Kira

Kira


KIRA » III

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Las babosas habían vuelto a masacrar las hojas del perdedor, que se levantaba del suelo frío de su cuarto con la sensación de que no tenía que preocuparse más de esa perra, de modo que regó sus plantas y dio de comer a sus pájaros y desayunó conmigo sin preguntarme qué hacía yo dentro del albornoz de su hija, y al salir de casa se encontró con el vecino, que iba a la farmacia por medicinas para su madre enferma, y el perdedor le preguntó sin darle importancia si por casualidad había oído unos extraños aullidos por la noche, pero su vecino lo único que escuchaba a esas horas eran los quejidos de su madre moribunda, lo cual llenó de esperanzas al perdedor, que creyó comprender que los aullidos de Kira anunciaban la inminente muerte de la vieja, y se sintió tan bien de saberse con futuro que fue al D.I.A. a visitar a su amante cajera vestida de blanco y rojo, la observaba a través de los estantes de papel higiénico lleno de celos por los clientes charlatanes que la llamaban bonita y guapetona y se preguntaba si habría leído su mensaje de amor agónico, y no pudo soportar más y se puso en la cola con una bolsa de compra que no necesitaba, y al llegarle el turno y verla tan cerca supo que el mundo estaba mal hecho porque tenía muchas cosas que decirle y muy poco tiempo que se le iba sin que pudiera articular una sola palabra de amor, y comenzó a sudar mientras Felisa marcaba los precios de los artículos de su compra inútil, y le sobrevinieron tremendos mareos de oler a su amada y de imaginarse mil diabluras sexuales que no pudo terminar porque se desmayó sobre el estante de las pilas y el dueño lo sacó arrastrando a la calle, y lo tumbó en el suelo con los pies en alto de manera que la sangre le volviese a su cerebro, y cuando se recuperó tuvo que pagar la compra, que no recordaba haber hecho porque para qué coño quería él un paquete de tampones y diez cepillos de dientes y un barril de aceite y una pelota de playa, él había ido al D.I.A. a comprar a la cajera con un fajo de besos y doscientas monedas de caricias, pero se encontró con la cartera del corazón saqueada y con el rostro inexpresivo de Felisa que lo miraba como a otro cliente sin comprender que él era el único hombre dispuesto a morir por su amor, el único hombre que la acostaría en el suelo de losa fría y la cubriría de besos hasta que no sintiera en la piel más que el recuerdo de sus labios, y caminó cabizbajo a la consulta del doctor porque comprendió que estaba muy enfermo, y una vez allí le pidió que le hiciera una radiografía del alma o que le clavara una jeringuilla en el corazón y le absorbiera todo el amor empantanado porque había decidido ser un hombre sano aunque el doctor le asegurase que lo que necesitaba era eyacular lo antes posible o de lo contrario reventaría por la entrepierna, y el perdedor le decía que se dejara de monsergas y no leyese tanto a Freud y le recetase las pastillas del olvido para quitarse de la cabeza a aquella mujer infiel que desconocía sus sentimientos, y el doctor se empecinaba en que no existía tal medicina, y que el amor era bonito pero el enamoramiento eterno podía acabar matando a la persona, de modo que lo correcto era actuar, regalar flores, pasear, escribir misivas de amor y fornicar una vez que la mujer había sido engañada con promesas incumplibles, lo cual hizo ganarse al doctor una bofetada con el argumento de que mi amor es eterno y usted no tiene derecho a hablar de Felisa como si fuese una puta, pues ella solo es zorra con el pescadero, pero para mí es un ángel, y usted es un diablo, y ya sé yo muy bien dónde tengo que ir para recibir ayuda, y volvió a la estación y visitó de nuevo a Fudina, esta vez con la esperanza de que sus negras artes le desvelaran la pócima del amor para Felisa y de la muerte para el pescadero, pues solo sería feliz jodiendo con su amada y después limpiándose la vejiga sobre la tumba abierta del pescadero donde los subterráneos gusanos vengadores le comieran los ojos y le bebieran el cerebro, y la vidente Fudina sonrió como una morsa malévola porque de hechizos del amor sabía más que nadie, y le aconsejó uno facilito que consistía en machacar escroto de macho cabrío de los Andes junto con uña de marsupial tuerto y rociarlo con sangre de virgen epiléptica y semen de gacelo rojo y aromatizarlo todo con savia de olmo milenario y jugo de secoya y dárselo a beber a la amada a los tres días de su cumpleaños, y el perdedor lo anotó todo en su memoria viva y le dijo a la gorda vidente que dónde se compraba eso, ella se rio y todas sus carnes retemblaron porque eso no se compra sino que hay que dedicar treinta años en encontrarlo, el perdedor echó sus cuentas y calculó que en ese tiempo le crecería bigote a Felisa y sus tetas se le desparramarían por la cintura, y no pudo reprimirse de llamar a la vidente obesa estafadora y salió de la cueva dando un portazo, y al llegar a casa encontró un mensaje en el contestador que decía que la piscina municipal tenía problemas porque el agua se había vuelto muy dulce y se llenaba de avispas tricolores, y el perdedor llamó diciendo que estaba enfermo de ira y que ya se acercaría mañana cuando hubiera arreglado unos asuntos que no eran otros que subir al tejado y llorar su amargura delante de sus fotografías antiguas de épocas de amistad que acabaron demasiado pronto sin que la muerte interviniera en nada porque esos amigos de mierda se fueron para volver por Navidad y por los cumpleaños, hijos de puta, así no me encontréis nunca en mi tumba de olvido, y se sorprendió porque desde el tejado se podía ver la casa de Felisa, y en la hora de silencio de la siesta el perdedor sopló muy fuerte en su flauta de hueso una canción melancólica que sumiera a todo el pueblo en la tristeza que él tenía que sufrir día tras día, y desde la altura de su tejado también se veía a la pacífica Kira protegiéndose a la sombra del sol del mediodía, y también se veía desde su tejado la habitación mortuoria de su vecina enferma y a su hijo dándole cucharadas de medicina y disolviendo polvos en vasitos de agua con la intención de retrasarle la muerte y alargarle el sufrimiento, y allí arriba se quedó dormido el perdedor con la flauta sonando sola para que a todo el pueblo se le estrujara el corazón por la agonía de un amor inalcanzable.

El perdedor despertó a media tarde con el ansia feroz de hablar a Felisa de una vez por todas poniendo toda la carne en el asador y jugándose todo a una sola carta ahora o nunca, y bajó al baño a restañarse de los ojos el telón de sueño y frente al espejo comprobó que vestía con sucios harapos de pordiosero, claro, así jamás atraería a Felisa hacia sus brazos añorantes, rebuscó en sus armarios un traje de pana y se engominó el pelo y se aromatizó el cuerpo frotándose hierbabuena en los sobacos y en las ingles, y salió de casa andando recto como vio que lo hacían los grandes hombres de dinero de las películas del cine de verano mientras su hija seguía escribiendo febrilmente el texto de la novela que habría de ganar el primer premio de literatura del concurso del pueblo cuyo fallo se conocería una noche de fiestas, ella quería subir al escenario y dar gracias al jurado y leer en el micrófono unos párrafos de su obra, estaba tan embebida en su trabajo que casi la tenía que forzar para que se dejara hacer el amor, y aun así temblaba bajo mi cuerpo haciendo anotaciones en una libreta para que no se le olvidaran los diálogos del capítulo siguiente, entretanto el perdedor se encontró con su rival y decidió seguirlo porque era seguro que lo llevaría hasta Felisa, pero se equivocó, y antes de reunirse con Felisa el pescadero visitó a cinco mujeres distintas, pues según se murmuraba en el pueblo ese hombre necesitaba hacer el amor seis veces al día para no volverse loco, y después de esos acercamientos clandestinos el pescadero se introdujo por las calles sin iluminación que llevaban al cementerio, el perdedor lo seguía a distancia por el pavor supersticioso de si aquel hombre habría organizado una timba con fantasmas y esqueletos salidos del barro de sus tumbas, pero la única aparición que había entre las lápidas era Felisa vestida con un ampuloso camisón blanco aguardando el impetuoso amor del empleado del mercado, que se desnudó sin ningún pudor exhibiendo el ciprés que tenía crecido entre las piernas, lo cual produjo al perdedor una humillante sensación de pobreza y empequeñecimiento porque él jamás podría desgarrar a Felisa como lo hacía su antagonista arrancándole alaridos de placer y agradecimiento sobre el abismo de una tumba vacía sin nombre ni fechas, el perdedor se tragó las lágrimas y los sollozos viendo a su amada como nunca la había visto, desnuda y despatarrada debajo de un hombre que la hacía gozar según iba anocheciendo en el cementerio, y supo que ya jamás lo mataría porque si no tenía cojones ahora ya nunca los podría tener, y ante tal impotencia dudó entre suicidarse o masturbarse detrás de una lápida familiar, y decidió lo segundo imaginándose que el pescadero no era el pescadero sino que era él degustando la blanca carne de la cajera de las tetas como sandías, pero no pudo acabar sus manualidades porque le dolía la cabeza con los cuernos delirantes que le nacían de las sienes, y salió del cementerio con dirección a la casa de putas de Fabiola, que le abrió la puerta y lo invitó a una copa porque era cliente nuevo, y atendió la petición del perdedor de una puta sin sentimientos en el peor cuarto del burdel que le hiciese no la postura del misionero sino la del perdedor, que consistía en que le lavase del cuerpo su olor a humillado y que berrease media hora fingiendo un orgasmo doloroso al indecente precio de veinte mil pesetas, pero su mala suerte le demostró una vez más que él solo podía ponerse a tono con su huidiza amada Felisa, lo cual carecía de importancia porque aunque no hubo penetración su mercenaria compañera de noche fingió igualmente un orgasmo desproporcionado representando una farsa que salvo el perdedor no se la hubiese creído nadie, y al acabar la media hora la prostituta estaba exhausta y sudada de tanto esfuerzo físico e imaginativo que tuvo que hacer por no reírse del perdedor, que se agarraba a sus pechos para no salir despedido de la cama, y se fue del burdel vestido de domingo y diciendo ya volveré por aquí, pero la próxima vez quiero una yegua domada, por favor.

Su hija escribía frente a la ventana largas columnas de frases que no le costaba demasiado esfuerzo imaginar y vio llegar a su padre, que miraba de reojo la parcela donde Kira se rascaba la cabeza con la pata trasera para desprenderse de la piel esa urdimbre de garrapatas engordadas que la iban dejando en los huesos, el perdedor abrió la verja de su casa y encontró en el cemento una fila de caracoles gigantes en una especie de peregrinación religiosa que interpretó el padre de mi concubina como otro signo desfavorable del destino, y se lio a patadas con esos bichos viscosos hasta arrancarles sus casas como zurrones y sobrecogerse con la convicción de que un caracol gigante sin caparazón es una babosa voraz con un apetito insaciable por sus dalias, y a esas mansas horas de la madrugada lo pude escuchar blasfemando contra el sagrado nombre de Dios por serle imposible aplastar a esos reptiles del averno porque su pie se deslizaba al contacto con las resbaladizas protecciones de mucosa que envolvían aquellos cuerpos, y ante la desesperación de no saber desentrañar el misterioso oráculo de los caracoles ni saber leer las retorcidas líneas del destino, se acercó al oído unas de esas pequeñas casas en forma de laberinto con la intención de escuchar el remanso del mar, pero lo único que encontró fue el aullido impresionante de Kira, que se introdujo en la blandura de su cerebro como el filo de un cuchillo, y tiró el caparazón muy lejos de sí mismo y aun así seguía oyendo la triste llamada de Kira rebotando en las montañas y ensanchándose en la bóveda celeste y regresando a su cabeza desquiciada en forma de huesudas manos de uñas rocallosas o de fantasmales retazos de vapor blanco, y el perdedor, con la sombra de la guadaña deslizándose a su espalda, entró en su casa y subió las escaleras y se tapó los oídos con la presión de dos cojines, pero los aullidos de la perra llegaban a todos los rincones del mundo en su etéreo aspecto de hijo del aire, y el perdedor, sobre su lecho de suelo, se removía enloquecido y desgarrado por la tortura de que el aullido dejaba de ser aullido y se convertía en un grito entrecortado y después en un desgarrador berrido que no parecía de perra pero tampoco de humano, de forma que el perdedor saltó de su cama pétrea y corrió a echar los diez pestillos de la puerta y a entablarla con dos maderos en forma de cruz y cerró las ventanas y echó las persianas y hasta taponó la chimenea para que no entrara la muerte a su casa, y tiritando de miedo en un rincón de su cuarto, sobre un charco de sudor negro, derramó un melancólico llanto sembrado de hipos porque la señora pálida afilaba con los dientes su cuchilla sin dejarle tiempo al perdedor para que hundiera su cara entre los senos de Felisa y husmeara el olor de su corazón aburrido de máquinas registradoras y le dijera amor mío, muero en el día de hoy con la alegría de que no dimos opción a que nada nos separase, y si el mundo estuviese regido por un orden inquebrantable y rígido, Felisa, viendo morir al perdedor, escarbaría la tierra de su tumba y allí abajo lo buscaría para darle calor en la destemplanza de la muerte, con estos ensueños el perdedor fue olvidando el aullido de Kira, y a la mañana siguiente lo pudimos ver acurrucado y feliz con la silueta en sombra de Felisa paseándose por el perlado pasillo de su frente.

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