Kitty

Kitty


VII. El guardarropa de kitty

Página 9 de 30

VII

El guardarropa de Kitty

Cuando la joven quedó sola con su tía, ésta no le dejó tiempo para aburrirse. Había en Lea Farm tantos rincones que explorar, tantos descubrimientos que hacer, que las sorpresas deliciosas se sucedieron sin interrupción.

Miss Stewart, a pesar de sus setenta años, no descargaba en nadie los oficios de ama de casa. El mismo día en que partió miss Dunstable, apenas llegadas tía y sobrina de la estación, giraron una visita a la cocina, situada detrás de la casa en una dependencia aneja, a la que se llegaba por un paso cubierto.

La inspección se extendió a la amplia despensa, repleta de variadas y apetitosas provisiones; al jardín, a los establos de las vacas, a los gallineros y aun a las pocilgas.

Al fin echaron también un vistazo a la cuadra, donde, al lado del tronco de caballos que el cochero se aprestaba a almohazar con áspero y sibilante crujir, se encontraba Witch el pequeño poney de pelo castaño y luenga crin, que volvió los brillantes ojos con expresión inteligente hacia su ama en busca del acostumbrado terrón de azúcar.

—¿Sabes montar a caballo? —preguntó miss Stewart de pronto.

—En la India montaba acompañando a mis papás siempre que salían a paseo —respondió Kitty—. Pero no he vuelto a hacerlo desde que estoy en Inglaterra. Sin embargo, no creo haberlo olvidado.

—¡Hum! ¿Tienes traje?

—Sí, pero después de tantos años me vendrá muy estrecho.

—No importa. Enviaré tus medidas a Londres y tendrás uno flamante dentro de pocos días.

—¿Por qué se va usted a molestar, tía Carola? Por ahora no siento grandes deseos de cabalgar.

—No es molestia, si no te desagrada. Robín Bright tiene una yegua bonita de color bayo, que te iría muy bien… Quiere venderla a persona conocida, porque él no puede utilizarla, y por otra parte le duele desprenderse de los animales que cría. Iremos a verle esta tarde… Vaya, Witch, ya te has tomado mi último terrón de azúcar. ¡Quieta, pícara! Eres demasiado atrevida.

Miss Stewart dio con fingido enojo una palmadita en la nariz de la jaca y salió de la cuadra, seguida de Kitty.

Al lado de la cocina había un cuartito, que estaba reservado para menesteres de la más variada índole, y en el que el jardinero había dejado una gran cesta de flores, para ser colocadas en varias macetas y jarrones, puestos sobre una mesa.

Miss Stewart encargó a Kitty la ejecución de esta tarea, mientras ella arreglaba ciertos asuntos con su administrador. No bien hubo acabado la joven de limpiar los restos inútiles cuando volvió a su tía a ver cómo había desempeñado su cometido.

—¡Muy bien, hijita! Están preciosas las macetas; me gusta mucho la combinación que has hecho de las flores del jardín con las hierbas del campo. A las criadas no les hubiera ocurrido una idea tan feliz.

Kitty se puso colorada al oír el elogio.

—Había visto estas hierbas desde mi ventana y pensé en utilizarlas. ¡Cuánto me alegro de haber acertado con el gusto de usted, tía Carola!

—Bien, pero observo que llevas un vestido demasiado elegante para labores que ensucian —dijo la anciana señora fijando la vista en Kitty.

—Dentro de un par de días tendré otros trajes —replicó la joven.

—Entre tanto ven conmigo al segundo piso, donde tal vez hallemos algo que no te sentará mal, aunque menos aparatoso. Tus padres han cuidado contigo algo extravagantes en materia de vestidos. No tiene nada de extraño que se hayan arruinado.

Los ojos de Kitty brillaron de indignación; pero la vieja se echó a reír.

—Vamos, no incomodarse —añadió—; tu madre estaba acostumbrada a mis genialidades y las llevaba con paciencia. Yo tengo una lengua de víbora, pero puede aplicárseme el refrán aquel de «perro ladrador, nunca mordedor». Al fin y al cabo, ¿cómo no habían de ser exagerados, tratándose de su hija única?… Si quieres quedarte conmigo, Kitty, no te faltarán vestidos lindísimos y preciosos.

—Gracias, tía querida, pero yo la amo a usted más que a todos los vestidos del mundo —dijo la joven con gracia ingenua.

—¡Ojalá pudiera creer en tan bellas palabras! —replicó miss Stewart con un gesto de duda—. ¿Cómo puede querer nadie a una vieja de genio tan avinagrado como el mío? Sin embargo, sentiría que te quedaras sólo por lo que puedo ofrecerte. ¿Crees que sabrás acomodarte a mi modo de ser? Ya has visto esta mañana como tengo a toda la gente ocupada. Jamás me avendré a estar sentada en el rincón de la chimenea; y cuando deje de zapatear de una parte a otra, puedes encargar mi ataúd. A mí me ha gustado siempre hacer las cosas a mi gusto… Sí —repitió como hablando consigo— siempre he sido muy amiga de hacer mi voluntad.

—Pues los criados parecen serle a usted muy adictos, tía Carola —observó Kitty con dulzura.

—Porque saben de dónde les viene la mantequilla para untar el pan, y, por otra parte, no soy antojadiza ni voluble, tomándolos y despidiéndolos a capricho. No los trato con excesiva intimidad, ni con desvío, y al mismo tiempo no les dejo olvidar que soy el ama… La finca está en un sitio bonito ¿no es verdad, Kitty? A cualquiera le agradaría poseerla para retirarse a descansar en el atardecer de la vida… Pienso dejarlo todo en mejor estado que lo hallé, porque estaba abandonadísimo. Pregunta a Robín Bright, que está bien enterado, a pesar de que su invalidez le impide hacerse cargo de muchos pormenores. Pregúntale, y él te dirá que soy una buena granjera.

Conversando de este modo, miss Stewart y su sobrina habían subido la escalera que conducía al primer piso. Desde el descansillo superior, Kitty echó una mirada a los amplios y sólidos peldaños de encina bruñida y a los torneados balaustres de nogal del pasamano. La vieja empujó una puerta, por la que Kitty había pasado horas antes sin verla; y al entrar en la pieza, una oleada de luz les inundó el rostro.

—Esta es la habitación que ocuparás, mientras permanezcas aquí. Ya he dicho a Emma que te la arregle. Es la parte más agradable de la casa, y espero que ha de gustarte.

Mientras así hablaba, la vieja vigilaba atentamente la expresiva fisonomía de Kitty.

La pieza era muy vasta y estaba iluminada por magníficas ventanas ojivales; guarnecían los muros ricos enmaderamientos esculpidos, y cruzaban el techo gruesas vigas de cedro, tan bajas, que la joven casi podía tocarlas con la mano. Sobre una bella alfombra que cubría el lustroso entarimado de encina se alzaba majestuosa en el centro una gran cama de columnas cubierta por una colcha de damasco adornada de suntuosos y artísticos bordados, y de los ángulos superiores de los intercolumnios pendían cortinas de precioso guimón de dibujo oriental, que hacía juego con el de las ventanas. El tocador era de ébano con cenefas y relieves de gusto clásico; y sobre la amplia mesa del mismo se erguía un jarrón de China repleto de las primeras flores y rosas del jardín.

—¡Qué dormitorio tan espléndido! —exclamó Kitty.

—Será el tuyo mientras estés conmigo. ¿Sabes para quién estaba preparado? Pues para tu madre hace ya bastantes años… Era todavía una chicuela cuando pasaba aquí temporadas. Quise tenerla siempre conmigo, pero no pudo ser… Temo que no supe hacérselo entender así, y que más bien le parecía adusta y antipática. Con todos mis años a cuestas, aún no acierto a dejar traslucir mis verdaderos sentimientos y deseos.

Al pronunciar estas palabras, los duros rasgos de su fisonomía se dulcificaron visiblemente.

—¿Quieres ver ahora el guardarropa, donde podrás colocar tus prendas de gala? Voy a enseñártelo en seguida. Me parece que lo has de hallar bastante holgado para contener el equipo de una muchacha como tú.

Se volvió hacia la chimenea y empujó un painel que la joven había tomado por un detalle ornamental. Se abrió una puerta y dejó ver un gabinete, lleno de maniquíes envueltos en cubiertas blancas, que evocaron en la memoria de Kitty el recuerdo de las mujeres de Barba Azul.

—Ahora, Kitty, deseo que repases todos esos trajes antiguos y escojas lo que te guste. Desmóntalos uno por uno y tiéndelos sobre la cama para examinarlos. Algunos te sentarán bien sin necesidad de grandes retoques. Supongo que no sabes dar una puntada, porque, según dicen, la costura no entra en las enseñanzas de los colegios que educan muchachas de la alta sociedad.

—Pues yo me he hecho siempre las blusas desde hace varios años —replicó la joven con orgullo.

—Me alegro de que así sea… Mira, ahí tienes un vestido de verdadera muselina de organdí. No ignoro que también hoy se fabrica una tela de ese nombre, pero no tiene comparación con ésta.

La muselina, en efecto, era de un delicioso color crema, sembrado de menudas rosas pálidas y miosotis.

Los ojos de Kitty brillaron de asombro y satisfacción.

—¡Qué lindísima! —exclamó—. ¡Demasiado vaporosa y delicada para una simple mortal! Parece tejida para un hada. Déjeme usted probarme esto —añadió, eligiendo un cuerpo adornado de frescas florecitas que iba con un corsé rojo.

Se lo puso, y a continuación se arregló el cabello levantándolo en ondas y rizos para acomodarlo al estilo de la prenda.

—Necesitaría darme de polvos, y entonces el efecto sería completo —añadió volviéndose para sonreír a su tía.

—Se te olvida una cosa, si la reproducción de la moda antigua ha de ser perfecta, y es un terciopelo negro alrededor del cuello con un medallón… ¿Sabes la idea que me ocurre en este momento? Que sir Robín pinte tu retrato con este traje.

Y al observar miss Stewart que su sobrina se ruborizaba, continuó con marcado ahínco:

—Debes dejarte retratar, Kitty, y con ello procurarás una gran distracción al pobre muchacho. Ayer adiviné que lo deseaba. Entre tanto, coloca todas esas ropas, como si fueran tuyas y haz de ellas lo que te plazca. Procura reservar sitio para las cosas que han de enviarte, y, lo que no te sirva, lo metes en el armario que hay en el descansillo de la escalera.

Luego de pronto manifestó que tenía prisa por no haber hecho su segunda visita a la cocina y estar a punto de sonar la campana llamando para el almuerzo.

Ir a la siguiente página

Report Page