Kira

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KIRA » IV

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IV

El amanecer nos sorprendió a todos por su cielo encapotado y vasto y preñado de agua apelmazada dispuesta para hacer naufragar al pueblo en un océano marrón de légamo lento y movedizo, sin embargo el perdedor, mientras su hija recibía el nuevo día con la pluma entre los dedos, amaneció feliz porque logró expulsar al demonio de su hogar exorcizándolo con la imagen de Felisa desnuda cuya sombra era una inmensa cruz, y supo al instante que Felisa era la única salvación que tenía contra los aullidos de Kira, esa dulce perra que al caer la noche convoca a la muerte para que ronde la casa donde a nadie puedo enseñar latín y donde una escritora desconocida y aficionada a las delicadas artes del sexo fragua una ambiciosa novela que la saque de este pueblo sobre el que hoy se cierne la amenaza de una tormenta furiosa que borrará las huellas de los instintos y hará volar las casas por encima del monte, a la escritora se le seca el caudal de imaginación y me busca en la habitación para que hagamos el amor dentro de un armario repleto de cojines y ropa de invierno que huele a la curiosa mezcla de polilla y naftalina, el perdedor sigue creyéndose que soy el interino profesor de latín de su hija y quizá por eso no se sorprende cuando me ve llamar a la puerta de su hija desnudo y con un látigo en la mano, o quizá es que ya nada puede llamarle la atención más que la preocupación de que la dama fría lleva el nombre del perdedor escrito en su libreta negra, pero ahora sabe que tiene una salida, Felisa, y también sabe que tendrá que romper su caparazón de vergüenza y mostrarle su corazón inflamado en una bandeja de oro aunque tenga que despiezar al pescadero y echar sus restos a los cangrejos que vende a trescientas pesetas el kilo, ante la inminente tormenta de fin de verano el perdedor protegía sus árboles con el abrigo de unas telas que impedían al viento arrasador desbaratar sus estéticas casi pictóricas, y también lavaba con alcohol y mercromina las heridas de las dalias provocadas por el hambre vital de las babosas que nadie sabe dónde duermen.

El perdedor metió en una bolsa sus herramientas y su mono azul de trabajo y partió en dirección a la piscina para ver qué pasaba con el agua dulce que atraía a las avispas, aunque por muy dulce que fuese, jamás sería igual que las lágrimas o los besos de Felisa en el momento improrrogable en que se declararan su amor callado durante tantos años errantes, el perdedor pasó por la plaza en el tiempo histórico en que tomaba posesión de su cargo el nuevo alcalde que daría un vuelco a la vida del pueblo con sus ideas excéntricas como aquella de los viajes organizados para la tercera edad en autobús con destino a la costa con la severa obligación de estrellarse mortalmente en la primera curva para reducir la media de edad del pueblo, y también estableció que todas las mujeres que cumplieran dieciocho años tenían que quedarse embarazadas de su novio, de su padre o del señor alcalde porque los niños son el futuro, y convocó un concurso trimestral de pintura abstracta para que hasta los más necios del pueblo pudieran participar y estar entretenidos, y el perdedor fue testigo de cómo el alcalde miró al cielo encapotado y gris y ordenó a sus funcionarios que quitaran esas nubes y trajeran un sol radiante porque aún no había terminado el verano, y bajo pena de enfermedad estableció que de hoy a mañana se esculpiese un retrato suyo de diez metros que habría de ubicarse en el centro de la plaza con la orden previa a las palomas de que no se cagaran sobre su cabeza, y como todo lo que dijo se cumplió, el pueblo entero lo vitoreó y gritó viva el nuevo alcalde que tiene poder sobre las fuerzas de la Naturaleza, y así comenzó la dictadura de un alcalde que tenía como guardaespaldas a dos enormes hermanos siameses sanguinarios como perros de presa adiestrados para matar, pronunció un breve discurso en el balcón que nadie entendió porque usaba unas palabras que debían de estar en los últimos sótanos del diccionario, aunque en el pueblo corrió la voz de que el nuevo alcalde conocía el idioma atávico de sus más remotos antepasados, de manera que para no llevarle la contraria se empezó a pronunciar las palabras al revés y a desquiciar la sintaxis de las frases, pero la nueva lengua no tenía unas normas fijas y la gente del pueblo estuvo dos años sin entenderse aun después de la muerte del alcalde, y esos años fueron los más prósperos porque los hombres no pudieron seguir jugando a las cartas y sus mujeres dejaron de sacar las sillas al portal cuando la tarde declinaba, pero todo esto que narra la escritora para ganar el concurso sucedió varios años después de que el perdedor pasara delante de la plaza y viera una lluvia de pétalos de rosa caer sobre la figura del alcalde y la de sus guardaespaldas unidos por el costado, el perdedor salió de la plaza del pueblo arrastrando sus canijas patas de enano circense y cuando pasó delante del D.I.A. echó una mirada de refilón mientras pensaba si existiría algo en esa tienda que él pudiera comprar sin levantar sospechas, y entró y en una cesta de plástico metió dos guantes de goma y una camiseta de niña y tres kilos de pañuelos de papel, y espiando desde el último puesto de la cola descubrió que la caja de Felisa estaba ocupada por una niña impúber que tenía problemas con el rollo de cinta, y el perdedor se paseó de un lado a otro como una fiera acorralada por esa tienda destartalada y sucia y pidió entrevistarse con el dueño que según decían todos había salido al hospital a visitar a un primo leproso, y el perdedor no dejó de beber detergente con la amenaza de que aquí me muero si no hablo con el dueño, y después del detergente empezó con las pastillas de jabón barato, y cuando acabó con el carbón de barbacoa y llevaba siete litros de aceite de camión en el estómago apareció el dueño por la puerta de emergencia mientras los clientes más antiguos apostaban acerca de los minutos que le quedaban antes de morir, y el perdedor agarró de la ropa al dueño y lo levantó del suelo y le hizo saber que si no volvía a admitir a Felisa, él mismo lo ahorcaría de sus tripas porque no es de hombres despedir a una cajera a sabiendas de que la deja sin armas para vivir, y fue subiendo el tono y sus ojos se inyectaron en sangre hasta que el dueño aseguró que la señorita Felisa estaba de vacaciones de verano con una paga en el bolso que le permite si quiere salir del pueblo y pasar tres o cuatro días en las arenosas playas de la costa abarrotada de madrileños y rascacielos y viejos de septiembre que llenan las playas para ir a morir al arrullo del mar, el perdedor soltó al dueño con la consigna de que la próxima vez no se esconda como una babosa, y corrió al lavabo y se tragó seis laxantes para eliminar del cuerpo todo el veneno ingerido que después le hicieron pagar quienes apostaron que moriría víctima de convulsiones horrorosas y densos espumarajos de alquitrán.

Se le hacía tarde al perdedor y tuvo que apresurarse para llegar a su trabajo antes de que el intenso bochorno despertara a las avispas de la piscina, donde se bañaban tres hombres pagados para remover la tierra del fondo y ayudar así a la vieja depuradora, en el trampolín un bañista hierático no tenía arrestos para lanzarse y sí un intenso sentido de la vergüenza como para bajar las escaleras con el rabo seco entre las piernas del bañador, el perdedor probó el agua y efectivamente sabía a miel y a membrillo y le dijo al encargado de la piscina municipal que la única solución era rebajar el agua con sal, pero esa decisión le correspondía al alcalde, que llegó en su limusina negra herméticamente cerrada y dio la orden de salar el agua y echar unos atunes en la piscina y rodearla de arena fina, y así fue cómo el pueblo tuvo una playa que atraía a los veraneantes que buscaban el mar y la montaña para descansar sus treinta días de asueto, y también fue así cómo el perdedor se convirtió en uno de los pocos hombres que pudo mirar los ojos del alcalde, que se harían famosos por ser cada uno de un color desconocido y no tener a nadie detrás más que polvo de luna y constelaciones de estrellas, con lo que saltó la noticia de que el alcalde era un alienígena salido de una de las películas americanas de la pantalla del cine de verano, a mí siempre me llegaban tarde esas habladurías de vieja aburrida porque pasaba el día con la joven escritora en posición horizontal encerrado en mi habitación incendiada, pero coincidió que ese día bajé al pueblo con la carretilla a comprar condones y me encontré en la farmacia al perdedor contando a diez paletos boquiabiertos cómo la mirada del señor alcalde le había traspasado el cuerpo, y esos diez pueblerinos se dispersaron a toda velocidad para acrecentar la historia y mixtificarla a quien la quisiera oír, después pidió al farmacéutico unas píldoras contra el mal aliento y unas inyecciones de autoconfianza y un espeso jarabe que le diera fuerzas para arrastrar a su lado al talismán contra su muerte, pero aquella botica de mierda solo tenía aspirinas y compresas y vendas para las torceduras de tobillo, sonó la campanilla de la puerta y entró nuestro vecino con una receta que le permitía comprar un medicamento específico contra el mal de su moribunda anciana madre, y el perdedor lo miró a la cara sorprendido por la serenidad de un hombre en cuya casa se deben de oír los pasos de la muerte subiendo las escaleras hacia el segundo piso, donde la vieja deja marcada en la cama con sudor la silueta de su espalda y respira con la agonía última de sus pulmones el aire puro de la sierra fría que lleva el aroma de las yerbas medicinales que crecen allí donde la mano del hombre no sabe llegar, atravesando el pueblo, entre mujeres que van a la compra y perros que van a la sombra y viejos que no saben dónde van, el perdedor y nuestro vecino hablaron de la salud de la vieja condenada a contar los días y de la numantina lucha contra el último adiós, y el vecino lo invitó a su casa a tomar un aperitivo y un vaso largo de tinto de verano antes de complacerlo con la visita a los aposentos de la enferma, que olían a decadencia y a decrepitud y donde a los ojos del perdedor se diría que aquella vieja llevaba más de un mes sin vida de no ser por un silbidito que se le escapaba de la nariz como si fuera el fino hilo que la sujeta al mundo de los seres vivos, el vecino secaba el sudor de la frente de su madre inmóvil y le inyectaba en el brazo algo que la hacía dormir porque lo ideal era que durmiese para no sufrir, que durmiese el resto de su vida y muriera sin un dolor y sin la tenue evidencia de que algo irreparable le carcomía las vísceras, y el perdedor sintió un corrimiento en sus entrañas cuando la vieja de repente se encorvó y desfiguró su rostro resquebrajado en un ademán cadavérico y del interior de su cuerpo consumido salió un desgarrador grito que al cesar dejó en el ambiente una atmósfera elástica y densa de terror que ayudaba a la convicción de que lo más humano era asfixiarla con la almohada y lo menos decente era aquello que se retorcía de sufrimiento sobre la cama hasta que poco a poco se quedaba desmayada y recuperaba la respiración sibilante que anunciaba que la muerte juega con cartas trucadas y con monedas de dos cruces.

El perdedor y el vecino comieron en la cocina, y luego en el salón se sentaron cada uno en una silla y compartieron varias horas el deleite de la compañía sin palabras, porque aún existe gente como los perdedores, que necesitan una persona desconocida a su lado que guarde un silencio de catedral pero que ayude a ahuyentar la soledad en los difíciles días de la reflexión, las nubes desobedecieron el mandato del señor alcalde y regresaron para comenzar su aguacero con unos goterones pesados y con un cielo denso y bajo que encerró al sol en el ático del mundo y al pueblo en una oscuridad de juicio final, las farolas se encendieron antes de ser arrancadas con el primer golpe de viento, en el cielo explotó un trueno como si un hacha hubiese partido la tierra por la mitad, los animales comenzaron el llanto de su sinrazón mientras se ocultaban y mientras el manto de los montes chillaba pidiendo auxilio porque la fuerza del vendaval le desprendía de la tierra, el cielo se puso del color del vino y una borrachera de agua en forma de telón inundó las calles por donde se alzaban olas de treinta metros con crestas de espuma que rompían llevándose árboles y casas y postes por delante aunque los vecinos asomados a sus ventanas pidieran primero al alcalde y después a Dios que amainara el maldito maremoto celeste, pero todos callaron con el alma atragantada cuando vieron flotando la iglesia con su cruz a proa y las campanas tocando a muerto empujadas por el viento y las aguas.

Hacía mucho tiempo que el perdedor no estaba a gusto con otra persona en esa cárcel de piedra que ese día los protegía del temporal, aquel vecino era hombre de pocas palabras y pocos gestos, vivía dentro de sí mismo quizás aguardando la muerte definitiva de su madre, que ni hablaba ni entendía, o haciéndose preguntas incontestables a la muda soledad que hace compañía cuando los muebles de la casa destilan tristeza, pero esa vez tenía a su lado a un perdedor que en los pocos minutos que estuvieron juntos le cogió un cariño tan grande que empezó a considerarlo un amigo con el miedo de que un día llamara a su puerta cargado de maletas con la noticia de que me voy de viaje para no regresar jamás, igual que le hicieron los rostros de sus viejas fotografías de amigos muertos por la capacidad de la memoria de borrar los malos momentos y de no retener a esos malos cabrones hijos de una perra sarnosa que lo fueron abandonando uno por uno y lo confinaron a un tejado en compañía de una flauta de hueso y de un álbum que al abrirlo se le abría en el pecho y en la garganta del perdedor la espita del dolor y del llanto que jamás se agotan y que se recargan con más fuerza para la próxima vez, cuando la tormenta redujo un instante su virulencia el perdedor se despidió de su vecino con un abrazo y salió afuera protegiéndose los ojos y la boca de las nubes de polvo que se habían levantado, y al llegar a su casa abrió las ventanas para que los pájaros sin nido se protegieran en el salón y cantaran su trino de agradecimiento, su hija tenía un miedo cerval a las tormentas y a los días anochecidos prematuramente y el perdedor no vio nada extraño en que un servidor paseara desnudo por la casa con la escritora acoplada a mis caderas en el momento justo en que volvió a eructar el cielo y a deshacerse en millones de hilos de agua que restallaban sobre los cristales de su habitación bochornosa durante toda una lánguida tarde en que estuvo sudando en la losa fría sin que hubiese nada que hacer más que sonar la flauta y reducir al mínimo la actividad corporal porque aunque afuera el furor de la tormenta hiciera retemblar el pueblo, dentro de la casa el calor se estancaba y el ambiente se inflamaba y el perdedor acababa respirando una atmósfera hirviente que su vecino trataba de remover con un abanico para que su madre no se asfixiara de una vez por todas ante la imposibilidad de encontrar oxígeno, el perdedor tumbado bocarriba en el suelo para combatir el dolor de espalda y ese calor azucarado de los días inestables tocaba la flauta de hueso y miraba las telarañas tendidas en los ángulos de su techo atrapando en su urdimbre pegajosa los pensamientos que el perdedor abortaba de su frente pero que no podían escaparse jamás, y entre ellos estaba por encima de todos el de Felisa, su amante inédita, la concubina dispuesta del pescadero en esta tarde noche pasada por agua y viento porque según se dijo después el alcalde tuvo sueño a las dos de la tarde y ordenó que se apagara el interruptor del sol para que no hubiese luz que le estorbara la siesta, el perdedor entró en un dulce sopor de ensoñaciones referentes a Felisa quemando en su tejado el álbum de retratos hirientes en un símbolo de nueva vida que suelta el lastre de los recuerdos, al despertar herido de amor vio un instante su cuarto sin cama cegado por una luminosidad blanquísima que desapareció para dar paso a una sobrecogedora oscuridad, negra y pétrea, impenetrable, había sido un relámpago seguido de un trueno que brotaba del centro de la Tierra y removía los cimientos de la casa y hacía traquetear el esqueleto del perdedor, después llegó un silencio plácido roto por el murmullo de la lluvia y el pesado tictac del reloj fosforescente de pared que indicaba sin atisbos de error que la hora de la noche había llegado a su médula, fue entonces cuando en esa momentánea calma del cielo se oyó el aullido quejumbroso de la perra Kira que avisaba que la profecía tenía que cumplirse, y otro relámpago iluminó detalladamente el mobiliario de su cuarto, y un trueno en forma de sierra hizo tambalearse el tejado, y luego otra vez el aullido de Kira, y un relámpago, y un trueno, y Kira en un orden perfecto con los fenómenos atmosféricos, de manera que aullaba cada relámpago y trueno porque la fosforescencia del reloj indicaba que esta vez la oscuridad era la noche, y el perdedor enloquecido recorrió toda la casa y retrasó cinco horas todos los relojes con el fin de engañar a la muerte, que salía etérea y bestial por las fauces de Kira después de cada trueno, el perdedor con el rostro desencajado de terror apoyó la espalda contra la pared y permaneció inmóvil mirando la puerta de su habitación con los dedos en forma de cruz por donde había de entrar la señora de luto que se lleva a los vivos con la mirada helada de sus ojos huecos, aunque también podía aparecer por la ventana en forma de cuervo, o por el suelo con el aspecto repulsivo de una serpiente, o también podía estar dentro de su propio cuerpo como hizo con la vieja vecina que de repente partió el rumor de la lluvia con un grito quejicoso que arrastraba un dolor infinito, y después otro grito, y otro, y otro, y otro grito, hasta encadenar un continuo lamento de tortura medieval, porque era cáncer, joder, era el cáncer que le devoraba los huesos y la dejaba sin peso sobre su cama de mortaja con el aspecto de una muñeca de guiñol hecha de sangre y pellejo, y mientras el pueblo escuchaba en vilo los clamores agónicos de la vieja moribunda, el perdedor sentía un alivio sin límites, porque era el cáncer, joder, el cáncer que siempre vence y le devora los huesos igual que las babosas devoran las dalias.

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