King

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No sé si es muy tarde. Es de noche y estoy echado en la hierba al otro lado del río, cerca de la playa donde viven los cangrejos ermitaños. Todavía tiemblo y oigo el mar. Tal vez el sonido de las olas me calme o me vuelva indiferente. El tiempo lo dirá. Os contaré lo que sucedió.

El abrigo estaba tirado en un montón como cada noche; a la luz de la luna, sus pliegues, sus arrugas y sus bolsillos proyectaban profundas sombras. Lo que me asustó fue el jeep militar aparcado donde estaría la hebilla si fuera un abrigo con cinturón. Tenía los faros encendidos, aunque el motor estaba apagado. Le habían ajustado un reflector en el techo. De pie junto al vehículo había cuatro agentes antidisturbios con sus metralletas Famas entre los brazos. Sentado al volante del jeep había un oficial. Parecía que estaba leyendo.

Pero mucho peor que la presencia de estos hombres y sus uniformes era la amenaza de una gigantesca máquina, dotada de luces propias, que cruzaba lentamente el terreno desde Ostiensis. Se movía sobre orugas, y oí el ruido que hacía al arrastrarse. Un ruido de piedras desgarradas como si fueran trapos. A esta máquina, pintada de amarillo y negro, más alta que todos los camiones de la ruta de Berlín, se la conoce con el nombre de Pala Excavadora.

Me dirigí al pedazo de hierba que había junto a la solapa derecha. Estaba muy alta y me escondí allí. Me había acercado lo bastante para ver que el oficial tenía una marca de nacimiento de color ciruela en la parte izquierda del cuello. Se había bajado del jeep y tenía en la mano un megáfono. Llevaba guantes y con una mano enguantada hizo una seña a uno de los antidisturbios.

Éste se subió al techo del vehículo, encendió el reflector y manipuló el haz de luz con tal exactitud que daba la impresión de que sabía lo que estaba buscando, y el haz barrió lentamente el abrigo.

Este barrido era una señal. En la oscuridad todo es una señal. Los antidisturbios querían mostrarles a todos los que se estaban escondiendo que iban a ser barridos.

El oficial manipuló el amplificador del megáfono, que emitió un rugido interesante.

La Excavadora se acercaba. Tenía la marca escrita en negro sobre amarillo: Liebherr. Estimado Señor. Su mástil era más alto que las farolas de la M-1000. Y podía ladearse y girar y tenía brazos articulados.

El oficial se subió a mi montaña de escombros, el montón desde el que vigilo el terreno, y se llevó el megáfono a los labios.

No tenéis nada que temer, dijo. El volumen estaba tan alto que apenas se entendían sus palabras.

No tenéis nada que temer. Os estamos pidiendo que salgáis, que salgáis todos. Os vamos a dar una comida caliente, de las que no os suelen caer en suerte. Una comida caliente. Os vamos a realojar con mejores condiciones. Tendréis transporte.

El oficial se quitó un guante y reajustó el volumen del amplificador. La Excavadora se había detenido frente al contenedor de Danny.

Os pedimos que salgáis. No tenéis nada que temer.

El oficial se llevó la mano libre a la mancha del cuello.

Os realojaremos con mejores condiciones. Se ha examinado el suelo sobre el que estáis viviendo y se ha demostrado que está contaminado. Hay gases nocivos. Insisto en que tenéis que salir.

Vi la cara del operador de la Excavadora. Parecía confuso. Parecía como si no supiera por dónde empezar.

El oficial hizo un gesto con la cabeza a dos antidisturbios al tiempo que les decía, Comprueben que no hay nadie ahí dentro, ni animales ni bombonas de gas.

Los dos agentes antidisturbios se acercaron al sitio de Danny y rasgaron la manta —era de color gris y tenía una línea de cuadraditos rojos en los extremos—, la manta que colgaba de la entrada que había practicado Danny en la pared de metal del contenedor. Había utilizado el soplete de Marcello. La entrada era estrecha porque Danny es muy delgado. Vica no podría pasar por ella, es demasiado colosal. Cuando Danny le contaba un chiste desde el otro lado de la puerta, ella se tronchaba de risa fuera.

Un hombre llama a la comisaría para informar que ha desaparecido su mujer. ¿Desde cuándo?, le preguntan. Desde hace ocho días, responde él. ¿Por qué no nos lo dijo antes? ¡Creí que se había ido a charlar un rato con la vecina!, responde el hombre.

¡Chiste de tíos!, farfulla Vica.

Danny nunca contaba dos veces el mismo chiste. Los recogía, varios al día, como otros recogían los yogures y el beicon pasados de fecha que tiraba la gente.

Uno de los agentes entró en el contenedor de Danny linterna en mano. ¡Nada, mi capitán!, gritó.

¡Entonces hágase a un lado!

La Liebherr avanzó.

Corina salió corriendo de su furgoneta. De tan delicada que era, a la luz de la luna parecía una pequeña enagua de satén que el viento había soltado de la cuerda donde estaba tendida. Avanzaba maldiciendo: ¡Hijos de puta, fuera de aquí! Ya nos lo habéis quitado todo. ¡Fuera!

El oficial habló por el megáfono.

Os pido a todos que salgáis como lo ha hecho ella. No tenéis nada que temer. Os estamos ofreciendo realojaros en un buen sitio. Los exámenes del suelo demuestran que viviendo aquí corréis un grave peligro.

¿Entonces qué hacéis que no os largáis inmediatamente?, gritó Corina.

Corrió hacia la Excavadora. ¡Bestia maldita!, gritó y empezó a tirarle piedras. ¡Bestia maldita!

Las piedras eran muy pequeñas y ni siquiera llegaban a dar en la pala de la Excavadora. Cayó de rodillas, y el operador no supo qué hacer. Paró el motor y se quedó sentado en la cabina, inmóvil. ¿Qué se podía hacer en semejante situación?

Parecía avergonzado y también parecía que iba a hacer lo que le ordenaban que hiciera. Encendió un cigarrillo, y Corina seguía arrodillada delante de la pala. Los antidisturbios miraron al oficial, esperando órdenes. Corina alzó las manos al cielo, los dedos entrelazados en actitud suplicante. Yo aullé un poquito para animarla. El oficial indicó que la quitaran de en medio.

Un agente se acercó y la puso de pie. Ven con nosotros, Abuela, dijo. ¡Cabrones!, vociferó ella. No te pasará nada, dijo él, ven con nosotros, que te vamos a dar algo caliente que llevarte a la boca.

Tengo una silla de madera, dijo ella, y pronunció estas palabras como si fuera una reina.

Luego se agachó y cogió del suelo, junto a su pierna, fina como un palillo, un trozo de ladrillo y, girando el brazo derecho como el radio de las ruedas de un carro, lo lanzó al aire antes de que el agente pudiera agarrarla. El trozo de ladrillo rojo cayó sobre el techo de la cabina de la Excavadora. El conductor no se inmutó. Los antidisturbios la condujeron hasta el jeep.

Tengo una silla de madera, repitió ella.

El oficial hizo una seña con el dedo, y la Excavadora reptó de nuevo. La lentitud de la máquina era semejante a una espantosa punzada en el vientre. Cuando te pegan, el golpe suele ser tan rápido que por lo general no lo ves venir. Hay un porrazo y un dolor repentino. La violencia es por lo general rápida. La terrible lentitud de la Excavadora era una amenaza de aniquilación, y anunciaba que no había escapatoria. Me puse a temblar.

La máquina dio una sacudida y se paró en seco. Con el mástil bajo y husmeando el suelo como un hocico gigantesco, se extendió hacia el contenedor de Danny. Las orugas estaban inmóviles. Colgados de unos pistones plateados al final del hocico, como una mandíbula abierta, los dientes rompedores golpearon levemente el contenedor, y el contenedor retrocedió unos metros. El operador, pálido, observó desde detrás del cristal irrompible de la cabina y por fin se decidió. La Excavadora alzó la cabeza y golpeó con la mandíbula el tejado de Danny. El tejado se abolló y se dobló y nada más se movió hasta que se perdió en el aire el último eco del golpe hueco.

Corina rompió a llorar.

La Excavadora bajó la cabeza y mordió una esquina del contenedor, hincándole bien los dientes. Ahora ya podía agarrar la caja, elevarla del suelo, lentamente, más lentamente de lo que pude soportar mirar, arriba, arriba en la oscuridad, hasta que los dientes se separaron dejándola caer violentamente al suelo.

Otro chiste de Danny: ¡Camarero! ¿Qué hace esta mosca en mi helado? Esquía, responde el camarero.

Cuando el contenedor se estrelló en el suelo y se volcó a un lado, no se oyó nada dentro. Sonó como si estuviera vacío. Desesperadamente vacío.

Danny no poseía nada, salvo una bicicleta robada en la que se iba todas las mañanas. Dentro del contenedor, en la pared de metal junto al colchón en el que dormía había pegado una foto. La foto la había tomado Jack y mostraba a Luc y Danny y Marcello y Joachim con Catastrophe el día de Navidad del año pasado. Dos de ellos se han ido.

Cinco minutos después, volcado y aplastado, el contenedor de Danny parecía un ahorcado. Seguía estando reconocible, pero se veía que habían acabado con él.

La máquina se dirigía ahora hacia el sitio de Alfonso. Yo di un rodeo pegado al suelo y llegué antes. Alfonso estaba sentado en el escalón delante de su chamizo, donde a veces deja un plato para mí. Llegué sin resuello. Tenía los ojos cerrados. Sabía que esto era lo que iba a hacer cuando llegara la Excavadora.

Tocaba la guitarra y no tenía una guitarra en la mano. Distinguí una funda de guitarra dentro, tirada sobre el colchón, en el chamizo que se había construido el otoño pasado aprovechando una tapia de ladrillo que quedaba en pie. La brillante funda negra estaba cerrada, y en el suelo había tres botellas de vino vacías. Si hubiera podido entrar, las habría hecho rodar con el hocico. Alfonso había encontrado los tablones del suelo en un salón de baile abandonado, los había cargado hasta Saint Valéry en cinco viajes y los había puesto él mismo. Los mantenía muy limpios.

Se oyó un grito a lo lejos. El viento del mar soplaba con fuerza. Y otra vez el mismo grito. Supe que era Jack. Era Jack pidiendo que lo iluminaran. Los antidisturbios giraron el reflector hacia el cuello del abrigo, de donde venía el grito. Iluminó a Jack de pie sobre el montón de neumáticos. Tenía una campana en la mano.

Miré a Alfonso, que seguía con los ojos cerrados. Los dedos de su mano izquierda pisaban unas cuerdas invisibles, las pisaban sabiendo dónde lo hacían, subiendo y bajando sobre unos trastes invisibles. Su mano derecha revoloteaba como una alondra, los dedos extendidos, separados, tocando rápido. Rasgando las penas invisibles y silenciosas que le atenazaban el estómago, sacándolas. Llevaba el ritmo con el pie. Me asusté y, como Alfonso, no quise ver qué era lo que me asustaba.

No pienso andarme con huevadas, retumbó la voz de Jack. Se le oía sin megáfono, tenía una voz que llegaba muy lejos. No llegaban todas sus palabras, pero sí llegaba la vara de su autoridad. Por un momento me olvidé de mi miedo. Alfonso continuó llevando el ritmo con el pie. Me abrí para reunirme con el Barón junto al montón de neumáticos.

No pienso andarme con huevadas, y menos aquí, gritó Jack. No tienen derecho a tocar estos techos mientras viva gente bajo ellos y en todos hay gente, ¿entendido? Todos los techos están habitados. ¡En algunos incluso se reciben cartas! Mala suerte, capitán, no pensamos dejarnos eliminar como si fuéramos una mierda, por el váter.

El oficial daba instrucciones a los agentes. Las manos sobre sus Famas, dos de ellos se encaminaron hacia el sitio de Alfonso.

¿Sabe cuánta gente vive en Saint Valéry?, gritó el Barón. Viven ciento diecisiete personas.

Tocó la campana para hacer verosímil la mentira. Ciento diecisiete, y todos los techos van a ser defendidos. Volvió a tocar la campana con una expresión solemne en la cara.

Hay momentos en la vida en los que una mentira es lo único a lo que puedes agarrarte, como esos huesos de plástico que algunos jubilados pobres les compran a sus perros.

Mala suerte, capitán. Le han dado las cifras equivocadas. Le voy a dar un consejo. Retírese ahora, vuelva a recibir órdenes. Esta mañana he estado en el Ayuntamiento. ¡Media vuelta, capitán! ¡Media vuelta!

Oculta en los neumáticos, junto a los pies del Barón, había una escopeta. Normalmente la tenía colgada a la cabecera de la cama: una Panther 440 de acero impoluto. A un lado, por donde se abría para cargarla, tenía una chapita de metal muy linda, con un grabado de un perro rodeado de rosas.

Me subí al montón para estar a su lado. Los neumáticos apilados huelen a bosque de algas. Arrimado a su pierna, alcé la vista y lo observé; su cara era tan fuerte y tan imperturbable como el radiador de un camión Iveco. Y esto me dio miedo, porque sabía del valor de los hombres como Jack. Cuanto más cerca se saben del desastre, más serena es su actitud.

Necesita que sea de día, capitán. Y también una autorización. Déjelo por esta noche. Si persiste, se le acabará descontrolando la situación. ¿Espera que mantenga el orden con una campana? Es lo único que tengo.

Agitó la campana arriba y abajo; iluminado por el foco, el metal lanzó varios destellos. Se permitió mostrar los dientes, pues este gesto podía explicarse por el esfuerzo que estaba haciendo; no delataba nada más. Luego, de pronto, dejó de agitar el brazo y metió la otra mano dentro de la campana para silenciarla. El badajo le lastimó en los dedos.

Necesita que sea de día, capitán. Si la situación se le escapa de las manos esta noche, yo no respondo de lo que suceda.

Dejó que la mano lastimada revoloteara por el aire.

Usted tampoco podrá responder, capitán, y le harán responsable, ¿no es así, King? Me pasó los dedos por el hocico y, discretamente, comprobó con el pie que la escopeta seguía en su sitio.

Le lamí los dedos y me fui. Tenía que avisar a Vico.

¿Dónde estaban? Abrí la boca y dejé que el aire de la noche me frunciera el morro y me acariciara levemente las encías. No había mensajes. No estaban en la Cabaña, ¿dónde estaban, pues? Se me ocurrió que podría haber otra razón para que no hubiera ningún mensaje de la Cabaña, y de esta razón salí huyendo a toda prisa. Corrí en la dirección opuesta, hacia el hombro izquierdo del abrigo, con la intención de bajar por la manga.

Pasé delante de la caseta de Anna.

¡King, ven! ¡Aquí! Por lo que más quieras, King. ¿Adónde vas tan corriendo? ¡King! ¡Quieto! ¡Quédate conmigo! Los asustarás si llegan a venir aquí. No se atreverán a pasar. La pasma es muy miedosa, siempre lo ha sido. Una vieja como yo puede asustar a uno o dos. Pero si vienen cuatro, estoy perdida. Si vienen cuatro, dos me agarran y dos acaban conmigo. Ven conmigo, King. Te daré algo de comer, abriré una lata.

Seguí corriendo, aplastando su voz con las patas, aplastando su voz de anciana, su voz fina como los pañuelos con los que limpian el culito a los niños. La locura no es un camino equivocado, es un follaje que cubre los caminos.

Saul estaba sentado en el Rancho de Luc, junto al sobaco izquierdo, con una linterna en la mano. Tenía el sombrero puesto y la Biblia abierta en el regazo. Sus rodillas anunciaban lo que estaba leyendo.

Porque sobreviví a la oscuridad, y Él no me impidió verla.

Estaba sentado en la televisión que le había dado Marcello. Al alcance de la mano en el suelo, junto a la televisión, había dejado un cuchillo de carnicero. No levantó la vista mientras estuve en el umbral.

Seguí corriendo, golpeando con las patas. No suelo tropezarme con las cosas por la noche. Las cosas me avisan. Me avisan de dónde están sin revelar su verdadera identidad o su razón para estar allí. En la oscuridad esquivaba la valla de madera que cada día estaba más caída y no tardaría en convertirse en un suelo. Esquivaba las dos grandes estructuras de metal destrozadas, que parecían tendederos, lo bastante grandes para colgar en ellos las alfombras de los banqueros. Esquivaba un pedazo de pilar de hormigón, alto como un hombre, en cuya superficie truncada se iban soltando los guijarros y casi se desprendían como los trocitos de tocino en una rodaja de mortadela seca. Todas estas cosas extrañas me resultaban conocidas porque pertenecían al lugar que habíamos convertido en nuestro abrigo.

Vi a un agente subiendo por la manga. Se dirigía a la chabola de Marcello, que estaría abandonada. Viré hacia el este y luego torcí hacia el sitio de Joachim...

Me asomé bajo la lona. No vi nada, ni siquiera su radio llena de lucecitas. Oscuridad total. La poliamida que cubría su chabola tenía el tamaño y el color de un elefante gris, de todos modos hoy pensó que era mejor no encender nada. Estaba en algún rincón, invisible en la oscuridad. Olí su cuerpo gigantesco y su tatuaje de Eva y su terquedad para no dejarse hundir. También olí a su gata, Catastrophe, que estaba allí con él, igualmente invisible.

Entonces le oí susurrarle, ¿Con que sabes lo que pasa, eh? Por eso te has puesto a girar como un torbellino en la puta oscuridad. La galerna te roza los bigotes antes de llegar, ¿no? Ven, Catastrophe, ven aquí. Te hueles algo más. Fuerza nueve, gatita. Mi gatita linda, que no le gusta mojarse. A las gatitas debería gustarles mojarse. Te asusta abandonar el barco, ¿eh, gatita? Pero ¿a quién le gusta abandonar el barco, eh? ¿A quién? No hay un alma a la que le guste. Te subes a mi cabeza y te agarras con las zarpitas a mi barba y así no te mojarás. Esta vez nos lo llevaremos todo atado en la balsa, todo, salvo la ventana y la puerta. Que se las queden. Esta vez esos hijos de puta no van a tocar una sola de nuestras cosas, Catastrophe.

El gigante Joachim hablando a su Catastrophe en la más negra oscuridad me animó y cambié de dirección. Retrocedí sobre mis pasos, como lo hago muchas veces. Iría y comprobaría si había sucedido lo peor. Me enfrentaría cara a cara con lo que temía. Volví al cuello y bajé por la manga derecha.

Nuestra Cabaña estaba exactamente igual que la había dejado aquella mañana. Los tres pocillos colgaban de sus ganchitos detrás de la puerta. Los trozos de hormigón que sujetaban el plástico del tejado seguían en su sitio. Lo peor todavía no nos había sucedido.

Liberto y Malak hablaban en la axila.

Nos van a echar uno a uno, decía ella.

No, si luchamos.

Nos echarán por la fuerza.

No si luchamos, Malak, no tenemos elección. ¿Tienes algún Tampax?

Está loco, King. ¡Se ha vuelto loco!

Te estoy preguntando si tienes Tampax.

¿Cómo?

Te estoy preguntando.

Una caja casi entera.

Bien. Vuelvo enseguida.

No me dejes sola, no me dejes, ¡Liberto!

Localízame tres botellas de litro. Vacías. De cristal, no de plástico. Enseguida vuelvo.

No te vayas.

Voy a la gasolinera. También necesitaremos unos trapos. Y tres Tampax.

¿Tienes alguna botella vacía, King?

Se las mostré.

Sólo quienes resisten saben cómo resisten mis amigos.

Tenía que encontrar a mi feliz pareja. En Ardeatina Street no había rastro de ellos. Volví a la esquina desde la que había echado a correr. Allí me puse a ladrar. Vi el resplandor de una televisión al otro lado de una ventana. Sobre los tejados, la noche se iba haciendo más oscura. Las nubes que venían del mar ocultaban la luna. Bajo los tejados, las parejas de viejos ya estaban en la cama. Volví a ladrar, esta vez llamando a Vica. Y ella me oyó, como siempre. Salió de un bar, un poco más abajo en la misma calle, y se quedó en lo alto de unos escalones...

Yo no me moví de la acera, mirándola.

Le he comprado un whisky, King. No ha protestado como creí que lo haría. ¿Y sabes lo que dijo, King? Me has perdonado, dijo. ¿Y yo?, dije yo, ¡perdóname!, dije.

¡Rápido, jadeé, tenéis que daros prisa!

Espera que se termine el whisky, King. No ha comido nada en todo el día, y está contento.

No tenemos tiempo.

Nadie nos va a cerrar la puerta, dormiremos en nuestra cama, como todas las noches. Te voy a contar un secreto, ven.

Subí junto a ella, en lo alto de los escalones.

¿No quieres que te cuente el secreto? Te lo diré al oído.

No, ahora no. Voy a buscar a Vico.

Es un secreto que quiero contarte a ti solo.

¡Rápido!

¿A qué viene tanta prisa? Me ha llevado años darme cuenta de lo que te quiero contar ahora.

¡Nos quieren echar!, le digo brutalmente.

¿A nosotros?

De donde vivimos.

No a estas horas. ¿Qué te has estado metiendo por la nariz, King?

Acércate a la esquina de la calle, digo, y verás unas luces que no deberían estar allí, vuelve a casa, yo me encargo de Vico.

Nada más empujar la puerta me di cuenta del tipo de bar que era.

En estos bares no suelen verse mujeres y nunca hay camareras. Un local pequeño, en donde el reloj se para un poco después de las diez de la noche. Los hombres que están en la barra ya se han perdido la cena, así que no hay nada que les obligue a volver a casa, aunque viven a la vuelta de la esquina. Están aquí la mayoría de las noches. Se saben muchos secretos unos de otros y todos son expertos en guardar silencio, incluso cuando se les pone lengua de trapo. Cuando se para el reloj, nadie vuelve a pedir, pero retrasan el irse, porque aquí en este pequeño bar son reconocidos y nadie los traiciona y eso les da calor. El secreto que todos comparten y quieren olvidar es por qué no quieren volver a casa. Es diferente en cada caso, pero la consecuencia es la misma para todos. Durante dos años de mi vida pasé mis noches en uno de esos bares.

Los tres hombres que estaban en la barra se volvieron cuando la puerta se cerró detrás de mí.

¡Oye, tú!, dijeron, como si supieran que era uno de ellos.

Pasé de largo. Vico estaba sentado solo en una mesa en un rincón. Agarraba el vaso con las dos manos y con la cabeza gacha olisqueaba el whisky que quedaba. Parecía que iba a meter la lengua y lamer las últimas gotas, como lo hacen los animales sin manos. Sonreía. No me vio hasta que lo toqué en la rodilla.

Así que has venido a por mí.

Asentí.

Vica me ha comprado un whisky. Me dijo que me lo merecía.

Tenemos que volver a casa, dije.

¿Qué prisa tienes?

Han venido.

¿A estas horas de la noche?

Nos están echando. Están destrozando todo. Han destrozado el sitio de Danny y el de Marcello y probablemente ahora estén destrozando el de Alfonso.

¿No está allí él?

Ha perdido el valor, así que lo ha perdido todo. Se limitó a cerrar los ojos. Si estamos allí, no se atreverán, se echarán atrás. El Barón les ha avisado. Tiene una escopeta. Si estamos allí, se echarán atrás.

¿Y adónde se van a llevar a la gente?

Los van a realojar en algún otro lado, dicen.

¿Sabes lo que escribió Giambattista?

¡Me has contado todo lo que escribió!, respondí exasperado.

Una vez le pregunté a Liberto, que lee un montón, si conocía a Vico. ¿Vico?, me contestó, no, nunca había leído nada. De Rulfo sí, pero no de Vico.

Escucha esto, dijo Vico apurando su whisky: «Me parece muy improbable la noción de Aristóteles de que los cuerpos están compuestos de puntos geométricos. ¿Cómo puede salir nada real de una abstracción?». Eso es lo que decía Giambattista. En realidad ninguno de nosotros será realojado, King. Todo lo que nos dicen son abstracciones. La realidad es...

¿Dónde está el carro?, le interrumpí.

Está fuera, lo escondí ahí detrás. Si metes uno de esos carros del supermercado en un bar no te servirán, te señalarán la puerta por la que has entrado. Ya ha pasado la Era de los Héroes, King, ya no es el tiempo de Orestes.

¡Agárralo y corre!

Fue la primera y única vez que le hablé con brusquedad.

Mal que bien cruzamos Ardeatina, los tres, y emprendimos una penosa marcha por el descampado. Parecía que estábamos luchando contra una ventisca, todos nuestros movimientos estaban ralentizados, como si ninguna acción llegara a su fin. No hacía frío. Las ráfagas de viento eran feroces y azotaban el polvo y la arena contra nuestras narices, contra nuestro pecho. Y aunque todavía había algo de luna, ninguno de ellos veía dónde ponía los pies, y el terreno estaba lleno de peligros. Ninguno de los dos podía llevar el carro, que continuamente se bloqueaba, daba bandazos, se caía.

Tendremos que abandonarlo, dijo Vico exhausto, vendremos a buscarlo por la mañana.

Si lo dejamos aquí, podría desaparecer, dijo Vica.

No, si lo recojo temprano, antes de que amanezca, antes de que se levante nadie. King y yo vendremos a buscarlo mañana.

La referencia a la mañana siguiente los tranquilizó, y dejaron allí el carro.

Agarraos a mí, y me puse entre los dos, Vica a mi izquierda y Vico a mi derecha.

Me agarraron y los conduje por un camino que sólo yo veía entre las zanjas, los vertederos, los taludes medio derruidos, los agujeros llenos de agua y los tubos de rayos catódicos machacados. Tengo el don de ver caminos donde no los hay, caminos que nadie ha transitado. La mano de Vico, cálida y escamosa, descansaba en mi cuello; debía de transmitirle cierta confianza. Con una uña de sus manos hinchadas, Vica me rascaba de cuando en cuando detrás de la cabeza, como lo había hecho cuando estábamos echados en la calle.

Quise pararme para señalar el momento. Sintiendo sus manos sobre mí, me olvidé de mis miedos. Confiados en mi olfato, los dos pensaban que sabían adónde íbamos. Tan breve fue la parada para marcar ese momento de confianza mutua que ninguno de los dos se dio cuenta. Un minuto después, Vica anunció, silbando, King nos está llevando a casa.

Cuando por fin llegamos al Pilón, no se veía la Excavadora por ningún lado. El operador hablaba con el oficial delante del jeep, y parecía que estaban discutiendo. Los agentes antidisturbios rodeaban el vehículo, aburridos con la espera. Uno de ellos se subió y barrió el abrigo con el reflector. Luego lo apagó, saltó con los pies juntos y midió la distancia que había saltado; así de aburrido estaba. El haz de luz reveló dónde estaba la Excavadora. Estaba aparcada al lado de la montaña de escombros y su mástil era más alto que ésta.

Corriendo, tropezándonos, los tres vimos al mismo tiempo lo que había sucedido. Había desaparecido la Cabaña. La Cabaña había sido desparramada, comprimida, hendida, aplanada y abandonada. Ni siquiera los bombardeos —y he visto unos cuantos— arrasan de esta forma, porque entonces la atroz destrucción baja del cielo en un instante. Aquí la aniquilación había sido lenta, a ciegas, a corta distancia.

Vica se tiró sobre los fragmentos de lo que había sido la Cabaña. Se arrastró de bruces y se le subió una pernera del pantalón. Bajo su pantorrilla regordeta vi un arañazo cubierto de sangre y oí cómo se rompía su corazón.

Tomad la letra V y rompedla así. Esto es lo que le sucedió.

Me senté a su lado. Vico asintió con la cabeza y dijo, Espera aquí. Luego se volvió y se dirigió lentamente hacia el jeep.

No la lamí ni la toqué. Sólo respiraba para que supiera que yo estaba allí. Bajo los somieres hundidos y retorcidos de las paredes y el poliestireno aplastado, distinguí dónde había estado la cocina de hierro. Sin moverme de su lado, busqué algún fragmento del tarro de los tesoros. Me temblaba el hocico. Creí haber visto un trocito de la goma roja.

Entonces oí la voz de Vico: Nos están barriendo de la tierra, no de la faz de la tierra, ésa ya la perdimos hace tiempo, del culo de la tierra. Somos su gran error. ¡Escúchame, King!

Lo vi alejarse. Todos los detalles de su persona se veían recortados, definidos, a la luz de los faros del jeep. Las mangas de la chaqueta le colgaban medio descosidas. Tenía el cabello blanco alborotado. Llevaba un brazo levantado como un hombre amenazando con un palo a alguien que huye...

A los errores se los odia más que a los enemigos. Los errores no se rinden como los enemigos. No existe un error derrotado. Los errores existen o no existen, y si existen, han de ser escondidos. Somos su gran error, King. Nunca lo olvides.

Ha cambiado su forma de andar; de pronto, deja de arrastrar los pies. Empieza a caminar con decisión, ligero, casi como si bailara. No se oía música y los hombros de su chaqueta estaban deformados y rotos. Le conté todo esto a Vica, y no sé si me oyó o me entendió.

El oficial había descubierto a Vico y con su mano enguantada le hizo una seña para que se acercara. Le pediría a este vejestorio, a este desecho humano, que se dirigiera por el megáfono a los otros, diciéndoles que salieran, como había hecho él con muy buen criterio. Comprobó la hora.

Tal vez era el resplandor de los faros lo que hacía difícil juzgar las distancias o el tiempo. Vico caminaba con paso decidido hacia el jeep, pero el tiempo que le estaba llevando recorrer esa distancia pareció larguísimo. Todo lo que le observaba notó este fenómeno. Todo tuvo la sensación de que no bien acababa de pasarlos, los montones de escombros y las piedras y los electrodomésticos destripados del vertedero se trasladaban espontáneamente y se volvían a poner delante de él.

Humare, King, la palabra latina para enterrar, está en desuso. La nueva palabra es demoler. Demoler, demolición, ni rastro. Demoler para que nada pueda ser visto. Como las estrellas que pintó Vica en la pared, que ya no se pueden ver.

Vica no se movió. Apoyé la cabeza en su espalda. Tenía arena en el cogote, ese cogote que solía sonreír, a pesar de ella, cuando algo le gustaba. Apreté cuanto pude la oreja contra su cuerpo, escuché. Oí el lejano latido de una Cabaña aplastada bajo la clavícula. No dio señales de ir a moverse. Los dedos hinchados de su mano izquierda estaban crispados, retorcidos. Metí mi hocico húmedo dentro de su mano.

King, ¿me oyes?

Me levanté como movido por un resorte, las patas tensas. El oficial le ofrecía el megáfono a Vico al tiempo que le decía, Por favor, dígales a sus compañeros que salgan.

Giambattista lo vio venir, King.

Corrí hacia Vico lo más rápido que había corrido nunca hacia él.

No tenía las palabras y no conocía el dolor, King. Se pasó la vida intentando resolver el enigma de cómo había salido exactamente el hombre de la barbarie, qué etapas había pasado hasta llegar a donde había llegado. Eso era la Nueva Ciencia, como él llamaba a la historia. Vaticinó una segunda barbarie, King, mucho peor que la primera. En la primera, según él, había cierta generosidad. Qué extraño que utilizara esa palabra, verdad, y, sin embargo, es la que utiliza. Era generosa porque sólo afectaba a los sentidos del hombre. La segunda barbarie se implanta en el pensamiento mismo, lo que la hace mucho más vil y mucho más cruel. La segunda barbarie mata a los hombres y se lo lleva todo al tiempo que promete y habla de la libertad.

Queremos que lo recojan todo cuanto antes, dijo el oficial.

La cara minada de Vico permaneció impasible. Levantó la mano izquierda como si estuviera pasando una página. La derecha la tenía oculta a la espalda. Agarraba en ella su navaja de cachas de asta. Tras años de uso, la mano conoce la navaja y la navaja reconoce la mano. Con la misma impasibilidad en su rostro destrozado, Vico alzó la mano que tenía a la espalda y hundió puño y navaja en la dirección del vientre del oficial.

A veces sucede que los viejos hacen cosas que nadie más se atrevería a hacer.

Un momento después, Vico se desplomó y cayó de bruces en el suelo. La navaja, tirada a su lado, estaba manchada de sangre. No sé de quién. El oficial se frotó la rodilla, la rodilla de la pierna con la que había dado la patada que había derribado al viejo que era mi amo. De pie a su lado, un agente antidisturbios le apuntaba a la cabeza con la metralleta descolgada del hombro.

Vico sabía dónde estaba yo. Lo estaba observando entre las botas del agente. Vai da Vica, dijo.

Lo obedecí, y en el camino me encontré con Liberto y Malak acurrucados juntos al lado de la Excavadora.

Quítate de en medio, King, y rápido, y también tú, Malak.

Yo podría encenderla y tú la tiras.

Nunca. Si estás aquí me preocupo.

Yo sostendré la linterna, intentó persuadirlo ella.

Sólo son tres segundos y no hay tiempo para andarse preocupando. Hay que hacer un trabajo limpio, lo que significa que solo.

¿Qué quieres que haga?, preguntó ella.

Vuelve y espérame. Enseguida iré.

Ciao.

Espera, dame el mechero.

Liberto... no podría vivir sin ti.

Te daré un minuto, dijo él.

Vica no se había movido. Tenía los dedos retorcidos. Yacía boca abajo, como Vico.

Los dos besando el suelo, a doscientos metros uno del otro.

Cuando Liberto lanzó su bomba contra la Excavadora, sentí como si el aire fuera aspirado por las llamas e instantáneamente escupido. Fue un sollozo, un sollozo explosivo.

Empezaron a oírse voces a nuestro alrededor y era fácil distinguir unas de otras. No debería ser tan fácil distinguir al débil del fuerte. Los gritos que venían del abrigo eran ansiosos, desesperados, insistentes; los chillidos de los antidisturbios sonaban jubilosos y aliviados porque por fin se había acabado la espera, enseguida darían por concluida la misión y se irían a casa, a la cama, a echar un polvo, tal vez.

Vica no levantó la cabeza ni movió el cuerpo. Sólo sus manos hinchadas palparon el polvo junto a su hombro, como la mano de un durmiente rebusca a veces un pañuelo bajo el hatillo. Le lamí la pierna. Estaba fría, demasiado fría. Corrí al sitio de Jack en busca de una manta o algo con que taparla.

Jack se había levantado una fortaleza junto al montón de neumáticos. Había construido una torre con los más grandes —los de las ruedas traseras de los tractores—, uno sobre otro, y se había metido dentro, de modo que lo rodeaban. Cuando se agachaba, estaba totalmente protegido, invisible. De pie, podía apoyar el codo en el último neumático, apuntar y disparar. Ocho cartuchos —me dio tiempo a contarlos: tres rojos, para jabalíes, y cinco amarillos, para aves de caza— estaban colocados en fila en el neumático superior. Supongo que tenía la Panther cargada con dos cartuchos rojos.

Estaba de pie, con la escopeta cruzada sobre el pecho, los ojos tensos en la inspección del terreno, alerta al menor movimiento. Giró lentamente sobre sí mismo, trazando una circunferencia completa, como un faro, dispuesto a defender su casa contra todo el que se acercara. Tardó como un minuto en completar el círculo.

Las atroces variedades, Agamenón, de un mismo destino.

¿Cuántos minutos estuve mirándolo? En un momento se colocó el gorro en la cabeza. Sin levantar el pulgar de la mano derecha del seguro del arma.

Antes de poder cerrar la boca, antes de sentirlo subir por el pecho, estaba aullando, la cabeza atrás, bajo las estrellas.

Sólo en otra vida se puede contar la historia de lo que sobrevive a la destrucción, de quien la sobrevive.

Fue el desamparo, la desolación y la irrevocabilidad de esta verdad lo que me hizo aullar.

¡Aquí, King, aquí!

¿Quién sobrevive, Barón, por qué? ¿Quién y por qué?

¿Qué pasa? ¿Dónde está tu Vica? ¿Dónde está su marido? ¿Así que os han largado, eh? Te lo avisé. Teníais que estar allí, por vuestros cojones teníais que estar si queríais defenderla.

Besó la escopeta sin sonreír.

Somos su error, dijo el perro.

¿Dónde está Vico? ¡Carajo! ¿Estás seguro?

El Barón y el perro se miraron. Luego el Barón volvió a inspeccionar el terreno.

Hay que tener cojones para hacer lo que hizo Vico, dijo por fin.

Su verdadero nombre es Gianni, le dijo el perro.

Ve a por ella, dijo el Barón, puede quedarse bajo mi techo, ve y tráela.

Sonó un disparo. De un rifle, hacia el cinturón del abrigo. El Barón guiñó los ojos e instantáneamente se puso la escopeta en el hombro. Sentíamos en la cara el viento del mar. Nada se movía entre las sombras del suelo. Apoyó el codo izquierdo sobre el neumático superior.

Respeto los reflejos de los viejos soldados. Lo que odio con toda el alma son los megáfonos.

Otro disparo, y esta vez sentimos un zumbido en los oídos, un sonido de propulsión, el ruido de algo imparable.

El Barón alzó los ojos al cielo, el cielo en el que, según Vico, no existía una constelación de La Mula ni nada por el estilo. Seguí la mirada del Barón y vi dos sucias almohadas rajadas cuyo relleno salía en llamas y caía revoloteando. Un tercer disparo. Las almohadas eran del color del capote del ejército sueco.

Gases lacrimógenos, anunció Jack rápidamente.

El relleno de las almohadas estaba formando una nube.

Un trapo húmedo, me exhortó el Barón, átate un trapo húmedo a la nariz y la boca. Avísalos, King, avísalos rápidamente. No nailon, que usen algodón o lana, ¡y que estén húmedos!

El Barón se quitó el gorro, lo mojó en el agua que se había acumulado en uno de los neumáticos, lo cortó con una navaja por la coronilla y se lo metió de forma que le tapara la cara. Puede que nos ayude el viento, añadió, y el suelo está muy seco, así que los gases subirán enseguida, mantente abajo, lo más abajo que puedas, rápido, ve a avisarlos. Yo me ocuparé de la señora.

Conforme se alejaba, el perro le contó al Barón que la barbarie de hoy recorre el mundo arramblando con todo mientras promete y promete y habla de libertad.

Me mantuve en el borde de la nube. Todos oyeron mi aviso. El gas era tan siniestro como la Excavadora. El silencio del gas era tan siniestro como la lentitud de la Excavadora. Sigilosamente convertía el aire en un enemigo.

El veneno es perezoso. Empuja al cuerpo que ataca, lo empuja a la catástrofe. Opera de forma semejante a la desesperación. La desesperación también es un veneno. La fuerza descontrolada procede entonces de la víctima.

El cloro que contiene el gas tiene que entrar en contacto con la humedad, con el agua, a fin de producir cloruro sódico. Así que los ojos húmedos de Anna cuando se asomó a la puerta de la caseta no hicieron sino colaborar en su ceguera; al sentir un escozor como si le estuvieran clavando aguijones en los globos oculares, empezó a frotárselos furiosamente con los puños, con lo que el cloruro sódico penetró aún más, hasta atacar las trompas de Eustaquio. Tras lo cual el dolor le hizo doblar las rodillas y salió a gatas de la caseta y así se dirigió hacia el cuello del abrigo, donde la nube parecía menos densa.

Viendo a la anciana que me había suplicado que me quedara con ella y recordando el megáfono y empezando a sentir en mis propios ojos el insoportable picor, quería preguntarle a Vico si la pereza no sería la madre y el padre de toda cobardía. Vico se creía cobarde y no lo era. Corrí por la oscuridad ladrando su nombre: ¡Vico! ¡Vico! En algunos sitios el viento se arremolinaba en el gas ponzoñoso y lo rasgaba en sucios velos que subían a la deriva. ¡Vico! Entonces, amortiguada pero diáfana, oí su voz, su voz de terciopelo en el aire envenenado: I ricorsi, King! I ricorsi!

En algunos sitios el viento plegaba el gas, haciéndolo más fino aquí y más denso allá, y en uno de los claros me pareció reconocer el bolsillo derecho del abrigo, salvo que la chabola de Joachim había desaparecido. Había desaparecido la lona de poliamida del tamaño de un elefante. Ya no estaba el letrero de PROHIBIDO ENTRAR EN LA OBRA SIN CASCO que Joachim había clavado de broma en el suelo. Sólo había una puerta cuidadosamente dejada en el suelo y una ventana encima de ella. La casa había desaparecido, pero no se veían huellas de la Excavadora. La Excavadora deja huellas.

El viento volvió a plegar el gas y vi unas cosas apiladas. La lona de poliamida enrollada y atada con un nudo marinero, una bombona de gas, dos cubos de plástico, la cafetera más pequeña del mercado, la radio de la que Joachim estaba tan orgulloso, y un cochecito de niño de los que tienen cuatro ruedas. Al lado, el hombre se arrastra a cuatro patas con Catastrophe metida en la chupa. Este gigante de hombre a gatas en el suelo eructaba como un niño que no sabe vomitar.

Los gases lacrimógenos contienen un elemento constrictor. La sal del ácido nítrico irrita la tráquea, que intenta cerrarse, de la laringe a los bronquios, provocando una pavorosa sensación de ahogo. Como era un gigante, el cuerpo de Joachim reaccionaba de una forma particularmente violenta. No tenía ni idea de dónde estaba. Tiré de él y lo conduje hasta el cuello. Más o menos a ciegas conseguimos llegar a donde se podía respirar un poco mejor. Nos echamos sobre la tierra.

Oíamos el megáfono a lo lejos, en la oscuridad: Dispérsense hacia la M-1000, allí no hay gases y serán conducidos al transporte que les espera. No se demoren más. Se lo pedimos en su propio...

El mensaje se interrumpió porque el Barón había disparado uno de los cartuchos para jabalíes. Tras un minuto de silencio total, el megáfono vociferó, Os lo habéis buscado.

Ésa es la frase que por lo general suele preceder a la tortura, a la violación o al asesinato. Hasta ahí llegaba. En esta ocasión anunciaba la última fase de una torpe operación de desalojo de chabolistas ilegales de un suelo que había sido comprado para la especulación inmobiliaria. Todavía olía a azufre y amoníaco. Me pregunté dónde podría llevar al gigante, que seguía ciego y dando voces desesperado de dolor. Me vino la idea como si de pronto hubiera olido un rastro. Lo llevaría al Boeing. No estaba a más de trescientos metros. Tendríamos que rodear numerosas nubes de gas, densas, visibles, y yo lo conduciría. Llegado un momento le dije que se montara en mí como si yo fuera una mula. Y él se montó y los pies le arrastraban por el suelo, y yo tuve la fuerza necesaria para llevarlo.

De entre una nube de gas salió dando tumbos Saul, con los brazos por delante para no tropezar con el demonio y la cara cubierta de sangre. Los dos tuvieron la prudencia de no abrir la boca. Me miraron y tenían los ojos jodidos. El Boeing se encontraba en dirección al mar, de donde venía el viento, y estaba en una hondonada, así que perseveré en mi intento porque al estar el suelo muy seco los gases subirían. Normalmente habría dudado mucho. Esta noche, el dolor del gigante y del matarife jubilado me era tan cercano que no quedaba lugar para las dudas. Si los hubiera dejado donde estaban habrían sobrevivido. Sin embargo, se me ocurrió vagamente la extraña idea de que si lográbamos alcanzar el Boeing iríamos a un lugar mejor.

Apresuramos el paso y alcanzamos a Alfonso, que tenía la cara cubierta con el sombrero y la funda de la guitarra a la espalda. El gigante me desmontó y el cantante lo agarró. Nadie dijo una palabra. Los tres hombres que yo estaba guiando iban tan silenciosos como invisibles son las sombras en la oscuridad.

De no haber ido yo guiándolos, se habrían tropezado con Anna, que estaba tirada en el suelo con su abrigo negro puesto.

No es momento para morir, y le mordisqueé la oreja.

Voy a matar a alguien, dijo casi sin resuello.

¡Levántate!, le ordené.

Quiero estrangular a alguien, dijo.

No le conté lo de Vico. La empujé con el resto.

Por fin llegamos al Boeing. De común acuerdo, por un instinto de supervivencia, los cuatro se deslizaron de culo por el desnivel. Abajo el aire estaba limpio y la oscuridad era total. Las nubes ocultaban la luna. Malak y Liberto habían tenido la misma idea y ya estaban instalados. No se habían quitado los trapos que se habían puesto de mascarilla siguiendo las instrucciones del Barón. Nadie habló. No porque tuvieran que cuidarse del aire, sino porque cuando se ha perdido todo, el tiempo se detiene y para hablar es necesario el tiempo.

El tiempo se había detenido para mí, por eso me quedé allí tirado resoplando en lugar de ir a buscar a Vica enseguida. Y de nuevo se me ocurrió vagamente la extraña idea de que todos, Vica incluida, podríamos ir a un lugar mejor.

¿Está alguno de vosotros ahí en el Boeing 747? Era la voz de Danny, desde arriba.

Sí, dijo Malak.

Danny encendió su mechero y bajó el talud casi a tientas. Tenía buen aspecto y debía de haberse librado de los gases.

¿Sabéis aquel del que...? Preguntó.

Silencio.

¿No lo sabéis ninguno?

Se echó al lado de los otros, que también estaban tirados cuan largos eran.

Un hombre se acerca a otro que está al volante de un coche parado en el semáforo, y muy agitado le dice, Oiga, señor, ¡la rueda de atrás pierde! ¿Seguro?, pregunta el del coche. Sí, contesta el hombre. La de delante gana.

¿Has visto tu sitio?, le preguntó Liberto.

Sí, sí que lo he visto.

Ésta fue la última palabra pronunciada. Los siete esperaron, ocultos en el Boeing, tirados en la tierra. No sé por qué esperaban. La oscuridad era total. La Excavadora Estimado Señor había llevado a cabo más de la mitad de su cometido. Los antidisturbios no tardarían en empezar a buscarlos. Había un autobús aparcado en las proximidades que los alejaría de allí y los separaría. Les ardían los ojos. Esperaron porque no sabían adónde ir. Respiraban con facilidad ahora. Suspiraron tranquilizados. En un suspiro no sabrían adónde ir. Por eso esperaban.

Se sabían acompañados, y en el Boeing esto era mejor que estar solo. No sabían adónde ir. Anna echó un sonoro escupitajo. Joachim empezó a toser. Danny se puso a temblar, dando diente con diente. Malak le echó su pañoleta sobre los hombros. Saul se aclaró la garganta varias veces como si estuviera a punto de hablar. La tos de Joachim se fue haciendo más y más seca, como un ladrido. Esto me hizo ladrar.

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