Kitty

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I. Los que escuchan a hurtadillas a menudo su mal oyen

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I

Los que escuchan a hurtadillas

a menudo su mal oyen

Largo, muy largo parecía el tiempo transcurrido desde que Kitty Aubrey y su madre habían regresado de la India, a pesar de no haber pasado más que un año; y se acercaba ya la hora en que la señora de Aubrey debía volver al lado de su esposo (que en aquella remota región desempeñaba un puesto importante en el Departamento Forestal) y dejar a su hija en Inglaterra.

Las dos mujeres habían elegido para residencia un vetusto y apacible arrabal de Londres, no surcado aún por los tranvías eléctricos y demás vehículos de la locomoción moderna; y los días brillantes de cielo azul y tórrido calor, en un ambiente polícromo y pintoresco, se habían borrado casi de la memoria de Kitty, apareciendo en la lejanía de lo pasado como vagas imágenes de ensueño. Todos los días hacía el viaje de ida y vuelta entre Easton y el Colegio de Santa Olga, y con este ejercicio y el de las clases había progresado extraordinariamente, así en lo físico, como en lo intelectual y moral. No era ya la pequeña criolla india, paliducha y delicada, sino una joven hermosa y robusta, una verdadera señorita de aventajada estatura y porte atrayente, cuyas frescas mejillas mostraban en el leve sombreado de su tez las saludables caricias del sol y el viento.

La señora de Aubrey vivía en el número 70 de Osborne Road, donde ocupaba varias habitaciones en la casa de pensión de miss Brayton. La conocía desde el nacimiento de Kitty, pues allí era donde la niña había visto la primera luz; y la permanencia de madre e hija en la casa había sido un manantial perenne de emociones. Tan agradecida quedó la señora a los cariñosos cuidados, entonces recibidos, que en adelante no pensó en ningún otro alojamiento. Solía decir de Rut Brayton que era un ángel en carne humana, y que si no podía aplicársele con toda propiedad el título de «señora de mundo», en cambio le sentaba a maravilla el de «mujer de Dios». La bondadosa Rut se ganaba su propio sustento así como el de su madrastra y hermanos menores con el producto de una modesta casa de pensión en la que recibía huéspedes, y, a pesar de no andar muy sobrada de recursos, sabía tender una mano caritativa a otras personas, a quienes no la ligaba ninguna clase de parentesco. Su bondad, sencillez, delicadeza de sentimientos y generosidad habían conmovido profundamente a los señores de Aubrey; y así decidieron dejar a su hija al cuidado de tan excelente mujer, mientras se educaba en Santa Olga. Fue una determinación que, si desentonaba de lo acostumbrado entre las familias de su clase, estaba plenamente justificada por la confianza absoluta que les merecía Rut.

Días antes de partir para la India, la señora de Aubrey recibió una visita inesperada. Cuando, a los aldabonazos estruendosos que hicieron temblar la puerta, corrió a abrir la hermanita menor de la patrona de la casa, apareció en el umbral de la casa una señora de edad, cuyo aspecto causó cierto espanto a la pequeña portera, niña anémica y mimada, objeto constante de dulces caricias en el seno de la familia.

—¡Hum! —refunfuñó la visitante—. Supongo que serás la criadita. ¿Por qué no te presentas con un traje más decente?

La interpelada permaneció muda unos momentos, mirando con ojos aterrorizados a la repulsiva figura que tenía delante. Era una vieja alta y seca, de rostro largo y enjuto, en el que detrás de unas gafas brillaban dos ojos escudriñadores. Un chal escocés cubría sin la menor gracia sus angulosas espaldas; y sobre su frente austera se mecían con ofensiva incongruencia las rosas de un sombrero enteramente anacrónico.

—Dispense usted, señora —respondió la muchacha temblando—. Yo soy Matildita, la hermana de la señorita Brayton.

—¡Bien! ¡bien! Seas quien fueres, deberías usar un mandil más limpio… Necesito ver a la señora de Aubrey.

Esta bajó en aquel momento la escalera, librando a la asustada niña de su horrible interlocutora.

—¡Oh, tía Carolina! —exclamó la señora de Aubrey con un dejo de desmayo en la voz—. ¡Quién había de pensar!…

—Ya sé que no me esperabas —interrumpió la vieja—. Acabo de tener noticia de tu paradero, y me he figurado que pensabas partir sin avisarme.

—¡Como lleva usted una vida tan retirada!…

—¡Bah! Pero eso no me priva de poder ver a mi sobrina. ¡Vaya! Bien podías haberme ahorrado la molestia del viaje. Yo no tengo tu edad, Margarita; y los jóvenes son los que deben visitar a los viejos, no los viejos a los jóvenes… Pero no creo que sea el portal el sitio más a propósito para entrar en discusiones. ¿No me ofrecerás una silla en tu habitación, ahora que he venido?

—¡No faltaba más, tía querida!

Margarita Aubrey abrió presurosa la puerta de una sala, y se apartó a un lado para dejar paso a Miss Carolina Stewart. A pesar de algunas elegantes menudencias, tales como búcaros de plata, fotografías, libros, flores y piano, la habitación era típica de las casas de huéspedes baratas. Una alfombra de Bruselas, ya usada, con rosas y helechos de colores desvaídos, cubría el piso; a un lado una cómoda de nogal con mesa de mármol y espejo: una luna con marco dorado sobre la repisa de mármol de la chimenea; una mesa redonda en medio de la pieza, y varias sillas de caoba con asiento relleno de crin, constituían todo el mueblaje. Era, en suma, una de las incontables salas que se ven en los suburbios de Londres.

Rut Brayton, después de dejar a la llorosa Matilde al cuidado de las demás hermanas, hizo una cosa que seguramente una mujer de educación esmerada no se hubiera permitido, y fue el penetrar de puntillas en el comedor, situado en el primer piso, contiguo a la sala, y ponerse a escuchar detrás de la puerta. Y no es que fuera amiga de husmear secretos ajenos, pues, si hubiera sorprendido a cualquiera de sus hermanastras haciendo lo propio, le habría calentado las orejas con unos cuantos cachetes, al menos metafóricos; pero sentía comezón de saber quién era la temible y extraña visitante, que había asustado a la pequeña Matilde y probablemente iba a dar un mal rato a la señora de Aubrey. Esto último no sucedería, pues Rut se sentía capaz de salir e interponerse entre la agresora y su víctima.

Mas, con todo su buen deseo, no se libró de sufrir la suerte a menudo reservada a los escuchones indiscretos.

Al otro lado de las puertas entornadas, miss Carolina Stewart empezó a desahogar su disgusto en estos términos:

—¿Y es aquí donde encuentro hospedada a mi sobrina? ¡Nunca hubiera podido imaginarlo! Todo pobreza y suciedad. No necesitas enseñarme el resto de la casa. Para muestra, me basta este botón. Linóleo en todos los pisos de las alcobas; tocadores de abeto barnizado, con jaboneras y vasos desportillados; al pie de la cama una alfombra de lana, hecha a punto de calceta, porque esta gente se pasa el día entero dándole a las agujas; un espejo lleno de manchas y un cubo abollado para el carbón. ¿Y el comedor? Ahí detrás supongo. Linóleo también, y en la mesa un tapete rojo con flores negras. Un ruin aparador con botes y frascos de salsa; y unas ventanas toscas con vistas a un jardín, frecuentado por todos los gatos de la barriada. ¡Puah! ¡Cuánto mejor hubierais estado en mi casita solariega de Lea!

La pobre Rut no pudo escuchar aquella despectiva enumeración, sin que el rostro se le pusiera de mil colores. La exactitud cruel de los calificativos la hería en lo más vivo. Pero ¿cómo podía saberlo la deslenguada bruja? ¿Habría venido a visitar a la señora de Aubrey quince años antes? No, no era posible; Rut lo recordaría.

Cuando la vieja llegó en su descripción a los enseres del comedor, la escuchona, sobresaltada y con semblante azorado, se dispuso a huir, temiendo que la audaz desconocida se asomara a la puerta para comprobar sus suposiciones. Pero cuando estaba a punto de salir, volvió sobre sus pasos al oír algo que la interesaba.

—¿De modo que vas a volver al lado de Patricio? —interrogó la vieja—. Por cierto que ya es hora. ¿Sabes lo que me dijo una vez el padre de tu marido? Pues que no creía en una mujer, amiga de pasarse la buena vida en su tierra, mientras el pobre marido se estaba tostando a fuego lento en el Ecuador. Y luego añadió: «Ni siquiera ha sabido apartarle de sus amigos»… Sí, hija, sí. Tu suegro, sir Juan, sigue tan enfadado con Patricio como siempre. ¡Como si nuestro apellido Stewart no valiera tanto como el suyo de Aubrey!… Y ¿qué piensas hacer con la niña?

Si Rut Brayton hubiera tenido el genio un poco burlón, no habría podido menos de hacer un chiste a costa de la incoherencia con que se deducían las reflexiones de la gruñona señora, repentinas, bruscas, como taponazos de botellas de champán. De cuando en cuando llegaba a sus oídos un murmullo apagado, como si la señora de Aubrey intentara hablar sin conseguirlo, y esto la ponía furiosa.

—¡Vaya con la insolente viejarrona! —pensaba para sí—. Me están dando tentaciones de salir y soltarle cuatro frescas. ¡Haber hecho enmudecer a una mujer que es una bendita! ¡Y luego decir que en la mejor sala de mi casa no hay más que pobreza y suciedad! Ya le haría yo saber lo que mi padre pagó por esos muebles y esa alfombra hace treinta años. Entonces sí que los muebles eran verdad, y no ahora que todo es pintura y apariencia.

Después de este desahogo, volvió a escuchar con avidez, pero la señora de Aubrey respondió con voz tan baja, que Rut no pudo entenderla.

—¡Cómo! —exclamó la vieja en tono indignado—. ¡Dejar a la niña al cuidado de un ama de huéspedes, de una vulgar hostelera! ¿Estás loca, Margarita?

Sin duda Rut pagaba ahora un poco caro el pecadillo que estaba cometiendo. La verdad del proverbio con que hemos empezado el relato se cumplía a la letra. Por fortuna el consuelo no se hizo esperar en la respuesta de la señora de Aubrey, que sonó clara en medio de su dulzura.

—¡Oh, no una vulgar hostelera, tía Carola! Rut no tiene nada de vulgar ni ordinaria. Si abundaran los corazones como el suyo, la vida perdería una buena parte de sus amarguras.

¡Qué bálsamo tan consolador derramaron estas palabras en el ánimo herido de la pobre Rut! Ahora no podía irse aunque quisiera; necesitaba oír lo que su amiga de esfera más elevada, a quien profesaba un cariño entrañable, casi idolátrico, iba a decir para defenderla ante la deslenguada visitante. La valentía con que se había expresado la señora de Aubrey fue para Rut una gratísima sorpresa. Era delicioso oír aquello de labios de una criatura tan dulce y afable en su trato ordinario.

—Nunca podría encarecer bastante —continuó la voz meliflua sonando a música en los oídos de la escuchona— nunca sabría ponderar a usted, tía, lo que Rut Brayton hizo por nosotros, cuando nos vimos en una gran necesidad. Ya sabe usted, o por mejor decir, no lo sabe, cuál era nuestra situación cuando nació Kitty. Sir Juan nos había rechazado. Patricio era un simple estudiante, que había gastado enteramente las doscientas libras recibidas al comenzar el año para todos nuestros menesteres. Yo no tenía un céntimo…

—Y ¿por qué no acudiste a mí? —preguntó la voz áspera.

—¿A usted, tía Carola?… Sí; usted había sido bonísima para mí, pero eso fue antes que…

—Sigue, sigue, no tengas miedo de herirme; ya sabes que a dureza de epidermis no me gana un rinoceronte: eso fue antes de reñir con tu padre… (Me parece que por nuestra parte ha habido tantas disputas como por la parte de tu marido). Y ¡claro! te dijeron que me tuvieras por enemiga. ¡Enemiga yo que te he amado siempre como a una hija! Pero, en fin, el caso es que tú aceptaste la opinión que tu padre te impuso.

—No, tía Carola; mi padre lamentó siempre estar mal con usted, y me consta que, mucho antes de morir, tuvo deseos de desagraviarla y pedirla que fuese tan buena para mí, como lo había sido en época anterior.

—¿Por qué no lo hizo?

—Porque… por algo que usted le había dicho.

—Yo he tenido siempre la lengua muy áspera, y la tendré hasta que me muera… ¿Qué importaba que fuese yo la dueña de la hacienda?… De sobra sabía que él tenía razón, y, a pesar de los violentos altercados que tuvimos, seguí al pie de la letra sus consejos. Por eso previamente eché con cajas destempladas al pretendiente que se había enamorado de mis bienes y no de mi persona. Aunque, al fin y al cabo, tal vez le haya hecho un favor, porque ¿no valían más su juventud, buen humor y agradable figura que el dinero de una solterona de genio avinagrado y casi vieja? Menos que él tenía yo que dar… Pero, volviendo al asunto, ¿por qué no se decidió tu padre a buscar la reconciliación?

Rut Brayton retrocedió unos pasos hacia la puerta. La verdad es que aquellos asuntos no la interesaban; pero se detuvo de nuevo al oír pronunciar su nombre por la voz afectuosa que le era tan cara:

—No lo sé, tía; lo que puedo decir es que la desgracia y la desavenencia con la familia nos habían dejado sin amparo en un trance apuradísimo —decía la señora de Aubrey—; y a no ser por la generosa abnegación de Rut, no sé lo que hubiera sido de nosotros. En ella tuvimos una verdadera amiga; y por eso Kitty y yo hemos acudido a su casa, al estar de regreso en Inglaterra, consintiendo en ello Patricio del mejor grado. En un principio tuvo intención de alquilar una casa de campo, pero hubiera sido por poco tiempo, porque era preciso atender a los estudios de Kitty, y mi esposo sabía como yo que en casa de la bondadosa Rut hallaríamos lo que no puede comprarse por dinero.

—Bien, así será, pero entre tanto estoy segura de que habéis mimado tontamente a la niña —interrumpió impaciente miss Stewart—. ¿No son los libros del colegio esos que veo tirados de cualquier modo en el sofá, en lugar de tenerlos colocados con orden en otro lugar más a propósito? Todas las muchachas nacidas en la India están muy consentidas y mal criadas ¿no es cierto? Pero ahora que vas a embarcarte, estoy dispuesta a llevarme a casa a mi sobrinita.

Rut Brayton se echó a temblar detrás de la puerta. Sin duda el tierno cariño que profesaba a Kitty sólo cedía al que le inspiraba la señora de Aubrey; pero perder a la niña, ¿no era perder a la madre? Porque estaba persuadida de que la terrible y orgullosa vieja no consentiría que la muchacha tuviera la menor relación con sus humildes amigas.

—Es usted muy buena, tía Carola, y seguramente el recuerdo de Lea me es gratísimo. ¡Cuántas veces, estando en la India, se ha solazado mi espíritu con la dulce imagen de la antigua casa solariega de los Stewart! Pero es cosa del todo resuelta por Patricio y por mí que Kitty quede al cuidado de Rut, mientras hace sus estudios en Santa Olga, que es un excelente colegio, situado en plena campiña. ¿Qué podría aprender la niña en Lea?

—¡Ah! ¿Conque rehúsas mi ofrecimiento, Margarita, a pesar de tan dulces recuerdos como dices conservar de mi antigua casa?

La señora de Stewart pronunció esta pregunta en un tono de airado despecho.

—No es precisamente que lo rehúse, querida tía, sino que Rut Brayton nos merece absoluta confianza. La niña tendrá aquí sus habitaciones, podrá hacer a pie el viaje de ida y vuelta al colegio, y estará atendida con maternal solicitud. Si quiere usted tenerla durante las vacaciones…

—Si no la tengo continuamente —interrumpió la anciana—, prefiero no tenerla de ningún modo. Y en cuanto al colegio ¡qué bobada! ¿Crees acaso que no puedo pagar una institutriz para tu hija?

Guardó silencio unos momentos, como si aguardara respuesta a la anterior pregunta, y luego añadió:

—Y ese estrafalario mozalbete que sube las escaleras, ¿quién es? ¿Algún amiguito de la niña, eh? Un futuro pretendiente con el tiempo ¿no es así?

La señora de Aubrey no se dio por enterada de la maligna intención que encerraban las anteriores preguntas.

—Es míster Thirlwall —respondió con naturalidad—; un artista, poco favorecido, tal vez, de la fortuna. Rut Brayton, que no retrocede ante ningún sacrificio, le recogió en su casa al quedar huérfano de padre y madre. Es un joven, algo irreflexivo y ligero como todos los artistas, pero bueno y honrado a carta cabal. Sería capaz de dar la vida por Kitty. La tuvo en sus brazos al poco de nacer; y cuando su padre, que esperaba un niño, se mostró apesarado por el desencanto sufrido, míster Thirlwall, a la sazón un muchacho, le reprendió con toda la seriedad de un hombre. ¡Cuántas veces ha recordado Patricio sus palabras! «No se la merece usted, señor —le dijo—; y si usted no la quiere como debe, Dios se la quitará». No puede usted figurarse las raras ocurrencias que tenía de chico.

—Pero me figuro las trazas de perdulario que ahora tiene —replicó miss Stewart con acritud—. Vaya, hija, vaya. Veo que esto va de mal en peor. Creí encontraros confundidos con lo más humilde de los arrabales de Londres, y ahora resulta que os jactáis de simpatizar con lo peor de la bohemia.

Miss Stewart, con el rostro encendido de cólera, abrió la puerta del saloncito y salió como una tromba al vestíbulo. La señora de Aubrey la siguió tendiéndole una mano propiciatoria que su tía fingió no ver, así como tampoco pareció oír la despedida de Rut que le abrió la puerta.

—¡Válgame Dios! —dijo la última a su amada inquilina, cuando la vieja estuvo en la calle—. ¡Qué furiosa va la pobre señora!

Ahora empezó a sentir los inconvenientes de su indiscreto espionaje, porque no pudo dejar traslucir lo que había oído, ni la sentidísima gratitud que le debía por haber salido a su defensa contra las crueles invectivas de la iracunda vieja.

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