cuando la gente me pregunte: «¿Y qué hace tu segundo hijo ahora que ha terminado la universidad?», si no puedo contestar nada, me va a dar vergüenza.

Mi padre puso cara de sufrimiento. El horizonte de sus ideas no abarcaba más allá de los confines del pueblo en el que siempre había vivido. La gente del pueblo le preguntaría sin duda cuánto suele ganar un recién graduado y unos dirían que cien yenes o algo así. Ante comentarios tales, mi padre debía quedar bien colocando a su hijo recién graduado en algún buen lugar. Yo, que pensaba en la gran capital como el lugar de mi vida, debía resultarles a mis padres tan extraño como un marciano que caminara con las piernas hacia arriba. Alguna vez yo mismo me había sentido como un marciano de verdad. Permanecí callado ante mis padres, demasiado alejados de mí como para confesarles abiertamente mis verdaderos pensamientos.

—¿Por qué no consultar sobre este asunto con ese sensei del que tanto hablas? —dijo mi madre, que no podía comprender más que en este sentido a sensei. A un sensei que me había sugerido que, cuando volviese a casa y en vida de mi padre, reclamara mi parte de la herencia. No era sensei, en definitiva, el tipo de persona útil para conseguirle un buen trabajo a un recién graduado.

—Y ese sensei, ¿qué hace? —preguntó mi padre.

—Nada —contesté yo.

Creía haber dicho ya a mis padres que no trabajaba en nada. Mi padre, ciertamente, debía acordarse.

—¿Cómo que no hace nada? Si es esa persona que tú respetas tanto, podría trabajar en algo, ¿no?

En opinión de mi padre, las personas útiles eran las que trabajaban y siempre conseguían un trabajo adecuado en la sociedad. Si no hacían nada, serían algo mafiosas. Tales eran las ideas de mi padre.

—Fíjate en mí. Yo no recibo ningún salario y aquí me tienes, siempre haciendo algo.

Yo seguía callado y le dejaba hablar. Mi madre intervino entonces:

—Si ese sensei es tan distinguido como dices, seguro que podrá encontrarte un buen empleo. ¿Se lo has pedido?

—Pues no —contesté yo.

—Entonces, claro, no hay manera. ¿Y por qué no se lo pides? Mándale una carta.

—Bueno —y, respondiendo así de distraídamente, me levanté.

7

Era evidente que mi padre temía a su enfermedad. Pero tampoco era de esa clase de personas que pregunta una y otra vez al médico, molestándole continuamente. Tampoco el médico por discreción era muy explícito. Mi padre parecía estar dando vueltas en su cabeza a lo que pasaría después de su muerte. Por lo menos, daba la impresión de estar imaginando su casa una vez desaparecido él.

—Mandar a los hijos a estudiar no es tan bueno, ¿verdad? Si tu hijo estudia, acaba no volviendo a casa. Es como si estudiaran para separarse de los padres. Y no hay forma de evitarlo.

Como resultado de sus estudios, mi hermano vivía lejos de casa. Igualmente, yo, por estudiar, había decidido vivir en Tokio. Teniendo en cuenta los sacrificios que había hecho por criarnos, la queja de mi padre, por lo tanto, no era descabellada. Imaginar a mi madre totalmente sola en esa vieja casa de campo donde él había vivido tantos años, le resultaba indudablemente muy triste. Tenía la ciega convicción de que tanto la casa como su mujer, mientras viviera, eran inamovibles, provocándole una terrible inquietud la idea de dejar a mi madre sola en tanto espacio. Por otro lado, me apremiaba a conseguir un buen trabajo en Tokio. La contradicción, entonces, que había en su interior era evidente. Por mi parte, al mismo tiempo que consideraba curiosa esta contradicción, me alegraba porque favorecía mis planes de volver a Tokio.

De cualquier forma, yo debía fingir ante mis padres estar haciendo un gran esfuerzo para conseguir un buen trabajo. Por eso, escribí a sensei explicándole con detalle la situación en mi casa. Le dije que estaba dispuesto a aceptar cualquier empleo, si era necesario, para facilitarle su ayuda. Esta carta la escribí pensando que no iba a atender mi petición o que, aunque quisiera, no podría ayudarme, pues no tenía una posición definida en la sociedad. Sin embargo, no dudaba que iba a contestar mi carta.

Antes de cerrar el sobre, le dije a mi madre:

—He escrito a sensei, como me dijiste. ¿Quieres leer la carta?

Naturalmente y como yo suponía, no quiso leerla.

—¿Ah, sí? Pues, vamos, mándala pronto. Esas cosas tenías que haberlas hecho antes, tú mismo, y sin necesidad de que nadie te lo hubiera dicho.

Estaba claro que me seguía tomando por un niño. Y, ante tanta insistencia, hasta yo mismo me sentía como tal.

—Bueno, pero por carta se consigue poco. De todos modos, en septiembre cuando vuelva a Tokio… Si no, va a ser difícil…

—Pues sí, tienes razón. Pero así y todo, es mejor que se lo vayas pidiendo antes. A lo mejor, así ya hay un buen puesto para ti cuando vayas…

—Bueno. Pero seguro que me va a contestar. Ya volveremos a hablar de eso, ¿de acuerdo?

Yo confiaba en sensei, en que sería fiel en responder, y me puse a esperar su respuesta con ilusión. Pero me equivoqué. Pasó una semana y no llegó ninguna noticia de sensei.

—Tal vez esté de vacaciones en alguna parte.

Tuve que recurrir a palabras de excusa para justificar ante mi madre el silencio de sensei. Esas palabras no solamente le servían a ella, sino también a mi corazón. Sentía la necesidad de explicar la actitud de sensei con alguna razón y así calmar mi propia inquietud.

A veces, me olvidaba de la enfermedad de mi padre. Otras veces, me entraban ganas de marcharme pronto a Tokio. También había veces en que mi padre parecía olvidarse de su enfermedad. Se preocupaba del futuro y, sin embargo, no hacía nada al respecto. Y de esa manera, a fin de cuentas, se fue pasando el tiempo sin encontrar yo la ocasión de hablar a mi padre sobre el reparto de la herencia, tal como me había aconsejado sensei.

8

A principio de septiembre, decidí volver a Tokio. Pedí a mi padre que durante cierto tiempo me enviara las mensualidades para mis gastos como hacía antes.

—Si sigo aquí como ahora, nunca voy a conseguir ese trabajo que quieres para mí.

Le expliqué que, efectivamente, el motivo de volver a Tokio era buscar ese empleo. Y añadí:

—Por supuesto, las mensualidades sólo las necesitaré hasta que encuentre algo.

En mi mente, sin embargo, pensaba que tal empleo nunca me vendría. Mi padre, ignorante de esta creencia mía, pensaba justamente lo contrario:

—Bien, como va ser por poco tiempo, te mandaré dinero. Pero por poco tiempo, ¿eh? Cuando consigas el trabajo, tendrás que independizarte. En realidad, al día siguiente de acabar la carrera, ya tenías que haberte independizado económicamente. Los jóvenes de hoy sólo saben gastar dinero. Nunca piensan en ganárselo.

Añadió unos reproches más. Por ejemplo:

—Antes, los hijos dábamos de comer a nuestros padres. Ahora, en cambio, los padres somos comidos por los hijos.

Yo le escuchaba en silencio. Cuando me pareció que había terminado con esa retahíla y me disponía a levantarme silenciosamente, me preguntó cuándo me iba. Para mí, era mejor irme cuanto antes.

—Consúltale a tu madre, a ver qué día es más favorable[72].

—Bien, de acuerdo.

Me mostraba así de sumiso ante mi padre. Deseaba salir del pueblo sin oponerme a él. Pero antes de abandonar la habitación, me detuvo:

—Cuando te hayas ido, esta casa volverá a quedarse triste. Sólo estaremos tu madre y yo. ¡Ah, si yo estuviera bien! Entonces no pasaría nada, pero con este mal. En fin, no puedo prometerte que no vaya a ocurrir nada…

Consolé a mi padre lo mejor que pude y volví a mi mesa de estudio. Me senté entre los libros que estaban por todas partes y en mi mente, una y otra vez, me repetí las palabras de lamento de mi padre y me representé su actitud de desamparo.

En ese momento, oí de nuevo el canto de las chicharras. Era un canto distinto del que se oía en pleno verano. Ahora, en septiembre, cantaba un tipo de chicharra llamado tsuku-tsuku yoshi por el sonido de su canto. Cuando estaba en el pueblo en las vacaciones de verano y me sentaba en medio del canto ardiente de las chicharras, a menudo me sentía invadido por una intensa tristeza. Era una nostalgia que, acompañada del penetrante canto de esos insectos, se colaba hasta el fondo de mi corazón. En ocasiones así, yo solía permanecer inmóvil, mirando mi interior.

Pero esta vez mi nostalgia, desde el regreso a mi pueblo, estaba cambiando poco a poco de color. Al igual que el tono del canto de las chicharras desde un sonido de aburazemi había cambiado al de tsuku-tsuku yoshi, del mismo modo yo sentía que el destino de la gente cercana a mí estaba inmerso en una gran metamorfosis. Pensaba en la actitud y en las palabras de mi padre. Pensaba en sensei que no había contestado a mi carta. Sensei y mi padre representaban a mis ojos caracteres tan contrarios que resultaba fácil compararlos o imaginarlos en mi cabeza al mismo tiempo.

Sobre mi padre sabía casi todo. Si me alejaba de él, sólo quedaría el sentimiento de cariño filial. Pero de sensei no sabía mucho. No había tenido todavía ocasión de escuchar ese pasado suyo que había prometido contarme. Es decir, sensei se me presentaba envuelto en una existencia oscura. Sentía que, a toda costa, yo debía disipar esa oscuridad y llegar hasta donde hubiera claridad sobre sensei. Por eso estar alejado de sensei me causaba tanto dolor.

Mi madre consultó el calendario, y se determinó el día más propicio para mi partida a Tokio.

9

A punto de partir, exactamente dos días antes de la fecha, mi padre volvió a desmayarse. En ese momento, yo me encontraba atando un cesto lleno de libros y ropa. El desmayo le sobrevino en el baño. Mi madre, que había entrado en el baño con él para lavarle la espalda, me llamó a gritos. Encontré a mi padre desnudo y a mi madre sosteniéndole por la espalda. Cuando le llevamos a su habitación, volvió en sí y acertó a decir:

—Ya estoy bien, ya estoy bien…

Me quedé a su lado por precaución cambiándole el paño mojado de su cabeza. Solamente a eso de las nueve me decidí a cenar sin apenas ganas.

El día siguiente, mi padre parecía encontrarse mejor de lo que esperábamos. Aunque le dijimos que no lo hiciera, fue caminando hasta el cuarto de baño.

—¡Que estoy bien!

Repetía las mismas palabras dichas cuando se desmayó a finales del año pasado. Entonces, como él mismo dijo, no pasó nada después. Esta vez pensé que tampoco iba a pasar nada. Sin embargo, el médico dijo que había que tener mucho cuidado, aunque no quiso pronunciarse claramente sobre su estado pese a mi insistencia.

Yo estaba inquieto y, por eso, cuando llegó el día previsto para mi partida, no tenía ningún deseo de irme.

—Creo que voy a quedarme un poco más. Así estaré seguro de que no le va a pasar nada, ¿no te parece? —le pregunté a mi madre.

—¡Ay, sí, hijo! Quédate, por favor —contestó.

Mi madre no había mostrado ninguna inquietud cada vez que padre salía al jardín o iba detrás de la casa, pero después de este incidente estaba exageradamente preocupada.

—¿No te ibas a ir hoy a Tokio? —me preguntó mi padre.

—Sí, pero he aplazado un poco el viaje —le contesté.

—Ha sido por mí, ¿verdad?

Me quedé sin palabras un instante. Si le hubiera dicho que sí, habría dado la impresión de confirmar la gravedad de su enfermedad. No deseaba ponerle nervioso. De todas formas, mi padre sabía leer muy bien mis pensamientos.

—Lo siento —dijo, y volvió la vista al jardín.

Regresé a mi cuarto. Vi en el suelo el cesto con sus tapaderas listo para ser enviado en cualquier momento a Tokio. Me puse delante de él y vagamente pensé en desatarlo.

Pasé tres o cuatro días más con la incómoda sensación de quien no está ni del todo sentado ni del todo de pie.

Mi padre sufrió un nuevo desmayo y el médico, esta vez, le ordenó completo reposo.

—¿Qué va a pasarle? —dijo mi madre con la voz muy baja, para no ser oída por mi padre, y con expresión de desamparo.

Preparé telegramas para mi hermana y mi hermano. Pero mi padre, acostado como estaba, no parecía sufrir nada. Oyéndole hablar, se diría que tenía un simple resfriado. Su apetito, además, había aumentado y, pese a nuestras advertencias, no nos hacía caso.

—De todos modos, me voy a morir. Y antes tengo que comer todas las cosas buenas que quiero.

A mis oídos esas palabras de «cosas buenas» sonaban irónicas, o más bien trágicas. Mi padre no vivía en una gran ciudad en donde se podrían comer esas «cosas buenas» con más facilidad. Por la noche pedía que le hicieran kakimochi[73] que masticaba haciéndolo crujir.

—¿Cómo podrá tener esa «apetencia»? —se preguntaba mi madre—. Debe ser que su naturaleza, a pesar de todo, es muy fuerte.

Me parecía que ella, justo en donde había razón para desesperarse, colocaba su esperanza. Pero había usado la palabra «apetencia»[74], de sabor arcaico y generalmente empleada con los enfermos, en el sentido de desear comer cualquier cosa.

Cuando mi tío se presentó para verle, mi padre le hizo quedarse hasta muy tarde y no quería que se fuera. La principal razón para detenerle era que se sentía solo, aunque parece que otro motivo era quejarse de que mi madre y yo no le dejábamos comer todo lo que él quería.

10

El estado de su enfermedad permaneció estacionario durante más de una semana. Mientras tanto, yo había escrito una larga carta a mi hermano mayor residente en Kiushu. A mi hermana hice que le escribiera mi madre. Pensé que quizá esa iba a ser la última información que tendrían los dos sobre la enfermedad de nuestro padre. Por eso, les di a entender claramente que si nuestro padre empeoraba de repente, les enviaría un telegrama para que se presentaran de inmediato.

El trabajo de mi hermano no le dejaba nada de tiempo libre. En cuanto a mi hermana, esperaba familia. Por esto, hasta que realmente nuestro padre no estuviera en peligro de muerte, no les pensaba llamar. Sin embargo, si, cuando vinieran, ya hubiera muerto, sus reproches me estarían bien empleados. Determinar el momento en que yo debía enviarles el telegrama me parecía, por lo tanto, una responsabilidad de un peso inimaginable.

—No puedo decirles exactamente cuándo va a ocurrir el desenlace, pero créanme: el peligro puede llegar en cualquier momento.

Esas fueron las palabras del médico que habíamos hecho venir de la ciudad en donde estaba la estación más próxima de ferrocarril.

Después de consultar con mi madre y gracias a la mediación del médico, decidimos pedir la presencia de una enfermera del hospital de la ciudad. Mi padre puso una expresión rara cuando vio a su lado cómo le saludaba una mujer vestida de blanco.

Naturalmente, mi padre sabía bien que su enfermedad era mortal. Aún así, daba la impresión de no darse cuenta de que la muerte se le iba acercando inexorablemente.

—Cuando me ponga bien, quiero visitar Tokio. ¡Cualquiera sabe cuándo vamos a morirnos! Así que lo mejor es hacer todo cuanto uno quiere, mientras hay vida.

Mi madre no tenía más remedio que ponerse a la altura de mi padre y decía:

—Bueno, en ese caso, yo también quiero acompañarte…

Otras veces, mi padre se dejaba invadir por una gran tristeza y decía:

—Cuando me muera, tienes que cuidar a tu madre muy bien.

Este «cuando me muera» me hacía recordar algo… Antes de partir, sensei había repetido muchas veces esas mismas palabras a su mujer. Fue en la velada del día de mi graduación. Me acordé de la cara sonriente de sensei y del gesto de su mujer al taparse los oídos y pedirle que no dijera esas palabras tan siniestras. Aquel «cuando me muera» era una simple suposición. En cambio, lo que acababa de oír de mi padre se refería a una realidad que podía sobrevenir en cualquier momento. Yo no podía imitar el gesto de la mujer de sensei. Pero de labios afuera tenía que disimular e intentar confortar a mi padre:

—Vamos, no seas tan pesimista. Cuando te pongas bien, irás a Tokio con madre, ¿no? Cuando lleguéis allí, os vais a extrañar de todo lo que ha cambiado aquello. Sólo por el aumento de las líneas de cercanías de los trenes, os sorprenderá cómo ha cambiado todo. Por donde pasa el tren, siempre cambia el aspecto de las calles. Además, van a reformar toda la administración municipal. Es decir, en las veinticuatro horas del día, Tokio no tendrá ni un momento de calma.

A falta de algo mejor que decir, le animaba con palabras que en otra situación hubieran sido innecesarias. Mi padre me escuchaba complacido.

El tener un enfermo en casa aumentaba naturalmente el número de visitas. Los parientes que vivían cerca, le visitaban a razón de uno cada dos días. También acudían los que vivían lejos y con los que en general no teníamos mucho contacto. Algunos, cuando se iban, decían:

—¡Vaya! No está nada mal. Habla muy bien y su cara no está nada demacrada, ¿verdad?

Cuando volví de Tokio, mi casa estaba demasiado silenciosa, pero ahora poco a poco se había vuelto más y más animada.

Mi padre, la única figura inmóvil en medio de tanto ajetreo, cada vez se encontraba peor. Consulté a mi madre y a mi tío y, por fin, me decidí a despachar sendos telegramas a mi hermano mayor y a mi hermana. Mi hermano contestó diciendo que venía enseguida. También el marido de mi hermana nos avisó que se ponía en camino. Posiblemente vendría él en lugar de mi hermana, cuyo primer embarazo había acabado en aborto. Para evitarlo esta vez, su marido deseaba cuidarla muy bien y extremar las precauciones.

11

En esta situación tan preocupante, encontraba tiempo para sentarme con calma. A veces, tenía tiempo de abrir un libro y leer diez páginas seguidas. El cesto que tan bien había quedado atado, estaba ahora desatado y su contenido sacado a medida que necesitaba algo. Reflexioné sobre los propósitos de estudio que había hecho al principio de verano, cuando partí de Tokio. El estudio realizado no llegaba ni a un tercio de lo propuesto. Aunque hasta entonces había sentido repetidamente la desagradable sensación de no cumplir mis propósitos, nunca lo pasé tan mal como ese verano. El pensar que esto es lo que suele ocurrirle a casi todo el mundo, no disminuía para nada el peso opresivo de esta insatisfacción conmigo mismo.

En medio de esta desagradable opresión, me puse a pensar por un lado en la enfermedad de mi padre y luego en lo que sucedería a su muerte. Al mismo tiempo, me dio por pensar en sensei. En los dos extremos de esa opresión, observaba a estas dos personas tan absolutamente diversas en posición social, en formación, en carácter.

Mi madre se asomó al cuarto en donde yo reflexionaba solo con los brazos cruzados, en medio del desorden de los libros y lejos del lecho de mi padre.

—Vamos, hijo, échate una siesta. Debes de estar muy cansado.

Mi madre no comprendía cómo me sentía. Tampoco yo era tan infantil como para esperar su comprensión. Le di las gracias con una palabra y, al ver que seguía allí, le pregunté:

—¿Qué tal sigue padre?

—Ahora está muy bien dormido —me contestó.

Entonces entró en mi habitación y se sentó a mi lado.

—¿Todavía no te ha escrito nada ese sensei? —me preguntó.

Ella contaba con la seguridad que le había dado sobre la respuesta de sensei. Sin embargo, yo no esperaba la contestación que mis padres tanto deseaban. Esto equivalía a haber engañado deliberadamente a mi madre.

—Escríbele otra vez —dijo.

No me importaba escribir más cartas que de nada servirían, si con ello iba a tranquilizarla. Pero insistirle a sensei en un asunto como este, me resultaba angustioso. Temía el desdén de sensei muchísimo más que los reproches de mi padre o el disgusto de mi madre. Imaginaba incluso que el silencio de sensei podría ser la expresión de ese desdén.

—Escribirle es fácil. Pero no creo que el asunto se solucione hasta que yo vaya a Tokio y me ponga a buscar directamente. Sin eso…

—Pero como tu padre está así y no sabes cuándo podrás ir…

—Por eso no voy, madre. Hasta que sepamos si va a curarse o no, yo estaré aquí a su lado.

—¡Naturalmente, hijo! ¿Cómo podrías irte a Tokio dejándole así, tan enfermo, y sabiendo que en cualquier momento le puede llegar la hora?

Al principio, yo sentía lástima de mi madre, ignorante de todo lo que ocurría. Pero ahora no entendía por qué ella había sacado ese tema en una situación tan inquietante. Tal vez, al igual que yo hallaba tiempo para sentarme y leer, también ella olvidaba al enfermo que constantemente estaba a su lado y encontraba calma para pensar en otras cosas. Entonces me dijo:

—En realidad, hijo, si consigues un buen empleo mientras vive tu padre, ¡qué alegría le darías! Esto es lo que pienso, ya ves… Tal vez nos falte tiempo para eso, pero bueno, fíjate, como todavía está bien de mente y de habla… En fin… ¡Ay, si pudieras darle una alegría como buen hijo que eres…!

¡Pobre de mí que me veía en la situación de no poder cumplir este acto de piedad filial!

Finalmente, decidí no escribir a sensei ni una línea más.

12

Cuando llegó mi hermano, nuestro padre leía el periódico acostado. Siempre había tenido la costumbre de echar una ojeada a la prensa, pero desde que se veía postrado en la cama, mostraba avidez por leerla. Mi madre y yo, sin oponernos a esto, dejábamos que hiciera lo que quisiera.

—¡Vaya! ¡Qué bien que tengas el ánimo para leer el periódico! Venía pensando que estarías muy mal, pero ¡mira! Te veo muy bien.

Mi hermano hablaba con mi padre en estos términos. Su tono jovial me pareció discordante. Pero cuando nos hablamos cara a cara sin la presencia de nuestro padre, su voz sonó hundida.

—¿No será malo que lea el periódico? ¿Qué te parece? —me preguntó.

—No creo que sea bueno, pero no hay modo de impedírselo. Cuando él se empeña…

Mi hermano escuchaba mi explicación en silencio. Después dijo:

—Me pregunto si entiende lo que lee.

Era evidente que mi hermano había observado que el entendimiento de nuestro padre estaba bastante embotado por la enfermedad.

—Sí, creo que sí. Hace poco estuve hablando con él unos veinte minutos al lado de su cabecera y no me ha parecido que tenga disminuidas sus facultades. En esta situación puede durar bastante más tiempo.

La opinión de mi cuñado, que llegó casi al mismo tiempo que mi hermano, era mucho más optimista. Mi padre le preguntó sobre mi hermana.

—Teniendo en cuenta su estado, ha sido mejor que haya evitado el ajetreo del tren. Si se hubiera empeñado en venir, habríamos estado muy preocupados por ella.

Y añadió mi padre:

—No hay problema. Cuando me ponga bien, viajaremos todos a ver la cara del niño.

Cuando murió el general Nogi[75], mi padre fue el primero en enterarse por la prensa.

—¡Qué terrible! ¡Qué terrible! —exclamó.

Estas palabras nos asustaron, pues no sabíamos nada de lo que había sucedido.

Después mi hermano me dijo:

—Por un momento pensé que se había vuelto loco.

También mi cuñado asintió:

—¡Uf! Yo también me quedé helado…

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