Kira

Kira


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Me gustaría escribir este prólogo con el mismo estilo con el que escribí Kira, pero me resulta imposible. He vuelto a leer la novela y he profundizado en sus páginas para encontrar/para reconocer/para comprender al escritor que fui con veintitrés años y me he dado cuenta de que yo no llegué a Kira como escritor, sino como lector, y de que es muy posible que las primeras novelas de todos los autores del mundo, más que los escritores que serían, las escribieran los lectores que fueron. Yo, por aquel entonces, tenía un par de manuscritos sin terminar y más de mil libros que me había leído varias veces, sin saltarme ni una palabra y volviendo atrás cada vez que me daba cuenta de que había perdido la concentración. No me costaba ningún esfuerzo aprenderme de memoria largos párrafos que después iba escribiendo en los cuadernos de la universidad, en las servilletas de las cafeterías y en el vaho de las ventanas de los autobuses nocturnos. Los libros ordenaban algunas piezas del sinsentido de la vida y algunas veces reafirmaron mis sentimientos en ese momento en que todo eclosiona y se rompe en el cerebro, en el pecho y en el vientre del adolescente que, dolorosa e irremediablemente, está dejando de serlo. Llevaba siempre conmigo el Berlin Alexanderplatz, la novela de Alfred Döblin que transformó la ciudad en un laberinto y al hombre en un ratón que va buscando su pedazo de queso. Abría ese libro y lo leía como quien se asoma a un espejo hablado. Más tarde Unamuno, en una de sus mejores novelas, hizo descender la niebla sobre la ciudad y sobre el protagonista y así se acercó mucho más a la esencia del ser humano: una criatura extraviada, inadaptada para la vida y para la muerte, las dos únicas fuerzas que nos socavan. Efectivamente, para mí, Madrid era la ciudad de las ciudades o la representación de todas las ciudades del mundo y yo deambulaba por sus calles sintiéndome enfermo, ahondando en mis primeras tristezas y oyendo (aterrado) la disnea de todo aquello que se iba muriendo a mi alrededor. Quizá fue por eso por lo que cada verano me subía a un tren de cercanías y comenzaba una costumbre que, con el tiempo, acabaría por convertirse en un tema que aparecería en todas y cada una de mis novelas: la huida. La gran ciudad de Madrid se movía al otro lado del cristal como una bestia sobrealimentada que no pudiera sino arrastrarse penosamente por el suelo. Dejábamos atrás las últimas fábricas y los largos cuellos de las grúas y pasábamos por delante de ese otro Madrid del extrarradio, el Madrid de plástico y uralita que se explayaba hasta más allá de la línea del horizonte. Enseguida llegaban los descampados, llenos de neumáticos y de pirámides de basura y de niños con el pecho al aire, que yo interpretaba como los últimos coletazos de la ciudad porque enseguida, nada más pasar un túnel, salíamos a campo abierto y yo abría la ventana de par en par y asomaba la cabeza para oler la brisa que se enredaba en los fresnos y notar en la cara ese calor con el que el sol calentaba la carne de la tierra y terminaba de madurar los frutos de los árboles. Me parecía que los escorzos de las piedras y la orografía de las montañas nos recordaban el primer sacudimiento/el primer escalofrío del mundo. Me bajaba en cualquier pueblo y caminaba por los senderos y, a diferencia de Madrid, me rodeaba la palpitación tierna de todo cuanto estaba vivo, las pequeñas criaturas inflamadas de alegría, desde la babosa que trepaba por las dalias hasta el lagarto multicolor que se calentaba la panza en la superficie de una roca. Y quizá fuera en una de aquellas tardes de asombro, o durante alguna de aquellas noches flageladas de relámpagos, cuando el lector que había en mí se transformó en el escritor que habría de ser. Y de esa manera rehíce el mundo que me habían dado y me convertí en el discípulo de todo aquello cuanto veía y en el maestro de todo aquello cuanto nombraba. Reconozco que hice trenzas de colores con versos melancólicos, pero enseguida me cayó a las manos el hierro fundido de la prosa y no quise más besos que los que sangraran de la boca ni más palabras que las que me dolieran al arrancármelas de las tripas. Y una noche oí a una perra aullar y pregunté a los más viejos del lugar por qué todas las noches aullaba esa perra. Y la respuesta que me dieron aquellos hombres no fue una respuesta, sino una novela, la que yo tenía que escribir para dar el paso definitivo a la madurez, como el joven salvaje que muerde el corazón del ciervo.

 

Ningún escritor sería un escritor si para escribir una novela bastara con chascar los dedos. Lo verdaderamente importante de una novela es su proceso de escritura. Lo aprendí muy pronto, mientras trabajaba en Kira. La ficción no me apartaba de la realidad, simplemente la hacía inverificable. Habité en todos y cada uno de los personajes que me inventé. Hablé con ellos y con ellos salía a pasear todas las tardes de aquel verano. Abandonaba a mis amigos en mitad de la fiesta y regresaba a mi casa, donde me esperaban mis personajes para bebernos la última copa antes de irnos a dormir. Se me saltaron las lágrimas cuando murieron. Caminé muy lejos, como quien huye de sí mismo, el día que terminé la novela. No volví a saber nada de ellos hasta que una noche de invierno sonó el teléfono de mi habitación y me dijeron que mi novela había ganado un premio literario. Me la publicaron al cabo de un año y los personajes volvieron a vivir (y a morir) en la boca y en los ojos de cientos de lectores. He pensado muchas veces en lo que vino después. La mejor forma de describirlo es decir que me encontré a solas con el tiempo. Nos miramos a la cara como dos perros que están a punto de pelear. Saltamos el uno contra el otro y desde entonces no hemos dejado de mordernos y de meternos los dedos en las heridas. Él se emplea a fondo porque sabe que yo tengo la única arma que puede matarlo o al menos dejar la partida en tablas: la palabra, ese hierro para el que el tiempo no conoce escudo. Nadie sabe decir qué es un escritor. Su definición pone del revés el bulbo raquídeo de todos los diccionarios del mundo. Esa inconcreción es nuestra grandeza y las escaleras de Escher, que nos suben al Parnaso al mismo tiempo que nos bajan al inframundo, son nuestra miseria. Y mientras esto dure, usaré mi licencia de escritor para pinchar el tímpano y que salga el pus, para sacar a la superficie a los que ya llevan muchos años aguantando la respiración y para abrir las cunetas y acercar un candil a los ojos vacíos que, sin embargo, nos miran. Y me pondré mi traje de prosa para convertirme en el homosexual con la cara llena de escupitajos, en la mujer con el orgullo hecho trizas a golpes de polla, en el desahuciado que se muerde los puños debajo de los cartones y en la persona a la que otras personas dejan morir en cualquier sitio de frío y de hambre y que (como si se cachondearan de ella) le llaman «refugiado». Eso haré porque eso es lo que tengo que hacer. La única copa que nos permitirá beber del agua de la vida es la que formen nuestras manos. Por lo demás, solo nos queda soñar (quiero decir escribir), porque la eternidad es también un sueño/una ficción y a la belleza, si nos lo proponemos, la podemos atrapar con un cazamariposas. A veces, en las noches de mayor silencio, todavía oigo aullar a Kira. Pero ya no me asusta, aunque anuncie la muerte. Esa perra me enseñó que todo lo que nos rodea también la anuncia, y sin embargo, a diferencia de ella, disimula y se calla.

 

 

 

Kira, de David Llorente, fue galardonada con el Premio literario de Novela Corta Francisco Umbral en 1998 por un jurado formado por:

 

D. Juan José Alonso Millán y Dña. Ana M.ª

Fernández Mayo.

 

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