King

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5.30 p.m.

El rojo, me dijo Vico un día, es el color del sacrificio.

¿De verdad?

Tanto el dolor como el triunfo, dijo, son de color rojo, y también color sangre, claro.

La sangre no es un color, es un sabor, gruñí.

Algunos rojos matan, otros curan, continuó Vico, el matadero y el geranio, King.

A veces me da lástima Vica; a veces creo que Vico se ha vuelto loco.

Los geranios huelen a plata húmeda, le digo bromeando, ve y huélelos en esos ataúdes de cemento que están junto al semáforo.

Luego me avergoncé de haber pensado que estaba loco. Todos en Saint Valéry necesitan algún tipo de locura para recobrar el equilibrio tras el naufragio. Es como caminar con un bastón. La locura es la tercera pierna. Yo, por ejemplo, creo que soy un perro. Aquí nadie sabe la verdad.

Vico hablaba del color rojo por el Pizza Hut de al lado. Los uniformes son rojos, las fachadas de los locales son rojas, las bolsas donde transportan la pizzas son rojas, su logo es rojo, las motos de reparto son rojas, los monederos de los repartidores son rojos, los teléfonos son rojos.

Ya os he hablado del Pizza Hut. Lo veo todo el rato. Siempre está ahí. Así que vuelvo a contároslo otra vez. Nunca nos dan nada, aunque estamos en la puerta de al lado. No se tira nada en Pizza Hut. La pizza más barata es la Margarita.

La pizza Margarita es un invento napolitano, King; fue creada en 1830 para Margarita de Saboya, como una forma de transmitir a su excelencia la lealtad de la ciudad. Tiene los mismos colores de la bandera nacional: el rojo del tomate, el verde de la albahaca y el blanco del mozzarella.

Los observo sentados sobre los cartones que se traen en el carro para mitigar un poco la dureza del pavimento y la porquería que nadie nota, sentados sobre los cartones, la espalda apoyada en la entrada de mercancías de la zapatería. Sentados muy juntos, por casualidad, sin pensarlo, como sólo pueden hacerlo los íntimos. Sobre ninguno de los dos se podría suponer nada decisivo. Aunque vienen aquí todos los días, su presencia parece accidental. Pero es una elección, una respuesta a un problema.

Se podrían quedar los dos en Saint Valéry. ¿Por qué vienen a Salluste Street? Vienen a vender castañas y maíz. A pedir, si está sola Vica. Pero ¿por qué vienen todos los días? Venir aquí cada día es una forma de responder, No.

¡No se van a deshacer de nosotros así como así!, le dijo Vica a Vico una mañana que éste no quería salir de la cama.

¿Qué más da?

No podemos escondernos el día entero en la Cabaña, dijo ella. ¿Estás enfermo?

No, no estoy enfermo.

Iremos juntos, corazón, y nos llevaremos a King, dijo Vica.

Miro la calle. Está ligeramente en cuesta. No es muy empinada, pero una persona que condujera por sí sola una silla de ruedas lo notaría en los brazos. Los edificios son de tres pisos, y las cristaleras del primero de todos ellos sobresalen por encima de la acera, como si las viviendas estuvieran esperando que llegara un gigante y se las llevara a otro lugar en la oscuridad de la noche, y este saliente le diera la posibilidad de agarrarlas por abajo y subirlas de una vez sobre las tiendas para llevar los dos pisos superiores a un lugar más alegre. Arriba de la calle los cables de los tranvías desaparecen, y al otro lado la pendiente es mayor, de modo que no se ve ni el tráfico ni la gente, sólo, borrosos en la distancia, los grandes edificios de oficinas abandonados a medio construir. Cuando me quedo así mirando a lo lejos, con la cabeza reclinada sobre las patas, es cuando pienso, ¿Dónde termina esto?

Malak me enseñó un anillo de oro que le ha regalado Liberto. Cuando lo afanó, me dijo, no sabía lo que era, fui yo la que descubrí el secreto. En el interior del anillo había un metal blanco duro, que no era oro, y en este metal había grabadas en relieve unas palabras. Eran muy pequeñas y estaban escritas al revés. Para leerlas necesitabas un espejo. Así que me puse el anillo, King, y me iba muy justo, tuve que usar jabón. Y ahora, ¡mira! Me lo voy a sacar para que veas. Espera. ¡Aquí lo tienes! ¿Qué es lo que dicen las palabras grabadas en mi piel? NO ME OLVIDES. Estas tres palabras impresas alrededor de mi dedo. Imagínate. Puedes lamerme el dedo, King, lamérmelo, y no se van.

Quizás sucede lo mismo con mis tres puentes sobre el río, cerca de la playa. Forman las palabras NO ME OLVIDES sobre el agua. Salvo en las noches muy oscuras.

De pronto Vica se pone a chillar, ¡No venderías ni una botella de Tónica Schweppes en el desierto!

El tono de su voz me hace pensar que por lo menos se ha bebido dos latas de cerveza.

¡Eres inútil para vender nada!

Reconozco la voz. Es la voz que cree contra viento y marea que puede tomarse todo a broma.

Quítate la gorra y déjala en la acera, ordena la voz.

Los ojos de Vico están más tristes de lo que nunca podrán estarlo los míos. Él también reconoce la voz.

Sabes lo que voy a hacer, dice la voz, voy a cantar.

No, Vica, estás cansada.

No estoy cansada.

Pues yo estoy cansado.

Antes me decías que tenía una voz de oro, ¿es que ya no te gusta?

Aquí no, Vica, eso es lo único que te pido, aquí no.

Voy a cantar el aria de «Qui la voce» de I Puritani. Ya sé que no tengo la voz de la Callas.

No, ya no.

Si hubieras vendido los rábanos, no tendría que hacerlo, ¿verdad? Quítate la gorra, déjala sobre la acera y lo intentaremos con Bellini.

Espera que nos riamos, pero no lo hacemos. Agarra uno de los ramilletes y empieza a mordisquear un rábano. Tengo hambre, dice. Le alarga otro a Vico, que lo rechaza con un movimiento de cabeza. Luego arroja de nuevo a la caja todo el ramillete.

Estoy esperando que te quites la gorra.

Ahora no.

¿Por qué no?

Porque te he pedido que no lo hicieras, Vica.

Me gusta cantar, siempre me ha gustado cantar.

Otro día, hoy no.

Volveremos a casa con algún dinero si canto.

No creo.

Cuando no estoy contigo, canto: pregúntaselo a él.

Me señala con la barbilla. Yo me levanto y me pongo a su lado, con la cabeza en su hombro. A veces canta, es verdad, y a veces alguien se rebusca en los bolsillos y saca una moneda para darle, pero nadie la escucha. Vica no es como Alfonso. Se sube a la música que lleva en la cabeza como quien se sube al tranvía. Nadie se da cuenta de que está cantando para ellos. Alfonso observa todo el rato: atento a la bofia y a las sonrisas. Sus ojos dicen, Estoy cantando la canción que queréis oír, ¿verdad? Estábamos todos juntos, ¿recordáis? Y todo el mundo se lleva la mano al bolsillo. La pobre Vica cierra los ojos y viaja sola en el tranvía hasta el final del trayecto.

Tenías razón con los rábanos, dice Vico, no iba a ser capaz de venderlos. El maíz se vende bien, es un producto masculino.

¿Te da vergüenza mi voz? ¿Es eso lo que quieres decir?

Tienes una voz muy bonita, Vica.

(Aquí está la lista del resto de los objetos guardados en el tarro de cristal que ha quedado sobre la cocina de hierro en Saint Valéry, la lista definitiva de los tesoros de Vica y Vico: una nuez, un corcho de botella de champán, un llavero de Alfa Romeo, una bolsa de plástico llena de arena roja, una cinta blanca, una foto tamaño camafeo de Vica en faldones, una redecilla del pelo color vino, una estatuilla de San Saverio que pertenecía a la madre de Vico y una postal de Pozzuoli con la palabra ZIZZA escrita con la letra de Vica. ZIZZA significa pezón.)

¡Te avergüenzas de mí!

No. Me daría vergüenza que utilizaras tu voz...

Si fuera más joven, Vico, ¿te imaginas lo que usaría?

Ni se te ocurra.

Nos daría para vivir los dos. Te lo puedes imaginar, ¿no?

Vámonos a casa.

Vico se pone en pie con dificultad y agarra el carro.

Cuando dormíamos en la calle y Vica todavía no estaba con nosotros, Vico me contó una noche su primer invento. Fue mucho antes de tener la fábrica, King, tenía diecisiete años. Un tío mío padecía de esclerosis múltiple. No podía mover los brazos ni las piernas. Sólo podía escuchar y observar y hablar. Le gustaba hablarme. Vivía con mi tía, que era su hermana, en el barrio de Spaccanapoli. Ella era costurera, y no les sobraba el dinero. Su pasión era la radio. Siempre sabía todo lo que pasaba en el mundo, y fue el primero que me convenció de leer a Giambattista. Pero no podía cambiar de emisora porque no podía utilizar las manos. Tenía que interrumpir a su hermana y pedirle que le moviera el sintonizador. Y eso significaba que ella tenía que dejar su labor. Así que muchas veces oía cosas que no le interesaban por no interrumpirla. Cuando me lo contó, eché un vistazo a los botones del aparato de radio. Hice unos dibujos. E inventé un sintonizador que él podía mover con la nariz.

Tendríamos dinero, grita Vica, y enseguida te acostumbrarías, ¡si tuviera cuarenta años menos!

Te lo suplico, Vica.

Estaría todas las noches hasta las cuatro de la madrugada, aceptaría el último cliente a las tres.

Por favor, déjalo ya...

Esperaste demasiado a perderlo todo, Vico, tendrías que haberlo perdido cuando yo era más joven, entonces te habría podido ayudar con algo más que mi voz.

Vuélvete a Holanda, grita Vico, y llévate contigo a King. Vuelve a Amsterdam con tu hermano.

¡Hermano!

Se verá obligado a recogerte. Vuélvete. Vuelve mientras todavía estás a tiempo. Déjame solo.

Esperaste demasiado, grita ella.

Los dos están ahora de pie, gritándose, y los viandantes se apartan asustados, repugnados.

Los viandantes ven tres víctimas más de la plaga. En el fondo de su corazón todos saben que nadie dice la verdad. Nadie sabe por qué escoge a quienes escoge. Así que por todas partes hay miedo al contagio.

Cuando la Peste llegó a Nápoles en 1656, King, murieron siete de cada diez habitantes.

La visión que ofrecemos nosotros tres —un viejo, una vieja y su perro gritándose delante de una entrada de mercancías, rodeados de cartones, las manos hinchadas y sucias, la mirada turbia, sin pinta de esforzarse por mejorar su suerte, indiferentes a la esperanza o a la lógica—, esa visión es repugnante e infecciosa. Socava la confianza, y la falta de confianza disminuye la inmunidad.

A ver si los largan de una vez por todas, murmura un hombre que lleva un teléfono en la mano, tendrían que erradicarlos de la calle. Al pasar me da un puntapié.

No pienso abandonarte, dice Vica respirando fatigosamente.

Sin mí podrías sobrevivir, responde Vico.

No.

Déjame el carro y llévate a King. Vete esta misma noche, dice.

Nunca.

No tienes nada nada nada por lo que quedarte. Tú misma lo dijiste.

Yo nunca he dicho eso, me cago en..., nunca. Lo único que he dicho es que te quites la gorra, que voy a cantar.

No quiero que cantes.

Vica se echa a llorar. Unas lágrimas diminutas le corren por las aletas de la nariz. Se sienta y se recuesta en la entrada de mercancías. Él la sigue. Sus hombros se tocan. Intento lamerle la cara, pero ella me aparta. Vico mira la hora.

No voy a hacer en la hora siguiente lo que ha de ser hecho, dice.

Vica llora en silencio.

Durmamos un rato, digo yo.

Ella reclina la cabeza en el hombro de él.

Deberíamos ponernos en camino, dice él, en dos horas será de noche.

Tengo una linterna, dice ella con los ojos cerrados.

Miro los tobillos de los viandantes. Los de los hombres. Los de las mujeres. Con pantalones, con medias, desnudos. Llevan Reeboks, zapatos de plataforma, playeras, botas altas. Las oficinas están cerrando, se empiezan a bajar las persianas. Los laterales de los zapatos están un poco más cerca del tobillo que esta mañana, un pelo más cerca. Todo el mundo es más alto cuando va a trabajar, más bajo cuando vuelve a casa.

Los dos han cerrado los ojos. En el cielo, las nubes cruzan la calle. El viento desgarra todas las nubes en esta ciudad costera. Nunca se quedan; todas las nubes parten. Cirrus spissatus. Altocumulus lenticularis.

Cinco minutos más y nos vamos, anuncia Vico sin abrir los ojos.

Recuerdo el mensaje de Jack, que todavía no les he dado.

Quiere que todo el mundo vuelva temprano hoy, digo.

¿Quién?, pregunta Vico, sin abrir los ojos.

Jack, el Barón.

¿Por qué?, pregunta Vica.

Tiene problemas, digo.

¿Lo esperaste?

La pregunta de Vica es tan estúpida que finjo no haberla oído. Siempre te hace volver junto a ella. Con Vico puedes avanzar codo con codo.

¿Fue al Ayuntamiento?

Tenía la chaqueta rota, digo.

Me gustaba la que llevaba esta mañana, dice Vica.

Cinco minutos más y nos vamos, anuncia Vico.

Oigo el zumbido de una moto del Pizza Hut, penetrante como el de una abeja furiosa. Las abejas son las otras criaturas que, como nosotros, son especialistas en dar miedo. Pican miedo.

El repartidor la sube a la acera al mismo tiempo que apaga el motor. No me hace falta abrir los ojos para saber lo que está haciendo. Es una rutina. Se quitará el casco rojo, abrirá la caja que lleva detrás, una caja lo bastante grande para transportar ocho Gigantes con Extra de Queso, sacará la bolsa térmica roja y entrará en la tienda a ver si hay otra salida. Todavía es temprano. La última se la llevó a cuatro marineros que acababan de llegar a tierra.

Su respiración me indica que se han quedado dormidos. Los gatos pasan por donde pasan sus bigotes. En nuestro caso son las orejas. Hablo de estas cosas para no pensar en otras.

¡Peligro! ¡Peligro inminente! Una bocina y el estruendo de un muro desmoronándose, que es el ruido que hace un camión de veinticinco toneladas cargado hasta los topes cuando frena desesperadamente en seco. Antes de darme cuenta, me he levantado y observo con los pelos erizados. ¿Y qué es lo que veo?

El camión que ha frenado está al otro lado de la calle. El conductor agita furiosamente un puño en el aire. A este lado de la calle se han detenido varios coches y una furgoneta y un taxi. Todo aguarda. Se acerca un tranvía.

Cruzando la calle —acaba de pasar delante del camión, que, al igual que su conductor, todavía está tembloroso— viene con paso de danzarina la chica de la peluquería, la que salió antes a fumar un cigarrillo, la chica de las uñas color de mora. Ya no lleva puesto el uniforme. Ahora lleva un vestido muy corto azul con pinceladas blancas, como un cielo con nubes rotas. Viene saltando y corriendo y riendo, los brazos extendidos, los pulgares apuntando al cielo y separados del resto de los dedos, el cabello por detrás de las orejas, y enlaza el aire de Salluste Street en su camino hacia las motos rojas aparcadas a nuestro lado.

Junto a las motos, uno de los repartidores, la camisa roja medio desabrochada, el cabello cayéndole sobre los hombros, la cabeza atrás, bebe agua de una botella. Sabe que ella está a punto de llegar. Se está refrescando la boca para ella.

Da un pasito hasta el bordillo y alza los brazos, y la chica se arroja a ellos. Sus manos de uñas color de mora se agarran a los peldaños de su espalda. El camionero sonríe y hace otro gesto: el gesto de un hombre agarrando la fruta en el árbol. Suelta el embrague, y el camión de ocho ejes se desliza hacia Berlín.

King, susurra Vica, ven aquí, tengo que decirte algo. No hagas ruido, no lo despiertes.

¿La has visto parar el tráfico?, le pregunto.

No, fue él.

Él no se movió de la acera en todo el rato, digo, como una mierda de perro.

¡Fue él!, insiste Vica, subiendo la voz.

Debías de tener los ojos cerrados, le digo, debías de estar traspuesta, fue ella la que paró el tráfico.

Pero no podría haberlo hecho sin él, eso es lo que estoy diciendo.

Él ni siquiera estaba mirando.

¡Estaba ahí! Eso es lo que cuenta, dice la voz todavía más alta.

Y ahora se están besando, digo.

Él estaba ahí, continúa diciendo en el mismo tono. Y eso lo cambia todo. Ella lo vio ahí parado. Ahí, donde antes no había nadie. Ni siquiera era un espacio vacío, como un asiento vacío. No había sitio para nadie. Era la misma asquerosa Salluste Street de siempre... y de pronto él estaba ahí.

La voz obstinada se transforma en un susurro. Sale de la peluquería, King, ha terminado su jornada. Se cambia de zapatos. No puedes llevar tacones cuando estás de pie todo el día lavando cabezas y poniendo tintes, sale de la peluquería y echa un vistazo al Pizza Hut de la acera de enfrente —ha conocido a un par de colegas suyos, con sus cascos rojos, y no le gustaron, pensó que estaban jodidos—, y él es la última persona que espera ver en ese momento, han quedado dentro de dos horas, pero ¡ahí está! Ahí está él junto a su vespino, empinando una botella de agua con la camisa roja medio desabrochada. Va a correr hasta él. Si está él ahí, se jalea ella sola, hoy no pueden atropellarme. Se baja de la acera sin esperar. Nadie hace semejante cosa si no se ha dicho antes a sí mismo, ¡Hoy no pueden atropellarme! Baja a la calzada riéndose, y el tráfico se detiene para ella.

Se están besando ahora, vuelvo a decir.

¡Hoy no pueden atropellarme!, repite Vica para sí, porque él está ahí, ahí.

Veo que la peluquera conoce bien la boca del chico, sabe adónde ir, y le pasa un dedo por el párpado.

Ahora voy a contarte algo, King. Hace mucho tiempo yo fui tan joven como ella. Estaba alojada en casa de mi amiga Saskia. Saskia estaba casada con un óptico y vivía en Zúrich. Yo estaba haciendo un curso en el conservatorio de la ciudad. Tenía unos pies muy chiquitos y llevaba unas sandalias blancas. No puedes imaginarte cómo era yo entonces, King. No es que fuera muy guapa. Creo que resplandecía de pura salud y frescura. Estaba paseando sola a orillas del lago, tomándome un helado. Era agosto, una bochornosa tarde de agosto. Empezó a llover. La lluvia caía con tal fuerza que arrancaba las hojas de los árboles y cuando golpeaba la superficie del lago, éste salpicaba como el aceite en la sartén cuando echas las papas. Llevaba un vestido de algodón. Todavía lo recuerdo. Era verde oscuro, de un verde parecido al del laurel fresco. El verde de las hojas de laurel combinaba muy bien con mi largo pelo rubio. Cuando empezó a llover, crucé la calle corriendo hasta el portal más próximo y tapándome la cabeza con una revista, y allí seguí tomándome el helado. Por entonces todavía no sabía nada de helados. Lo único que sabía es que unos helados iban cubiertos de chocolate y otros no, y luego estaban los sorbetes. Fue él quien me enseñaría todo sobre los helados, en Nápoles, pero entonces todavía no estaba allí. ¿Cómo iba a saber nada de helados en aquellos tiempos una chica holandesa?

La única chica holandesa que he conocido iba en un camión con dirección a Hamburgo, le digo con la mirada. Por la noche folló con el camionero en la cabina.

Mientras me terminaba el helado, vi venir a un hombre que se cubría la cabeza con la cartera y corría bajo la lluvia como si fuera regateando con un balón entre los pies. Me dio risa. Creo que me reí, de hecho. Corría tan concentrado. Luego vi que venía a refugiarse al mismo portal que yo. Se puso a mi lado, dejó la cartera en el suelo, se sacudió primero un hombro mojado y luego el otro con la mano del lado opuesto, se abrochó un botón de la camisa blanca y agitó suavemente la cabeza para quitarse el agua, como lo haces tú a veces. Tras ello, se volvió hacia mí.

¿Guapo?

¿Qué es guapo, Guapo? Me acaricia la oreja.

¿Te apeteció irte con él?

No lo conocía. Me dio igual. Iba bien vestido. Pensé que sería italiano por su forma de correr, como si estuviera regateando con el balón. No era un hombre al que pudieras confundir fácilmente, hasta ahí llegaba. Claro que tampoco pensaba irme con él. Y no hay dos mujeres que estén de acuerdo sobre la belleza masculina. No es algo que se pueda medir. Y además cambia, ¿eh que cambia?, viene y va. Se va.

Me sentí en la obligación de no mirar a Vico. Vica le cortaría el cuello a alguien si fuera necesario. Se sacaría luego los ojos, pero lo haría si había que hacerlo. Él no. Él no podía. Lo máximo que podría hacer él sería volarse la tapa de los sesos.

¿Con una Beretta?, susurra ella. No sabía que Vica pudiera leerme hasta tal punto el pensamiento.

Llevaba una, dice Vica sonriendo, cuando lo amenazó la Camorra. Tienes razón que nunca habría podido utilizarla, pero se lo decía a todo el mundo y se la sacaba del bolsillo para enseñarla. Era una Beretta cromada. Una vez le amenazaron con cerrarle la fábrica si no pagaba. La fábrica estaba entonces en la Riviera di Chiaia.

Vico, dormido en la acera, se lleva los puños a la boca, como un bebé.

¿Qué dijo él?, le pregunto.

Dijo, No, bajo ningún concepto.

¿Qué te dijo en Zúrich? ¿Qué te dijo esa primera vez que os visteis en el portal?

No dijo nada. Vico nunca ha sido de esos que hablan para calmar los nervios. Yo tampoco dije nada. Parecía tan seguro. No tenía nada que ver con la cabeza su seguridad —no era presunción—. Su seguridad estaba en los pies, en el cuerpo, como un animal.

Yo, por ejemplo.

No, tú no, tú siempre estás asustado. Tú no tienes ninguna seguridad en ti mismo, reconócelo. Él era como un ciervo. Puede que los ciervos sean estúpidos, pero tienen seguridad. Se nota en su forma de estar de pie: parece que han sido creados de las pezuñas a la cornamenta sin un momento de vacilación. Así estaba él de pie a mi lado, y yo le devolví la mirada, muy tranquila. Todavía le corrían gotas de lluvia por la nariz. Finalmente habló: ¡Así que los dos hemos logrado llegar a tierra! Los dos. Me llamo Gianni. Dime tu nombre. Hablaba de una forma muy graciosa, como si estuviera leyendo un libreto, y hablaba alemán con un fuerte acento italiano, como si tuviera que representar Wagner pero prefiriera Verdi, aunque entonces yo todavía no sabía cuánto le gustaba la ópera. No sabía nada de él. Que estaba allí, eso era todo lo que sabía. Y me dije, Hoy no pueden atropellarme.

Su voz también fue lo primero en que me fijé cuando lo conocí, le digo a Vica.

Para cuando tú lo conociste ya no era el mismo hombre, King.

Tenía la misma voz.

Eso es lo espantoso de las voces, dice ella.

¿Y qué pasó luego?

Me invitó a un café. Le pregunté qué hacía. Me dijo que era inventor.

¿Te contó lo de su tío?

No, me habló de su fábrica y me dijo que llevaba un vestido muy lindo. Me dijo que había un cuadro que se llamaba La tempestad donde había un paisaje verde exactamente igual que el verde de mi vestido.

De Giorgione.

¿Cómo lo sabes?

Me lo dijo él.

¿Le queda todavía algo por contarte?

No me ha dicho lo que ha olvidado.

Vica empieza a frotarse los ojos.

Yo no he olvidado nada, dice. Lo vi todos los días y luego él tuvo que volver a Italia, a su fábrica. Me preguntaba si estaría casado.

No, no lo estaba.

Ya lo sé, pero entonces no le creía del todo.

¿Y te trasladaste a vivir con él cuando volvió a Zúrich al mes siguiente?

Sabes demasiado, King, más de lo que debes, por eso estás siempre asustado.

¿Y en su piso de Zúrich había una estufa de azulejos decorada con un motivo de tulipanes?

No.

Eso es lo que me dijo.

No había azulejos con tulipanes.

Da igual, digo.

¿Cuándo te habló de los tulipanes?

No me acuerdo.

Fui yo la que los llevé bastante después para darle una sorpresa, dice Vica.

OK. Antes o después, qué más da, el caso es que le encantaban, le digo.

Ésta es una lista de los sitios en los que prefiero reclinar la cabeza. En Vico, bajo su última costilla, al lado del plexo solar o junto a su cuello, con su clavícula bajo mi mandíbula. Mis lugares favoritos en Vica son entre la tripa y las ingles cuando está sentada, la rabadilla cuando se tumba boca abajo, y un lado de la cabeza cuando está dormida. Acuesto la cabeza ahora junto a sus ingles y escucho.

La mayoría de las sonrisas prometen demasiado, ¿no te has dado cuenta de eso, King? No tienes más remedio que sospechar de ellas y apartarte. La mayoría de las sonrisas están hechas para engañar. La sonrisa de Vico no prometía nada. Nada. Por eso me encantó, y no me pensé dos veces quererlo. Su sonrisa significaba que en ese momento tenía todo lo que quería tener. Podía meter un dedo entre sus dientes. También significaba eso, que saltaría al cuello de quien me amenazara.

No se parecía a nada de lo que había conocido hasta entonces. Era como todo lo que yo no había visto y sabía que no había visto. De modo que me era familiar y desconocido. No hizo ninguna promesa. Y yo tampoco le habría creído si las hubiera hecho.

Suspiro y ladro sin darme cuenta, suavemente. Hay ladridos tan suaves que se quedan bajo la lengua. La peluquera del traje azul claro aparta su boca de la del repartidor del Pizza Hut y se vuelve a mirarme porque me ha oído suspirar.

¿Es joven?, pregunta.

No es tan viejo como yo, le contesta Vica a voces.

Sólo se es joven una vez, dice la chica.

No, contesta Vica gritando, se es joven un millón de veces, se es joven un millón de veces, y luego parecen sólo una.

¿Cuántos años tiene?

No sabría decirte. Mi marido tampoco lo sabe. Ninguno de nuestros vecinos lo sabe. Cumplió dieciocho hace unos meses.

No hace tanto.

¡Una eternidad!, grita Vica, una eternidad aquí...

¿Cómo se llama?, pregunta el repartidor de Pizza Hut, cegado por el pelo de la chica, que huele a piel, a su piel y la de nadie más. ¿Cómo se llama?

Lo llamamos King. Antes debió de tener otro nombre. Todo es más sencillo si tomas un nuevo nombre, así que lo llamamos King. Te llamamos King, ¿verdad?

Parece muy inteligente, dice el repartidor de Pizza Hut, se nota por cómo nos escucha.

Me gusta la voz de tu novio, dice Vica a la chica, se pueden saber muchas cosas de un hombre por su voz.

Altota boquita linda, susurra la chica al repartidor de Pizza Hut, y le da un lengüetazo en los labios.

Vica continúa: ¡Hoy no pueden atropellarme!, eso es lo que te dijiste esta tarde, ¿a que sí, bonita?, cuando te tiraste sin mirar al tráfico.

Voy a buscarme un trabajo de camionero, dice el chico, y necesitaré un perro.

No voy a dejar que se vaya, dice la chica, quiero irme a vivir al campo y trabajaré de peluquera a domicilio; ya hay una clientela estable en los pueblos, con todas las bodas y primeras comuniones y funerales. ¿No cree, señora?

Tengo la llave de una casa, dice el chico.

¿Lejos de aquí?, pregunto.

No se lo voy a decir a nadie todavía, ni siquiera a ella.

La peluquera y el repartidor de Pizza Hut se separan. Ella relaja la rodilla y el muslo de la pierna que tenía entre las de él y baja suavemente la barbilla, de modo que sus orejas van hacia delante, y se suelta de los peldaños de su espalda, mientras que él, agarrándola firmemente por la caderas, da un paso atrás. Luego se sonríen como dos barras de pan que acabaran de salir del mismo horno. El chico se empieza a descolgar la bolsa roja que lleva a la espalda y ella le abrocha con sus dedos de uñas color de mora los botones de la camisa.

Tiene razón, señora, ¡hoy no pueden atropellarme!, le susurra a Vica y entra de la mano del chico en el local de Pizza Hut.

¿Sabes dónde se diferencian realmente las mujeres de los hombres, King? No donde tú crees, ahí simplemente las cosas están atadas de maneras distintas, con cintas distintas, no, donde se diferencian realmente es aquí, junto a los hombros, en lo que yo llamo el tejado del hombre: esa pequeña pendiente que baja de los hombros al pecho. ¿Por qué todas las estatuas que no tienen cabeza ni brazos ni pollas ni pies siguen pareciendo hombres, inconfundiblemente hombres? Todo tiene que ver con lo que sucede aquí, en este querido tejado. Desde una de las ventanas del piso veíamos el Zürichsee. Sus hombros tenían cuatro protuberancias cada uno, que eran duras o blandas según él quisiera. A mí me gustaba agarrarlas. Jugar con ellas, poner la mejilla en ellas, darles nombres. A una la llamaba Fuerza, a otra Prudencia y luego venía Justicia. Me he olvidado del nombre de la cuarta, perdóname, King. Él se reía cuando yo las nombraba y decía que era una calvinista redomada. Lo cual no impide que la belleza del cuerpo del hombre siempre tenga algo que ver con lo vertical, con estar vertical.

Hay muchos hombres torcidos, mascullo con el hocico en su muslo.

Por detrás están las paletillas y por delante está este tejado, este tejado hecho para dos. Pregúntale a la peluquera, King, ¡ella seguro que sabe de qué estoy hablando!

Cuando un hombre está más bello es cuando está a punto de dar un paso, con el estómago ondeante como una cortina muy estirada bajo el tejado, cuando está a punto de avanzar, con la polla como una paloma oculta detrás de la cortina, los brazos que te van a tomar colgando todavía a ambos lados, más calientes en la cara interna, donde tocan el cuerpo, y sus delgadas caderas remetidas bajo el tejado, dejándote todo el espacio que precises durante toda la noche, haga el tiempo que haga. Es entonces cuando está más hermoso, King.

Desde cada hombro salía un caminito que llegaba hasta el pezón. Esa pequeña semilla de pezón que está ahí para nada. Bajé por ambos caminitos con los dientes; entonces eran blancos, King.

Se estrecha de hombros abajo. Así que a veces me echo con los pies a un lado de su oreja, chupándole el dedo gordo del pie, y lo rodeo con los brazos y lo mido como si fuera un árbol.

Un anciano con un sombrero negro de ala ancha se para frente a nosotros. Huele a ropa planchada y a edad. Vica tiene la mano extendida. La tiene extendida mientras me cuenta todas estas cosas. De vez en cuando se le cae o se frota los ojos con ella, pero la mayor parte del tiempo implora a los viandantes. No nos oyen hablar. Simplemente ven a una mujer corpulenta en vaqueros y un perro que descansa la cabeza en su regazo y tras ellos un viejo dormido. La persona del sombrero saca del monedero un billete de veinte e inclinándose con cierta dificultad lo pone en la mano de Vica. Ésta la cierra como muestra de reconocimiento. No dice nada. Con la otra mano hace una señal: la señal que hace una madre a la entrada de la escuela para animar a su hijo, que no quiere separarse de ella. El anciano se endereza y, más contento consigo mismo que antes, dirige sus pasos hacia el bulevar.

Yo creía en él, King. Siempre que lo tocaba, creía en él. ¿Sabemos alguna vez cómo decir en lo que creemos? Cuando por fin podemos decirlo, ha dejado de ser verdad, la fe ha desaparecido. Yo creía que la Vida me había llevado a ese hombre y la misma Vida le había llevado a él a ser lo que era. Y yo podía tocar lo que era. No escuchaba demasiado sus palabras. Escuchaba su voz sin oír las palabras, y lo tocaba.

Creía que íbamos a tener una vida que daría cosas a la Vida a cambio de la casualidad inaudita de habernos conocido. Nunca me acostumbraría a lo nuevo que me resultaba. Por la tarde, cuando volvía de trabajar, era nuevo, muy nuevo. Por la mañana, cuando se iba a trabajar, era nuevo, muy nuevo. Hoy no pueden atropellarme, me decía a mí misma todos los días. Incluso cuando me lo conocía de memoria y mis dedos eran expertos en cada arruga de su cuerpo, era nuevo. Era mayor que yo, ya había vivido una vida y, sin embargo, para mí era nuevo.

Puedo tocar la pierna de Vico con la cola; está así de pegado a nosotros, echado cuan largo es en la acera. Todo lo que me está contando ella está en algún lugar de los ojos de él. Y sus ojos están cerrados. Dormir es lo mejor.

He conocido a otros hombres, King, tú lo sabes, antes y después de él, y nunca he sentido lo mismo. Otros hombres hacen cosas. Él simplemente era.

Toco la pierna de Vico con la cola.

¡Vamos a la ópera!, me dijo una noche. No hay ópera en Zúrich, le dije. He comprado las entradas, me dice. Il Trovatore. En la ¡Scala de Milán! Esta noche tomamos un coche cama.

Su manera de decidir me intrigó siempre, como si cada decisión fuera un sobre con un secreto dentro y al tomarla cerrara el sobre antes de entregármelo. Lo que más le gustaba era planear sorpresas. Y cuando llegaba la sorpresa, le encantaba verme aplaudir feliz.

Vica empieza a aplaudir y yo pongo el hocico entre sus manos para impedírselo. Es mejor que no lo despierte todavía. Cuanto más hable después de la cerveza menos posibilidades hay de que se peleen.

¿Qué podríamos regalarle a mi madre por su cumpleaños?, me preguntó. No conozco a tu madre, le digo. Creo que tu persona sería un regalo estupendo. Y ecco!, se saca del bolsillo dos billetes de avión a Nápoles.

Hemos extinguido los fuegos en tu honor, me dijo en el avión, ahí está el Vesubio, sólo humea ahora, bébete el Campari. Lo besé. Y descendimos sobre la bahía para aterrizar. Su madre era una viuda con pendientes negros que tenía muchos pájaros. Tenía seis jaulas colgadas en los balcones del segundo piso donde vivía, y los pájaros cantaban día y noche.

Por suerte murió hace ocho años, así que no puede ver dónde estamos ahora. Creía que yo ejercería un efecto estabilizador en su hijo. Tiene la vista puesta tan lejos que algunas mañanas no es capaz de encontrar los zapatos, me dijo un domingo camino de la iglesia. Recuerda mis palabras, continuó, mi hijo cambiará con la edad, yo no estaré aquí para verlo, pero recuerda mis palabras, Gianni cambiará y tú estarás a su lado, ¿verdad?

Has llegado en el momento justo, mia coccalino, me cuchicheó una noche cuando yo me estaba lavando la cabeza en el cuarto de baño, el sábado puedes ir a ver a Nostra Madonna di Regnos Altos.

La Madonna estaba en el barrio español, en donde todo estaba sucio, salvo la ropa tendida. Lavan sus harapos continuamente. Las casas eran pequeñas, una habitación por planta, y las calles estrechas y oscuras...

No estamos muy lejos de donde vivió Giambattista Vico, me dijo Gianni, no muy lejos de la calle donde nació el primer genio del pensamiento moderno. ¿Sabes por qué fue el primer genio del pensamiento moderno? Fue el primer pensador que se dio cuenta de que Dios no tiene poder. Al oír esto, su madre se santiguó tres veces.

¿Por qué te estoy contando todo esto, King?

Porque sabes que te escucho.

No nos hace ni pizca de bien.

Nos aproxima un poco más.

¿A qué?

A lo que ni tú ni yo sabemos.

La callejuela está llena de gente mudándose, mudándose de casa, King. Hombres, mujeres, niños, tantos en la estrecha callejuela que Gianni y yo tenemos que estar todo el tiempo dejando paso. Su madre ha vuelto a casa. Y lo mismo sucede en las calles que cruzan aquella en la que estamos. No hay una sola esquina tranquila. Todo el mundo se está yendo a otra parte. Los hombres cargan en sus espaldas haces de junco dos veces más altos que ellos. Las mujeres salen a la puerta con alfombras enrolladas y sábanas dobladas y sus encajes y candelabros. Y los niños construyen torres con un cargamento de cajas de cartón que han encontrado. No sé qué pasa. ¿Va a haber una erupción del Vesubio? ¿Han recibido aviso de llevarse sus objetos de valor y ponerlos a salvo en otro lugar?

No tengo miedo porque estoy con Gianni. Él no me dice nada. Deja que intente adivinarlo yo. En aquel tiempo era así. Era su forma de animarme a aprender cosas, y me observaba con la sonrisa del profesor, que al poco cambiaba a una sonrisa de felicidad, pues mi inocencia también era un misterio para él, un misterio del que se nutría. Cuando me observaba mientras yo tomaba los nocciole gelati recordaba cómo era comer nocciole por primera vez.

Unos hombres transportan farolillos de colores, altas escaleras de mano, largos postes. Un hombre en una silla de ruedas desenrolla unos cordeles que llevan cosidos trozos de papel de colores con corazones y diamantes recortados. Sobre las torres de cartón que han construido los niños, las mujeres extienden paños de terciopelo. Terciopelo y sueños, terciopelo y noche, terciopelo y bienvenida, terciopelo y una puta, terciopelo y amor, King. Sobre el terciopelo colocan unos tesoros que han sido bruñidos para que refuljan.

Otros hombres plantan los juncos en el suelo como si fueran árboles: meten los tallos entre los adoquines, los sujetan con bramante y palos y los curvan por arriba hasta que se tocan; entonces los atan para que se queden así, transformando las calles en las naves de una iglesia, no más anchas que un hombre con los brazos en cruz. Y por estas naves pasa la gente como si fueran parejas camino del altar. Gianni y yo también.

Las calles se están vistiendo. Todas las calles cantarán esta noche. Unas se emborracharán. Otras no pararán de reírse. Otras bailarán sin descanso. Esta calle se sentará la noche entera a comer como un hombre. Esta otra concertará matrimonios como una mujer. Y esta otra, que acaba en unas escaleras, esperará a que vuelvan a casa sus marineros.

Gianni me toma del brazo y me dice, ¿Ves esa ventanita al lado de la puerta? ¿Sí? Se abre hacia fuera y cuando alguien se muere en la casa lo sacan por ahí, nunca por la puerta. Estas casas están abarrotadas, porque son pobres, de modo que no quieren que los muertos regresen inesperadamente, colándose por la puerta abierta. De este modo, los muertos tienen que llamar por la ventana si han olvidado algo. No te preocupes, hace meses que no se ha muerto nadie... Cuando se muere alguien, la calle no se viste durante todo un año.

Las ancianas cuelgan encajes de las paredes, toscas y sucias, impregnadas de orina, haciendo así más blanca la calle. El encaje es lujo, el encaje es soledad, el encaje es espera, el encaje es caricia, el encaje es delicadeza, encaje para los pobres, el encaje es atención, el encaje es seducción. Qué orgullosas estaban colgando sus encajes en la calle. Todas sabían cuáles eran las mejores piezas, aunque no lo dijeran. Tal vez no lo sabían de jóvenes.

Con la amarga experiencia todos aprendemos a tasar el encaje.

Cuando llega la noche hay más flores en la calle que cuando muere un rey. Rosas, azucenas, margaritas gigantes, capullos de almendro, asfódelos, madreselva, hibisco, capullos de manzano, y de los árboles atados sin raíces cuelgan guirnaldas de laurel. Y las luces encendidas brillan con los colores de todos los helados napolitanos: stracciatella, fragola, nocciola, tutti frutti, coccomero, albicocca, cereza.

Vica canta. No sabe que está cantando. Vico no la oye. Estamos desplomados ante la entrada de mercancías de la zapatería. No se oye nada, y ella me canta.

Ancianos de manos venosas, King, protegen las llamas vacilantes de las velas blancas, y en el centro de cada grupo de velas, espera en silencio la Madonna que han sacado de la casa.

Todas las Madonnas, King, van cubiertas de azul y oro, algunas son de madera, otras de porcelana, otras de loza. Todos saben cuál es la más rica, nadie sabe cuál es la más pobre. En las mesas colocadas delante de las puertas de las casas hay dispuestas bandejas de dulces, recién sacados de los pequeños hornos: galletas de almendra, buñuelos color cobre espolvoreados con azúcar plateada, lenguas de gato con sabor a limón, amoretti morbidi.

Las pequeñas Madonnas esperan que baje de su capilla en el cerro a bendecir sus hogares la gran Madonna di Regnos Altos. Cuando llegue llevará rosas amarillas.

Gianni me toma de la mano. Dos carabinieri en moto vienen hacia nosotros a la velocidad de una mula intentando abrir paso en la nave de la calle convertida en iglesia, que ya está abarrotada de niñitas ataviadas con sus mejores galas y cintas —las cintas son lazos, las cintas son trenzas, las cintas son finas muñecas, las cintas son para tirar—, de padres en camisa planchada y brillantes zapatos y sombreros cepillados, de ancianas que ayer se ayudaron a peinarse unas a otras, de ancianos contando —cuentan los muertos, los años, las Madonnas, los nietos, las liras, el número de botellas que les aguardan, la fecha del próximo sorteo de lotería—, de madres que olvidarán su cansancio en cuanto empiecen a bailar y bailarán con todo el que se lo pida, salvo Jacopo o Giorgio, y se desinhibirán sobre todo cuando bailen entre ellas, riéndose al ritmo de sus grandes cuerpos bamboleantes mientras recuerdan cuando les pasaban lista en la escuela: Rosa, Teresa, Paola, Lucietta, Matilda, Brigida.

¿Cómo despejan la calle? Te lo diré, King. Primero las casas se vaciaron en la calle, luego la calle, que era enteramente una casa, se vació en las casas. Todas las puertas están abiertas.

Ahora llega el director de la banda avanzando de espaldas. Me digo, De viejo Gianni será como él. El director de la banda rondará los setenta años, pero tiene la misma ligereza en los pies que Gianni, la misma forma de elevar los codos, la misma autoridad, el mismo sentido del ritmo. Sí, Gianni será como él, y Gianni tiene muy buen oído, así que cuando se jubile puede enseñar música, ¿por qué no?, y probablemente será calvo como el director de la banda.

No lo mires ahora, King.

La banda llena la calle de música hasta que rebosa. Rebosa y cae en todas las alacenas y aparadores y bodegas y áticos y escaleras. Los uniformes de los músicos son rojos y negros y las gorras tienen unas cintas de reps blancas. Treinta músicos de todas las edades.

¿Y las chicas?, le pregunto.

Míralas, King, eran diez años más jóvenes de lo que era yo entonces. Los carrillos hinchados, fruncen los labios en torno a las boquillas de sus instrumentos, faldas cortas, rodillas sonrientes y zapatos de alza a la última, descaradas, se partirían de risa, y su descaro radica en el hecho de que saben con toda seguridad, mientras avanzan lentamente por las naves de la calle convertida en iglesia, que la música escrita en las partituras enganchadas en el extremo de sus clarinetes y de sus flautas, todos los graves y los agudos, las corcheas y semicorcheas, está ahí en el papel pautado para hacer alarde e iluminar su juventud, que bajo su piel bailan las notas sin decir palabra, y a los músicos que las siguen, encarnados con el esfuerzo de soplar sus tubas y sus fagots, no les cabe el orgullo en el cuerpo de poder dar una serenata a las chicas, a punto de abandonar los calcetines blancos, pero todavía lo bastante jóvenes para ser sus hijas.

El director de la banda deja caer lentamente el brazo, y la música se va apagando. Gianni me conduce hasta un murete y me dice que me suba. Yo no me muevo de aquí, me dice para tranquilizarme.

Los músicos se pasan una botella de agua. La Madonna de porcelana, rodeada de su cojín y de sus peras en conserva del año pasado y de sus velas encendidas, espera. Espera a la grande, Nostra Madonna di Regnos Altos.

De pie en el murete recuerdo el milagro de los panes y los peces de la Biblia, que dio de comer a una multitud de cuatro mil almas, y observo el milagro de cuánta gente acoge este pequeño rincón de la calle, dejando todavía espacio para que avance por la nave el cura que guía a la Madonna grande, engalanada con rosas amarillas y de pie en unas andas que llevan a cuestas cuatro hombres con brazos de boxeador.

Las dos se miran sin palabras, la grande, con su frente lisa y sus largos brazos con las palmas extendidas, y la pequeña, que pasa todo el año en un estante sobre la cama de matrimonio de la minúscula vivienda. El milagroso silencio que se establece entre ellas llena toda la calle. Oigo el pequeño zumbido de uno de los cables de las bombillas de colores que ha debido de quedar mal enchufado. Nada más. Los jarrones de flores esperan, y las colchas de encaje colgadas de las sucias paredes y los hombres que tosen y las mesas y las sillas de los comedores, y los platos y los tenedores y cucharas, las toallas, las camisas planchadas, los zapatos, los calcetines de los niños, los higos recogidos ayer, y todas las habitaciones, llenas de silencio, esperan. Espero y Gianni a mi lado espera, y mientras espero pienso en el tejado de sus hombros cuando me quedé en cueros delante de él.

El cura ruega a Nostra Madonna di Regnos Altos que bendiga esta morada y a aquellos que viven y vivirán en ella durante el próximo año, por los siglos de los siglos, amén.

La Madonna sonreía como sonreía antes y como probablemente seguirá sonriendo ahora. La calle se santigua sobre su estrecho pecho y la banda vuelve a reunirse y los niños chillan y las abuelas pasan bandejas de dulces y los hombres se gritan, ¿Vienes esta noche? ¿Vienes esta noche?, y las chicas pasan la página de su partitura, y Gianni se vuelve hacia mí y me dice, ¿Y si te pido que seas la Señora Vico?

Sí, respondí, sí.

¿Así que estáis casados?

No he dicho eso. He dicho que me lo pidió.

Y tú dijiste, Sí.

Me lo pidió muchas veces y cada vez yo grité de gozo y dije, Sí, King.

¿Por qué no os casasteis entonces?

¿Quién ha dicho que no lo hiciéramos?

Me cuentas lo que quieres. Exactamente lo que quieres.

Quería contarte cómo fue la primera vez y lo de la bendición de las casas, eso es todo.

Deja caer la cabeza y no tarda en cambiar el ritmo de su respiración. El sol se está poniendo en el mar y está ya muy cerca del horizonte. Desde esta puerta de Salluste Street no veo ni el mar ni la puesta de sol, pero sé dónde está el sol por el color de las nubes. Están dormidos los dos, arropados con sus abrigos.

Cuando no queda un resplandor en las nubes, los despierto. Para despertar a Vico le mordisqueo levemente los nudillos. Lo he intentado de otras maneras: ésta es la que prefiere.

En el caso de Vica, le levantaré la mano entre mis dientes y continuaré con el brazo, soltándolo y tomándolo con la boca, sin que la roce siquiera uno de mis colmillos, hasta llegar al sobaco.

¿Por qué no me llevas a casa subida a tu lomo?, me dirá.

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