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Kokoro » El testamento de sensei

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Lamentablemente, la prisa que ahora mueve mi pluma no me permite describir con pormenores aquel asunto con mi tío. Quiero, en efecto, llegar a temas mucho más importantes. Hace tiempo que mi pluma quiere tocar esos otros temas y yo intento ponerle freno para que vaya más lenta. Perdí para siempre la ocasión de verte y de contarte todo. Además, no estoy acostumbrado a escribir y debo ahorrar un tiempo precioso. En fin, veo que debo pasar por alto algunas cosas por muchas ganas que tenga de contártelas.

Quizás te acuerdes todavía de que una vez te dije que en el mundo nunca hay personas que hayan sido moldeadas como malas. Muchas personas buenas se convierten bruscamente en malas en un momento determinado. Por eso jamás hay que descuidarse. Me dijiste entonces que yo estaba excitado y me preguntaste en qué casos los buenos se convierten en malos. Al responderte que la razón era el dinero, pusiste cara de disgusto. Me acuerdo muy bien de esa cara que pusiste. Ahora te confieso que, en ese momento, estaba pensando en este tío mío. Pensaba en él como un ejemplo del bueno bruscamente transformado en malo a la vista del dinero, y también como un ejemplo de que en el mundo no existe nadie en quien poder depositar la confianza. Sí, pensaba en mi tío con odio. Mi respuesta creo que te resultó insatisfactoria porque tú estabas más interesado en profundizar en el mundo de las ideas. Y, de hecho, ¿acaso no te mostraste alterado cuando te di esa respuesta? La mía fue una respuesta tal vez banal, pero para mí era una respuesta viva. Yo creo que dar una opinión banal con el corazón caliente es más vivo que dar una opinión original con la cabeza fría. El cuerpo se mueve gracias a la sangre. Las palabras vivas no sólo sirven para hacer vibrar el aire, sino que también pueden agitar poderosamente el corazón humano.

9

Por decirlo en pocas palabras: mi tío me había estafado. Le había resultado fácil hacerlo mientras yo estaba en Tokio esos tres años. Ante la gente, yo había pasado por un verdadero idiota por haber dejado tranquilamente que mi tío dispusiera de todo a su aire. Más allá de esa opinión de la gente, podría decirse que mi exceso de confianza tenía el sello de una pureza digna de veneración. Recordando cómo era yo entonces, ahora me pregunto por qué no habría nacido más canalla. Siento un gran despecho hacia mí mismo por haber sido tan ingenuo. Pero, por otro lado, ¿acaso no he sentido nunca el anhelo de volver a nacer con mi antiguo yo y recuperar mi alma infantil con todo su candor natural? Acuérdate. El yo que tú conoces es el resultado de una personalidad ensuciada con el polvo del camino de la vida. Si se puede llamar «respetables hermanos mayores» a los que estamos así de sucios y envejecidos, entonces ciertamente yo soy tu «respetable hermano mayor».

Si me hubiera casado con la hija de mi tío, tal como él deseaba, ¿qué resultados materialmente ventajosos hubiera sacado? La respuesta, como puedes ver, sobra. Mi tío, con sus mañas, había querido casarme con su hija movido no por el deseo de hacer feliz a dos familias, sino por su interés egoísta. El problema es que yo no amaba a mi prima, aunque tampoco la malquería.

Ahora que lo pienso, haberme negado a ese compromiso matrimonial me produce cierta diversión consoladora. La estafa ha sido la misma, naturalmente, pero al no haber consentido en esa unión, le estropeé sus planes y, al menos en esto, me salí con la mía. En fin, es un consuelo mínimo y prácticamente insignificante. Y a ti especialmente, que nada tienes que ver con todo esto, te parecerá una pequeña y absurda satisfacción del amor propio.

Entre mi tío y yo se entremetieron otros parientes, parientes en los que tampoco tenía ya ninguna confianza. No solamente desconfiaba de ellos, sino que los consideraba enemigos. Al comprender que mi tío me había engañado, deduje que los demás también iban a hacerlo. Si mi tío, al que mi padre profesaba tal admiración, había resultado así, ¿cómo serían los otros? Tal era mi lógica.

No obstante, esos parientes mediadores hicieron el inventario de todos los bienes que me quedaban. En dinero, resultó muchísimo menos de lo que imaginaba. Sólo dos opciones me quedaban: aceptar esa cantidad de dinero sin rechistar o presentar una denuncia contra mi tío. Estaba exasperado e indeciso entre una y otra opción. Ponerle un pleito me supondría tener que esperar mucho tiempo. Además y por ser estudiante, no deseaba perder demasiado de mi precioso tiempo de estudios. Después de mucho pensar, tomé la decisión de liquidar todos mis bienes y conseguir así, a través de la gestión de un antiguo compañero que vivía en la ciudad, dinero en efectivo. Este compañero me aconsejó, sin embargo, que disponer del dinero era menos rentable que dejar los bienes sin vender. Pero no le hice caso, pues tal era el deseo que tenía de alejarme de mi pueblo. En mi corazón juré no volver a ver nunca más la cara de mi tío.

Antes de partir del pueblo, volví a visitar la tumba de mis padres. No he vuelto desde entonces a visitarla, ni volveré a tener ocasión de hacerlo más veces.

Ese amigo me arregló todo tal como yo le pedí, aunque esto no fue hasta mucho después de haber regresado a Tokio. En los pueblos no resulta tan fácil vender las tierras. Cuando se necesita vender con urgencia, el precio de venta baja mucho. Así, la cantidad finalmente cobrada por las ventas resultó bastante inferior al precio de mercado. Te confieso que mi fortuna se reducía a unos cuantos bonos del Estado que me llevé conmigo al salir del pueblo y a ese dinero que mi amigo me fue mandando posteriormente como resultado de la venta de los bienes. La herencia dejada por mis padres había mermado considerablemente. Una merma que, por no haber sido ocasionada por mi culpa, me hacía sentir todavía peor.

Pero para mi vida de estudiante era un capital más que suficiente. En realidad, yo no podía gastar ni la mitad de los intereses producidos por esa suma. Precisamente esa vida desahogada de estudiante iría a provocarme una situación que nunca hubiera imaginado.

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Con mi poder económico recién adquirido, se me ocurrió la idea de alquilar una casa individual y abandonar la ruidosa pensión en que había vivido hasta entonces. Pero para eso, necesitaría comprar enseres domésticos y buscarme una mujer que cuidara de la vivienda, una mujer honrada a la que poder dejar confiadamente sola allí… En fin, no era un plan fácil de realizar.

Un día, con la intención de buscar una casa sin prisa, fui paseando por la cuesta de Hongo en dirección oeste y subí directamente por la cuesta de Koishikawa hacia el templo de Dentsuin. Con el paso del ferrocarril, esa zona ha cambiado mucho, pero por entonces a la derecha estaba la tapia de adobe de una fábrica de armas y a mano izquierda unos terrenos cubiertos de hierbas que eran mitad colina, mitad pradera. En medio de esa pradera me quedé de pie, mirando sin atención el barranco que había al otro lado. Ahora tampoco ofrece mal aspecto aquella zona, pero entonces la parte oeste era muy distinta. Hasta perderse de vista, el paisaje, cubierto de verde espesura, tenía un efecto tranquilizador. ¡Ah, si solamente pudiera encontrar una casa adecuada por aquí! Atravesé toda la pradera y me metí por un caminito en dirección norte. Todavía hoy no se han construido calles decentes por allí y las casas estaban entonces dispuestas irregularmente. Anduve dando vueltas por unas callejas y al final acabé preguntando a la dueña de una tienda de golosinas.

—¿No sabrá usted, señora, de alguna casa pequeña que se alquile por este barrio…?

—Una casa, ¿eh?

Se quedó un rato pensando con la cabeza inclinada y después dijo:

—Una casa que se alquile… No sé…

Verdaderamente la mujer no tenía aspecto de saber gran cosa y me dispuse a alejarme cuando me preguntó:

—¿No le iría bien una pensión de familia?

Mis planes cambiaron algo. Se me ocurrió entonces que no estaría nada mal eso de vivir en una tranquila pensión de familia sin preocuparse de tener una casa. Me senté en la tienda de golosinas, escuchando detalles sobre esa pensión.

Se trataba de la familia de un militar fallecido en la Guerra Sino-Japonesa[81] o algo así. Hasta hacía más o menos un año, esta familia había residido en el barrio de Ichigaya, cerca de la Academia Militar, en una casona que, con su establo para los caballos, resultaba demasiado grande. Por eso la vendieron y se habían trasladado allí. Se sentían, sin embargo, algo aisladas en la nueva casa y habían pedido a esta mujer de la tienda que si sabía de alguien adecuado con quien poder compartir la casa, que se lo presentara. La familia se componía de la viuda, su hija, una criada y nadie más.

En mi corazón pensé:

—¡Qué bien! Podría encontrarme muy tranquilo.

Pero por otro lado, si me presentaba de repente en esa casa, cabía la posibilidad de ser rechazado por ser un estudiante desconocido. Por un momento, pensé en desistir. Pero bueno, tampoco tenía yo un aspecto tan incorrecto para ser estudiante. Además, llevaba la gorra que me identificaba como alumno de la Universidad Imperial[82]. Vas a sonreír al pensar que qué tendría que ver la gorra de universitario, pero entonces no era como ahora. Los universitarios, por serlo solamente, inspiraban confianza en la sociedad. En aquella ocasión incluso sentí una especie de orgullo por esa gorra cuadrangular.

A indicación de la señora de la tienda, sin ninguna presentación de por medio, me dirigí a la casa de la familia del difunto militar.

Conocí a la viuda y le expliqué el propósito de mi visita. Me interrogó sobre mi identidad, mi universidad, mis estudios, etc. Creo que algo de mí debió de inspirarle confianza pues, sin más preámbulo, me dijo que podía trasladarme a su casa cuando quisiera. Se trataba de una mujer recta y clara en sus decisiones. Me causó cierta admiración y me pregunté si todas las esposas de militares eran así. Al mismo tiempo que la admiré, me pareció extraño que una mujer con ese carácter pudiera sentirse sola por no tener más gente en la casa.

11

Me instalé enseguida. Alquilé el salón de la casa, es decir, la estancia en donde había hablado con la viuda y que era la mejor de la casa. Conocía bien las condiciones en que un estudiante podía alquilar los mejores cuartos. Pero el que ahora acababa de ocupar era mucho más lujoso que todos los cuartos posibles. Al principio, me pareció demasiado para un estudiante como yo.

El tamaño de la estancia era de ocho

tatami[83]. Al lado del

tokonoma había dos estantes y al otro lado, cerca del pasillo, un armario empotrado de un

ikken[84]. No había ventanas propiamente dichas, pero por la puerta corredera que daba al sur entraba mucha luz solar. El día que me trasladé vi unas flores dispuestas en el

tokonoma y un

koto[85] al lado. Ni las flores ni el

koto me gustaron. Criado con un padre que practicaba la ceremonia del té y la caligrafía y que componía poesía, yo poseía unos gustos perfectamente sobrios en materia de arte. No podía evitar, por tanto, cierto desdén hacia esa decoración amanerada y femenina.

Me quedaban unos cuantos utensilios coleccionados por mi padre y que se habían librado de la dispersión de objetos realizada por mi tío. Al abandonar el pueblo, se los dejé a un antiguo compañero para que me los guardase. Después, me había traído cuatro o cinco de los más interesantes que había metido en el fondo de mi baúl. Mi intención era disfrutarlos colocados en el

tokonoma una vez instalado en mi nueva casa. Pero al ver estas flores y el

koto, perdí el valor de sacarlos. Luego, cuando me enteré de que esas flores habían sido colocadas allí en mi honor, me reí para mis adentros con ironía. El

koto, sin embargo, estaba allí desde antes, pues, al parecer, no tenían otro lugar donde ponerlo.

Por detrás de todo esto que te cuento, probablemente has entrevisto la silueta de una sombra femenina. Yo también sentía esa misma curiosidad desde antes de trasladarme. Es posible que cierta malicia por mi parte me hubiera privado de naturalidad o, tal vez, yo aún no estaba habituado a tratar con la gente. El caso es que cuando vi a la joven de la casa por primera vez, la saludé torpemente y ella, por su parte, se puso colorada.

Hasta entonces, yo había imaginado cómo sería esa señorita a través del aspecto y de la actitud de la viuda. Me la había imaginado con rasgos, por cierto, nada favorables. Mi imaginación iba poco a poco definiéndola: si su madre, por ser esposa de militar, era así, ella debía ser de esta forma y de la otra… Sin embargo, en el momento de ver su rostro, todas esas imaginaciones se esfumaron. En mi cabeza entonces penetraron esas fragancias sensuales del otro sexo jamás imaginadas por mí. A partir de entonces yo ya no desaprobaba ni las flores colocadas en el centro del

tokonoma ni el

koto que descansaba en el suelo.

Las flores, cuando iban a marchitarse, eran cambiadas por otras frescas. El instrumento musical, de vez en cuando, era llevado a una habitación que estaba en diagonal con la mía, desde la cual yo escuchaba su sonido con las mejillas apoyadas en las manos y los codos sobre la mesa de estudio. No podía decir si tocaba bien o mal. Aunque, como no tocaba con una técnica especialmente difícil, pensaba que no era gran cosa. Tal vez con el mismo nivel de habilidad del arreglo floral. De arreglos florales sí que sabía yo algo y realmente no se le daba muy bien.

Sin ninguna reserva, la señorita decoraba mi alcoba con todo género de flores. Pese a esa variedad, la manera de disponerlas siempre era la misma; y el florero tampoco cambiaba. La música me producía todavía más extrañeza, pues tan sólo hacía sonar las cuerdas. Su voz nunca llegaba a mis oídos. Y no porque no cantara, sino porque sonaba una voz tan diminuta que no pasaba de ser un leve murmullo. Además, cuando era corregida, de su garganta ya no salía ni siquiera ese hilo de voz.

Yo apreciaba con placer aquellas flores mal dispuestas y el sonido mediocre del

koto.

12

Cuando dejé mi pueblo, ya había prendido en mí la misantropía. La idea de no poder confiar en nadie parecía haberme entrado hasta el tuétano de mis huesos. Aquellos enemigos míos, mi tío, mi tía y los otros parientes, representaban para mí a la humanidad. Incluso, una vez subido en el tren, puse toda la atención en fijarme en mis compañeros de viaje. Si, a veces, se dirigían a mí, yo me ponía en estado de guardia. El corazón lo sentía sombrío y pesado como si hubiera tragado un bloque de plomo. Mis nervios, en cambio, se habían agudizado.

Creo que esa fue la principal razón de abandonar mi pensión después de volver a Tokio. Podría objetarse que, al no tener problemas económicos, se me había ocurrido la idea de tener mi propia casa. Pero si yo hubiera sido el de antes, aun disponiendo de dinero en abundancia, no me habría molestado en desear tal cosa.

Después de trasladarme a Koishikawa, durante un tiempo fui incapaz de aflojar la tensión de mis nervios. Contemplaba mi entorno con miradas inquietas y furtivas que me producían vergüenza. Extrañamente, sólo mantenía concentrados los ojos y la cabeza; los labios, en cambio, poco a poco se me iban inmovilizando. Me sentaba a la mesa de estudio y, como un gato, imaginaba silenciosamente el aspecto de las personas de la casa. A veces, hasta el punto de sentir lástima por todas, volcaba una atención sin resquicios sobre ellas. Había ocasiones en que sentía repugnancia hacia mí mismo pensando en que, aunque no robara objetos, no dejaba de comportarme como un vulgar ratero.

Todo esto te parecerá raro. Dirás que cómo podía yo, en medio de mi misantropía, haber encontrado la calma para enamorarme de esa joven y hallar placer en sus flores mal dispuestas y en su

koto mal tocado. No sabría qué responderte. Sólo te diría que esa era toda la verdad. Te dejo a ti, que tienes inteligencia, la interpretación de los hechos. Sólo añadiré algo: desconfiaba de la humanidad en lo tocante al dinero, pero en lo tocante al amor la confianza no estaba aún perdida. Por eso, por extraño que parezca a los demás, en mi interior estos dos sentimientos, aunque contradictorios, eran compatibles.

A la viuda yo la llamaba «señora de la casa»[86], así que en adelante me referiré a ella así, como «señora», y no ya como «viuda». Esta señora me tomaba por persona tranquila y apacible. Me estimaba también por mi aplicación al estudio. Sin embargo, de mis miradas ansiosas o de mi aspecto inquieto no decía nada. No sé si es que no se daba cuenta o estaba siendo discreta. De todos modos, parecía no prestar a esto ninguna atención. No solamente eso. En una ocasión, me dijo admirativamente que era generoso. Yo protesté sinceramente y me esforcé en contradecir sus palabras con la cara colorada. Entonces, la señora, con aire serio, me explicó:

—Protesta porque usted mismo no se da cuenta de que lo es.

Parece que la señora no había tenido intención de alquilar parte de su casa a ningún estudiante, sino más bien a un funcionario o alguien así. Por eso, había pedido a sus vecinos que le enviaran a alguien con tales condiciones, alguien sin un sueldo demasiado bueno y que tuviera que vivir en una habitación de alquiler. Esa era la idea que la señora tenía de su posible inquilino. Comparándome a mí con ese inquilino imaginario, decía que yo era muy generoso. En cierto modo, puesto al lado de la vida apretada de un funcionario de poco sueldo, yo podía ser más generoso en cuanto al dinero. Pero no en cuanto al carácter. La generosidad no era aplicable en absoluto a mi espíritu. Ella había aplicado la cualidad de generosidad a ambos conceptos. Tal vez por ser mujer y tender a generalizar, empleaba la misma palabra para expresar una valoración general.

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La actitud de confianza que me mostraba la señora iba calando naturalmente en mi estado de ánimo. Algún tiempo después de vivir en su casa, mis miradas dejaron de ser tan inquietas. Podía sentir que allí donde me sentaba, estaba también asentado mi corazón. Me produjo una gran felicidad comprobar que ni la señora ni su hija hacían caso alguno de mis miradas rencorosas o de mi aspecto desconfiado. Como mi estado nervioso no encontraba en la actitud de ellas ningún eco, poco a poco se fue calmando.

La señora era una mujer de entendimiento y quizá por eso me trataba deliberadamente de aquel modo o, quién sabe, a lo mejor, como ella misma admitía, es que me consideraba generoso. Posiblemente, este estado puntilloso mío sólo existía dentro de mi cabeza y no salía de ella. En este caso, la señora se engañaba sobre mí.

Al mismo tiempo que mi corazón se iba apaciguando, iba estrechándose mi amistad con la familia. Tanto con la señora como con su hija, la señorita[87], como la llamaré en adelante, llegué a intercambiar bromas ligeras. Había días en que me invitaban al té. Algunas tardes yo traía dulces y las invitaba a ellas a mi habitación.

De repente, me pareció que mi círculo de amistades se había ensanchado. A veces, esto afectaba a mi horario de estudio, pero curiosamente no me disgustaba en absoluto. La señora estaba libre todo el día; pero la señorita iba al colegio y además asistía a clases de arreglo floral y de

koto. Por eso, podría pensarse que debía de estar muy ocupada; sin embargo, no era así y parecía estar siempre sobrada de tiempo. De ese modo, cuando los tres nos veíamos, fácilmente nos juntábamos y pasábamos un rato charlando.

La mayoría de las veces, era la señorita quien venía a llamarme. Unas veces, se presentaba por el pasillo interior, llegando desde su cuarto en ángulo recto a mi habitación; otras veces, aparecía por la puerta corredera de la habitación contigua después de atravesar la sala de estar[88]. Cuando se mostraba ante mí, se quedaba parada y, pronunciando mi nombre, me preguntaba:

—¿Qué? ¿Estás estudiando?

A juzgar por mi actitud, mirando fijamente un libro de aspecto muy difícil abierto sobre la mesa de estudio, se creería efectivamente que yo era un chico muy estudioso. En realidad, sin embargo, lejos de estudiar con tanta aplicación, mis ojos estaban clavados en el libro, pero estaba esperando que la señorita viniese a llamarme. Si no venía, me levantaba yo e iba a la entrada de la otra estancia para preguntarle:

—¿Qué? ¿Estás estudiando?

La habitación de la señorita tenía una superficie de seis

tatami y estaba detrás de la sala de estar. La señora a veces estaba en la sala de estar y otras veces en la habitación de su hija. Es decir, aunque había una línea divisoria entre esas dos estancias, en realidad era como si no hubiera separación entre ellas, y madre e hija ocupaban las dos piezas indistintamente. Si yo las llamaba desde fuera, la que siempre me contestaba era la señora, que decía:

—¡Adelante!

La señorita, aunque estaba presente, casi nunca me contestaba.

Había ocasiones también en las que la señorita entraba en mi habitación por algo y después se quedaba sentada hablando conmigo. En esos casos, mi corazón era invadido por una extraña turbación. No quiero negar que el hecho de estar sentado con una mujer joven frente a frente no sea de por sí turbador. Yo siempre empezaba a sentir una especie de agitación que me hacía sufrir con esta actitud tan poco natural en mí y que parecía traicionarme. Ella, en cambio, tenía un aspecto tan normal. Siempre mostraba una seguridad que no parecía corresponder con una joven que ni siquiera sacaba voz para cantar cuando tocaba el

koto. Había veces que, después de estar bastante rato en mi habitación, pese a que su madre la llamaba y ella contestaba, no se levantaba tan fácilmente. Incluso, mis ojos percibían claramente que pretendía hacerme comprender que no era una niña.

14

Cuando la señorita se iba, yo daba un suspiro de alivio. Pero al mismo tiempo, sentía una sensación de vacío acompañada del deseo de disculparme. Mi actitud era, pues, más bien femenina. Los jóvenes de ahora, si me hubierais visto, habríais pensado eso o algo peor. Pero los chicos entonces éramos así.

La señora casi nunca salía de casa. Si por alguna razón tenía que salir, jamás nos dejaba a los dos solos. ¿Lo hacía sin darse cuenta o deliberadamente? No sabría decirlo. Puede sonar un poco raro que diga esto yo mismo, pero observando bien a la señora uno podría pensar que intentaba ponerme cerca a su hija. Había ocasiones, sin embargo, en que parecía estar secretamente a la defensiva hacia mí. La primera vez que me di cuenta de esto, me sentí molesto.

Hubiera querido que la señora se decidiera claramente por una u otra actitud, pues pensándolo con lógica había entre ellas una franca contradicción. Todavía conservaba yo fresco el recuerdo del engaño de mi tío. No podía evitar, tal vez por eso, el pensar con profundo recelo sobre la actitud de esta mujer. Supuse que una de esas dos posturas era la verdadera y otra la falsa. Pero no veía nada claro cuál era cuál. Y no solamente no lo veía claro, sino que tampoco entendía la razón de un comportamiento tan extraño. Como no podía definir esa razón, me conformaba a veces pensando que era debido a su condición de mujer. «Las mujeres son así, son siempre tontas», pensaba yo. Mis pensamientos, al no poder hallar otra salida, siempre llegaban a esa conclusión.

Sí, era verdad, a las mujeres las menospreciaba, pero no podía pensar lo mismo de la señorita. Ante ella, mi lógica se estrellaba y perdía su sentido. El amor que sentía hacia ella rayaba en la fe. Esta palabra, «fe», suele utilizarse sobre todo en sentido religioso y te parecerá raro que la aplique a mi sentimiento por una mujer. Pero créeme: hoy creo firmemente que el verdadero amor no es muy diferente de la fe. Yo sentía que cada vez que miraba su cara, mi interior se embellecía. Cada vez que pensaba en ella, me invadía al instante una penetrante sensación de nobleza. Si el amor tuviera dos extremos, el bajo estaría en el apetito carnal y el alto en esa nobleza sublime. Ciertamente, mi amor había escalado hasta ese extremo y, aunque como humano no podía librarme de la carne, ni mi mirada ni mis pensamientos estaban en absoluto impregnados del olor de la carne.

Dentro de mí crecía la antipatía hacia la madre al mismo ritmo que aumentaba el amor hacia la hija. La relación entre nosotros tres, por lo tanto, se fue haciendo más complicada que al principio de mi estancia en esta casa. Pero ese cambio ocurría sólo en mi interior; en el exterior no se notaba nada.

Después, sin saber desde cuándo, empecé a pensar que yo había malinterpretado a la señora. Sus dos actitudes contradictorias tal vez, en realidad, no lo eran. Además, podría ser que su corazón no estuviera dominado por una y luego por otra, sino que ambas coexistieran al mismo tiempo. Es decir, aunque parecieran contradictorias, ella deseaba que su hija y yo nos acercáramos, si bien, por otro lado, sentía una natural alarma. Cuando se alarmaba, no olvidaba su otra actitud de desear que nos acercáramos. Comprendí que, simplemente, no deseaba sino que nos aproximáramos hasta la distancia que ella había determinado como correcta. Ahora bien, como yo no tenía ningún deseo carnal hacia su hija, pensé entonces que todas sus precauciones eran innecesarias y cesé de interpretarla mal.

15

Sumando todas esas actitudes de la señora, llegué a la conclusión de que había conquistado la confianza de la familia. Incluso, descubrí que tal confianza se remontaba a nuestro primer encuentro. Yo, que entonces recelaba de todo el mundo, me sentía ahora totalmente aturdido por este descubrimiento. Di en pensar que las mujeres eran más ricas en poder intuitivo que los hombres y que, por esa misma razón, hay tantas mujeres engañadas en el mundo. Es divertido pensar que nunca se me había ocurrido analizar mi confianza en la señorita, basada ni más ni menos que en la intuición. Aunque había jurado en mi corazón no volver a confiar en nadie, yo confiaba absolutamente en esa joven. Sin embargo, me causaba asombro que la señora confiara en mí.

Si poco les contaba de mi pueblo, absolutamente nada les conté de aquel incidente. Sólo pensar en ello me producía malestar. Yo me limitaba a escuchar a la señora, sin contarle cosas mías. Pero ella, no contentándose con eso, deseaba saber a toda costa mis asuntos familiares. Al final, acabé contándoselo todo. Cuando les confesé que jamás volvería a mi pueblo por no quedarme allí más que la tumba de mis padres, la señora se mostró profundamente emocionada. La señorita lloró. Me sentí bien por habérselo contado. Me quedé alegre.

Después de haber escuchado toda mi historia, la señora actuaba como si su intuición sobre mí hubiera sido certera y pasó a tratarme como si fuera un pariente joven. Este trato no me desagradaba; antes bien, me resultaba divertido.

Pero no pasó mucho tiempo sin que mi recelo volviera a despertarse.

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