Kira

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KIRA » VII

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V

I

I

Yo intentaba convencer a mi amante de que nos despidiésemos como es debido, pero ella estaba inusualmente inquieta para lo que era su carácter y pude ver que las facciones de su expresión habían cambiado, parecía otra persona, y es que acababa de olvidarnos, a mí, al perdedor, a su novela premiada y a todas las noches y días que inmortalizamos con el sabor salado de nuestra piel sudada por esa explosión que nadie nos permitía refrenar, ya no pertenecía a este pueblo ni su sitio estaba bajo este cielo, entre los olores confundidos de cientos de árboles salvajes, no éramos más que objetos decorativos y prescindibles sin más valor que el testimonial, y allí, en su habitación llena de recuerdos que iban quedándose fríos, viéndola destripar armarios y cajones y baúles y abriendo bolsas de viaje y enormes maletas donde guardar la ropa y los libros que habría de llevarse consigo allí lejos donde no nos está permitido vivir, supe de repente que la amaba, joder, que la seguiría hasta el fin del mundo si no fuera mía la certeza de que ya me había olvidado, de que ya no se acordaba de mí, de que si alguien le preguntara respondería sí, hombre, creo que ya sé quién me dices, por eso me limitaba a observarla con una sublime tristeza y cierto miedo a quedarme solo y algo de admiración por las personas como la que fue mi amante que no saben latín pero son capaces de dirigir las coordenadas de sus destinos, se desnudó, se quedó tal y como yo la recordaré siempre, quise abrazarla y besarle los ojos y decirle en latín te amo y hacerla mía aunque ya no fuese suyo porque repito una vez más que el profesor de latín había pasado a la historia inútil de los recuerdos que se deshacen en las cloacas de la memoria, se vistió, y aquella ropa cómoda que tapó su piel supe que era el telón definitivo de un drama largo que acaso empezara ahora que el teatro apagaba sus luces, mi amante me miró a los ojos y me dijo sé que me amas y que acaso yo te amé, pero ¿quién eres?, y me di media vuelta traspasado por el dolor y por la evidencia de que cuando volviese a mirar a mi espalda ella ya no estaría y por fin el tiempo se desbloquearía porque en ese instante avanzaba la historia y arrancaba una nueva época que no era otra que la de mis días sin mi amante, Francisca, que así se llamaba, abrí la ventana de su habitación desmantelada y el fresco del último filo de la noche retrasó esa cascada de lágrimas que estaban por llegar, oí cerrarse la puerta a mis espaldas, y oí los pies de Francisca bajando las escaleras, llegó al portal y la oí abrir la puerta y salir al jardín y caminar por el jardín y alcanzar la verja y hacerla chirriar y llegar a la explanada, y también oí la gravilla de la explanada crepitando bajo sus pies, y allí arriba, con medio cuerpo asomado en la fachada, la vi caminar, la vi olvidar todo lo que dejaba atrás a cada paso que daba en dirección a la carretera, me quedé sin decirle te amo, y en mi delirio de filólogo despedazado me hacía preguntas retóricas como aquella de dónde quedan las palabras que no se llegan a pronunciar, y mientras la veía alejarse comprendí que se quedaban atrapadas bajo la lengua y allí debían de pudrirse porque a mi boca llegó de súbito la aspereza de un sabor amargo que me envenenaba la sangre, me di media vuelta y la habitación estaba desolada y llena de recuerdos que se adherían a los pocos objetos que quedaban, como ese cajón antiguo y ruinoso que Francisca no quiso llevarse y que contenía las palabras que no se dicen, las palabras que se escriben, porque ese cajón guardaba las cartas amorosas que me escribía llena de literatura y las cartas febriles que le escribía yo con el alma inflamada por las arritmias del amor, allí estaban nuestras palabras, lo único que quedaba de nosotros, las había dejado por inútiles, y también la pluma que le regalé, y los collares de alas de mariposa que le hice con mis manos, y mis manuales de latín, y nuestros besos cubiertos de polvo, y el olor que se desprendía de esa franja de aire que nos separaba, ¡Dios!, maldita sea la literatura y malditas las palabras y la inspiración, y mil veces malditos los ganadores, que nos dejan alimentándonos de miseria, jugando con fichas negras, con sueños rosas, pensando en ellos cuando ellos nos expulsan de sus recuerdos, y me quedé allí, arrodillado junto al cajón, barajando las cartas en mis manos, y por fin lloré en el silencio de mi inatajable desasosiego.

Volví a la ventana para ver si aún mis ojos podían alcanzarla, y así era, una bruma azulada se alzaba de la capa de la tierra con el mensaje subrepticio de que el verano había terminado, y a través del nebuloso aire de fin de noche pude distinguir la espalda de Francisca, que había alcanzado la carretera por donde aún no pasaba nadie, excepto el perdedor, que llegaba de ver a la obesa Fudina con trece presentimientos aciagos empantanándole los oídos, y alcancé a ver desde mi ventana que el perdedor y su hija se encontraron frente a frente en una curva cerrada de la carretera decorada con un ramo de flores marchitas, y el perdedor, al ver a su hija cargada con bolsas de viaje y maletas, le dijo tú también me abandonas, y ella tuvo que rescatar de los residuos de la memoria que aquel era su padre, el que tocaba la flauta y cuidaba de las plantas y adiestraba al lagarto y de vez en cuando se creía morir, déjame, dijo ella, apenas te recuerdo, y aunque lo intentó no pudo seguir caminando porque su padre la abrazó con una desesperada fuerza que intentaba retenerla y atraparla entre sus huesos descabalados por el sacudimiento feroz de una hija que se marcha, aquella imagen, los dos cuerpos abrazados en la carretera, bajo un claror del horizonte que contorneaba de negro los pinos, hubo de grabarse en mi retina como la huella indeleble de la debilidad y del escarnio, aquel pobre padre prorrumpió en destemplados llantos según su hija se desembarazaba de sus brazos y reanudaba su marcha sin mirar atrás, el perdedor cayó de rodillas y, quién sabe por qué, a través de la humedad de sus ojos se quedó mirando las palmas vacías de sus manos, para él también se desbloqueaba el tiempo, se desencajaba de sus quicios en aquel amanecer brumoso que era como la metáfora de un poeta enloquecido, ahora era él quien gritaba y despertaba al pueblo y lo estremecía con la sensación de que aquel berrido desgarrado transportaba la cadencia mimética del gallo que anuncia la oscura medianoche del alma.

La bruma iba apoderándose del pueblo y desdibujando toda su vieja arquitectura, en el aire flotaban diminutas gotas de agua, el sol traía con su incipiente luz los colores de la vida, y por las calles desiertas de la resaca de la última fiesta incontrolada se tambaleaba el perdedor con los ojos rotos en mil cristalitos de saber que ya jamás vería a su hija igual que nunca volvería a hablar con sus amigos desaparecidos, la inercia de su corazón ansioso le hacía recorrer el camino más corto para llegar a casa de Felisa, y en ese amanecer volvió a su acera y volvió a su almendro y otra vez más levantó la mirada al cristal roto de la ventana de Felisa, que ya no vivía allí con su madre sino en el palacio del pescadero, que era el nuevo alcalde por la hazaña épica de vencer al fuego, pero aquella casa, la del callejón oscuro, desde la que se veía el cementerio, la de la acera y el almendro, siempre sería la de Felisa, por eso el perdedor entró en el portal y a tientas fue subiendo las escaleras de piedra por donde un día cargó con la comida de su amada, la puerta del segundo piso estaba abierta y allí dentro solo quedaba el aire, fue habitación por habitación y comprobó que la habían desalojado, jamás tuvo tal sensación de vacío, de abandono, se habían llevado los muebles rozados por la sustancia de Felisa, y a través de las ventanas abiertas de par en par penetraba el sanitario viento que levantaba el polvillo de los rodapiés y hacía oscilar las bombillas desnudas que colgaban del techo y batía las puertas de los armarios cojos y removía la atmósfera extraña de lo deshabitado, y por el suelo se agitaba y levantaba el vuelo un papelito doblado que acaso fuese una misiva de amor escrita con la letra de un reptil amanuense, qué sensación de soledad enlatada, qué laberinto de cal desprendida, qué opresión en el pecho de buscar a su amada y no encontrarla y pronunciar su nombre, que se repetía hueco y grande en esas habitaciones de aire cuadriculado, el perdedor tenía la experiencia de que en esos instantes en que la vida se toma un receso es común percibir el lamento sin esperanza de voces indeterminadas que presagian desdichados acontecimientos a punto de precipitarse, pero allí dentro, en ese lugar arrasado por el tiempo, la nada era tan perfecta que el perdedor tenía el pálpito de no existir, de caminar por el túnel de un paréntesis, de que una semiinconsciencia de ojos abiertos lo dejaba delirando sobre la curva mortal de una carretera en cuyo asfalto aún podían oírse las pisadas de su hija cada vez más débiles y lejanas, y hubo de palpar las paredes para buscar el dolor que le infligía la memoria de Felisa, pero algo extraño estaba sucediendo porque entre su mano y los objetos siempre se interponía su sombra, negra, fina, deslizante, que impedía al perdedor el contacto con los materiales, ni siquiera podía pisar el suelo, pues caminaba sobre los pies de su sombra, y aunque corría o saltaba o amagaba movimientos violentos era incapaz de burlar la vigilante custodia de su sombra, que era un filtro entre él y el antiguo mundo de Felisa, sentía la mirada atenta de esa mancha negra y palpitante con la silueta de su propio cuerpo, y es que ella, su hermana de luz negra, sí podía deslizarse por el piso polvoriento y restregarse entera en las paredes vedadas al perdedor porque lo único que quedaba de la historia de Felisa eran confusos recuerdos que adoptaban en la memoria las formas confundidoras de las sombras chinescas, que no son nada pero juegan a parecerse a algo, aquella casa era el reino de la sombras, el mausoleo del olvido, y el viento que entraba por las ventanas y hacía sonar los postigos iba lamiendo los residuos postreros y borrando la huella casi grabada de los espíritus domésticos que colgaban del aire las fotografías de otros tiempos, de otra historia, de los días cuyo período había quedado zanjado, prohibido para seres de carne y hueso como el perdedor, que bajo aquel techo y sobre los pies de su sombra quería retroceder por los ciclos de la existencia, ¡oh, Dios!, otra vez volvió a mirarse las palmas de las manos, y una lágrima recorrió sus líneas dibujando ríos, aquella casa triste donde tanto había vivido y amado mientras soñaba sobre la hamaca de su jardín estaba más vacía cada segundo, cada paso que avanzaba hacia el salón donde hace pocos días le rozaba las piernas a Felisa y en el que ahora se sobrecogía de ver en una silla de mimbre y en el centro de la estancia desangelada a la mamá ciega de Felisa igual que la representación fabulosa de un delirio de fiebre, la habían dejado allí, en aquella casa medio inexistente, muriéndose a fuego lento, sentada y muda y ciega y tan rígida y fantasmal como correspondía a las noches del perdedor, tenía la mamá de Felisa sus ojos de corcho abiertos como si fuese capaz de mirar a un punto intermedio entre ella y la pared, iba de luto por ella misma, a la piel de sus manos y de su cara emergían las cárdenas ramificaciones de un delgadísimo venamen, el perdedor en el umbral de la puerta la observaba como si se asomara al tragaluz de otra dimensión, y sin embargo era la mamá de su amada, una anciana que pertenecía a los objetos olvidados de Felisa, igual que el perdedor y el polvo de los rodapiés, pero ¿qué hacía en ese crematorio de recuerdos?, ¿por qué el viento que se filtraba por las grietas no la borraba de la casa?, la respuesta le vino clara al perdedor, esa mujer era del mundo de las tinieblas, de la cara oscura de la luna, y tanto dentro como fuera de esa mujer habitaba una impenetrable sombra, indescifrable y pesada como esa mañana que se resistía a amanecer.

Yo continuaba asomado a la ventana de Francisca, la que fue mi amante, y desde allí veía disiparse la niebla como por arte de magia, todo había cambiado tan bruscamente que me costó un tremendo esfuerzo buscar mi sitio a partir de ese día, y sin embargo el paisaje era distinto al de ayer y al de anteayer y a todos los paisajes que recuerdo haber visto en este pueblo donde nadie se decide a levantarse de la cama cuando yo ni siquiera he dormido unos segundos y no sé decir dónde está Francisca, y esa ignorancia me durará toda la vida en la que día tras día iré comprendiendo mejor al perdedor, y lloraré delante de nuestras cartas de amor y en arrebatos de rencor la despreciaré igual que su padre a veces reniega de sus amigos, y con el tiempo un rayo de dolor me dejará inmovilizado y querré morirme ahí mismo con la preocupación de no haber dejado un testamento que anuncie a todo el pueblo los motivos de mi muerte, el cielo está arrasado igual que en las mañanas de invierno que hiela las calles y los hilos de agua de las fuentes y mantiene blanco el paisaje de tejados que hoy está más estático que nunca, mi vista sale del pueblo, de sus límites geográficos, e intenta introducirse en la espesura del bosque partido en dos por una carretera que se pierde como una serpiente en el horizonte que le cuesta al sol remontar, y si mi vista no fuese recta seguiría la sinuosidad de esa carretera de montaña cuyo trayecto de regreso pocos de este pueblo se permiten realizar, y encontraría a Francisca aturullada en la vorágine de asfalto de la ciudad gris en la que según se dice nadie se conoce y ni se ven las estrellas en la noche y hay edificios cinco o seis veces más altos que nuestra iglesia, vería a Francisca escribiendo algo nuevo en el cuarto de una triste pensión, y si yo pudiera introducirme en los secretos de su pensamiento y descubriera que aún me sigue amando saldría de esta casa y como un perro olería su rastro reciente hasta arañar con mi pata la puerta de su pensión, y si allí, dentro de su cerebro, comprobase que de mí no quedó nada, quizá mi dicha fuese mayor porque ya seguro que definitivamente me moriría y al fin desaparecería la tortura de ese resquicio de loca incertidumbre y de vana esperanza sin el cual la muerte es la única puerta abierta, el perdedor entraba en la explanada, y desde mi altura lo noté más enjuto y envejecido, pues en pocas horas su cabello se había vuelto blanquísimo y su piel se agrietaba y formaba surcos como la tierra que al cambio brusco de temperatura se resquebraja, la perra Kira asomaba su enorme cabeza de dogo entre los barrotes de su verja para que el perdedor la acariciase y le diera los mimos que sus dueños no le daban por esa idea de que los remordimientos y las calamidades harían de ella una peligrosa perra de custodia, el perdedor la ignoró porque ya habían terminado los días en que su vida pendía del hilo quebradizo y caprichoso de aquellos aullidos noctámbulos que decidieron acabar con la dolorida agonía de la vetusta madre del vecino, que finalizó sus horas indecentes con su sangre bajo tierra filtrándose por las raíces de las plantas y seguramente ascendiendo entre la savia de los árboles y reviviendo en forma de susurro cuando el viento del primer otoño remueva las hojas de las ramas, el perdedor entró en su jardín y el primer alivio de ver a sus fieles árboles se ensombreció con la idea peregrina de que sus plantas cultivadas seguían con él porque estaban amarradas a la tierra, y que de lo contrario el hibisco regresaría a su levante y la yedra buscaría otro muro por el que trepar y el sauce llorón enjugaría su llanto regado por otro jardinero y las petunias serían más hermosas sobre tiestos lejanos, y al ver sus dalias despedazadas se enteró de la ironía de que únicamente quienes buscaban su casa eran las babosas indómitas que nadie sabía decirle dónde se esconden y dónde carajo duermen durante el día.

Porque una nueva era se extendía ante nuestros ojos como un árido desierto lleno de falsos espejismos, el perdedor y yo sin dirigirnos la palabra nos encerramos en aquella casa donde creíamos detener el tiempo y donde fingíamos que nada había sucedido y que no estábamos solos en este mundo de mierda que acostumbra a que las personas que quieres se vayan de tu lado porque se creen dueñas de sus propias vidas, y después de un breve letargo en su sillón el perdedor arrastró su leve cuerpo de galápago reumático hasta su habitación, sobre cuyo suelo de losa gélida se tumbó con la espalda bien erguida y se topó con la tragedia novedosa de no tener nada en qué pensar en esa nueva época que inauguraba sin esperanzas, pues su sino de perdedor congénito le reservó un horizonte vacío donde no se podía encontrar a Felisa, que por el capricho del azar se había convertido en una diosa rural cuyas palabras en aquel pueblo sin voluntad se tomarían como órdenes inexcusables, y ni siquiera la evidencia fatal de quedarse hueco de amor le hizo hombre para matar al pescadero con sus propios dedos y demostrar a los charlatanes de boina y faja que era el aspirante destacado al corazón insensible de Felisa, sé que estuvo tentado en el silencio premonitorio de su cuarto helado de irse a la casa pública de Fedora y pedir una yegua domada, por favor, con la ilusión de llamarle Felisa al oído y con el encargo de que ella repitiese la frase amor mío, por fin te siento en mis brazos, pero recordó con ansiedad que su sexualidad solo despertaba con la proximidad del olor de su amada y de su carne prohibida y de sus pechos dulces de fruta tropical que se pudrirían por la erosión de los años y antes los sorberían los gusanos que él, no era justo, como tampoco lo era que el día se solidarizara con el perdedor y decidiese no amanecer, aunque según el decir sabio del pueblo el recién alcalde, por la voluntad del fuego, dispuso que la primera noche de su mandato fuese doble para que la gente descansara más como premio por su heroísmo frente a las llamas, bajo la puerta del perdedor manaba un riachuelo de lágrimas vivas que descendían las escaleras y salían al jardín y pasaban de largo por la explanada y recorrían las calles oscuras de esa mañana pintada con los tintes negros de la noche y alcanzaban por fin la antigua casa de Felisa y en el salón lavaban a la mamá muerta e incorrupta y caían de la ventana de la habitación de la amada del perdedor en forma de cascada constante que con el tiempo hubo de interpretarse como el milagro de ese pueblo de manos de la santa sedente y ciega en cuyo nombre ahí mismo se construiría una capilla con una vieja puerta de madera donde todos los lunes primeros de mes se formaría una interminable fila de tullidos y deficientes y minusválidos con la esperanza de que el sabor de aquellas lágrimas medicinales les trajese el portento de una cura fabulosa, aún escuché el sonido profundo de la flauta del perdedor mientras yo mismo empujaba mi cuerpo de ciervo herido hacia la habitación de Francisca, donde un día grabé a punzón su nombre y el mío separados por un corazón atravesado, y me sentí tan fuera de lugar en ese cuarto sin verla escribir o repasar latín o solicitarme al aroma salado de su sexo húmedo que me arrodillé y abrí el cajón viejo de nuestro pasado marchito y desplegando una carta doblada tres veces intenté leer qué decía cuando aún tenía algo que decirme, pero no pude pasar de contemplar beatíficamente su letra diminuta y angulosa y sus palabras enlazadas y sus líneas ascendentes porque eso era lo único que me legó por la casualidad de que ni ese cajón repleto de papeles ni este cuerpo relleno de adoraciones le cabían en su maleta, su herencia en vida fue también la imagen indeleble de una espalda abducida por el éxito caminando al lugar donde la aguardaban sus sueños con la anómala naturaleza de poder convertirse en realidad, ordené sus cartas cronológicamente según rezaban las fechas con que iban encabezadas, allí estaban todos los meses y más de diez años seguidos que me trajeron decenas de evocaciones que contribuían a acrecentar mi dolor de ausencia, una vez corregido el desorden caótico epistolar de papel milenario las comencé a leer y vi cómo iba progresando su prosa magnífica y de qué manera su letra pasaba de una redondez cándida a unos trazos picudos que debían de coincidir con el despertar de sus instintos, al leer la última palabra de la más reciente carta de amor ordené las mías de igual forma y las leí, y al hacerlo desfilaron ante mis ojos fragmentos de una vida inmortalizada por la grandeza de las palabras que eran testigos de la historia y guardianas de mi tormento y verdugos de mi felicidad decapitada, mi letra no había cambiado, era abombada, espléndida y descendente, se había mantenido incorruptible en aquellas cartas a las que supe que me aferraría mortalmente de la misma manera que el perdedor se encadena delante de sus fotografías de tiempos pretéritos perdurados en el presente, y con una evidencia nítida de brujo en trance fui consciente de que ese momento de angustia arrodillado frente a un maremoto de palabras náufragas me condecoraba con la humillante insignia de perdedor sempiterno por la dictadura de los recuerdos tatuados en mi corazón, pero me acordaba del padre de Francisca y de su patético deambular sin rumbo y me negué a perder todo lo que aún me quedaba entre las manos y a que la arena prometedora de mi futuro se me escurriese por los dedos, y saqué cien folios blancos para escribir una novela con millones de palabras que se me iban borrando y distorsionando por el disolvente de mis lágrimas, quería escribir una novela que saliese premiada al año siguiente en el primer sábado de fiestas y que me sacase del aburrimiento de este pueblo y me hiciese olvidar a mi familia y mis amigos y me condujese una noche de bruma por las curvas de esa carretera hasta descansar al costado de mi antigua amante, pero antes de escribir mi primer punto y aparte ya estaba de nuevo arrodillado ante el altar de sus cartas cuya adoración irracional me iría aniquilando poco a poco, y antes de darme cuenta de que no había nacido escritor cargué con el viejo cajón y subí a leer las desmentidas palabras de mi amada al tejado de la casa, donde me encontré con el perdedor llorando cara a cara con sus fotografías, y sentándome al calor familiar de sus desgracias me hizo ver que estábamos cercados por las montañas azuladas que recortan la línea del horizonte y me aseguró que allí, a la izquierda, la iglesia seguiría idéntica durante todos los siglos del tiempo, y que detrás de nosotros el río escondido entre la espesura del bosque se llevaba las almas dormidas de los hombres, y me señaló el cielo y la tierra y el asentamiento de casitas bajas que formaban la arquitectura de ese lugar, y como un anciano maestro quiso que supiera que ahí donde vivíamos las estaciones se sucedían, y las semanas y los días y las horas y los segundos que eran inmortales, y me hizo mirar los árboles añosos y las rocas que nos sobrevivirían, y me dijo que otras generaciones nos sucederían bajo el mismo cielo y sobre la misma tierra y con los mismos árboles y las mismas rocas grabadas con las palabras de sus mayores, y me confesó en secreto que ese pueblo estaba herido por el desamparo y que las historias de los hombres se entremezclaban y que el mal de la tristeza nos contagia la sangre, y algo de razón tenía porque desde nuestro asentamiento elevado vimos en la techumbre de enfrente al vecino que deshilachaba su corazón mirando el retrato antiquísimo de su madre recién dada a la tierra.

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