King

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8 p.m.

Primero va Vico, luego Vica empujando el carro y luego yo. Caminamos en fila india. Hemos aprendido que es la mejor forma de andar por la noche. Menos agotador, más seguro y más tranquilo. Cada uno va andando con sus propios pensamientos o con su propia frase para esa noche, repetida una y otra vez.

No tienes nada, nada por lo que quedarte.

Hoy no pueden atropellarme.

Hay muchos hombres torcidos.

Las tres frases se arrastran una detrás de la otra.

Por el sureste se ve una luna llena. Camino cerrando la marcha y sueño con una noche en la que los pobres sean ricos. Veo mi playa. El horizonte ha desaparecido y el mar con él. Sólo hay cielo, y el cielo desciende hasta donde acaban los guijarros y empiezan las rocas. El malecón entra en el cielo. Cuando me acerco a chapotear a la orilla de algas, mis pezuñas chapotean en el cielo. Sumerjo la cabeza en la gélida infinitud del universo y al sacudirla luego desprendo estrellas.

Los perros no deben soñar. Nunca deben soñar. La mano de un hombre al pasar a mi lado en la acera roza accidentalmente mis costillas, y me viene un recuerdo, viene tan rápido que no puedo hacer nada por detenerlo y, a diferencia del camión de Berlín, no se detiene y me atropella.

Hace mucho tiempo yo estaba junto a un aeropuerto. Había un campamento: hangares de lona, alambre espinoso, literas, reflectores, cochecitos de niño utilizados como carros, caos, gente que espera, unos solos, otros con parte de su familia, todos esperando interminablemente a volver a sus hogares, a irse, a que les dieran algo. No tenían nada. Era un perro policía.

Una mujer me llama. Me dice que se llama Marina. Entre las dos y las cinco de la madrugada se apagaban algunas luces. Había una manta, sus bultos diversos y una alfombrilla que había desenrollado. Llevaba pantalones y un anorak de hombre, era más o menos de mi misma edad. Me eché a su lado en el suelo. Puso una mano entre mis patas y empezó a moverse para excitarme, lo cual no le resultó difícil. En aquel desolado descampado junto al aeropuerto, estuvimos los dos a punto de encender una lucecita incandescente de placer, en silencio, una lucecita encendería tal vez otra y otra, trazando bajo la manta nuestra propia pista de despegue para dejar atrás el dolor.

Sonreíamos. Y luego nos miramos a los ojos y vimos lo que había sucedido. Yo no podía hacer nada salvo quedarme muy pegado a ella, tragando saliva. Ella agarraba todavía mi sexo empalmado y apuntaba a lo alto con la mandíbula, como si estuviera intentando besar con sus labios cortados algo que no alcanzara a tocar, y sus ojos apenas abiertos señalaban la punta de sus orejas. Cuando un perro nada, con la nariz fuera del agua, anhelando una orilla que nunca alcanzará, tiene la misma cara que tenía ella acostada en el suelo a mi lado. Nada reluce. Había dejado todo atrás, lo había dejado junto con la regularidad de los días laborables, los tranvías que conocía, los impermeables de los niños, su país. Follar era una forma de suplicar un cobijo, un cobijo sólo. Me soltó, me acarició suavemente las costillas y me susurró, ¡Vaya, hombre! Perdóname.

Vico va delante, luego Vica empujando el carro y luego voy yo. Avanzamos despacio, como una barcaza muy hundida por la carga, pero con determinación. Vamos al abrigo donde vivimos.

El Rugido diario disminuye. Hacia Ardeatina oigo otra cosa; los sonidos no tienen nombre y hay tantos sonidos como palabras. Éste me preocupa. Tal vez es un silencio, un abrupto silencio, como el silencio que sigue a un disparo o a un grito. El silencio del golpe antes de sentir el dolor. Levanto las cuatro patas de un salto y echo a correr. Oigo a Vica llamarme, y no hago caso. Pueden volver solos, a su paso. Yo corro al abrigo.

Cuando me aproximo, huelo a gasolina diésel y a agua encharcada sobre la tierra reseca. No a agua del grifo como la que cogemos Vica y yo de la gasolinera dos veces a la semana. A agua sucia. Agua de lavar los platos o la ropa, agua en la que han lavado hombres, no mujeres —sí, con mi olfato, distingo la diferencia—. Que Dios me ayude. Muchas cosas pueden explicar el olor a agua. Es el olor a gasolina lo que me asusta.

La teoría de Giambattista, me explicó Vico muchas veces, era que todas las civilizaciones de este mundo pasan por cuatro etapas; cuatro etapas muy largas. La primera es la Era de los Dioses, cuando todo es nuevo y todo es posible, incluso lo peor. Luego viene la Era de los Héroes, cuando Helena se puso a joder la marrana en Troya, y los griegos descubrieron la tragedia. Tras lo cual llega la Era de los Hombres, que es el tiempo de la política y de los sacrificios —no ya a los dioses, sino por la justicia humana—. Y finalmente llega la Era de los Perros. Tras la cual, dice mi Vico con su voz de terciopelo, el ciclo volverá a empezar. I ricorsi! I ricorsi! Tal vez se lo ha inventado todo.

Corro más, confuso por un miedo inexplicable, y me paro junto al Pilón. Veo luces al otro lado de la charca que se reflejan en la superficie oleosa del agua. La orilla opuesta de la pequeña charca parece tan recta como el cañón de una pluma en la que las sedosas barbas de un lado son simétricas en relación a las del otro, y entre las barbas, deslumbrándote a un lado y al otro, las mismas jodidas luces. Se me seca el gaznate donde se junta con la nariz. No debería haber luces ahí a estas horas. El abrigo se cierra temprano. Como mucho se vería la luz parpadeante de la linterna de alguno de ellos que ha salido a cagar, o la luz del candil de petróleo de Jack, el Barón, al otro lado de su ventana, porque padece de insomnio y por la noche, cuando no está cosiendo una nueva chaqueta, rellena los boletos de lotería. Y lo que estoy viendo, espantado, son faros de automóvil. Seis por lo menos.

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