Kitty

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V. El señor de la aldea

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V

El Señor de la aldea

Lo primero que llamaba la atención en el bajo vestíbulo eran sus viejos enmaderamientos de encina. Los desgarrones del pavimento y los raídos peldaños de la escalera concurrían a completar la impresión de remota antigüedad.

Por la puerta del fondo del pasillo, que estaba abierta como la de la entrada, se veía el verdor del jardín y más allá una espesura de ramaje florecido.

—¡Cuidado con las ranas! —exclamó miss Stewart, al verme tropezar en el umbral.

—No entiendo, señora —repliqué sorprendida.

—Digo que repare usted en las ranas —volvió a decir secamente.

Miré al piso y vi en efecto una procesión de los mencionados anfibios que avanzaban a saltitos por el pasillo en dirección al jardín, alegrándome de no haber pisado alguna. Llegaban a la puerta de la casa siguiendo la hierba del sendero y, cruzando el umbral, se colaban en el vestíbulo.

—Yo me recojo siempre las faldas un poco alto —añadió miss Stewart— para no llevarme alguna rana por delante. ¡Qué! ¿Las tiene usted miedo? Pues son perfectamente inofensivas.

Me detuve un momento para seguir el ejemplo de la señora de la casa.

—Pero ¿por qué se meten aquí? —pregunté con acento inseguro—; me sorprende que no cierre usted la puerta. Por mi parte no vacilaría en hacerlo.

—¡Oh! las ranas tienen derecho de paso adquirido por prescripción inmemorial —respondió la señora—: hasta mi perrito Shot lo reconoce y las deja en paz. De ese derecho han disfrutado mucho antes que yo naciera, y probablemente seguirán disfrutándolo largo tiempo después de mi muerte. Yo siempre las he visto pasar por aquí.

—Pero ¿adónde van? —pregunté maravillada.

—Querida mía, nunca las he seguido para verlo —respondió miss Stewart con un dejo de impaciencia—. He oído decir que cuando el estanque de enfrente se llena de ranitas jóvenes, y comienza a secarse al acercarse el verano, toman el camino más corto para refugiarse en el río, que dista de aquí una legua. Si es o no verdad, no puedo asegurarlo, porque no lo he visto. La semana próxima partirán tal vez… Pero dejemos las ranas y entremos a descansar un poco.

La señora nos introdujo en una habitación suntuosa, guarnecida de maderas esculpidas sobre las que caía la luz de las magníficas ventanas cuadradas de la fachada. Los rayos del sol bañaban la pieza toda en una luz dorada, y se respiraba en ella el aroma de los alelíes y otras flores primaverales que crecían en un macizo situado al lado de una ventana. Las paredes se adornaban con cuadros, que al parecer eran retratos de familia en su mayor parte. Sobre el tablero de la chimenea, los aparadores y las consolas campaban antiguas y preciosas porcelanas chinas; un ángulo daba honroso albergue a un gran piano; y las butacas y sofás, adosados a los muros, estaban tapizados de damasco rosa, algo desteñido, que parecía exhalar un grato y suave calor.

—Los americanos tenían razón —observó Kitty— al decir que ésta es una morada deliciosa. ¿Y las ranas? Si las hubieran visto efectuar su éxodo, ¿no lo hubieran hallado también original y peregrino?

—No tuvieron ocasión de presenciar el espectáculo —replicó miss Stewart con un mohín desdeñoso—. De modo que te gusta Lea Farm, ¿no es verdad, Kitty? Así se llama ahora la finca, pero creo que en otro tiempo llevaba el nombre de «Casa Viduaria» y pertenecía al señor de Goldings, en cuyo territorio está enclavada. Aquí debías haber pasado los tres años que llevas asistiendo al colegio, a no ser por la obstinación de tu madre. Supongo que cada vez te sentirás peor en la ruin pensión donde vives. ¡Cuánto mejor hubieras estado conmigo! La pobre casucha de aquella buena mujer no es la residencia que conviene a la categoría social de mi sobrina. ¿Qué hubiera dicho sir Juan, si os hubiera visto en semejante choza?

—¡Oh! —contestó Kitty—. Sir Juan ha renunciado al derecho de intervenir. En cuanto a usted, la cuestión varía enteramente, tía Carola.

—¡Ah! ¿Conque tú también me llamas tía Carola? ¿Quién le ha enseñado a usted a darme ese nombre, señorita?

—Mamá no usaba jamás otro.

—Mejor es que te hubiera puesto a mi cuidado cuando se lo rogué.

—Sin embargo, nunca dejó de confiar en la generosidad de usted. Decía que es usted desprendida y de un corazón magnánimo. La última recomendación que me hizo antes de partir fue que, si necesitaba ayuda, recurriera a usted.

—¡Hum! —refunfuñó la vieja con rostro avinagrado—. De modo que, si has venido a visitarme, es porque me necesitáis ¿verdad?… Pues ¿qué les pasa a tus padres?

Kitty enrojeció de emoción y las lágrimas asomaron a sus ojos. En tal situación las cosas, no pude menos de terciar en la conversación.

—A la niña, miss Stewart, no le faltan personas que se interesan por ella; pero ha rehusado la ayuda afectuosa de amigas que la quieren, por obedecer a su madre. Le había mandado acudir a usted en cualquier apuro, y así lo hace. Con todo, sus amigas están dispuestas a prestarle su apoyo.

La señora de la casa se volvió hacia mí con enfado.

—Deje usted hablar a mi sobrina, miss Dunscombe —replicó en tono áspero—. Ya tiene edad para explicarse por su cuenta. ¿Qué es ello, Kitty? Supongo que no necesitas que otra persona hable por ti, como si fueras una criatura.

La joven me apretó la mano secretamente, y en su acción interpreté una excusa por la ofensa que acababa de recibir al ser designada con un nombre que no era el mío, y a la vez una súplica recomendándome calma.

—Mi padre ha perdido todos sus ahorros por la quiebra de un banco donde los había colocado —dijo—. Ahora es pobre, tía Carola, y no puede volver, pues tiene que continuar trabajando para retirarse con una pensión más crecida. Ha sido un golpe terrible, precisamente cuando todo lo tenían arreglado para vivir juntos. Tres años hace que vengo contando los días y las horas, y ahora resulta que empieza de nuevo el período de separación.

Un sollozo ahogado puso término a sus palabras. Yo me había retirado un poco hacia el fondo de la sala, fingiendo estar absorta en examinar una preciosa guarnición de chimenea, a fin de no parecer una intrusa. Cuando miss Stewart reanudó el diálogo con su sobrina, me pareció que su voz se había suavizado.

—¿Es que quieres irte con ellos? —preguntó.

Kitty exhaló un suspiro.

—Ese es mi sueño dorado de siempre, pero no puedo verlo realizado por ahora. Necesito aguardar otros cinco años. Ellos se han sacrificado por mí hasta ahora, y no sería buena recompensa ocasionarles nuevos gastos con mi viaje y permanencia en la India. Debo ganar dinero, tía Carola, para indemnizarlos en algo de lo mucho que han gastado conmigo.

—¿Ganar dinero? ¿Tú ganar dinero, Kitty? ¿Sin esperar a recoger los zapatos del muerto… o de la muerta?

Yo seguía en el lugar y postura en que me había colocado, examinando un par de candeleros de cobre cincelado, de dibujo exquisito; pero fácilmente imaginé el asombro pintado en el semblante de Kitty, al oír las últimas palabras de miss Stewart que indudablemente aludían a su herencia o a la del anciano sir Juan.

—No comprendo, tía Carola —dijo en tono dolorido—. Evidentemente necesito ganar dinero, y lo conseguiré con el tiempo; pero antes debo prepararme siguiendo una carrera. Mis excelentes amigas, miss Dunstable —no Dunscombe, tía querida— y miss Percival, directora del Colegio de Santa Olga, donde he sido educada, se han ofrecido a ayudarme; pero he creído que primero debía contar con usted, según mamá me había ordenado.

—Supongo que no intentarás entrar en el teatro —dijo la anciana señora con dureza—; porque entonces no te daría un céntimo.

—¡Oh! no. Jamás me ha pasado por las mientes ser actriz. Lo que pretendo es graduarme en la facultad de medicina.

—¡Doctora en medicina! ¡Ave María Purísima! En mis tiempos las jóvenes no soñaban con tales títulos: esos estudios se quedaban para los hombres. Y ¿qué van a decir tu padre y tu madre?

—Me parece que, cuando conozcan mi natural inclinación a curar heridas y enfermedades, me darán su aprobación.

—Kitty tiene realmente vocación para la medicina —interpuse yo volviendo a mi puesto.

—¿Le gustaría a usted esa profesión para su hija, señora? —increpó miss Stewart con tan brusca vehemencia, que no pude dominar mi sobresalto.

—Sin duda alguna —afirmé con entereza—, si yo tuviera una hija como ella.

En este momento se abrió la puerta, y una criada de edad avanzada entró a decir que el té estaba servido en el comedor. Mientras hablaba, tuvo los ojos fijos en Kitty con tal insistencia, que empecé a pensar si acaso la conocería.

—Ya tengo la boca seca como la cecina curada al humo, de tanto charlar —dijo la señora de la casa guiándonos al comedor—; y ustedes estarán en el mismo caso. Veamos si nos han preparado algo que comer… Un paseo por el campo aviva el apetito.

—Nosotros hemos almorzado bien en la posada del Alegre Trajinante —repliqué.

—Deberían ustedes haber tenido más confianza en la hospitalidad de Lea Farm —dijo miss Stewart en un tono que me hizo arrepentirme de la observación insinuada.

Sin embargo, la señora pareció olvidar su enfado al sentarse a la cabecera de la mesa en el suntuoso comedor, que, exceptuando los muebles, era una repetición de la sala.

La vieja criada trajo el té en una magnífica tetera china; las tazas y platillos eran de la misma fina porcelana; y ocupaba el centro de la mesa una gran maceta fina rebosante de lilas. Acompañaban a la aromática bebida pasteles calientes y tostadas, crema, miel y una mermelada casera de frambuesa.

Miss Stewart sirvió por sí misma el té, y se esforzó por hacernos participar abundantemente de todos sus apetitosos complementos. Parecía haberse olvidado del asunto que nos había llevado a su casa, o, al menos, procedía como si fuera cosa arreglada. Repantigada en un sillón con los brazos cruzados, contemplaba a Kitty en silencio hasta que, al volver la anciana sirvienta para retirar el servicio, se volvió a ella y la dijo:

—Y bien, Emma, ¿qué me dices de la hija de miss Margarita?

La interrogada miró a la joven y, haciendo una reverencia, contestó:

—Ya había adivinado quien era en cuanto la vi, porque tiene los ojos y el cabello de la señora Margarita. ¿Es que ha venido para quedarse en Lea Farm?

—Realmente, Emma, temo que no piense en semejante cosa, y, sin embargo, aquí nos sobran habitaciones para ella ¿no es cierto?

—Desde luego a su disposición tiene la sala y alcoba ocupadas en otro tiempo por su madre —se apresuró a contestar la vieja—. Allí está todo como lo dejó la señora; y con sólo verlo, se resolvería a permanecer en la casa.

—Por ahora anda muy preocupada con el proyecto de dedicarse a cortar en pedazos a las personas —dijo miss Stewart queriendo hacer un chiste.

—¡Jesús, mil veces! —exclamó la vieja santiguándose—. Entonces no puede ser la hija de la señora Margarita.

—¡Oh! no, querida tía —replicó Kitty riendo—. No tengo la menor intención de hacer operaciones quirúrgicas de importancia; si el caso se presentara, mandaría buscar a un colega masculino.

—¡Un colega masculino! —repitió miss Stewart—. Ya ves, Emma, lo que son las jóvenes de hoy.

—No; ésta no es la hija de miss Margarita —repitió la criada con aforamiento.

Dado el sesgo humorista que la dueña de la casa había dado a la conversación, juzgué cosa hecha que Kitty podía contar con la ayuda de su tía para seguir su carrera. Al mismo tiempo me sentía un tanto contrariada por ver descartada mi ayuda y la de María Percival; pero en este momento mi atención se encontró solicitada por un nuevo incidente.

Se abrió la puerta del comedor, y entró un joven avanzando con ayuda de un bastón. Tenía una fisonomía atrayente, ojos expresivos que reflejaban inteligencia y bondad, y cabello castaño, peinado hacia atrás dejando ver una frente espaciosa y noble. Evidentemente padecía una invalidez incurable; y daba pena verle, porque era de regular talla y muy bien proporcionado. En su rostro aparecía marcada con arrugas impropias de su edad la impresión del sufrimiento, atenuada en parte por una dulce sonrisa. A dos pasos de la puerta, se detuvo vacilante al advertir que miss Stewart tenía visitas, mientras su mano libre acariciaba la cabeza de Shot que nos había dejado para salir al encuentro del recién venido, dispensándole una acogida amistosa y alegre, pero sin exaltadas manifestaciones.

—Ignoraba… —comenzó a decir mirando alternativamente a la señora de la casa y a nosotras.

—Es natural. Entre usted, Robín… Kitty Aubrey, mi sobrina segunda, y miss Dunstable, su amiga… Sir Robín Bright, señor de Goldings, mi «soberano» —dijo miss Stewart.

El joven se puso colorado al hacer una inclinación a Kitty, y su mirada se enterneció. Por un instante huyó de su rostro la sombra del sufrimiento; pero a continuación el inválido se dejó caer en la silla que le presentó la criada, mostrándose visiblemente complacido de utilizar el ofrecimiento.

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