Kitty

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XIII. Otra vez miss Dunstable

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XIII

Otra vez miss Dunstable

Kitty se hospedó desde luego en mi casa, a su regreso de Hampshire, porque el colegio de Santa Olga seguía cerrado aún, y María Percival estaba en Suiza. Ella hubiera preferido residir en el colegio, ocupando el salón de la galería más alta, próximo al que la directora tenía en la torre, porque, según decía, estaba impaciente por comenzar sus estudios; pero yo no quise acceder a su deseo. Realmente podía trabajar a su gusto en el cuartito de reserva que yo tenía para huéspedes, sin que nadie la molestara.

—Pero, miss Dunstable —alegó—, tenga usted presente que mi natural inclinación a conversar con personas amigas y estar en compañía me llevará a buscar la de usted o la de Paddy, tan luego como los oiga andar por el jardín.

A pesar de todo, me mantuve firme en mi resolución, y Kitty se instaló en mi casa. Para mí era una delicia contemplar su rostro juvenil, si bien no dejé de percibir cierto cambio sutil que en él se había operado. Y no es que la hallara menos alegre y comunicativa que anteriormente, porque, a la verdad, su presencia era como un rayo de sol en mi casita, según expresión de la vieja Susana; pero se notaba que no era ya la adolescente de nuestra última entrevista; se adivinaba, o por mejor decir, se sentía que en ella palpitaba un corazón de mujer. Sospeché que debía haber ocurrido algo durante su permanencia en Lea Farm, pero no me dijo nada, y por delicadeza me creí en el deber de respetar su secreto. Si hubiera sido un suceso feliz, me lo habría comunicado; pensé, pues, que debía ser algo poco grato, cuyo recuerdo la atormentaba.

Tenía costumbre de obsequiarme después de la cena tocando el piano, cantando alguna bonita composición o leyéndome algunas poesías. Era muy impresionable, y un día me pareció que el corazón se le partía al cantar los versos de Cristina Rossetty:

¿Cuándo se encontrarán? ¡Ay! ¡Quién lo sabe!

No me lo preguntéis: yo no sé nada.

Tal vez en la mansión del Paraíso

Algún día se encuentren sus miradas.

Tan sólo esa esperanza los anima.

Ayer, hoy y por siempre

Mora el Amor en la ribera opuesta

Del Océano amargo de la Muerte…

Creí haber hallado la clave del enigma, cuando un día que había ido a buscar a miss Brayton para una excursión a Kew Gardens, Susana vino a decirme que en el salón había un joven que preguntaba por miss Aubrey.

—Señora —añadió—, como no sabía cuándo estaría de vuelta la señorita Kitty, me pareció que era mejor hacerle entrar y le he dicho que seguramente regresaría a la hora del té.

—Te has equivocado, Susana; a Kitty no la tendremos aquí hasta la hora de cenar. Me parece que debías saberlo.

—Si he de decir la verdad, lo sabía, señora; pero es un joven tan agradable, que me costaba trabajo despedirle.

—Eres una vieja sentimental incorregible, Susana —la repliqué—, y me encaminé al salón.

Sin que nadie me dijera nada, hubiera adivinado que el recién llegado era marino, porque, a pesar de vestir un terno muy elegante, exhalaba cierto olor a brisa salobre y refrescante. Hay que advertir que el día era caluroso, como suelen serlo en Easton casi todos los del mes de septiembre.

—Soy Jim Ludlow, miss Dunstable —dijo—. La señorita Aubrey me ha contado lo buena que ha sido usted para ella y no he podido resistir el deseo de saludarla. Perdone la molestia que tal vez la ocasiono.

El joven me ganó el corazón desde el primer momento con su noble porte y respetuosa presentación. Comprendí en breve que Susana se hubiera sentido movida a dejarle entrar, aunque no había dicho enteramente la verdad… De manera que tenía en casa al novio de mi Kitty… Buen gusto había manifestado la joven, y de ello me cercioré luego, a pesar de la brevedad del examen. Pero no era posible engañarse al observar la mirada franca y leal de aquellos ojos zarcos y la belleza varonil del rostro tostado por el sol, en la que disonaba con gracia una boca algo grande, pronta a reír.

—No hay molestia ninguna, señor Ludlow —le respondí—; al contrario, tengo verdadero gusto en recibirle. Los amigos de Kitty son los míos. Hágame usted el obsequio de sentarse y tomaremos una taza de té.

El visitante había permanecido de pie con el sombrero en la mano.

—La criada me ha dicho que, a su parecer, la señorita de Aubrey volvería pronto —manifestó sentándose.

Paddy, mi lindo perrito, se le puso inmediatamente sobre las rodillas, familiarizándose desde luego con el joven como había hecho con Kitty. Mientras Jim Ludlow le acariciaba afectuosamente, se quedó mirándome con cierta expresión de ansiedad.

—Hubiera deseado ver a miss Aubrey —explicó—, porque no tengo otro día disponible. Estoy de paso para Londres, donde apenas pararé.

—La verá usted, joven —respondí—; pero a condición de quedarse a cenar, porque Kitty no llegará hasta el anochecer.

—Mil gracias, miss Dunstable —contestó radiante de satisfacción—; acepto sin vacilar y con mil amores su generosa invitación, porque ¡temía tanto no poder saludarla!… Miss Stewart me dio las señas de usted… Voy a ausentarme por una temporada larga: ¡tres años!… A todos los de mi barco nos ha cogido de sopetón la noticia: tenemos orden de zarpar para China. Como es natural, andamos ocupadísimos en prepararnos para la partida; a pesar de ello, he logrado obtener algunos días de permiso, y mañana pienso ir a Goldings a pasar parte de ellos con mi primo, sir Bright.

—¡Cuánto le va a echar a usted de menos! —exclamé.

—¡Ah! ¿Está usted enterada? La señorita Aubrey le ha dicho a usted…

Su mirada se dulcificó tomando una expresión interrogadora. Sin duda anhelaba saber lo que la joven me habría confiado; pero en realidad eran tan escasas mis noticias, que creí preferible callarme.

Tomamos el té muy temprano, de modo que nos quedó mucho tiempo hasta el regreso de Kitty. Pareciéndome que un poco de movimiento le vendría mejor al joven que el descanso en mi sala, le propuse dar una vuelta por el campo, cosa que aceptó de bonísima gana.

Sus ojos reflejaban tan honda gratitud por la satisfacción que yo le procuraba permitiéndole aguardar a miss Aubrey, que casi me sentía confundida de recibir tanto por tan poca cosa.

Necesitaba advertir a Susana que el señor Ludlow se quedaba a cenar. Por fortuna tenía en la alacena provisiones de reserva, lo que le ahorró un viaje a las tiendas de Easton; y cuando fui en busca de ella a la cocina, la hallé preparando ya un menú variado y apetitoso.

El marino y yo seguimos en nuestra excursión el mismo estrecho sendero por el que había visto correr a Kitty acudiendo al llamamiento de sus compañeras para ver a mi perrito Paddy, el día que nos encontramos por primera vez. Conté a Jim Ludlow los incidentes de mi entrevista con la fascinadora adolescente, y observé que me escuchaba con el interés propio de un enamorado. A mi vez me sentía cautivada por las delicadas atenciones que me guardaba sin aparentarlo, mostrando no reparar en mis años y poco grata figura. Esto, como es natural, halagaba mi amor propio, porque a ninguna mujer le gusta ser tratada de abuela sino por sus nietos. Formé, pues, elevada opinión de sus sentimientos y de su familia, creciendo con ello el afecto que el muchacho me inspiraba.

El paseo fue delicioso, pero, al través de la satisfacción que irradiaba el semblante de Jim, adiviné que sentía cierta secreta ansiedad; por lo que, al volver a casa, me alegré de oír decir a Susana:

—Miss Kitty está en el jardín.

Me pareció sentir que al joven le palpitaba con fuerza el corazón, y me di a pensar que, al fin y al cabo, tal vez no había motivo para tomar en serio la vocación médica de mi joven amiga. Abrí la puerta y autoricé a Jim para pasar al jardín en busca de Kitty, mientras yo subía a las habitaciones superiores a dejar el sombrero. Tardé tanto en hacerlo y en mudarme de vestido para la cena, que la campanilla hizo la señal, antes que me encontrara en disposición de acudir.

Cuando bajé y entré en la sala, recibí una penosa impresión. Allí estaban Kitty y el joven Ludlow; pero, por su aspecto y la expresión de los rostros, comprendí al punto que había pasado entre ellos algo desagradable. Por vez primera me sentí enfadada con Kitty y hubiera querido decírselo. ¿Qué cosa mejor podía soñar para marido que un muchacho de las condiciones de Jim? ¡Ojalá no llegara día en que tuviera que arrepentirse de haberle rechazado! El pobre muchacho comió el pavipollo, al que siguieron una trucha frita y una torta de exquisitas ciruelas, como si masticara algodón. Sus delicados sentimientos y excelente educación son los que, a mi juicio, le impidieron marcharse antes de cenar.

La refección no pudo resultar más seca e ingrata, sintiendo yo gran impaciencia por verla terminada. En mi vida me he visto más incapaz de hallar un tema de conversación. Recuerdo que hablamos de perros a propósito de Paddy, al que me sentía reconocida interiormente por haberme suministrado asunto para salir de nuestro mutismo. Al fin, el joven Ludlow se despidió, y, contra mi costumbre, le acompañé hasta la puerta del jardín. Las luces de mi casa bañaron en sus reflejos el camino bordeado por árboles, en el que no se veía un alma.

Al llegar a la cerca, el mancebo, después de estrecharme la mano, me volvió la espalda disponiéndose a salir; pero de pronto retrocedió y, volviendo a tomar mi mano, dijo en voz baja y ronca:

—Ni siquiera se ha dignado mirarme, miss Dunstable. Yo creo que me odia. ¿Le parece a usted bien que una joven tome ojeriza a un hombre porque tiene la desgracia de amarla, sin su consentimiento?

No sé lo que le dije para consolarle; lo que recuerdo es que me besó la mano al partir, y que regresé al lado de Kitty, con ánimo de mostrarle mi disgusto, pero la encontré llorando y esto me desarmó. Algo secreto pasaba que yo no podía adivinar; me abstuve, sin embargo, de interrogar a la joven respetando su reserva, aunque no pude menos de sentir pena por el desdeñado amante.

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