Kitty

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XXII. Un antiguo amigo

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XXII

Un antiguo amigo

—Estoy comprometida para todos los bailes —le decía a Kitty su amiga Milly, hablando en voz baja detrás del abanico, mientras la orquesta preludiaba una sonata—. Acabaré bailando descalza, porque los zapatos se me habrán deshecho antes de terminar la fiesta… ¿Ha visto usted los jardines? Están admirables. Por todas partes farolitos japoneses en los árboles y lámparas de color en los cuadros de césped… ¿No se divierte usted, Kitty?

—¡Oh! Mucho. Figúrese usted que he tropezado hace un instante con un antiguo amigo.

—¡Cómo! ¿Es el bizarro marino con quien hablaba usted últimamente? Había notado que la observaba a usted hace rato, hasta que al fin se decidió a saludarla. ¡Ah! Veo venir a mi caballero para el próximo baile. ¿Verdad que es simpático? No da muestras de haberle contrariado mucho el desaire de Rosamunda.

—Procure usted no hacerle olvidar demasiado sus deberes de amo de casa —replicó Kitty en son de broma, al ver a Frank Oxenham que intentaba pasar por entre las parejas de bailarines para llegar al sitio donde estaban las jóvenes.

—Ha invitado a Mundita dando una prueba de amable generosidad, y mi hermana no ha aceptado. Sólo baila con ese horrible Goldberg; ¿se ha fijado usted en él?

Mientras Milly se alejaba del brazo de su caballero, otro se acercó a Kitty.

Con gran sorpresa, y, digámoslo, con no menor alegría de la última, entre los marinos de Portsmouth invitados por lady Oxenham se contaba Jim Ludlow. Se había aproximado tímidamente a su antigua novia, en el primer momento, como si temiera no ser bien acogido; pero su semblante se iluminó de satisfacción al observar el placer sincero que la joven sentía viéndole de nuevo en aquella ocasión.

—¿Usted por aquí? —preguntó—. ¿Usted?

—Yo, sí —respondió riendo como un chiquillo—; yo en cuerpo y alma, aunque bien cambiado, y probablemente el que menos creía usted encontrar aquí, ¿no es cierto?

—Le suponía a usted a millares de leguas.

—Porque sus ocupaciones le han hecho olvidar los años transcurridos, permitiéndome volver. En cambio, para mí han sido demasiado largos, a pesar de mis esfuerzos para hacerlos agradables… Pero ¿se alegra usted realmente de volverme a ver? Como estuvo usted tan cruel en nuestra última entrevista…

—Lo cual no impedía que le profesara entrañable cariño —respondió Kitty ruborizándose mal de su grado—. Era por bien, créame.

—Sin duda no sabemos muchas veces apreciar el bien que se nos hace —observó él—. Y ahora ¿tendrá usted la amabilidad de concederme este baile? Vamos ahora mismo, y luego nos sentaremos a charlar.

—Al parecer, usted ignora que estoy comprometida para todos los bailes.

—Debería haberlo imaginado, en efecto —replicó Jim con fingida seriedad.

—No es mía la culpa ni el mérito. La señora de la casa ha querido obsequiarme imponiendo a los que han de bailar la molestia de serme presentados.

—¡Pobrecitos! —exclamó Jim con acento de irónica conmiseración.

—Creo ver a lo lejos a uno de mis caballeros, que me busca por todas partes. ¿No le haré señal?

—De ningún modo, este baile es para mí.

—Es que lo tengo prometido —protestó débilmente Kitty.

—No importa. Usted no se esperaba encontrarse con un antiguo amigo, como yo.

Y así diciendo la obligó a empezar el baile. Sin perder el dominio de sí misma, la grave Kitty olvidó por un momento sus títulos de doctora y el importante proyecto que traía entre manos, y se mostró alegre y complacida para no desentonar del medio ambiente.

Cuando terminó aquella pieza, Jim Ludlow condujo a Kitty al buffet, que comunicaba con el jardín.

—Tenemos que referirnos los sucedidos y aventuras de varios años —dijo el marino—. Voy a ver si doy con un sitio a propósito para platicar a nuestro gusto, y después buscaré unos helados, a no ser que usted prefiera otra cosa.

—¿Y mis caballeros? —objetó Kitty riendo.

—Si no están contentos, me los envía usted a mí.

—Me parece volver a vivir los días en que íbamos de excursión en el carricoche del carnicero —recordó la joven cada vez más regocijada.

—Lo mismo me pasa a mí —replicó Jim—; sólo que ahora me he hecho mucho más formal.

—¡Y ca! —exclamó Kitty bromeando—. ¿Acaso podrá usted nunca ser una persona formal?

Como si conociera el jardín palmo a palmo, el joven marino descubrió dos asientos en medio de un macizo de arbustos tan espesos, que los ocultaban enteramente.

—No me gusta el escondrijo —objetó la joven—. Hay ojos que espían y espíritus maliciosos. Aquí estaremos mejor (añadió señalando otro sitio más visible).

Cuando la joven se hubo acomodado, el marino partió a buscar helados, dejando a su compañera entregada a meditaciones retrospectivas. Desde luego se alegraba de poder reparar el disgusto ocasionado al pobre Jim la tarde que fue a verla a casa de miss Dunstable. ¿Cómo había podido tratar con tanta dureza al sencillo y noble muchacho? Por un momento se acordó con inquietud de los jóvenes con quienes se había comprometido para el baile, pero predominó en breve el contento que la embargaba, no sólo porque la vista de Jim Ludlow le parecía deliciosa, sino porque era el lazo que la unía a los lejanos días de su edad de oro, a los tres meses de encantado vivir, en que había pasado dulces ratos de exposición ante el caballete de Robín Bright, desarrollándose entre el pintor y su modelo una sincera amistad, tronchada en flor por la irreflexiva espontaneidad sentimental del mismo Jim.

Este apareció ante ella ofreciéndole un helado napolitano, con lo que Kitty volvió al punto de su excursión al país de los recuerdos; pero necesitó hacerse violencia para recobrar su alegre humor.

—Traigo otro para mí —dijo el marino—; a juzgar por el aspecto, deben de ser cosa exquisita… Ya comprenderá usted que allá por los mares de la China no se encuentran estas cosas… Me acuerdo de la primera vez que fui a un garden-party de muchacho; llegué a tomarme hasta trece helados sin contar los vasos de agua de limón. El pobre Robín tuvo verdadero miedo de que reventara aquel día, pero no me hicieron daño alguno. Estos son deliciosos, ¿no le parece a usted?

—Sí, por cierto… Tome usted otro.

—No; por ahora, antes que el placer de los helados napolitanos, prefiero el de conversar con usted. ¡Qué calor tan impropio de septiembre!… Tenemos una atmósfera asfixiante. ¿No desea usted saber cómo es que me encuentro aquí? Debo empezar por decirle que estaba seguro de hallarla entre los invitados.

—Lo habrá sabido usted por tía Carola…

—No, por miss Dunstable. Su señora tía me tiene sin duda por un mozalbete revoltoso en traje de marino. Hubo un tiempo en que me profesó un cariño loco, pero debí de darle algún disgusto hace cuatro años, y esta es la fecha en que no lo ha olvidado aún. Algo parecido me ocurre con lady Chancellor, pero su moderación y bondad le impiden manifestarlo con tanta franqueza. Además no tiene la testarudez de miss Stewart. En cambio miss Dunstable está en cuerpo y alma de mi parte; se hallaba en Lea Farm, cuando pasé por allí, en los primeros días de licencia, y ella es la que me ha facilitado el encuentro con miss Kitty, disfrazada de doctora Grey.

—¡Chis! —interrumpió la joven en voz baja mirando alrededor temerosa de que alguien escuchara—. Precisamente me decía yo ahora si no iría usted a revelar mi secreto.

—Ha debido usted prevenirme.

—Aguardaba la oportunidad. No acabo de acostumbrarme a ser la doctora Grey.

—Lo creo sin dificultad, porque el carácter de usted no es para representen esa comedia.

—Así es —dijo Kitty con la mirada fija—. Me hubiera gustado poder decir sin rodeos: «Soy la hija de Patricio Aubrey; he venido para cuidar a mi abuelo y reconquistarme su corazón».

—Con lo cual, la hubieran puesto a usted en la calle —comentó Jim Ludlow, repitiendo inconscientemente como un eco las palabras de miss Stewart.

El joven fumaba un cigarrillo con la cabeza apoyada en el respaldo de una silla plegable, mirando de frente con expresión vaga.

—El pobre Robín no está bien —manifestó de pronto.

Kitty sintió que el corazón le palpitaba con fuerza.

—¿Que no está bien? —repitió—. Eso quiere decir que está peor de lo acostumbrado.

—Bastante peor de como usted puede recordarle. Entonces era activo a pesar de su enfermedad; pero ahora me parece haber declinado de una manera lenta pero indudable desde nuestra última entrevista. Le ha entrado la manía de que debe abandonarlo todo y dejar la finca a persona más robusta y capaz en condiciones de administrarla. No pretendo ignorar que es a mí a quien piensa nombrar sucesor.

La orquesta ejecutaba un minué inspirado en una melodía sugeridora de ensueños. Oían los acompasados pasos de los bailarines sonar en el entarimado y percibían las luces coloreadas por entre el verdor del macizo. Un cordón de lamparillas se tendía por el ramaje de sus árboles proyectando desde lo alto reflejos móviles sobre la frente de Jim. Su voz resonaba todavía en los oídos de Kitty, pero ésta se había puesto seria de pronto maravillándose de haber podido reír tan alegre, cuando iba a oír lo que el marino acababa de decirle.

—¿Es qué se halla enfermo de gravedad? —preguntó, percatándose de que su voz sonaba a hueca.

—A mi juicio se desliza rápidamente hacia el sepulcro, porque no tiene la menor gana de vivir —contestó el joven espiando desde la penumbra que le envolvía el semblante de Kitty—. No hace nada por acelerar el fin, pues ya sabe usted con qué valor es capaz de soportar la prueba de una vida rota; pero padece mucho más que antes y ha enflaquecido considerablemente. Sentado frente a él, noté el otro día que sus manos estaban transparentes, y esto me causó una penosa impresión.

—¿Ha consultado con algún médico?

—Se niega a hacerlo… ¡Pobre muchacho! Está enfermo de exceso de cavilaciones. Perdone usted, doctora Grey, pero el médico que necesita mi primo, como muchos pacientes de su condición, es la alegría del espíritu, el bienestar moral.

Tiró bruscamente el cigarrillo y se levantó nervioso ele la silla en que estaba recostado.

—Una de las razones que me han movido a buscar a usted, fuera del placer que experimento al hablarla, como ya le habrá dicho la excelente miss Dunstable, era participarle que Robín está resuelto a retirarse, dejándome generosamente Goldings y demás bienes que posee, porque… porque se figura que usted y yo… los dos… podríamos tal vez ocupar su puesto.

—¡Oh! —exclamó Kitty con tono dolorido—. ¿Cómo ha podido ocurrírsele tal cosa?…

Jim Ludlow sepultó su busto en la sombra del macizo.

—Yo le dije que todas mis aspiraciones habían terminado. Hubiera querido poderle jurar que me alegraba de que así fuera, sin tener otros deseos, pero mi natural franqueza me impidió hacerlo. Robín se obstina en creer que, cuando usted me conozca mejor, mudará de parecer. Le he asegurado que desde hace cuatro años me he dado por despedido, pero no hace caso. No he conocido jamás un hombre más decidido a labrar la felicidad ajena a costa de la suya.

—Se enfadó conmigo —dijo Kitty con tristeza—, porque se figuraba que le había ofendido a usted. Y posteriormente se me ha mostrado bastante frío en el trato.

El marino se plantó de pie frente a la joven. En su rubia cabeza jugaban los reflejos de los farolillos, pero el semblante permanecía en la sombra.

—Señorita Aubrey —dijo—; Robín es uno de esos hombres incapaces de creer que una mujer pueda tenerles verdadero amor, a pesar de su desgracia. Privado de salud y de fuerza, concede excesiva importancia a esas cualidades. Si una mujer amara a mi primo —y seguramente lo haría conociéndole tan a fondo como yo— necesitaría imponérsele rompiendo con sus miramientos, porque cuanto más intensa fuera la pasión que sintiera por ella, con tanto mayor empeño huiría de manifestársela. Cuando nos vimos usted y yo por primera vez, yo era un muchacho irreflexivo que sólo pensaba en mis penas. Los años me han hecho más sensato, y ahora comprendo ciertas cosas que entonces se me pasaban inadvertidas. Supongamos que hubiera una mujer de corazón bastante generoso y noble para corresponder al amor de Robín Bright, a pesar de su enfermedad… Al fin y al cabo es una suposición, pero…

—Y bien, suponiendo cierto lo que usted pretende, ¿qué infiere usted de ahí? —interrogó Kitty con la cabeza inclinada descansando en la mano, de suerte que Jim sólo podía ver la hermosa cabellera, dividida en dos bandas onduladas por una línea blanca en el centro.

De pronto una voz cortó la conversación en este momento crítico.

—¡Hola! ¡Qué solitos! ¿eh? —increpó Rosamunda Elwes con increíble insolencia en el tono y en la mirada, mientras a su espalda aparecía la antipática fisonomía del judío, su admirador—. Bien, me alegro de verlos a ustedes tan amantes del retiro… Yo también participo de esa afición, porque ahora mismo regreso a casa. Acabo de mandar que preparen el coche.

—¡Cómo! ¿Antes de cenar? —exclamó Jim sorprendido.

Rosamunda hundió su mirada en la oscuridad esforzándose por percibir el semblante del joven, pero sólo pudo divisar su cabellera lisa, dorada por un rayo luminoso.

—La doctora Grey no aprobará seguramente los banquetes a horas tan avanzadas de la noche —contestó Rosamunda con acento suave—; y luego se alejó con su compañero.

Kitty tomó el camino del vestuario, y encontrando a varios de los que le habían pedido bailes, tuvo que detenerse varias veces para ofrecer sus excusas. Jim Ludlow siguió tras ella murmurando entre dientes:

Después de esto, ¿cuándo la volvería a ver? Procuraría acudir desde Portsmouth; pero le sería imposible visitarla en Windgates… ¿Se había visto nunca una casa como aquella, en que le estaba vedado a una señorita recibir a sus amigos?… Pero no importaba, él volvería, y si le negaban la entrada, aguardaría rondando la casa hasta lograr ver a Kitty. Esta no escuchaba lo que decía. Su espíritu estaba enteramente ocupado con lo que le había dicho acerca de sir Bright.

Llegados al ropero, encontró a Milly llorosa.

—¿Hay en el mundo una criatura más perversa que Mundita? Se ha puesto furiosa viendo que me he divertido por la primera vez de mi vida. Tenía yo que cenar al lado de míster Oxenham y dirigir luego el cotillón con él. ¿Qué va a pensar de mí? Ni siquiera he podido explicarle lo que pasa, por estar a punto de bailar con la señorita Magnus.

—¿Por qué no deja usted a su hermana que se marche ella sola, si tal es su deseo, y la envíe después el coche? —sugirió Kitty, que personalmente estaba ansiosa de hallarse sin otra compañía que la de sus pensamientos, pero que al mismo tiempo se indignaba de ver turbada la alegría de Milly.

—No me atrevo —replicó la afligida joven poniéndose el manto—. Mamá se enfadaría muchísimo, porque mi hermana la excitaría. Me faltan fuerzas para resistirlas… Espero que míster Oxenham no se ofenderá.

—Sin duda no, cuando sepa lo que ha pasado.

Al otro lado de la puerta, donde había varios grupos sentados, se encontraron frente a frente con Frank Oxenham.

—¡Qué es eso! —exclamó—. ¿Se marcha usted?… ¡Ah! no; ¡qué ocurrencia!… ¿Ha olvidado usted que debía sentarse a mi lado en la mesa, y ayudarme a dirigir el cotillón?

Ni siquiera tuvo una mirada para Kitty, pero ésta no la echó de menos, ni se ofendió por ello.

—Yo no puedo hacer nada —gimió Milly—. Mi hermana ha pedido el carruaje y hay que partir. Cualquier cosa daría por quedarme, pero, ya que no puede ser, me alegro de haber tenido ocasión de explicarle el motivo de marchar tan precipitadamente. Espero que se dé usted por satisfecho.

—Aguarde usted un momento —dijo el joven—. Tal vez pueda hablar a mi tía. ¿Tendría usted la bondad de sentarse un instante, doctora Grey? Me consta que lady Oxenham se molestaría, si partiera usted sin verla.

Corrió, dicho esto, a la sala de baile. Pasaron uno, dos, tres minutos.

—Me sorprende que Rosamunda no haya venido a darnos orden de marchar —murmuró Milly nerviosa—, pero debemos aguardar a lady Oxenham; ¿no es así, Kitty?

—Ciertamente.

En aquel momento la amable ama de casa llegó del brazo de su sobrino.

—Queridas mías —dijo—, mi deseo es que no partan ustedes antes de la cena… No me digan ustedes nada… Rosamunda puede hacer lo que le plazca; las haré conducir a ustedes, cuando haya terminado la fiesta. Ya lo oyen ustedes, insisto en que se queden.

Ante tan terminante declaración de la anciana señora, el asunto quedaba casi arreglado.

—Permítame usted avisar a Mundita —suplicó Milly.

—Perfectamente, y yo la acompañaré —dijo lady Oxenham con resolución.

Rosamunda, tendida en el fondo del automóvil, pataleaba y rabiaba de impaciencia, aunque en su interior gozaba lo indecible en amargar la alegría ajena. De pronto se incorporó al abrir Milly la portezuela.

—Ya estoy cansada de esperar —dijo furiosa—. Ahora en marcha y ¡pronto!

—Nosotras nos quedamos, Mundita —expuso con timidez Milly.

Rosamunda, que no podía concebir en su hermana un acto de rebelión, permaneció como petrificada en el primer momento.

—¡Ah! ¿Sí? ¡Magnífico! Te prevengo que, si no vienes ahora, tendrás que ir a pie —amenazó con voz descompuesta—; y no te lo aconsejo, porque ya sabes lo que piensa mamá.

—Yo cargo con la responsabilidad —intervino lady Oxenham—. Mandaré llevar a la doctora y a Milly después de la fiesta. Siento que tú no te hayas divertido, Rosamunda; pero eso no es motivo para impedir que lo hagan los demás.

—¡Oh! Como a usted le parezca —replicó la maligna joven con un retintín irrespetuoso—. ¡Me ha resultado tan poco interesante la fiesta!… Hágame usted el favor de mandar al chofer que parta.

Lady Oxenham se puso sofocada.

Kitty se indignó ante el agravio hecho por Rosamunda a la excelente señora.

—No haga usted caso, lady Oxenham —dijo—; la señorita Elwes está fuera de sí en este momento. El éxito de Milly la saca de quicio; peor para ella.

Pero lady Oxenham no estaba para compadecerse de Rosamunda.

—¡Vaya con la impertinente! —exclamó—, sí, ¡y bien impertinente! ¡Cuando pienso en el cariño que la tenía!…

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