Kitty

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III. Miss Dunstable toma la palabra

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III

Miss Dunstable toma la palabra

Durante los tres años que siguieron a la partida de la señora de Aubrey, si hubierais residido como yo en el barrio donde vivía Kitty y donde recorría diariamente el trayecto que la separaba de su colegio, podríais haberla visto sola o con una banda de sus condiscípulas del pensionado de Santa Olga, cuyos pabellones y dependencias se alzaban en plena campiña, muy lejos del caserío de la barriada, y sin otra vecindad que mi villa rodeada de su jardín y algunas otras viviendas parecidas. La primera vez que me encontré con la interesante muchacha, estaba en toda la gracia y vivacidad de sus dieciséis años, sonrosada y fresca como una flor de primavera y con tímidos anuncios de redondear sus formas. Su espesa y sedosa cabellera le caía en rizos por ambos lados del rostro, como en los cuadros de Gotch. Vestía aún de corto, pero el cambio de vestido empezaba a ser necesario. Era un primor de hermosura adolescente.

A la sazón llevaba yo conmigo un perrito, relegado tiempo ha a la región de los recuerdos, mestizo de terrier, listísimo y singular entre todos los de su clase. Raros eran los entendidos en razas caninas de mérito que pasaran junto a él sin hacerle una caricia; el animalito solía recibirla con aire cortés pero aburrido.

Al dar la vuelta por un sendero que conducía a Santa Olga, tropecé un día con un grupo de colegialas, y, mientras contemplaba con delicia el sano aspecto que todas presentaban, la primera de la cuadrilla exclamó:

—¡Oh, qué perrito más mono!… ¡Kitty Aubrey! ¿Dónde estás? ¡Ven a ver esta preciosidad!

El llamamiento corrió de boca en boca: «¡Kitty Aubrey! ¡Kitty Aubrey!» Por lo visto la joven de este nombre era una autoridad en materia de perros, acatada con respeto por todas sus compañeras.

Acudió en efecto Kitty; y la primera impresión que me causó tuvo algo de fascinadora, porque todo en ella era atrayente. Cuando se inclinó para tomar en brazos a mi Paddy, ¡cosa admirable! el inteligente animal la miró cariñosamente y le lamió la mejilla, como si fueran antiguos amigos. Jamás le vi hacer nada semejante con una persona extraña. Sea por esto, sea por secreta simpatía de alma, el hecho es que yo quedé prendada de la joven de tal modo, que aquel mismo día de este primer encuentro en pleno campo, me fui derechamente a ver a María Percival, que era mi amiga de la infancia y acababa de ser nombrada directora del colegio, para pedirle noticias de su encantadora alumna. Esto fue para mí el principio de una larga y estrecha amistad con Kitty Aubrey. Todas las jóvenes me inspiran cariño, y no pocas alumnas de Santa Olga, especialmente las que habían perdido a sus padres o los tenían en las colonias, sabían el camino de La Loge (tal era el nombre de mi casita de campo); pero ninguna se adueñó tan enteramente de mi corazón como Kitty.

Me parece estar viéndola sentada en el piso de la sala con mi canario en el dedo tomándole de la lengua un grano de mijo. El animalito había tenido las uñas torcidas por efecto del frío crudísimo del invierno anterior, a lo que creímos; y Kitty le había corregido aquella deformidad tan perfectamente, que no conservaba de ella el menor rastro.

La luz del día entraba por la ventana, bañando de lleno el semblante de la joven.

—¿Sabes, Kitty —le dije— que deberías seguir la carrera de medicina?

—¿De veras, miss Dunstable? —replicó mirándome sin volver del todo la cabeza—. Algunas veces he pensado que me gustaría. Siento afición a curar heridas y arreglar miembros retorcidos o dislocados, y desearía poderlo hacer con perfección, porque sería fastidioso no acertar una a cumplir bien su cometido. Temo únicamente no tener valor para soportar la vista de la sangre… y, además, puede ser que a mis papás no les guste que su hija se dedique a esa profesión.

—Probablemente —respondí.

Por entonces me parecía en efecto bien inverosímil que la encantadora joven pudiera seguir una vocación de tanto sacrificio, aun suponiendo que la tuviera, porque sólo faltaban tres meses para que los señores de Aubrey estuvieran de regreso y Kitty me había dicho que su padre había reunido bastante dinero para retirarse.

—Verdad es que papá habría tenido un retiro mayor continuando más tiempo en el servicio —había explicado la joven—; porque, a la verdad, papaíto es todavía muy joven… ¡cómo se casó tan pronto!…; pero quiere vivir en su casa con la familia, mientras le resta un poco de juventud y de vigor. Seguramente viajaremos uno o dos años antes de fijar nuestra residencia, porque los pobres papás nunca han podido permitirse ningún esparcimiento, y, por supuesto, su hijita los acompañará para cuidarlos y atenderlos con amorosa solicitud. Luego, cuando se hayan establecido en su casita, sea en Sussex o en Hampshire, donde papá terminará su gran obra sobre la «Flora y Fauna de la India», tal vez pueda yo separarme de su lado para emprender algo serio en la vida. Entretanto me ejercitaré en curar a cuantos se me ofrezca ocasión. Pero ¡cómo me gustaría poseer los conocimientos y práctica necesarios para salir airosa en mis curas!

Al oírla expresarse así, me sentía orgullosa de haber descubierto en Kitty aquella especial aptitud, aunque algo perpleja sobre el uso que de ella podía hacer en lo por venir.

—¿Crees, pues, que tus padres te permitirán dejarlos? —le pregunté.

—Y ¿acaso no deben hacerlo, miss Dunstable? —replicó volviendo a meter el canario en la jaula y levantándose para colgarla en el gancho de la ventana.

Después de suspender la jaula, se sentó de nuevo en su sitio favorito que era la alfombra del entarimado y se quedó clavando en mí los claros y serenos ojos, sombreados por las crenchas de su cabellera, partida en ondeados bucles que le sentaban primorosamente.

—Sí, Kitty —respondí a su gesto interrogador.

—Los padres deben sin duda separarse de sus hijos algún día.

Y al decir esto pensaba en que no pasaría mucho tiempo sin que algún pretendiente digno solicitara la mano de la joven.

—Papá no pierde la esperanza de desagraviar a mi abuelo, sir Juan, según me ha dicho mamá muchas veces, y para conseguirlo está escribiendo su obra. Si, como es de esperar, le da alguna fama, sir Juan, halagado en su amor de padre, se dará a partido. Es necesario que eso suceda pronto, porque el abuelo tiene ya setenta años. Pero, así y todo, yo dudo de que mi papá logre su propósito, porque, según cuentan, la segunda mujer de sir Juan, aleja de su marido a todos los que pudieran hablarle de su hijo. Mi sueño dorado sería reconciliar a mi abuelo y a mi padre, cosa nada fácil mientras la señora Aubrey sea dueña de la situación.

—Hace mal en mantener la animadversión de sir Juan contra su hijo.

—¡Ah! Es que ella también tiene un hijo de su anterior matrimonio, una mala persona a lo que cuentan, y tal vez quiere para él la magnífica posesión de Windgates. ¿No sería una enorme injusticia, miss Dunstable, que la casa y finca de mi padre pasaran a ser propiedad del hijo de su madrastra?

—No es probable que así suceda, Kitty —repliqué.

—¡Ah! Eso es lo que usted no puede asegurar, miss Dunstable. Sir Juan es muy dueño de disponer de su herencia como le plazca, y ha jurado que papá no recibirá nada de él.

—¡Bah! Muchas veces se jura de ligero, hija mía.

—Sí, es verdad, pero sir Juan tiene un genio obstinado y rencoroso. Y si no, repare usted en que sigue enojadísimo con su hijo único después de tantos años.

Pocos días después de esta conversación, Kitty vino a buscarme apresuradamente al último rincón de mi jardincito donde me entretenía en coger narcisos para el altar de San Edmundo. Al verla, comprendí que había venido corriendo desde su casa, a pesar de lo cual estaba muy pálida y con señales de haber llorado.

—Sólo dispongo de unos minutos, miss Dunstable —dijo—; porque a las diez tengo una lección de música, y el profesor se pone furioso cuando llegamos tarde. Pero me es imposible dejar de decir a usted cuanto antes lo que me pasa. ¡No vuelven mis papás! ¡Qué golpe, Dios mío! Los pobres tendrán que permanecer en la India, acaso por años y años. La quiebra de un malhadado banco ha dado al traste con todos los ahorros de mi padre. Necesita aguardar a que le corresponda un retiro mayor, y con todo eso seremos pobres. Ahora no podrá publicar tal vez la obra que tantos sudores le ha costado… Además dicen que por el momento no quieren llevarme con ellos, porque el país es malsano, y los recursos de papá no alcanzan a sufragar los gastos de instalarnos a mamá y a mí en una localidad donde estuviéramos preservadas de las enfermedades que atacan a los europeos. ¡Oh, miss Dunstable! ¿Qué va a ser de mí?… No podré comenzar el nuevo curso en Santa Olga.

—Por el momento, Kitty, lo mejor es que vayas a recibir la lección de música —le dije—; faltan sólo diez minutos para las diez, y no estás para sufrir reprimendas. Vuelve esta tarde a la hora del té y trataremos detenidamente el asunto de tu porvenir. Al fin y al cabo la pérdida de dinero es una de las menores que se pueden experimentar en este mundo, aunque sea dura de sobrellevar. Ármate de valor, hija mía, porque vas a tener que comunicárselo a tus padres, que tanto lo necesitan. Conque hasta luego, querida, y no amilanarse.

Pasé el resto de la mañana aprovechando muy bien el tiempo, porque, después de adornar el altar de San Edmundo, fui a la pastelería donde escogí los dulces que más le gustaban a Kitty, y luego tomé el camino de Santa Olga y allí celebré una larga conferencia con María Percival en el gran salón de la torre, desde el que se goza una vista admirable de la campiña, capaz de inspirarme envidia de poseer tan deliciosa pieza, si no fuera por las muchas escaleras que se necesita subir para llegar a ella.

Ni María ni yo disponíamos de cuantiosos ahorros; pero, así y todo, entre las dos llegamos a trazar un plan en favor de la joven. María había observado también el placer y destreza de Kitty en curar heridas siempre que la ocasión se presentaba. Cuando sus compañeras se hacían algún daño, allí acudía ella a poner remedio, y por cierto rara vez dejaba de conseguirlo. Convinimos, pues, en que Kitty había nacido para dedicarse a la medicina. ¿Consentirían en ello sus padres? Aquí estaba la dificultad. ¿Le gustaría a Patricio Aubrey ver a su hija en los hospitales, entregada a una labor tan ardua y a menudo tan peligrosa?

Por lo que a la joven se refería, no había duda de que por amor de sus padres estaba pronta a no reparar en sacrificios, y, en el caso de seguir la carrera de medicina, cabía esperar fundadamente que llegara a ser la honra de su familia y de su sexo. Por mi parte consideraba a Kitty como una joven íntegra y valerosa, ante la cual las insinuaciones del mal se disiparían al modo que las tinieblas se desvanecen ante la luz; y María Percival era de mi mismo parecer.

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