Kitty

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XIV. El buen camino

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XIV

El buen camino

Los tres años empleados por Kitty en hacer sus estudios de medicina se deslizaron rápidamente. ¡Cosa extraña! Después de haberle alentado a seguir los impulsos de su vocación, me entraron remordimientos, pareciéndome que en realidad aquella carrera no era para una mujer; y me costó bastante acostumbrarme a la idea de verla dedicada en serio a semejante profesión. Conservo aún fresca la impresión que recibí en Londres, la mañana de un sábado, en que desde el lugar donde me hospedaba fui a esperarla, según lo anteriormente convenido por carta, a la estación en que se toma el tren para Lea Farm, donde debíamos pasar algunos días. Como era muy temprano, partí del hotel a pie, con la esperanza de encontrarla probablemente en el camino. A la sazón era interna en el hospital, y la noche anterior había estado de servicio. No me engañé en mi cálculo, porque precisamente en el momento de llegar a la entrada de San Miguel, Kitty bajaba las gradas de la escalinata. Había en su porte cierta grave austeridad, que se mostraba en su mismo traje de corte sastre y sarga azul; si bien no había podido prescindir de un toque de pintoresca elegancia, y era el cinto con hebillón de plata, adornado de turquesas, en el que llevaba prendido un ramillete de lirios del valle.

Bajaba abotonándose maquinalmente los guantes y conversando con dos señores jóvenes, al parecer médicos. En el primer momento no advirtió mi presencia, y pude oír lo que decía: había tratado un caso y sobre su estado y probabilidades de mejoría discutían los tres con vivo interés. Otra joven, casi de la edad de Kitty, bajó apresuradamente las escaleras y, alcanzando a su compañera en el momento en que acababa de torcer a la derecha con sus acompañantes, la tomó del brazo con gran familiaridad. Los cuatro siguieron en animada conversación, mientras yo caminaba detrás a corta distancia. En el recodo del camino de Edgware, se detuvieron para despedirse.

Al acercarme al grupo, Kitty se volvió y en viéndome dejó a sus colegas, saludándolos con una sencilla venia sin alargarles la mano y se vino hacia mí. Quedé sorprendida de verla tan hermosa y rozagante con sus sonrosadas mejillas, mirada viva, lustrosa cabellera orlada de rizos ensortijados, y con sus puños y cuello de inmaculada blancura. Parecía increíble que acabara de pasar una noche entera entre enfermos y moribundos.

Era, como he dicho, un sábado, y estábamos en mayo, cuando la naturaleza resurge a nueva vida y se viste sus mejores galas. Tan luego como salimos de Londres y nos internamos en la campiña, a nuestra vista maravillada se desplegó un verdadero mundo de oro. Por todas partes aparecían masas doradas sobre un fondo de esmeralda; hasta los taludes de la vía férrea parecían murallas chapeadas del precioso metal, y en todos los jardines por donde pasábamos los cítisos agitaban sus «áureas cabelleras», como decía Kitty.

Las lilas de color blanco y morado colgaban de sus ramas incontables racimos de flores, así como las madreselvas que aquí y allá trepaban a los lados de las puertas. Los bosques se habían cuajado de espeso follaje, nuevo, lustroso y de variados matices, que se expandía sin término en una extensión multicolor. Al contemplar el admirable paisaje por donde caminábamos, no pudimos menos de compadecer a los infelices ciudadanos recluidos en el inmenso y árido caserío de Londres, sin poder gozar de estas magnificencias y sobre todo del aire embalsamado que exhalaban. Miss Stewart nos aguardaba en la estación con su tílburi y la jaquita Witch, cuyas riendas tenía en la mano.

Creí notar algo extraño en la manera de recibirnos, así como en el silencio solemne que guardó durante la mayor parte del trayecto. Verdad es que, cuando guiaba, solía encerrarse en un austero mutismo; pero Kitty se encargó de charlar por las tres. No se cansaba de preguntar por las personas y cosas de Goldings y sus alrededores, mostrándose tan contenta de volver a visitarlos, que su tía no pudo menos de replicar con cierta ironía: «Si tanto te gusta esto, ¿por qué has rehusado permanecer conmigo?». La joven no contestó, sin duda para evitar discusiones inútiles.

Por mi parte extrañé que no figurara el señor de Goldings entre las personas de quienes Kitty pedía noticias; porque, a pesar de su invalidez, o por mejor decir, a causa de la misma me parecía un señor interesantísimo. Sospeché que entre él y la joven debía haber surgido un secreto obstáculo entibiando sus amistosas relaciones de otros días. Tal vez sir Bright no podía perdonarle el modo poco considerado con que había tratado a su primo; a ser cierto, no aprobaba semejante proceder, aun apreciando a Jim Ludlow en lo mucho que valía, porque, al fin y al cabo, el amor es una cosa que no puede imponerse a la fuerza.

Habíamos dejado el tren para tomar el vehículo de miss Stewart a eso de las ocho de la mañana, y al cabo de un rato de caminar, Witch se detuvo a la puerta de la iglesia, adonde llegamos un poco antes de la Misa. En entrando, divisé el busto de sir Robín que emergía del sombrío asiento perteneciente a la familia Bright. El nobiliario sitial se erguía al lado de una capilla decorada con un curiosísimo alto relieve que representaba la crucifixión. La capilla había sido construida por Mauricio de Brito, uno de los caballeros que acompañaban a Eduardo III en la cruzada emprendida para conquistar la Tierra Santa, y que al regresar fundó la familia de su apellido, transformado al través de los siglos en el de «Bright».

En la iglesia hacía un calor horrible, y alrededor de mi cabeza volaba una mosca atormentándome con su zumbido. Durante el sermón que puse sincero empeño en oír, la vista del señor de Goldings, cuyos anchos hombros sobresalían del respaldo de su asiento, me sugirió la figura del caballero cruzado con casco y cota de malla. Sí; a no dudarlo, la cara de sir Bright, tal como yo la veía, tenía algo de entusiasta y caballeresco. Aun hervía en sus venas la sangre del caballero heroico, a pesar del cruel destino que le condenaba a una vida entera de inactividad.

Me enderecé con un gesto nervioso, al advertir que embargada por tales imaginaciones cabeceaba soñolienta con escándalo de los fieles, y en lo restante del tiempo me esforcé por estar atenta.

Cuando estuvimos en Lea Farm, su dueña nos dejó saborear tranquilamente el plato de carnero y la tarta de grosellas que constituyeron nuestro almuerzo, sin deshacer el paquete de quejas acumuladas contra su sobrina; pero, cuando decretó en términos imperiosos que tomaríamos el café a la sombra de los árboles del huerto, comprendí que se acercaba el momento crítico.

Aguardó, sin embargo, a que acabáramos de regalarnos con el aromático moka y la auténtica crema rural, tan nutritiva como sabrosa, antes de romper el silencio. Entre tanto yo gozaba interiormente esperando la explosión de su reserva.

—Veamos, Kitty —empezó con cierta expresión ladina—, espántame ese cuclillo que me molesta con su pesada cantilena. Desde el romper del día cuatro de ellos no han cesado de taladrarme los oídos con sus penetrantes gritos. Ya estoy harta de ellos por hoy…

Cuando la joven regresó de ahuyentar al importuno cantor, miss Stewart prosiguió:

—Y bien, Kitty, he llegado a creer que, al fin y al cabo, has seguido un camino mejor del que me había figurado en el primer momento, cuando me comunicaste el disparatado proyecto de doctorarte en medicina.

Mi vanidad de adivina sufrió un rudo desencanto, porque no era eso lo que yo había previsto.

—Seguramente, tía Carola —respondió Kitty levantando la cabeza y dejando de jugar con Shot, junto al que se había sentado sobre la hierba—. Pero ¿por qué ha mudado usted de parecer?… Antes de eso, convendría aguardar a verme establecida en una casita de mi propiedad con una placa de cobre a la puerta, anunciando mi título de doctora, y con un venzo-motor. Para entonces le prometo a usted maravillas.

—¡Puah! —replicó la anciana en son de despectiva incredulidad—. Ni creo en tales fantasías, ni me refería a que puedas tener una clientela numerosa… Me parece que no te ha de quitar el sueño, porque hay más médicos en Londres que espinas en un zarzal. A los seis meses tendrías que vender el auto, suponiendo que lo hubieses pagado, y la casita con la placa no tardaría en correr la misma suerte.

—¿Lo cree usted así? —respondió Kitty mientras acariciaba al perro.

La luz del sol, tamizada por el follaje, bañaba en un suave claro-oscuro la gentil cabeza de la joven, sobre cuya magnífica cabellera habían caído algunas flores de manzano, deliciosamente matizadas.

—¿Conque así lo cree usted? —repitió—. Y entonces, ¿por qué decía usted que el camino tomado por mí era tan bueno?

Miss Stewart se levantó y sacó un diario que estaba oculto bajo del cojín de su silla. Era el Morning Post del día anterior.

—Lee esto —dijo señalando un pasaje marcado con lápiz—, y léelo en voz alta.

Kitty obedeció. El contenido del anuncio, que no era otra cosa, rezaba lo siguiente:

«Se desea una enfermera, provista de sus títulos facultativos, para cuidar a un viejo inválido. Dirigir los informes sobre antecedentes personales, edad, diplomas y honorarios a lady Aubrey, Windgates, Slowbury-Hants.»

Acabada la lectura, Kitty permaneció un momento silenciosa y pensativa, con la mirada fija en su tía. Por la manera como sus ojos brillaban y se ensombrecían alternativamente comprendí que era presa de una viva emoción.

—Por desgracia, tía Carola, a estas fechas habrá centenares de ofertas; y en todo caso, la última persona a quien la señora de Aubrey aceptaría para cuidar a mi abuelo, sería seguramente la hija de mi padre.

—Naturalmente —asintió miss Stewart—, si supiera que eres la hija de tu padre. En cuanto a los centenares de candidatos, que desde luego cabe suponer, elegirá al de pretensiones más modestas. Conozco a la mujer: hay que verla mañana mismo. Puedes ir en carruaje hasta Lanchester y allí tomar el tren para Slowbury. Serás sin duda de las primeras solicitantes del empleo. Deja a la señora Aubrey regatearte hasta el último céntimo. Conténtate con lo que aceptaría cualquier enfermera sin méritos ni amor propio, y puedes estar segura de obtener el puesto. Si fracasas, será únicamente por falta de sagacidad y destreza.

—¿Quiere usted decir —interrogó Kitty lentamente— que debo presentarme con un nombre distinto del mío?

—¡Claro que sí! Puedes tomar el de doctora Grey, por ejemplo, o cualquier otro que te agrade. Si manifiestas desde luego quién eres, da por seguro que te pondrán inmediatamente a la puerta, admitiendo que te dejaran entrar.

Miss Stewart leía tan claramente como yo las perplejidades de Kitty en la turbación de su mirada y el entrecejo de su frente.

—¡Vamos, hijita! —añadió—. No hay que exagerar los escrúpulos. Tienes que luchar por ti misma y por alguien más, cuyo bienestar, si no me engaño, te es más caro que el tuyo propio.

—Bien, pero yo preferiría presentarme y decir sencillamente: «Soy Kitty Aubrey, y vengo a cuidar a mi abuelo» —replicó la joven, que por temperamento aborrecía toda ficción y disimulo.

—Indudablemente, eso sería preferible; yo también pienso así, pero es absolutamente imposible… Has de mirar a tu abuelo, viejo y enfermo; su mujer le tiene aislado de sus amigos y de los miembros de su familia. Necesita aparentar al menos que le procura una buena asistencia, para evitar que la gente del condado se levante contra ella. Sus hijos están en vías de usurparte los bienes, que, si bien corresponden de derecho a tu padre, corren peligro de pasar a manos extrañas a la muerte de sir Juan… De ello no te quepa la menor duda, porque el egoísmo y falta de delicadeza de esa gente andan en boca de todos. Jasper Elwes, el hijo de lady Aubrey, ha sido expulsado del regimiento, según se dice, por haber hecho trampas en el juego. Y no puedes figurarte la clase de sociedad que frecuenta, toda de mala nota… La hija menor es la criatura más descocada y sinvergüenza que hay en el mundo. La última vez que estuve a ver a sir Juan, tuvo la desfachatez de reírseme a la cara haciendo burla de mi sombrero… Verdad es que no pueden aprovecharse de la hacienda de tu abuelo tanto como quisieran, porque lady Aubrey es bastante avara, aun del dinero que no le pertenece; pero, así y todo, el hijo ha hecho ya bastantes sangrías a las fincas. Si de la noche a la mañana llega a morir tu abuelo, toda su hacienda pasará a los Elwes, no lo dudes. La mujer ha tomado sus precauciones, y el pobre sir Juan está rodeado de personas enteramente sometidas a la voluntad de lady Aubrey.

La voz de la vieja solterona subía de tono al paso que avanzaba en su alegato; y, como si no estuviera segura de haber convencido a su sobrina, sacó del fondo del bolsillo una carta con sello de la India y la abrió.

—¿De mamá? —interrogó Kitty ansiosamente.

—Sí, de tu madre. Lee lo que dice: me habla con más franqueza que a ti. Repara en lo que pone acerca de tu padre: viejo prematuramente, esperando un retiro que le permita volver a vivir pobremente en su país… ¡Quién lo creyera del hijo único de sir Juan Aubrey!… Mira también el párrafo donde indica lo mucho que teme para él los calores próximos. Es fácil leer entre líneas su secreto dolor por las circunstancias adversas que la rodean y la tristeza que siente al verse separada de su hija única viviendo en aquel horrible clima. Y piensa un poco también en la hermosura de este mes de mayo, del que deberían gozar a nuestro lado.

Kitty leyó la carta desde el principio al fin, y alzando los ojos, dijo con acento de honda pena:

—Yo debería acompañarlos, mas, por desgracia, no podría menos de ser una carga grave para su situación económica… Sí, tía Carola, tiene usted razón (afirmó resueltamente), mi deber es pensar en ellos y en mi abuelo; toda otra consideración debe ser relegada a segundo término.

—Perfectamente, hija mía. No puedes figurarte lo que me satisface ver que no eres insensible a su triste situación… Lady Chancellor está enterada de lo que pasa y de lo que pienso en el asunto, y le parece, como a mí, extraordinario el modo como se te abren las puertas de la prisión de tu abuelo. También ella cree que tu vocación es sencillamente el camino por donde la Providencia ha querido conducirte al lado de sir Juan.

Las vacilaciones de Kitty cesaron en breve, y, cuando hubo considerado el asunto en su verdadero aspecto, los escrúpulos que había sentido de penetrar en Windgates valiéndose de un seudónimo, desaparecieron. Ahora lo que deseaba era no demorar un momento su intervención.

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