Kitty

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XI. Kitty descubre un secreto

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XI

Kitty descubre un secreto

Hubo un par de días de lluvia, en los que Robín no se dejó ver en Lea Farm. En cambio Jim Ludlow acudió al día siguiente por la tarde y se invitó a quedarse a merendar. Valiéndose de sus audaces y cómicas zalamerías, logró que Kitty se pusiera un impermeable y una gorra, y saliera con él a dar una vuelta por los campos.

Realmente era delicioso pasear a la sazón fuera de casa, porque habían transcurrido varias semanas de completa sequía; y ahora con la caída de la lluvia la vegetación cobraba nueva vida, pareciendo cantar, según expresión de Jim, el cántico de los «Tres niños en el horno de Babilonia». En compañía del joven marino era imposible sustraerse a los estímulos de la hilaridad, y Kitty, que era de condición alegre, rió a su sabor, aunque algo echaba de menos, desde unos días antes, y era tal vez el placer que le procuraba la amena estabilización ante el caballete de Robín, a que se había acostumbrado en las semanas anteriores.

Un fuerte chubasco sorprendió a los excursionistas, que volvieron calados hasta los huesos. En el camino celebraron con risas sus percances, sintiéndose con gran apetito y dispuestos a honrar debidamente el substancioso te que una de las criadas, ayudada de Emma, les preparaba con especiales aditamentos en gracia del señorito Ludlow, antiguo amigo de la servidumbre de Lea Farm, a quien todos parecían hallar «irresistible». Kitty, que le había dejado en el vestíbulo mientras subía a su habitación a mudarse de ropa, oyó en breve ruidosas carcajadas en la cocina, donde Jim acompañaba a Emma en la tarea de cortar finas rebanadas de pan para untarlas de mantequilla, diciéndole entre tanto tan absurdos chicoleos, que las cocineras estuvieron a punto de reventar de risa.

—Vamos, vamos, señorito Jim —decía la galanteada entre espasmos de risa loca—; usted se olvida de que ha dejado de ser muchacho.

Por la ventana de su dormitorio la señorita Aubrey pudo ver al viejo jardinero Grogan, de ordinario malhumorado, con el instrumento de podar follaje en extática inmovilidad, escuchando embelesado la voz del señorito Ludlow, que llegaba hasta él por la puerta de la cocina.

A los pocos días Kitty y el joven marino hicieron una pequeña excursión en carruaje. El carnicero de Goldings tenía un caballo matalón para el arrastre de un carricoche desvencijado, pero Jim ponderó de tal modo a Kitty las excelencias del vehículo y su bestia, que decidió a la joven a acompañarle a Molden, pueblecillo famoso por sus productos de pastelería y su cerveza de jengibre. El jamelgo avanzaba a paso de buey, sin que el auriga le hostigara, deteniéndose de cuando en cuando para mordiscar la hierba del borde del camino. Cada vez que esto ocurría, los viajeros lo celebraban con risas, con lo que el animal parecía entregarse con mayor ahínco a gozar de aquel pasto eventual.

En todo el trayecto a Molden el marino fue gritando y vociferando como un loco. Caminaban con tan prodigiosa lentitud, que la mitad del tiempo les hubiera bastado para hacer el viaje a pie, y cuando por fin llegaron, Jim quiso desquitarse del retraso con una abundante refección de pasteles y cerveza. Al llegar el momento de regresar, compró una cesta repleta de las especialidades más acreditadas en punto a fiambres y la colocó en la trasera del carricoche, pensando en aplacar el enojo de miss Stewart en caso de necesidad.

Cuando estuvo de regreso, se mostró muy ufano de su aventura.

—Mi primo Robín no cesa de aturdirme los oídos diciendo que no sirvo para manejar caballos; y yo he querido demostrarle que el mejor bridón no corre riesgo alguno en mis manos. El que Antonio Brew me ha alquilado es un veterano que no cuenta menos de cincuenta años, y sin embargo, conducido por mí, se ha portado como un cordero. En premio le concedería con el mayor gusto un retiro de invalidez para que pase en regalado descanso la postrera etapa de su vida.

—Bien, bien —dijo miss Stewart que había recibido la cesta «propiciatoria» con una sonrisa irónica—. Lo mejor que podría usted hacer es quedarse a cenar con nosotros, porque son las siete y no llegará usted a tiempo a Goldings.

—No lo crea usted, señora; tengo buenas piernas, y será cuestión de una carrera. Precisamente estoy entumecido de las horas que he pasado en el coche sentado. Vaya, adiós; no puedo consentir que Robín cene solo, estando yo aquí.

—Ya lo hace bastantes días al año —replicó miss Stewart con el acento de afectuosa ironía que empleaba al hablar con el joven marino.

—Lo sé, y desearía que las cosas pasaran de otro modo. Usted, miss Stewart, podría convencerle de que debe casarse. El pobre se encuentra demasiado solo en Goldings, cuando yo falto de allí.

El joven salió caminando con el balanceo peculiar de los marinos, y a poco se le oyó echar a correr, cuando hubo franqueado la cerca.

—Es un corazón de oro, que no conoce el egoísmo —dijo la anciana, mientras permanecía de pie en el vestíbulo, desde donde le habían visto alejarse. ¡Que Dios le bendiga! ¿Qué juicio formas de él, Kitty?

—Me gusta muchísimo su carácter —respondió la joven con honda sinceridad—. Aquí todo el mundo le manifiesta cariño.

—Sí, por cierto, hasta los animales, porque no hay en la aldea gato ni perro que no sea amigo de Jim.

Clavó en su sobrina una mirada persistente y escudriñadora y luego añadió:

—Lo que me admira en él es el cariño abnegado que tiene a su primo. ¿Has observado cómo se interesa por él sin aparentarlo? Es un rayo de sol en el cielo, a veces tan sombrío, del pobre Robín.

—Por supuesto es todavía muy joven —dijo Kitty con cierto dejo desdeñoso.

—Pero te lleva cinco o seis años.

—Sin embargo, a mí me parece lo contrario. Tal vez porque siempre está bromeando como un muchacho.

—Lo cual no obsta para que yo lo crea capaz de ponerse serio, si la ocasión se ofrece… ¿Te gustan las personas serias, Kitty?

—Sí, pero no me desagradan las joviales, aunque la verdad es que siempre he tenido amigos de mucha más edad que yo.

El día siguiente se presentó hermosísimo y comenzaron las sesiones de exposición para el nuevo retrato.

El huerto había perdido casi todas sus flores, y sobre el verde musgo caían las rosas marchitas de los manzanos; la estación venía retrasada, y los setos que rodeaban el jardín estaban todavía cubiertos del albor del oxiacanto, mientras los narcisos de ojos de faisán seguían desplegando sus galas, en olorosos macizos, o esparcidos entre la espesura del follaje. En un rincón del jardín los jacintos silvestres asomaban sus corolas blancas y azules por entre la hierba que crecía debajo de los nogales. De la hilera de álamos que en la parte más lejana cerraba el recinto del huerto llegaban las dobles notas repetidas del canto del cuclillo, y sobre la confusa algarabía de mirlos y zorzales resaltaban los melodiosos trinos del ruiseñor.

Kitty con un traje de muselina crema, salpicada de hojas de otoño, y un extravagante sombrero de terciopelo marrón, adornado con una pluma sujeta por una hebilla de estrás, se inmovilizaba en la postura de recogerse la falda debajo de las retorcidas ramas de los árboles. En el fondo se dejaba ver un alero de la casa.

El retrato avanzaba muy lentamente, porque el modelo no podía mantenerse en la misma postura por mucho tiempo; y mientras los días se sucedían con cielo azul y dorada luz, la pintura proseguía como por vía de pasatiempo sólo por algunas horas. Ahora no era necesario el acompañamiento de miss Stewart, aunque en realidad siempre había presente una tercera persona.

Jim Ludlow se estaba preparando para sufrir un examen sobre artillería de marina y estudiaba tendido boca abajo sobre la hierba con el libro abierto debajo de sus narices. Decía que así trabajaba de firme, pero su ruda labor no le impedía terciar en la conversación, ni levantarse de cuando en cuando para emitir su opinión sobre el retrato e invitar a Kitty a dar una vuelta, durante los ratos de descanso que necesitaba tomar. Como es de suponer, la presencia de Jim cortaba la corriente de intimidades, iniciada durante la pintura del primer retrato, el cual ahora ponía una nota de alegría juvenil en un rincón tétrico de la gran sala de Lea Farm.

Robín Bright parecía haber vuelto a su antigua reserva, mientras el joven Ludlow charlaba por dos, sin dejar de proseguir sus estudios de artillería. Kitty, aunque tentada a reír de sus disparatadas bromas, se sentía a veces enfadada con él a causa del humor taciturno de su primo.

Un día en que el pintor y Jim estuvieron invitados en una quinta de las inmediaciones, Kitty aprovechó la ocasión para escribir una larga carta a la India y poner además cuatro letras a miss Dunstable, a Rut Brayton y a varias otras amigas, a quienes tenía algo olvidadas.

Había colocado su mesita de escribir en un tranquilo rincón de verdor, junto a la ventana del salón de visitas, donde no pudiera ser distraída como no fuera por el canto y el vuelo de las aves, la belleza insólita del cielo y el escenario de flores y árboles, algunos de los cuales aparecían cargados de fruta. Las fresas habían madurado rápidamente durante los últimos días, y la preparación de mermeladas estaba en su apogeo. Kitty había pasado una parte de la mañana ayudando a recogerlas, y sus dedos conservaban todavía el aroma del delicado fruto. Un olor cálido y acariciante de almíbar salía de la cocina difundiéndose por el exterior de la casa, mientras miss Stewart se disponía a preparar sobre una mesa del comedor las etiquetas para los tarros.

La joven llegaba a la mitad de la carta que escribía a su madre, y, enteramente absorta en la exposición de sus tiernas confidencias, había perdido la noción de cuanto la rodeaba. De pronto llamó su atención el revuelo producido por la llegada de una visita a la habitación en que estaba su tía. Se detuvo con la pluma en alto y oyó la voz de miss Stewart, a la que siguió la de lady Chancellor. Le ocurrió entonces que las dos amigas podían salir en su busca o llamarla. Quizá la madrina de sir Robín se quedara a comer, como solía hacerlo, y no había un minuto que perder para aprovechar el correo de la India: era preciso acabar la carta, costara lo que costase. Así pues, Kitty reanudó su tarea, moviendo rápidamente la pluma sobre las hojas blancas que se llenaban a toda prisa. Un nombre hirió inesperadamente sus oídos; escuchó un instante sin la menor intención de ser indiscreta y averiguó que hablaban de Robín Bright, de Jim Ludlow y por fin de ella misma.

—¿Cómo va el retrato? —interrogó lady Chancellor—. Hace algún tiempo que no lo veo.

—Está parecidísimo. El pobre. Robín lleva unos días de sufrir en secreto.

—Ese trasto de Jim Ludlow (y la voz de miss Stewart sonó con insólita aspereza al hablar del joven, que era su favorito a pesar de todo) ha llegado en la ocasión menos oportuna. En malhora le dieron ese permiso… Para él sobradas alegrías hay en el mundo, sin la que aquí ha podido encontrar.

—Sí, pero, a mi juicio, si debía venir lo que supones, mejor es que sea ahora y no más tarde, querida. Además yo creo que estamos obrando un poco de ligero, Carolina; nos preocupamos demasiado del pobre Robín, relegando a Kitty a segundo término. ¡Una criatura tan encantadora como ella!… Realmente sería un sacrificio inmenso… Y en resumidas cuentas ¿esa unión era posible?

—Bastante probable, si el marinito no hubiera venido de pronto a echarlo todo a perder. Kitty no es más que una de tantas niñas bonitas, a las que Jim está en el caso de pretender y de la que puede hacerse amar… Por mi parte he podido observar, y tú lo creías también, que se sentía atraída hacia el pobre Robín; y estoy segura de que a la fecha habría algo más que atracción de mera simpatía, si el otro no se hubiera interpuesto. Robín no intentará luchar, y aun puede decirse que casi ha rendido las armas.

La joven se levantó y trasladó el pupitre y la mesita en que escribía al otro extremo de la casa, junto a una espesura de alheñas floridas que servían de abrigo a una colmena. Volvió luego por la silla, y huyó como un criminal en peligro de ser sorprendido, seguida del murmullo de las dos voces.

Durante unos instantes permaneció de codos sobre la mesa con el rostro entre las manos; sus ojos se llenaron de lágrimas y un vivo carmín encendió sus mejillas. Ahora comprendió que en las últimas demostraciones de Jim había algo que se apartaba mucho de la franca sencillez de los primeros días.

Kitty había sentido siempre la más viva aversión a galanteos y amoríos de pasatiempo.

«No, no era su especialidad», se decía con vehemencia. Siempre le habían causado extrañeza y desdén las muchachas que se entregaban a tales devaneos. En las jóvenes casaderas lo hallaba más disculpable.

Pero hasta entonces ella había cifrado su interés en los juegos de hockey o de tenis, en sus estudios y en los seres que le inspiraban cariño o compasión.

Pero ¡el amor!; ni siquiera había experimentado el más leve movimiento de tal pasión, ni el menor deseo, y sentía que, si tal era el sentimiento que animaba a Jim, no tardaría en detestarle… porque con ello la había separado de su amigo… Sí, él había hecho surgir una sombra entre ambos.

Poco después descubrió el rostro, preguntándose si se notarían en él las señales de su emoción. Las lágrimas no habían salido de los párpados, pero la tía Carola tenía una vista de lince, a pesar de sus años… Difícilmente se le escaparía que había ocurrido alguna novedad.

Corrió a su habitación deslizándose con andar furtivo a lo largo de la galería, temiendo que el viejo entarimado rechinara debajo de sus pies.

Y realmente, al mirarse en un precioso espejito con marco de plata cincelada, se regocijó de haber llegado a su cuarto, sin ser vista de nadie, porque sus ojos estaban algo enrojecidos y su cabello en desorden.

Se oyó en este momento la voz de miss Stewart, que llamaba a su sobrina, en el momento preciso de volver a bajar la escalera, después de haber procurado recobrar su aspecto ordinario.

—¿Eres tú, Kitty? —decía la señora—. ¿Qué has estado haciendo?

—He estado en el huerto, junto a la colmena, escribiendo varias cartas —respondió la joven desde fuera de la sala donde hablaba su tía.

—Bien, entra. Está aquí lady Chancellor y hay para ti una carta que acaba de traer el correo.

Kitty saludó a la anciana visitante y tomó la voluminosa misiva. Al echar una mirada al sobre y observar que tenía el franqueo de la India, se apoderó de la joven cierta sobreexcitación. ¿Cómo habrían acogido sus padres el proyecto del doctorado en medicina?

—¿Me permiten ustedes retirarme un momento para leer la carta? —preguntó ansiosamente.

—Cuando gustes, hija mía. Había comenzado a preguntarme dónde estarías. Tan acostumbrada estoy a verte pasar las mañanas ocupada con el retrato, que me había olvidado de todo lo demás referente a ti. ¿Has dejado de frecuentar el rinconcito inmediato a la ventana?

—La espesura de alheña da más sombra a esta hora —respondió la joven, dando vueltas a la carta, mientras su tía fijaba en ella una mirada escudriñadora.

La visita de Jim no podía faltarle durante un día entero; así que, a eso de las cinco de la tarde, se presentó ante la joven, a la que halló sentada en el huerto con un libro sobre las rodillas, y se dejó caer sobre la hierba a sus pies.

—¡Compadézcame usted, señorita! He venido corriendo todo el camino desde Goldings hasta aquí. ¡Qué lunch tan lúgubre el que ha dado esta tarde lord Lilborough! Nadie se ha dignado premiar con una sonrisa mis chistes más inspirados. No sé por qué habían de mostrarse todos con cara de entierro. Mientras he estado allí no he cesado de pensar en este rinconcito del huerto… y en usted…

Kitty retiró un poco su falda, cuyo volante tocaba el rostro de Jim, tendido sobre el césped. La joven se sentía extrañamente ofendida de la excesiva familiaridad de su interlocutor.

—Ha hecho usted mal en correr de ese modo —replicó fríamente—; con un calor como el de hoy. ¿Por qué no toma usted una silla? Ahí la tiene usted bien cerca; y estaría usted mejor que sobre la hierba.

—Gracias; prefiero descansar de este modo. He corrido con gusto, porque pensaba encontrarla a usted al final. No puede usted figurarse lo que deseaba llegar.

De nuevo el rostro de Jim se puso en contacto con la falda de la joven; y otra vez ésta volvió a retirarla bruscamente, levantándose y diciendo en tono serio:

—Puede usted tomar mi silla. Yo me retiro a casa, porque tengo que hacer.

Jim levantó la cabeza y una sombra de descontento veló repentinamente la alegría de su semblante.

—¿Qué cosa es ésa que no pueda usted hacer aquí? —preguntó—. ¿Es posible ir a encerrarse en casa con un tiempo tan delicioso? Tengo que decirle a usted que el miércoles próximo me vuelvo a mi barco.

—¿De veras? —preguntó Kitty con indiferencia.

—Sí, por cierto. ¡Con qué frialdad recibe usted la noticia! Por lo visto le tiene a usted sin cuidado. Veamos, señorita, ¿la he faltado a usted en algo?

—Y ¿por qué había usted de faltarme? —replicó secamente encaminándose a casa.

El joven no la siguió, como ella temía que lo hiciera. Desde la ventana de su habitación, lo vio poco después continuar tendido sobre la hierba del huerto, en el mismo sitio en que lo había dejado, y con aspecto de estar medio dormido. Sin embargo, al cabo de un rato volvió al comedor e hizo los acostumbrados honores al aromático té con apetitosos adornos, que Emma le sirvió con afectuosa solicitud.

Entretanto miss Stewart despachó una visita que tenía y volvió al comedor a reunirse con el joven; con lo que Kitty creyó poder bajar sin inconveniente.

Durante el té, Jim bromeó menos que de ordinario, y en los días restantes se portó con una mesura, que desmentía sus desahogos de recién llegado. Aquella tarde, antes de partir, hizo con la habilidad de marino un pequeño trabajo de carpintería para miss Stewart.

—¡Cuánto vamos a echarle de menos en marchando de aquí! —dijo la anciana, cuando el joven se resolvió al fin a regresar a Goldings para cenar con su primo.

Kitty hizo ademán de hablar, y luego cerró los labios sin proferir una palabra. No se sentía aún con fuerzas para comunicar a la tía Carola el contenido de la carta que acababa de leer.

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