Kira

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KIRA » VI

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VI

A la mañana siguiente desperté solo y con mal aliento y sin posibilidades de coito matutino porque la escritora había madrugado para llevar su novela mecanografiada al ayuntamiento, donde un jurado de doce súbditos del alcalde las recogían y las leían con detenimiento para ser justos en el fallo que tendría lugar a las veinticinco horas en punto de ese sábado primero de fiestas.

A la puerta del ayuntamiento habían llegado madrugando más que el sol quince escritores furtivos con la crujiente prosa debajo del brazo que releían fugazmente, y miraban de reojo a esa joven con aires de superioridad que en su novela se había permitido el lujo de escribir un prefacio donde agradecía al jurado su sabia elección, yo me desayunaba con la comida del perdedor mientras este despertaba de su letargo con el sol muy alto y centenares de martillos retumbando en su cabeza y con una tiritera inconsciente y un frío de huesos y preguntándose qué pasó después del baile de la plaza, se dio una ducha caliente y bajó en calzoncillos a la cocina para prepararse una infusión contra la cruel resaca de las pastillas de la risa, y me preguntó qué había pasado la noche anterior, que tenía un vago recuerdo de un zoo del infierno invadiendo su casa, yo le contesté no lo sé, me encerré toda la noche con su hija repasando latín, pero ya no me oía porque salió al jardín a cuidar el esqueleto de sus dalias devoradas por el hambre de las babosas y a contarle cuentos al sauce sentimental y a limpiar el frondoso vientre de la enredadera y a hacer que el lagarto multicolor cambiase las tonalidades de sus escamas, y tumbado en su hamaca de siempre encendió su transistor sin pilas para recrearse en el silencio leve de la Naturaleza viva, había regado todo el jardín con diferente agua para cada especie y en el aire se respiraba una humedad verde que le reconfortó el cuerpo y le borró de la memoria los confusos recuerdos de la noche anterior hasta que de una de las ventanas de su vecino surgió el filo de un grito punzado de dolor y recordó con hiriente tristeza de católico bondadoso la agonía de la vieja que según el decir del pueblo respondía al mal contagioso de una enfermedad africana, el perdedor cerró los ojos para reunirse con Felisa durante una horas sin pescadero llenas de ternura y de sexo en las que no existía el álbum de recortes de amigos empolvados por el sedimento del rencor malsano que lo obligaba a derramar lágrimas de hiel subido en su tejado desde donde el pueblo era un paisaje de techumbres desordenadas.

Aquel sábado de fiestas mi joven amante me abandonó para pasarse entre sus muslos a los miembros del jurado mientras en la plaza del pueblo y al solemne son de unos instrumentos nobles el alcalde se nombraba emperador de todos los territorios que hablaran su mismo idioma, y con la bandera a media asta en memoria del antiguo alcalde, que murió en el calabozo suicidándose de veinte cuchilladas en el pecho y vientre, el emperador reunió a todas las pitonisas y videntes y lectores del cielo y de las palmas de las manos y los posos del café para que le anunciaran las grandezas de su destino, pero hubo de matarlos a todos porque cada hechicero del porvenir anunciaba una cosa diferente, joder, que parecían estafadores de viejas y charlatanes de feria que auguran a quien les pague longevidades bíblicas y descendencias más bíblicas aún.

Las calles estaban repletas de larguísimas filas de sillas donde los niños dibujaban para ese concurso de pintura que consistía en hacer el mejor retrato del alcalde, y el mismo tema era para el concurso de escultura y cerámica y música y poesía, de manera que ese día se llenó de actividades panegíricas interrumpidas a la hora de comer por una gigantesca paella en medio de la plaza adonde acudían hombres, mujeres y niños con sus platos y sus cubiertos para acabar con la barriga llena de granos de arroz amarillo y tomando café y jugando al tute en las fondas de las callejas repletas de racimos de niños cambiando cromos del señor alcalde, el perdedor no acudió a la comida de concordia porque se quedó en el jardín de su casa escuchando con morboso deleite los ahogados gritos de su vecina a la que su hijo le inyectaba medicinas en esos últimos momentos en que un extraño rictus le había cerrado la boca impidiéndole comer sus papillas y pronunciar sus medias palabras atragantadas que su hijo no comprendía porque de siempre desconoció el lenguaje de los muertos, pero aquella señora se negaba a la evidencia de que ya estaba muerta y que su cuerpo se iba pudriendo poco a poco al calor de las supurantes llagas abiertas por todo su cuerpo que humeaba el nauseabundo vapor de la podredumbre, se cocía en su propio caldo rancio de vieja muerta hace siglos y desprendía su cuerpo un humillo de cocina que en forma de retazos vaporosos se escapaba por la ventana y llegaba a las fosas nasales del perdedor, que creía que su vecino hervía en secreto ratas muertas y bostas de vacas para drogar a su madre en los últimos instantes de un sufrimiento que la despedazaba en gritos acompasados que se mezclaban con los ruidos de la Naturaleza y se hacían imperceptibles cuando el oído se acostumbraba, y más aún cuando las campanas de la iglesia empezaron a tocar a incendio, pues de resultas de la construcción de dos soles por mandato del señor alcalde, del señor gobernador, del emperador, del dictador de destinos morosos, de ese pedazo de hijo de puta inteligente y déspota, el campo inmenso que rodeaba el pueblo se recalentó hasta que no pudo más y las llamas nacieron de la tierra como por el arte de la magia, y en menos de diez minutos que nadie contó el pueblo se vio cercado por un cinturón amarillo y rojo de fuego en lenguas devastadoras que carbonizaban la vida bajo su reptar crepitante por mucho que un monaguillo se colgara de la cuerda de la campana interpretando el código fatal de un fuego cuyas negras y densas torres de humo se hacían notar porque oscurecieron el cielo y porque el viento traicionero llevaba al pueblo el anuncio del peligro en forma de millones de pavesas flotantes que llegaron al jardín del perdedor, donde tumbado en su hamaca soñaba con Felisa y con aplastar babosas y escuchar el bonito arrullo de la vecina muriéndose a gritos y sin oír en su mundo insonoro de profundidad submarina los tañidos de las campanas de la iglesia que el perdedor solo los hubiera interpretado como una exclamación de alegría por la semana de fiestas y por todos los logros y comodidades que había traído el señor alcalde cuyas palabras todo el mundo aguardaba con ansia en la plaza sintiendo el calor lento del fuego próximo, pero el señor de los designios no salió al balcón ni impartió las órdenes precisas con su voz tensa de macho dominante sino que se hizo sus miserias en los pantalones y se ovilló de miedo dentro de un baúl de ropa vieja, con lo cual el pueblo rescató de las piltrafas de su memoria lo que solían hacer en estos casos de alarma ardiente antes de que nadie les hurgara en la conciencia con órdenes atemorizadoras, y corrieron los hombres y los adolescentes con pelos en los cojones y las mujeres amantes de las piedras que las cobijan a coger los tractores y llevar tierra para asfixiar el fuego, y condujeron camiones con agua y cientos de manos desuñadas y resquebrajadas que manejaban herramientas con las que cavaron zanjas, la orden popular era que ningún hombre salvo el alcalde, que era cobarde y ya recibiría su merecido, se quedara en su casa mirando el trabajo de los demás, pues si había que morir se moría, joder, ¿o acaso alguien piensa vivir para siempre?, fue por eso que tres hombres con rostros de piedra entraron en el jardín del perdedor y lo sacaron de su hamaca y a empujones lo pusieron a trabajar en primera línea, donde las llamas se defendían de las agresiones echando bocanadas abrasivas y derramando humo negro que reventaba los pulmones y anegaba en hollín el blanco de los ojos, el perdedor estaba rodeado de fuego y de sudor y de voces que organizaban la faena sobre la marcha, vio gente huir con la espalda despellejada y vio a niños con cubos de agua que llegaba medio evaporada, pudo conocer el gesto de horror y la fortaleza de la sangre de las mujeres, que echaban paladas de tierra tan cerca de las llamas que parecían amamantarlas, olió a carne chamuscada y a cráneos saqueados y a la encarnadura de los caídos que se abría envuelta en volutas, llegaban noticias de que en la otra punta el fuego había alcanzado las primeras calles del pueblo, y que hombres, mujeres, niños y máquinas retrocedían ante el gigante incorpóreo que no se deja tocar, pero llegó un trueno de garganta, dos brazos de acero, la vitalidad de un hombre que luchando cuerpo a cuerpo con el fuego alimentó de esperanza al resto de sus compañeros, que siguiendo el ejemplo decidieron vencer o morir y multiplicaron sus fuerzas y trabajaron con tal odio y tal ahínco que al cabo de cinco horas con el viento de cara el fuego iba muriendo en negras tumbas de humo sobre la tierra de pastos arrasados, aquel hombre que peleó por cien y que tenía en sus dedos el poder de veinte ejércitos era el pescadero, bien lo vio el perdedor, que lloraba con su ropa hecha tiras pidiéndole a Dios que si no le concedía a Felisa, por lo menos lo protegiese de la horrible muerte del fuego, la gente lo empujaba, las mujeres y los niños lo quitaban de en medio porque estorbaba con su lacrimógena pasividad de perro doméstico, cuando este flanco dejó de ser peligroso porque el fuego se había controlado, el pescadero corrió como una ventisca de músculos hacia la otra punta del pueblo donde el fuego ya hacía estragos en las primeras casas, yo lo seguí porque quería ayudarlo y verlo trabajar, pero ante el asombro de mis ojos y de los demás pares de ojos cercados por el peligro, el fuego retrocedió de solo ver al pescadero abalanzándose rabioso contra las llamaradas, y el temible enemigo de cuerpo amarillo y rojo huyó despavorido para perderse por los montes lejos de aquel guerrero que con el frío de su mirada fue capaz de congelar el mismo infierno.

Nadie lo podía creer, y sin embargo era cierto, el enorme telón de fuego había desaparecido por el horizonte, que empezaba a despejarse de la humareda abierta por el filo del viento, el perdedor regresó al pueblo caminando sobre la tierra humeante y negra y sobre cadáveres de hombres irreconocibles cuyos familiares iban recogiendo en silencio, y sobre cuerpos de animales con las patas rígidas, todo era desolación, la iglesia cesó sus tañidos de alarma y volvió la música festiva de la banda tocando pasodobles y rumbas mientras un grupo de hombres encabezados por el pescadero se organizaba para limpiar el campo de valientes, el perdedor se refrescó el cuello en un abrevadero donde yacía flotando el cuerpo ahogado de un pájaro con las plumas quemadas, lo cual era un claro signo premonitorio de aciagas consecuencias que terminó por tender una sombra de pesadumbre sobre el alma del perdedor, que según caía la tarde y la gente salía engalanada a beber limonada a los bares abiertos, caminaba hacia su casa con un insólito rencor hacia el pescadero, que salvó de la muerte entre cenizas a todos los hombres del pueblo, que al llegar la noche y con los cuerpos alterados por el alcohol echaron abajo la estatua del alcalde, que se hizo añicos, y quemaron la bandera del pueblo, y concentrados en la plaza gritaron al unísono alcalde, cobarde, venimos a matarte, y echaron abajo la puerta del ayuntamiento y volvieron todo del revés buscando el cuerpo vivo del alcalde cagón, pero salieron sus súbditos con metralletas que vomitaron sobre la masa humana que destrozaba el mobiliario y que había decidido derrocar al alcalde y no darse jamás por vencida, de manera que los lacayos del alcalde fueron linchados y colgados de sus genitales en los cables pelados de alta tensión, y de los siameses mataron a uno para que el hermano sufriera toda su vida el peso de un muerto pegado a su piel, encontraron al señor alcalde en la azotea y lo arrojaron al vacío para que se partiera en dos sobre el empedrado, y allí lo abandonaron para que fuese pasto de los perros y los gatos callejeros y las aves carroñeras porque los animales también tenían derecho a un festín cuando todo el pueblo era una fiesta incontrolada, y a hombros cogieron al pescadero y lo subieron a la tarima del escenario para que delante del micrófono dijese su discurso de investidura, pues él era ahora el dueño legítimo de todas sus vidas, y solo dijo amigos míos, el tiempo de la dictadura ha terminado, y aunque quiso decir algo más no pudo porque el pueblo entero reventó en gritos y en aplausos y siguió bebiendo con el afán de refrescarse las entrañas destempladas de la lucha contra el fuego.

El perdedor sabía que ahora Felisa, la única mujer en la redondez de la Tierra que era capaz al mismo tiempo de hacerle reír y llorar de amor, sería la alcaldesa de un pueblo donde todos los alcaldes son dioses, y camino de su casa, en las callejas vacías, se afianzaba en la melancolía del amante distante que adora en el silencio de su anonimato, oía la música frenética cada vez más lejos a su espalda, y al llegar a la explanada donde estaba su casa las estrellas iluminaban el cielo como si fuesen millones de insectos fosforescentes con la extraña forma de una lágrima que se derrama, y comprendió que su vecina había fallecido definitivamente porque la ventana de su calvario estaba abierta de par en par para que el aire fresco de las noches de septiembre orease la habitación y la limpiase de la elasticidad tensa de las enfermedades, pasó de largo y entró sin llamar a casa de su vecino, en cuyo jardín cavaba un hoyo para enterrar a su madre, que envuelta en sus sábanas de pies a cabeza aguardaba en el suelo a que la profundidad de su tumba fuese lo suficientemente honda para formar parte de la tierra, el perdedor no abrió la boca, no dijo nada, pero agarró el pico y se metió en la fosa y ayudó a su vecino a luchar contra la pestilencia de la tierra negra y contra las raíces ásperas y los insectos ciegos, y el huérfano, según buscaba el centro de la Tierra, contó al perdedor que al final no le hacían efecto los medicamentos ni la morfina, que los dolores no remitían sino que aumentaban y se le ramificaban por todo el cuerpo, que quizá no estaba enferma sino que los achaques de la vejez eran desmesurados, y que contra los dolores sin motivo no hay remedio, acabaron de construir la fosa y el vecino despojó a su madre de su mortaja cocida por el hervor de sus llagas y el perdedor vio algo parecido a un insecto grande con el aspecto de un fósil asqueroso, así es, dijo el vecino, los dolores la redujeron a un montón de huesos retorcidos, y la arrojaron a la tumba y la arroparon con tierra y sobre esa tierra echaron semillas de un árbol cuyos frutos con el tiempo llevarían el sabor de los besos de una madre.

El perdedor salió de allí para que su vecino en soledad llorara a su madre los años que hicieran falta y se vistiera el corazón de luto el resto de sus días, al llegar a casa el perdedor nos vio a su hija y a mí desnudos y borrachos de champán y saciados de manjares porque al fin había conseguido el primer premio del concurso de literatura, joder, lo había ganado porque su prosa era tan ágil como la de los negros que escriben sus novelas a otros escritores con más nombre y menos talento, el jurado había releído diez veces todas las frases y acabaron por convencerse de que tendrían que dar el premio a una mujer, coño, o sea que las mujeres también saben escribir, joder, pero qué novela hay que sea escrita por una mujer, y le dieron el premio a ese cuento largo, a esa novela corta y encantadora que les cautivó el corazón con ese fárrago de palabras y la historia triste y fantástica de una perra y un perdedor que aúllan cada uno a su manera, yo creo que era justo, la novela no la llegué a leer, pero vi en los ojos de mi amante escritora la ilusión de crear una fantasía con la esperanza y la lentitud con que se hacen las cosas bien hechas, el perdedor subió las escaleras hacia su habitación arrastrando la pesadumbre de que el premio incluía un curso de ocho años de narrativa en la capital lejana, y su hija se iba, no lo pensó dos veces porque ella no era una perdedora y sabía aprovechar las ocasiones de huir del lugar donde nació y abandonar a la familia y a los amigos y vivir en una fantasía construida y alimentada con los destellos de la imaginación, y eso es lo que no entendía el perdedor, su padre, pues para él los amigos y los familiares son para siempre, son un grupo inquebrantable, y han de triunfar o fracasar, pero juntos, y verse envejecer y llamarse todos los días para preguntar qué tal les late el corazón, ¡por Dios!, eso de abandonar es traición y cobardía, y abría su álbum de restos marchitos y volvía a recuperar a sus amigos crecidos de la infancia en el gesto inmortal y prefabricado de quien posa ante una cámara fotográfica, y el recuerdo de aquellos momentos felices encadenados por la amistad romántica que miente con no romperse jamás, y el recuerdo de su Felisa perdida para siempre le provocaron su punzada en el pecho, que lo dobló por la mitad, y otra vez volvió a creerse que se moría, y tumbado en su cama de losa gritó a quien lo escuchara que en su entierro quería una bandera a media asta con el rostro grabado de Felisa, y que en su hoyo mortuorio metieran todas las plantas de su jardín, y que abrasasen para siempre su álbum de recortes de vidas ajenas, pero como nadie existía dispuesto a escucharlo acabó por resignarse a que él jamás podría morirse porque estaba rodeado de ineptos, sobre todo yo, que vivía de enseñar lenguas muertas, y su hija, que se olvidó del dolor de su padre y a la menor ocasión se largó a perseguir un sueño.

Era noche cerrada, era domingo, el perdedor trataba de dormir en el encierro de su habitación y bocarriba en el suelo para que su columna atrofiada por los trabajos de la fontanería no sufriera con las blandas irregularidades del colchón, todo era un absoluto silencio, Kira había dejado de aullar con el ímpetu de los últimos días, y solo de vez en cuando se le oía un aullido corto que se perdía confundido en las respuestas desesperanzadas de otros perros que al otro lado de la verja aguardaban para montarla, sus aullidos ya no llevaban las cadencias humanas de almas perdidas, por eso estaba tranquilo el perdedor repasando la historia de su vida día a día con la facilidad de quien estudia siempre la misma lección, y al llegar a la actualidad en que se encontraba serían las cinco de la mañana y lo desveló por completo el llanto desgarrado de su vecino al pie de la tumba de su madre recién dada a la tierra, y ya no pudo pegar ojo porque aquellos hipidos lánguidos de dolor insalvable envolvían toda la casa y los podía oír saliendo de cualquier rincón de la habitación como si quien llorase no fuese su vecino sino su propia casa entristecida desde hace siglos, y con el primer claro del día saltó a la calle y cogió el primer autobús que subía a la estación, y una vez allí llamó a la puerta pétrea de la obesa bruja Fudina para preguntarle ensopado en sudores premonitorios qué cojones significaba el llanto de un hijo que llora a su madre muerta de dolor y enterrada en el jardín a las cinco de la mañana de un mes de septiembre que llega a su fin, y la gorda Fudina hinchó sus carrillos enormes y resopló profundamente y le explicó al perdedor que semejantes acontecimientos solo se dan una vez cada mil años y que trae a quien los escucha una vida de pesares y malos augurios, y el perdedor sintió el frío de una hoja sajándole las entrañas porque aquella noche en que escuchó el primer llanto del vecino su hija le daba la noticia de que se iba de su lado para siempre.

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