Kitty

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XXVII. El triunfo de Kitty

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XXVII

El triunfo de Kitty

Durante el tiempo que pasamos aguardando la llegada de Patricio Aubrey, nadie pensó en disputarnos, abiertamente al menos, nuestro derecho de permanecer en Windgates. Jasper Elwes había llevado inmediatamente a su madre a Bournemouth, y la fiel Deane nos contó que Rosamunda se había negado a acompañarlos.

Continuaba todavía en casa, pero apenas la veíamos por ninguna parte.

Un día la divisé desde mi ventana, paseando en el jardín con un tipejo de rostro amarillento y cabello gris ensortijado. Había escrito a Kitty una carta insolente, que Deane tuvo el acierto de entregarme y yo no quise hacer llegar a su destino. En el aspecto y en los movimientos de la honrada y animosa sirvienta había cierta sobreexcitación triunfal, y de ella colegí que sabía algo de la verdadera situación de la doctora Grey. Cuando encontré a las otras criadas en la escalera, me examinaron con cierta curiosidad llena de inquietud; pero los más sorprendidos eran los dependientes encargados de prestar servicio en el hall. En nuestro piso reinaba la paz más profunda; y hasta las paredes de la vieja morada parecían aguardar en silenciosa calma la vuelta del legítimo heredero de Windgates.

El día que lady Aubrey partió para Bournemouth, Milly vino a toda prisa por la tarde.

—Jasper ha estado conmigo, al marchar, y me ha contado todo lo ocurrido —nos declaró—. ¡Qué novela! Pero usted, Kitty, tiene más derecho que nosotros para estar aquí. Nunca pude comprender que su padre de usted hubiera sido repudiado: esto no debía hacerlo sir Juan. ¡Y pensar que Rosamunda ha tenido la audacia de acusar a usted de haber sustraído la sortija que su abuelo le había regalado!… ¿No la tiene a usted con ansia la venida de sus padres, a quienes no ha visto desde hace tanto tiempo?… Estará usted contentísima de haber sido la intermediaria de esta reconciliación, preparando así la vuelta de su padre a la casa que de derecho le pertenece.

—En ello he tenido muy poca parte —respondió Kitty con calma—; y de que haya sido así, estoy mucho más contenta. Esta reconciliación hubiera venido sin mí.

Se detuvo perpleja un momento con la vista fija en Milly, que se movía sin cesar de un lado a otro, haciéndome el efecto de una rama de almendro florecido balanceándose al impulso del viento.

—Usted puede confiar en la generosidad de mi padre —dijo Kitty por fin—; si está en su mano, no le faltará nada, ni a usted, ni a los otros, mi querida Milly.

—Es usted bonísima, Kitty. Estoy cierta de que sir Juan habrá reservado una cantidad conveniente a mamá; pero Jasper no sé cómo se las compondrá para vivir a la hora presente. A pesar del mucho dinero que mamá le ha dado, me decía, antes de partir, que la temporada última le había arruinado. Son contadas las veces que gana en el juego, el pobre muchacho; tiene una suerte desgraciadísima. En cuanto a mí, querida Kitty, ya habrá usted adivinado que no necesitaré ayuda, porque el sobrino de lady Oxenham se encargará de todo. ¡Es tan inmensamente rico!… Muchas veces he deseado que lo fuera menos… Sin embargo, tendrá que tender una mano a Jasper, y espero que lo hará.

—Por mi parte sólo anhelo que todo el mundo pueda vivir en paz a mi alrededor —dijo Kitty con magnanimidad.

—Y al decir esto, no excluye usted ni a la misma Mundita, estoy segura. ¡Ah! En cambio, ella no le perdonará a usted nunca su triunfo.

Yo estaba encantada de la alegría que iluminaba el semblante de Milly, encuadrado en el marco de su blonda y esponjosa cabellera, semejante a un halo de oro.

—Compadezca usted a mi hermana y perdónela, Kitty —dijo con expresión de lástima—; ahora está en vías de cometer una verdadera locura. No creo que lo hiciera si estuviera en su juicio. Quiere casarse con esa horrible figurilla del señor Goldberg. He intentado disuadirla, diciéndole que podía contar conmigo, y ¿sabe usted lo que me ha respondido?

Kitty se quedó mirando en lugar de responder.

—Pues me ha dicho que no quería depender de la caridad de nadie, y que estaba en condiciones de procurarse a sí misma lo necesario. Y no es que realmente ame al señor Goldberg, antes al contrario, le trata con una aspereza que le haría digno de lástima, si no se adivinara que él piensa hacérselo pagar caro más tarde.

—¡Con qué acierto piensa usted, Milly!

—¿Verdad que sí, Kitty? Me parece que en realidad soy menos estúpida que antes. Sepa usted que Frank me cree muy hábil e inteligente, y, sin embargo, Mundita, desde que éramos niñas, no ha cesado de llamarme idiota.

La buena Milly siguió desahogándose aún contra la tiranía de su hermana, que ahora se disponía a ejercerla en el infortunado Goldberg.

Kitty Aubrey, sin que nadie la molestara en ejercer el derecho de permanecer al lado de su abuelo y cuidarle como estimó conveniente, hizo venir de Londres a un especialista de gran renombre, cuyo diagnóstico fue consolador. A su juicio, sir Juan no volvería nunca al estado en que la doctora le había puesto con sus primeras y solícitas atenciones, pero aseguraba que se repondría mucho y podría vivir algún tiempo. Y, efectivamente, al paso que transcurrían los días de tratamiento, iban desapareciendo las señales exteriores de la parálisis, que desde un principio habían desfigurado tan enteramente al anciano. Las facciones se dilataban recobrando sus líneas naturales, hasta aparecer el rostro con sus principales rasgos característicos. Además, por orden de Kitty, llegó una enfermera para ayudarla, y entre ambos aplicaron una forma moderna de tratamiento eléctrico que hizo reaparecer en breve un poco de sensibilidad.

Yo estaba presente el día que Kitty quiso cerciorarse del estado de la memoria del paciente.

—Su hijo de usted estará aquí dentro de ocho días —dijo a sir Juan.

—Sí, lo sé: mi hijo y la esposa de mi hijo… Pero tenían, según creo, una hija, ¿no?… ¿No tenían una hija?

—Así es: tenían una hija.

De pronto se puso a mirar con atención a la joven doctora, sin que su mirada tuviera nada de vaga ni incierta, como en los primeros días que siguieron a la congestión.

—¿Quién es usted? —interrogó clavando intensamente los ojos en la doctora.

Retuve mi aliento durante un segundo. Sabía que Kitty se había preguntado más de una vez cómo y cuándo podría revelar su identidad.

Bajo la influencia de una súbita inspiración del momento, respondió:

—Soy la hija… la única hija de… su nieta de usted, Kitty Aubrey.

En el semblante del anciano se dejó traslucir una mezcla de gozo y de estupor.

—Pero ¿no es usted la doctora Grey?

—Soy Kitty Aubrey, la doctora Catalina Aubrey. Me vi precisada a tomar ese apellido ficticio, porque con el propio mío no me hubieran aceptado. Tenía el deber de asistir a usted y cuidarle.

—¡Ah! ¡querida Kitty Aubrey! —exclamó afectuosamente el enfermo— ¡qué consuelo tan grande me trajo tu venida! No creo que pudiera sentirme más feliz, ni aun sabiendo que eras mi nieta… Entonces tu padre estará de regreso antes de ocho días… ¿sabe que estás aquí?

—Lo ignora, pero encontrará en Southampton una carta que le enterará de todo: él y mamá vendrán directamente. Lo que yo he hecho, ha sido cosa mía únicamente.

—¡Oh, hijita querida! ¡bonísima Kitty!… Tú te encargarás de que todas las cosas estén dispuestas para recibir a mi hijo y su esposa. Manda desde ahora como verdadera ama de casa, y si algún criado o criada te desobedece, te ruego que me lo envíes aquí.

La mañana del día en que debían desembarcar Patricio Aubrey y su esposa, partí yo de Windgates, comprendiendo que sería un estorbo en el momento de su llegada, aunque Kitty se esforzó por persuadirme de lo contrario. Resolví detenerme en el camino para referir a miss Stewart muchos pormenores que su sobrina habría omitido en sus cartas; y por otra parte, conociendo como conocía a mi amiga Carolina, sospechaba que resolvería mantenerse a distancia de Windgates, fundándose en que en aquellos momentos de alegría nadie la necesitaba.

Pero me engañé en mis suposiciones, porque, al llegar a Lea Farm, supe con sorpresa que, a última hora, se le había metido en la cabeza ir a Southampton con ánimo de aguardar a los viajeros, y lo peor de todo es que nos habíamos cruzado en el camino, porque ella había determinado llevarse a Kitty a esperar en los muelles la entrada del Sutley, pensando que sir Juan podría quedar algunas horas al cuidado de Deane y la nueva enfermera. Cuando Emma me explicó este plan, me pareció admirablemente concebido, porque dejar que Patricio Aubrey y su esposa desembarcaran en su patria, sin hallar un rostro amigo que los acogiera, hubiera sido algo triste. Además Southampton distaba muy poco; de modo que Kitty no necesitaría estar alejada de la cabecera del enfermo por mucho tiempo.

Ahora que me hallaba en Lea Farm, no sabía cómo pasar las muchas horas de espera, porque miss Stewart no estaría de vuelta hasta las ocho de la noche. A no ser por tan largo período de forzosa inacción a que allí estaba condenada, no creo que me hubiera ocurrido hacer lo que hice, después de haberme servido Emma un té reconfortante… Emprendí, en efecto, el camino de Goldings, deseosa de referir al señor de la finca lo que sin duda tendría curiosidad de saber, esto es, lo que le habría sucedido a Kitty.

Se acercaba la noche, cuando llegué, y sir Bright estaba en el salón de música disponiéndose a limpiar sus pinceles. Mi presencia, al parecer, le llenó de alegría.

—Dispense usted —suplicó— que la reciba a usted con este alumbrado propio de ciegos. Tengo ordenado que no enciendan demasiado pronto.

En efecto, las luces seguían apagadas, a pesar de la hora; pero en la gran chimenea llameaba con vivo resplandor un enorme brazal de carbón de madera.

Le respondí que me gustaba con delicia la luz del hogar por acomodarse admirablemente a la conversación íntima.

—Siéntese usted, pues, un ratito para charlar un poco, miss Dunstable, y la agradecería que se desembarazara de las prendas más molestas y así estará con más comodidad. Mandaré que la conduzcan de nuevo en coche a Lea Farm, por supuesto bien acompañada, aunque por desgracia no sea yo mismo el que se encargue de hacerlo.

Así diciendo acabo de limpiar sus pinceles y los colocó en su caja. Luego, renqueando con su pierna inválida, me acercó una cómoda butaca, puso un cojín en el respaldo y me colocó a los pies un taburete. Yo le dejé hacer sin protestar, comprendiendo que deseaba oírme hablar de Kitty.

—Llego directamente de Windgates —empecé, aunque él lo sabía perfectamente.

—¡Ya! —confirmó—; ¿qué noticias me trae usted de la señorita Aubrey?… ¿y de sir Juan? —añadió apresuradamente.

—Voy a contarle a usted todo lo que ha pasado, de modo que no le quede a usted nada por saber.

Y empecé a referir punto por punto la historia de nuestra llegada a Windgates y de la acusación dirigida contra Kitty con motivo de la sortija. Quise continuar hasta el fin, pero la emoción que se apoderó de él al saber el infamante insulto inferido a la honradísima joven, le agitó de tal modo, que no pudo contenerse más.

Hasta entonces había permanecido en la sombra con los ojos fijos en el fogón, dejando escapar de cuando en cuando una exclamación indignada. Pero ahora se levantó súbitamente, como impulsado por un resorte. Era uno de los días en que se sentía aliviado del dolor e hinchazón de la pierna, y bien se echaba de ver en la vivacidad insólita de sus movimientos, mostrando la clase de hombre que hubiera sido, a no estar impedido por el terrible padecimiento.

Iba y venía murmurando palabras ininteligibles, mientras yo le contemplaba en silencio, y luego volvió de pronto a sentarse.

—¡Es monstruoso! ¡Es verdaderamente monstruoso que le hayan podido decir semejantes cosas! Y lo peor de todo es que se haya visto precisada a aceptar la protección de un individuo como ese Jasper Elwes. Siempre temí que se metiera entre aquella gente, porque presentía que era exponerse a tan infames tratamientos. ¡Ah! ¿Por qué no estaría allí mi primo Jim para defenderla?

—En cuanto a eso —repliqué—, ¿por qué no había de haber estado usted mismo?

Dije esto sin reflexionar, porque no suelo precipitarme tanto para decir algo intencionado.

—¡Valiente defensor! ¿No le parece a usted? —objetó con el rostro contraído dolorosamente.

—¿Y si, con todo eso, una joven prefiriera el apoyo de usted al de otro cualquiera en el mundo? —insistí con el sentimiento extraño de no ser yo la que hablaba por mi cuenta, sino otra persona dentro de mí.

Le oí dar un suspiro antes de responder.

—Sería una rara preferencia, en verdad —dijo con voz sorda— sobre todo cuando un hombre sano y fuerte, el mejor y más amable de los hombres, estuviera dispuesto a consagrarle su vida.

Un secreto instinto me advertía que no debía ir demasiado lejos, a fin de dar tiempo a que la verdad penetrara en su espíritu; sin embargo de eso, añadí:

—Hay alguien, una joven, que no me perdonará jamás lo que acabo de decir. Y si yo no supiera que, después de haber dado su corazón tan tierno y valeroso, no lo retirará mientras viva, no me habría atrevido a hablar de este modo.

En este momento se alzó del hogar una viva llamarada, y a su resplandor vi el cuadro que Robín estaba pintando: era un nuevo estudio de Kitty.

Tenía la cabeza apoyada contra una ventana, a la plena luz del día, que se reflejaba en las cortinas blancas. Su dulce semblante, encuadrado en sedosa y profusa cabellera negra, era ahora el de una mujer joven con cierto asomo de expresión más compasivo que en los retratos precedentes. Comprendí que reproducía el aspecto de Kitty durante su última visita: el pintor intentaba fijar con toda fidelidad la impresión recogida en ese momento.

Me adelanté para examinar el cuadro.

—¿Qué juicio le merece a usted? —interrogó Robín.

—Que es sencillamente admirable, si lo restante corresponde a lo hecho, y no creo que se pueda llegar más allá. Es Kitty con la expresión de cálida ternura que a veces presenta.

—Sí —confirmó él—: me parece que este retrato es el mejor que de ella he pintado. Se lo reservo para Jim Ludlow, con la esperanza de que sepa apreciarlo.

Al oírle hablar así, no pude reprimir un impulso de enojo contra él, porque rehusaba deliberadamente la dicha que se le metía en casa, rehusándola igualmente a la mujer que le amaba.

Sir Bright pareció adivinar lo que pasaba por mi interior, porque añadió con gravedad, dulce y tierna al mismo tiempo:

—Hay sacrificios que un hombre no tiene derecho a aceptar, aunque una mujer tierna y compasiva esté pronta a ofrecérselos.

A esto no me quedaba nada que añadir, porque, no queriendo comprender, no comprendería.

Kitty asistió al querido anciano en su última enfermedad y le preparó para el gran viaje a la eternidad; triste deber que cumplió, como todos los demás, con la más viva fe y la más perfecta delicadeza. Sir Juan murió la semana de Pascua, como un santo.

Después de partir de Windgates, apenas supe de mi joven amiga cosa especial, fuera de su satisfacción inmensa por verse al lado de sus amados padres. Estos se establecieron tranquilamente en la casa paterna, a la que lady Aubrey no volvió, pretextando su estado de salud para pasar el invierno en Bournemouth con sus hijos.

Rosamunda, que había pasado a ser señora Goldberg desde el otoño precedente, repartió su invierno entre diversos puntos continentales, provistos de teatros y casinos. Contaban que se había puesto a jugar frenéticamente y que perdía de igual modo, desagradando en extremo a su marido, que al fin no tuvo reparo en desaprobar públicamente aquel derroche de dinero.

Milly y Frank se casaron también sin fausto ni ostentación, inmediatamente después de Navidad. Hicieron un corto viaje de novios y volvieron al lado de la señora Oxenham, que se sentía la mujer más feliz del mundo.

Windgates y Wolvercote estuvieron en relaciones frecuentes, y en los días tristes, en que la muerte se cernió sobre la casa de los Aubrey, sus excelentes vecinos les prodigaron la simpatía más afectuosa y la más eficaz ayuda.

Las cartas de miss Stewart se hicieron también rarísimas; tan sólo supe de ella que iba a menudo a Windgates. En cambio tenía noticias del señor de Goldings por lady Chancellor, que era una corresponsal asidua. No era gran cosa lo que podía comunicarme acerca de sir Bright, que seguía sujeto a extrañas fluctuaciones, pareciendo más fuerte un día, y al día siguiente más abatido. Jim Ludlow le visitaba con la mayor frecuencia posible, y el inválido se alegraba mucho de tenerle a su lado.

A lo que yo puedo juzgar —me escribía una vez lady Chancellor— la soledad le hace daño. Cuando Jim le acompaña, todo va bien; pero Goldings me parece más desierto y más fúnebre cada vez que voy allí. Me produce una sensación de vacío, como si estuviera inhabitado, y al hablar se me figura siempre que oigo el eco de mi propia voz. En medio de los numerosos objetos de arte y de la turbamulta de criados, me obsesiona la idea de que Robín está solo, siempre solo y abandonado.

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