Kitty

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VIII. El nuevo amigo

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VIII

El nuevo amigo

Robín Bright, señor de Goldings, vivía solo en una vasta y magnífica morada con más criados a sus órdenes que dedos tenía en ambas manos. Esta numerosa servidumbre no dejaba de parecer a primera vista una superfluidad inexplicable, pues los gustos de sir Robín eran sencillísimos, y sus necesidades personales muy limitadas; pero la tradición señorial de Goldings demandaba una tropa de jardineros y hortelanos, ayudas de cámara y mozos de cuadra. El viejo y noble caserón estaba montado con ese fausto desde hacía siglos; y su actual poseedor no creía conveniente cercenarle parte alguna de su exterior lustre.

Largo tiempo llevaba recluido en su soledad de Goldings; y largos años habían pasado también desde que su joven madre, a poco de quedar viuda, había bajado al sepulcro.

Con ternura infinita había amado a su hijo único, lisiado desde la niñez por culpa de una nodriza descuidada. Siete años contaba Robín cuando murió su madre, y todavía la recordaba, reclinada sobre un sofá, sonriéndole, mientras él se entregaba a su lado en la alfombra a los tranquilos juegos propios de un niño inválido.

—¡Pobre Robín! —le decía una vez—. Si se nos abrieran a los dos a un tiempo las puertas de la otra vida ¡cuánto más dichosa me sentiría al salir de este mundo!… No me queda otro consuelo que el de confiarte a la Providencia, que es la madre más solícita y amante.

Después de quedar huérfano, muchas, muchísimas veces había sentido su corazón de niño oprimido por solitaria angustia en el silencio de la inmensa casona. Por entonces sus tutores, el duque de Lichfield y sir Juan Aubrey le visitaban de cuando en cuando; y no faltaron familias que le daban pruebas de cariño, esforzándose por distraerle con la compañía y juegos de otros niños más felices. Nunca se mostró hosco en tales demostraciones de afecto; pero con el tiempo se llegó a comprender que el huérfano gozaba más dejándole en su soledad. Con todo, no pudo resignarse a la inacción, peculiar de los niños que nacen lisiados o llegan a serlo por debilidad innata. Precisamente su vigor y vivacidad naturales habían contribuido a que ocurriera el desgraciado accidente. Cuando llegó a la mayor edad, poseía modales distinguidos, conversación agradable y aspecto señoril y atrayente; pero todas estas prendas perdían una parte de su brillo, a causa de la invalidez, que le impidió ser hombre fuerte y robusto.

Siguiendo el ejemplo de su padre, había frecuentado las aulas universitarias de Eton y Oxford, haciendo en ellas brillantes estudios. Sus amistades eran pocas, leales y bien escogidas; pero la enfermedad le obligó a preferir compañeros de genio quieto y retraído, mientras por inclinación se hubiera aficionado más a los audaces, aventureros y enérgicos.

De regresó a Goldings con el doble título de licenciado en literatura clásica y moderna, volvió a contemplar con gozo el gran salón de música, desierto y mudo desde la muerte de su madre. De sus dos progenitores había heredado el admirable talento musical que poseía, pues, mientras la madre había sobresalido en el dominio del piano y el arpa, el padre había gozado fama de gran violinista. Buscando el joven consuelo en el cultivo de las artes, sacó de su caja el magnífico «Nicolás Amati», y sus armónicas vibraciones resonaron de nuevo en los ámbitos de la antigua morada señorial.

Por la noche, cuando todo parecía dormir en silenciosa calma, salían a veces de las ventanas del vetusto caserón poéticas melodías, que en el ambiente campestre y tenebroso adquirían cierto encanto sobrenatural.

Las paredes del salón de música estaban bellamente ornamentadas con figuras de ángeles coronados de guirnaldas, que tañían toda suerte de instrumentos. Esta pieza, iluminada por luz cenital, se transformaba fácilmente en taller de pintura, y comunicaba con la biblioteca, que encerraba una de las más selectas y valiosas colecciones particulares de Inglaterra. De esta suerte entre la literatura y las artes Robín Bright hallaba un dulce solaz para su vida solitaria, sin pretender que sus amigos le acompañaran en aquel aislamiento, libremente aceptado.

Uno de los pocos asiduos visitantes de Goldings era un muchacho, a quien Robín profesaba tierno y afectuoso cariño. Se llamaba Jim Ludlow, y estando ligado al señor de Goldings por cercano parentesco, parecía destinado a heredarle, pues Robín abrigaba la persuasión de que el amor y el matrimonio no se habían hecho para él. Con el mayor gusto hubiera visto a Jim seguir, a ejemplo suyo, los cursos de Eton y Oxford, haciendo honor a las tradiciones de la familia; pero el joven había resuelto por cuenta propia la cuestión de carrera eligiendo la de marino. Realmente todos los que habían tenido ocasión de apreciar su franqueza y buen humor, convenían en que ésa era su verdadera vocación. Era rubio con cabello de oro pálido, en el que parecía brillar siempre un reflejo de luminosa alegría; algo bajo de estatura, pero cuadrado y fuerte, y tenía una nariz corta y recta y una boca risueña poblada de dientes desiguales. A pesar de todas sus imperfecciones de forma, poseía el singular don de conquistarse de una vez para siempre el cariño de los hombres, mujeres o niños con quienes conversaba tan sólo un breve rato. Su permanencia en Goldings no le causaba nunca fastidio a Robín. Por desgracia se detenía poco tiempo, de modo que el propietario de la finca pasaba en soledad la mayor parte del año.

Después de almorzar Kitty salió con su tía a visitar a ciertas personas del pueblo, y, siguiendo su camino, pasaron por la iglesia, cuya puerta aparecía abierta de par en par. Al acercarse, advirtieron que un hábil músico tocaba el órgano con inusitada maestría y dulzura. Miss Stewart se puso el índice en los labios, imponiendo silencio a su sobrina, y ambas se detuvieron a escuchar la melodía. Era obra de un maestro italiano, poco conocido, de sabor austero y magnífico, en cuyas frases sencillas y apasionadas vibraba la ardiente fe de los siglos medios.

—¡Qué admirable organista tienen ustedes! —exclamó Kitty con respetuosa admiración.

—Sí —asintió miss Stewart—; es todo un maestrazo. ¿Quieres que le preguntemos lo que está tocando?

Los últimos acordes expiraron sugiriendo un sentimiento de alegría espiritual, como las notas que podrían salir de las trompetas argentinas, tocadas por los ángeles del beato pintor de Fiésole.

—No le molestemos, tía —respondió Kitty en voz baja.

—¡Bah! No te dé cuidado. Hace tiempo que está acostumbrado a mis indiscreciones.

Entraron en el sombrío recinto del templo, después de atravesar por un sendero las tumbas del cementerio, bañadas en un sol deslumbrador. Al principio, a causa de la oscuridad, Kitty sólo pudo ver el rosetón de vidrieras de colores que se abría encima del altar; debajo aparecieron los dorados tubos del frontis del órgano. Siguió a su tía hasta penetrar detrás de la cortina que ocultaba al organista, sintiendo viva curiosidad por conocer al singular artista que en aquel momento recorría el teclado sacando de él arpegios que preludiaban una nueva melodía.

Ni por soñación se le había ocurrido que pudiera ser Robín Bright el que allí estaba sentado de espaldas a la luz, con la cabeza echada atrás y la vista fija en la bóveda, mientras un rayo de luz se reflejaba en su cabello castaño. Un sentimiento de lástima la conmovió un instante al observar la desproporción entre los anchos hombros del pobre lisiado y el resto de su cuerpo.

—Mi sobrina sentía comezón por ver a nuestro organista —dijo miss Stewart al oído del joven.

Se volvió éste vivamente con el rostro aureolado por la luz filtrada del rosetón, que puso extraños fulgores de oro en sus oscuras pupilas.

—Bien ajeno estaba de creer que tenía auditorio —dijo retirando del teclado sus dedos singularmente finos y blancos—. Pensaba estar tocando para Dios solo, y por gusto.

—Pero me atrevo a suponer que no le molestará el que le hayamos oído —replicó Kitty con timidez—. Era una música divina.

—Todo lo contrario, señorita; antes celebro de corazón el que le haya gustado tanto la inspirada melodía. Realmente hace añorar las de la gloria. El buen Antonio de Pisa es un compositor de hace cuatrocientos años, y aún es poco conocido.

—Le aseguro que estoy encantada de haberla oído —insistió la joven con sencillez.

—Toque usted algo de Mozart —añadió miss Stewart—. A mí me basta con alguna de sus sonatas.

—Usted, señora, no saldrá de sus tradicionales aficiones, aunque la aspen —replicó Robín en tono humorístico—; pero ahora voy a tocar para miss Aubrey.

Y, en efecto, ejecutó una pieza, espiando con disimulo el semblante de Kitty. Luego, después de terminar una fuga de Bach, cerró el órgano.

—Por hoy es bastante —repuso levantándose para salir de la iglesia.

—Ahora —prosiguió cuando estuvieron en el pórtico— ¿quieren ustedes procurarme la satisfacción de atravesar el parque y aceptar una taza de té en mi casa?

Hablaba a miss Stewart, pero miraba a Kitty, la cual se puso encendida y fijó los ojos en su tía con ansiosa expectación. Evidentemente esperaba que la anciana no rehusara el ofrecimiento, y a su vez sir Robín echaba de ver con alguna extrañeza que él participaba también del mismo sentimiento.

Esta coincidencia de sentires no se le pasó inadvertida a miss Stewart, que tenía el don de penetrar las intenciones secretas.

De hecho había pensado llevar a Kitty a visitar la casa señorial aquella tarde; pero ahora se mostraba perpleja y vacilante acordándose de las cosas que se quedarían sin hacer en su casa, mientras tomarían el té en Goldings; y por otra parte gozaba lo indecible jugando con las esperanzas y temores de los dos jóvenes. Al fin asintió, no sin dar a entender que lo hacía por complacer al señor de Goldings, y, saliendo los tres de la penumbra del pórtico, entraron en un ambiente profusamente soleado. A la sombra de los árboles que crecían a la entrada del cementerio, aguardaba una calesa con un poney, llevado sin duda a aquel sitio después que miss Stewart y su sobrina habían entrado en la iglesia. Kitty se alegró de verlo, porque se había preguntado interiormente si Robín Bright tendría que arrastrar su pobre pierna al través del parque, sintiendo pena sólo al pensarlo. ¡Oh! ¿Por qué había de estar estropeado así un hombre nacido para ser fuerte?

En la calesa no había sitio más que para dos, Robín y el groom que había traído; y así, Kitty y su tía tomaron un sendero que cruzaba el parque en derechura a la casa del señor de Goldings, adonde podrían llegar tan pronto como el carruaje.

Hallaron a sir Bright en la pradera, aguardándolas junto a una mesa preparada debajo de un frondoso castaño en flor con los servicios del té. Kitty contempló admirada las tazas y platillos de la antigua fábrica de Worcester, y a poco salió de la casa un camarero trayendo en amplia bandeja una preciosa tetera de Georgia con abundante surtido de pasteles y emparedados.

—¿Tendría usted la amabilidad de servir el té, señora? —preguntó sir Robín a miss Stewart.

—Creo preferible que se encargue de ello mi sobrina —respondió la anciana—; veo tan poco, que suelo dejar las tazas a medio llenar por temor de verter el líquido.

—Si miss Aubrey quiere hacerme este favor… —repuso el joven inclinándose hacia Kitty.

—Será para mí una verdadera delicia, sobre todo con una tetera tan artística y tan hermosas tazas —contestó ella.

—Entonces espero que sea una delicia repetida a menudo —repuso Robín amablemente—. Mi madre sentía pasión por las porcelanas de mérito… Es extraño —añadió mirando a la joven—: usted y las tazas hacen una bonita combinación, señorita.

—Porque tiene puesta una muselina antigua que estaba de moda a mediados del siglo pasado —comentó miss Stewart—. Por cierto que le sienta admirablemente ¿no es verdad, Robín? Ayer era una elegante señorita de ciudad, a propósito para servir de modelo en un salón de modas de Londres; hoy con mi antiguo vestido ha tomado el aire y carácter de la campiña que la rodea.

—¡Encantador! —exclamó sir Robín—. Pero no está bien que discutamos la toilette de la señorita Aubrey en su presencia.

—Ciertamente —confirmó la joven riendo, mientras se cubrían de rubor sus mejillas—. No deja de ser bastante molesto.

—¡Bah! —dijo miss Stewart—. Kitty es todavía una niña. Pero, así y todo, tampoco a mí me parece propio, porque recuerdo que, cuando yo era de su edad, me indignaba con las personas mayores que delante de mí se permitían discutirme como si fuera un maniquí. Y a propósito, Robín, ¿no querría usted hacerme un retrato al óleo de mi sobrina? Tiene un vestido estilo Pompadour con cuerpo de suntuoso dibujo estampado y amplia falda de seda acolchada.

—¿Me lo permitiría usted? —inquirió el joven con ansiedad.

—¿No acabo de decirlo? Con el mayor gusto.

—Y a la señorita Aubrey ¿qué le parece?

—Huelga esa pregunta, sir Robín. Kitty aprueba lo que resuelva su tía. ¿Puede hacer otra cosa una chicuela de su edad?

—No tan chicuela, tía Carola —se apresuró a decir Kitty con gravedad—; tengo ya dieciocho años. Sin embargo, sería para mí un placer sentarme al pie del caballete, si usted tiene empeño en ello, sir Robín.

—No hallo palabras con que agradecerlo —contestó el joven conmovido—. ¿Cuándo comenzamos? ¿Esta misma tarde?

—¡Oh! no, Robín —intervino miss Stewart—; mejor será dejarlo para mañana, porque esta tarde tengo citado a un hombre que desea comprarme la ternera de Daisy. Quiero que me la pague a buen precio; y si dejo el asunto en manos de Juan, será capaz de darla medio de balde.

—Yo se la compro a usted al precio que quiera, si consiente en quedarse —repuso Robín riendo.

—No echemos a broma el negocio —dijo miss Stewart—; además, Kitty no tiene todavía el traje a la Pompadour.

—Basta con el que lleva por hoy, porque no haré más que esbozar la cabeza.

—Mañana a la hora que le agrade, Robín —concluyó resueltamente la anciana.

—Conformes —asintió el joven—. Ya sé que es inútil discutir con usted. Entonces, a las diez en punto.

—No; es que usted llega a figurarse que yo no tengo nada que hacer en casa —refunfuñó miss Stewart.

Pero no puso dificultad en cuanto a la hora.

—¡Bonito compromiso en que me he metido! —dijo más tarde a Kitty con semblante pesaroso, y como si su sobrina tuviera la culpa—. ¿Crees acaso que tengo las mejores horas de la mañana para dedicároslas a ti y a Robín? Y luego, que le conozco las mañas: es un hombre que, cuando ha comenzado un cuadro, no tiene nunca prisa para acabarlo.

—Entonces, acaso valga más no empezar, tía Carola. Al fin y al cabo nada nos obliga a hacerlo.

—¡Ya lo creo que nos obliga! He dado mi palabra y no tengo más remedio que cumplirla —contestó con fingido malhumor la vieja.

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