Kira

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KIRA » II

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I

I

El martes por la mañana, el perdedor me preguntó si no había oído los aullidos de Kira, que no le dejaron pegar ojo en toda la noche, yo algo creía recordar con la imprecisión de la memoria de quien se pasa las horas nocturnas cabalgando sobre la hija de un perdedor, y le contesté que era posible que Kira estuviese en celo y citara a sus amantes para que se despedazasen por su amor, pero el perdedor me respondió que nada de eso, que él había estado esa noche con los amantes de Kira y no acudieron a ninguna llamada erótica, y me miró con el miedo de los perdedores ante los secretos augurios de las criaturas inhumanas, ni siquiera desayunó, sino que salió temprano al mercadillo, dejándonos a su hija y a mí fornicando sobre los apuntes de latín.

Bajo un sol sofocante y redondo, entre la reverberación de la arquitectura del pueblo, el perdedor arrastró sus patas de caimán hacia la iglesia, donde lo esperaba don Justo metido en su confesionario acompañado del alcohol y el tabaco y las revistas de putas desnudas, pero esa mañana el perdedor no estaba para alegrías impías, sino que le dijo al sacerdote que usara sus estudios de teología y sus lecturas santas y le respondiera a la pregunta de qué diablos significa el aullido tremendo de una perra famélica sobre un montón de arena, y el sacerdote le aconsejó que se olvidara de eso porque hay cosas que es mejor no saberlas nunca, y el perdedor salió de la iglesia románica más inquieto que nunca mientras se encaminaba al mercadillo donde podría encontrar a Felisa en su día libre haciendo la compra de la semana y regateando con los tenderos y eligiendo de capricho la berenjena más gorda en vinagre que tuviera la forma del falo del pescadero aunque muy difícilmente su mismo sabor, pero en el mercadillo de cada martes solo se encontró orondas señoras en bata pidiendo la vez y descargando sus iras con el frutero que había tenido la impericia de vender melones pasados o duros como pepinos, lo cual dio al perdedor una gran idea y corrió frenético al mercado y se plantó en la pescadería abarrotada y gritó a su enemigo que cómo tenía la desfachatez de haberle vendido unos peces en tan mal estado que ni su lagarto los quiso para cenar, que cómo fue capaz de envolverle cadáveres de merluza y de salmones despellejados tan pútridos que obligaron al doctor a extirparle el estómago, y el pescadero le contestó quién cojones eres tú que no te he visto en mi vida, y el perdedor no supo qué contestar porque le asaltó la certeza de que no era nadie salvo en el álbum de fotografías mudas que abría en el tejado de su casa, pero quiso vengarse con tal fuerza que lo hubiera descuartizado y echado de pasto a sus cangrejos de no ser porque había mucha mujer comprando en el mercado, y salió corriendo a la calle, que ardía con los últimos fuegos del verano aquel en que la policía entró en la mansión del alcalde con una patada en la puerta para arrestarlo por sodomita de niños huérfanos, el pueblo que contemplaba las maniobras policiales quiso lapidarlo, aunque la facción de los humanistas aconsejaba introducirle por el ano diez litros de plomo hirviendo para que supiera el daño que había causado con su verga consistorial en el lindo trasero de los niños sin pasado que jamás lloraban en las vejaciones porque tenían la promesa del alcalde de resucitar a sus papás y mamás si mantenían la boca callada, la policía cumplía órdenes y no permitió que se le sacaran los intestinos y se tendieran por las farolas el primer domingo de fiestas, ni tampoco dio luz verde a la diabólica idea de sustituir en el campanario a la cabra por el alcalde, que ni siquiera puso resistencia en el momento de la detención, si bien es cierto que escupió en el rostro de un agente y se le vació el ojo, porque ya era sabido que aquel hombre era mitad humano y mitad diablo y conocía los libros secretos de la magia negra, es por eso que el perdedor se saltó el cordón policial y llegó a su alcalde detenido y le preguntó tan rápido como pudo qué significaba el prolongado aullido de una perra esquelética sobre un montón de arena en una noche de cuarto menguante, y hasta el alcalde se sobrecogió de aquel acontecimiento fabuloso que solo se produce una vez en quinientos años bisiestos, y le recomendó que visitara a la señora Fudina, que era vidente y descendiente de las armaduras huecas de las leyendas medievales que corrían por la Edad Media aterrorizando a trovadores, después la policía le sacó de allí a empujones porque su atrevimiento se podía haber contagiado y hombres, mujeres y niños podían haber acabado con la vida del alcalde a mordiscos y envenenarse con su sangre de reptil infernal.

He de decir que la hija del perdedor tenía el joder alegre y arrogante y se entregaba al sexo con arrestos y con una fuerza que me hacía muy difícil satisfacer sus expectativas, sobre todo cuando había llevado a buen puerto uno de los capítulos de su novela, lo cierto es que no parecía hija de un perdedor, porque ese pobre hombre entró en su casa con su cuerpo de galápago a la hora de comer sin más ánimo que el de tumbarse en la hamaca y tañer la flauta para hacer sonreír a sus plantas, pero ni siquiera eso le fue posible debido a la aguda tristeza y el profundo desasosiego que le produjo el que la pitonisa Fudina pospusiera la entrevista a la tarde, pues con el alcalde en el calabozo todo el pueblo esperaba para verse con la maga y que desentrañara lo que iba a ser ahora de esas pobres gentes que se quedaban sin el férreo gobierno de un tirano que mandó construir una iglesia del siglo XII y una calzada romana y una estatua ecuestre de un general cartaginés para darle historia al pueblo que se encontró el primer día de su mandato con dos tascas y un burdel repleto de pulgas y de ladillas como centollos, el perdedor no pudo conciliar el sueño mientras escuchaba los lentos pasos perdidos de los segundos, de pronto la vida del pueblo le pareció anodina y sin sentido, le pareció una tumba de montañas y de ríos, y no comprendió por qué los habitantes de ese conjunto de casas sin alcalde se dirigían la palabra y bebían cerveza juntos y se preguntaban por sus vidas con la cínica apariencia de importarles algo las respuestas, si lo importante es comer y vivir porque no se puede hacer otra cosa y quedar íntegro en el intento, le parecía absurdo enseñar latín y escribir novelas y desenmarañar cañerías y ponerse enfermo antes de morir, cuando lo ético es irse de este mundo como llegamos, sin anunciarlo, como hizo él con sus amigos de toda la vida, que se fue sin dejar rastro para no soportar la humillación solapada de recibirlos en casa y que le hicieran saber que habían ascendido en el trabajo o que ya eran padres de gemelos o que enviudaron a resultas de una enfermedad extranjera, lo único a lo que no podía sustraerse era a la evidencia de ser un dócil cornudo enamorado de una mujer que ignora su existencia y sus deseos febriles de hacerla su amante y mostrarle sus fotografías remotas y decirle te quiero al oído al tiempo que ella se saca las tetas por el escote con la peregrina intención de que el perdedor las amase hasta quedarse dormido de cansancio en el suelo, pues así su espalda no sufría con las enojosas desigualdades del colchón.

Su hija empezaba a ponerse nerviosa porque había un personaje que no sabía de dónde había salido y que se coló en la novela revolucionando a los demás personajes, que empezaron a escapársele de las manos, y sufría ante la posibilidad infausta de no tener la novela terminada antes del día final de inscripción, lo cual sería un rotundo fracaso porque ella se creía la mejor escritora del mundo y aspiraba a dedicarse a sí misma la primera obra y a rechazar el premio Nobel con el argumento de quiénes son esos suecos para decidir el éxito y la inmortalidad de un autor con el que jamás se han acostado, yo no supe qué decirle para expulsar a aquel entrometido de su novela, yo solo la fui a besar, pero me rechazó y fue a buscar a su padre el perdedor a quien le dijo oye papá tengo un intruso en mi novela, y el perdedor se asombró de lo que había crecido su hija desde la última vez que se fijó en ella, ¿quién es?, preguntó él, una perra aulladora de tres años, contestó su hija, y no pudo decir más porque su padre el perdedor la cogió de las solapas y la zarandeó y le gritó deshazte de esa perra, hija de puta, ¿no ves que puede arruinar tu vida?, y mi amante subió llorando a su cuarto para ver qué podía solucionar delante de su novela, el perdedor comenzó a exaltarse y a pensar con fuerza en Felisa para visualizarla y calmarse en la mansedumbre de los pensamientos amorosos, la quiso ver desnuda con mandil haciendo huevos fritos en la cocina, y en la bañera enjabonándose los pechos, y vestida de jardinera podando los setos del jardín, y en el cine de verano comiendo palomitas ante una película en blanco y negro, y la punzada volvió a doblarlo por la mitad pero no quiso beber el laxante porque lo único que deseaba era estar a solas con Felisa aunque fuese en su imaginación, pero los dolores eran tan agudos que le desplomaron en el suelo, y ante la certeza de que iba a morir entonó una ranchera y apareció el lagarto multicolor con una libreta en la mano para apuntar el mensaje que tenía que enviar a Felisa a su casa, un mensaje que dijera Felisa me muero por tu amor venenoso sin haber conocido el calor de tus abrazos, y el lagarto lo escribió y corrió por las calles del pueblo y trepó por la fachada de la amante lejana de su amo y se coló por la ventana rota del dormitorio y dejó el papel encima de la mesilla junto a un retrato del pescadero, y regresó al lado de su amo, que nos estaba dando órdenes de cómo teníamos que actuar cuando él se hubiese ido para siempre al infierno de los enamorados patéticos, pero se cansó de sus dolores de muerte y nos escupió a la cara y dijo que con unos estúpidos como nosotros nadie podía morirse, y salió de casa porque ya se acercaba la hora de reunirse con la vidente Fudina para resolver de una vez para siempre el misterio de los aullidos de la perra Kira, y cuando lo vimos atravesar la verja del jardín, su hija me pidió que repasáramos las declinaciones, a lo que yo respondí no, mi amor, mejor será que retocemos en el cuarto de tu padre, y ella no opuso resistencia porque creo yo que eso le apetecía más que dedicarse al latín aunque menos que sumergirse a resolver los problemas de su novela.

El perdedor, para ir a la cueva de Fudina, de la que se decía que era medio bruja medio aire, tuvo que coger el autobús que subía a la estación y que estaba abarrotado por tres señoras con bidones de agua, seis ancianos con jaulas de pájaros y el tonto del pueblo que murmuraba una canción y movía la cabeza a ritmo, la carretera que sube a la estación es estrecha y sinuosa y en cada curva hay un ramo de flores en memoria de los motoristas que se dejaron la vida, el autobús era pequeño y cuadrado y su conductor escupía tabaco por la ventana, los antiguos autobuses fueron reemplazados por el antiguo alcalde sodomita en los primeros meses de su dictadura con la idea de modernización, los nuevos nunca habían dado problemas hasta ese día en que algo se rompió y dejó de andar envuelto en humo gris y crujidos de metal, el conductor anunció que hasta allí habían llegado y se sentó en una piedra de la cuneta a liarse un cigarrillo mientras las viejas de los bidones se hacían cruces diciendo que desde la detención del tirano el pueblo se venía abajo y que ya nada funcionaba porque el desagradecimiento se pagaba con cincuenta años de calamidad, que serán los que sufrirán ellos por encerrar al alcalde que mejoró sus vidas y cuyo único desliz fue querer demasiado a unos niños que ni siquiera se quejaban, el tonto del pueblo escuchaba esto y temblaba hecho un ovillo en el suelo del autobús, el perdedor despreció a esas mujeres supersticiosas y las dejó en medio de la carretera con sus bidones del agua de la plaza y siguió a pie haciendo autostop a un coche de jóvenes melenudos que le ofrecieron caladas de droga y lo dejaron a la puerta de la cueva de Fudina para que el viejo no se pensara que los jóvenes llevan mala sangre, al perdedor no le gustó que lo llamaran viejo pero se le pasó cuando una mujer robusta y sebosa vestida con mantos dorados y collares de estrellas y pulseras con los signos del zodíaco y con un sol a modo de diadema y que se llamaba Fudina le abrió la puerta y le dijo pasa, perdedor, veamos cuál es tu destino, y le miró con lupa las rayas de la mano y los poros de la lengua y la forma de las uñas y la disposición de los pelos del sobaco para poder decirle te has extraviado de tu camino, eres igual que un madero a la deriva, y el perdedor contestó sí, ya lo sé, pero el problema es que desconozco el significado oculto de los aullidos de una perra famélica sobre un montón de arena en una noche de luna menguante y con el viento estancado, Fudina se quedó lívida, hierática, como si un filo de acero le atravesara sus entrañas grasientas, y cogió temblando sus cartas secretas y sus planos inveterados y comprobó que ese fenómeno es el anuncio de una tragedia porque según las invisibles leyes no escritas que dirigen las oscuras profecías, el aullido de una perra significa que alguien va a morir en el plazo de pocas horas, el perdedor contempló la ingente humanidad de Fudina que reposaba de sus visiones desparramada en su trono de diosa maldita y le pidió que consultara su bola de cristal para ver si sería él quien moriría, porque si era así necesitaba tiempo para organizar sus plantas y dar las órdenes de lo que se tenía y no se tenía que hacer cuando dejara de existir, pero Fudina dijo que la suerte aún no está echada y que morirá quien haga méritos para morir y vivirá quien haga méritos para vivir, y el perdedor quiso saber cuáles eran los méritos, pero Fudina había entrado en trance y su cara de pan redondo resoplaba ensopada en sudor y su cuerpo desproporcionado reposaba como una indecente masa de gelatina.

El perdedor tenía el presentimiento de que sería él quien moriría porque mientras se hacía la noche bajando al pueblo creyó volver a oír los aullidos de Kira, que lo atormentaban con la sensación de que él era el único que los escuchaba, y llegó con la luna alta y menguante a la verja de Kira con la intención de asomarse a sus ojos para ver si brillaba la chispa del rencor, pero solo encontró una perra aburrida por la ausencia de sus dueños que la encerraban en el patio y le dejaban un saco de pienso para que se administrase, el perdedor metió la mano entre los barrotes de la verja y la llamó con suavidad y ella acudió a lamerle los dedos y a ofrecerle el lomo para que la acariciara y rascara el picor de aquel asentamiento de garrapatas que tenía por todo el cuerpo, el perdedor se fue de allí más tranquilo porque descubrió que aquella perra sumisa lo quería, y que si todos los días le llevaba huesos y galletas dulces jamás sus aullidos podrían apuntarlo a él como víctima, pero la noche se cerró aún más y al perdedor no le estaba permitido dormir porque la perra maldita volvió a aullar como solo aúllan los demonios, intentó aplastarse los oídos con las manos, pero aquel aullido infernal había echado raíces en su cerebro y le oímos dar trompicones por su habitación y salir enloquecido al jardín con el impulso de escapar para siempre de la llamada de la muerte, y la casualidad lo llevó a descubrir una babosa que se arrastraba hacia las dalias, de modo que la cogió y de un mordisco la partió por la mitad, pero lejos de morir, las dos mitades de babosa siguieron moviéndose camino de las dalias, y el perdedor comprendió que todo su mundo estaba lleno de espíritus sarcásticos y que el pueblo entero estaba encantado por el hechizo del aburrimiento, y Kira prolongaba sus quejidos sobrecogedores mientras el perdedor abría la ducha y encendía el televisor y ponía la radio a todo volumen y conectaba la lavadora y los tres secadores para que el estruendo de esos aparatos amortiguara los aullidos de esa diablesa canina, aunque lo único que consiguió fue que su hija y yo pudiéramos alcanzar los orgasmos a pleno pulmón sin miedo de que nadie nos oyese, los vecinos salían a las terrazas gritando al unísono quita ese ruido, loco, que hay gente que quiere dormir, y el perdedor se acobardaba en su cuarto, tirado en el suelo por los dolores de espalda, susurrando en su ataque de fiebre que cómo es posible que alguien prefiera escuchar los desafueros de la perra antes que los sonidos domésticos, y tuve que salir de mi cuarto y desconectar aquel espanto de electrodomésticos con la seguridad de que el perdedor ya dormía, pues por debajo de su puerta manaba un río de lágrimas, signo inequívoco de que soñaba con los amigos de sus fotografías en blanco y negro.

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