King

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Un ladrido es una voz que se escapa de una botella diciendo, Aquí estoy. La botella es silencio. Roto el silencio, el ladrido anuncia, Aquí estoy.

La tos de Joachim volvió a ladrar. Alfonso ladró. El ladrido de otro te pincha en las orejas, te presiona en la lengua y fuerza a las mandíbulas a abrirse para responder: ¡Aquí estoy! Saul ladró, vomitando el gas diabólico que había tragado. Malak ladró, girando el anillo en su dedo. No sabían adónde ir. Eran como yo. Liberto ladró. Eran como yo.

Pasado un rato te olvidas de que estás ladrando, y cuando sucede esto oyes a los otros, oyes el coro de ladridos y, aunque ninguno ha cambiado y todos son claros y concretos, tan concretos que pueden romperte el corazón, el coro dice algo diferente, dice, ¡Aquí estamos!, y este Aquí estamos golpea un recuerdo casi muerto, y lo hace revivir como las cenizas apagadas de una hoguera que vuelven a encenderse gracias a una ráfaga de viento nocturno, y el recuerdo es de la jauría, del miedo, del bosque y de la comida.

Ladraban echados en la hondonada y yo escuché los nombres de los ladridos: Danny el terrier, Joachim, Saul, Malak, Anna, Alfonso, Liberto el lulú de Pomerania. Acurrucados en el erial polvoriento del Boeing no tenían nada, como nada tenía yo. Éramos iguales y todos ladrábamos.

Siendo como era la primera vez, pareció que lo mejor era que yo los guiara y marcara el paso. La luna estaba oculta tras jirones de nubes invisibles, y la noche era muy oscura. Me siguieron porque estaban muy juntos, tocándose, hocicos contra ijadas, las colas rozando las orejas, una estela de polvo en la oscuridad que dejábamos atrás. Me siguieron.

Salimos trepando del Boeing, y me dirigí hacia el cuello del abrigo en busca de Jack y de Vica. Los dos debían de habernos oído llamarlos mucho antes de que llegáramos, porque ya estaban preparados junto al montón de neumáticos, esperando.

Vica, xolo colosal de la Sierra Madre, con tu hocico de trufa y tus párpados tirantes, ven y corre a mi lado, eran los xolos los que conducían a los aztecas muertos, amor mío, hasta la otra vida.

Una jauría de perros salvajes, corriendo y ladrando de madrugada en el extrarradio de una gran ciudad, acobarda a cualquiera. Una sola ráfaga de metralleta sería suficiente para despacharlos y dejar a la mayoría agonizante, gimiendo en el suelo. Pero el recuerdo ancestral de la aparición es tan profundo que el agente antidisturbios se olvida de que tiene una metralleta.

Para cuando lo recuerda y se la descuelga del hombro, Corina y Vico se han reunido con nosotros y hemos girado hacia el este, de modo que el agente abrió fuego a ciegas contra una oscuridad en la que no había nadie ni nada.

Vico, nuestro pequeño cazador.

Corina, flaca como un crápula que no come, Corina que de joven cuando se picaba heroína nunca comía, Corina, la afgana de hocico más largo, levantado al corner, como si estuviera sonriendo en lugar de esnifando pegamento.

Jack el Gran Danés.

Los llevaba hacia el mar por el atajo. Íbamos lentos, a medio galope. Ya no corríamos peligro. El ritmo de sus patas golpeando la tierra al unísono aliviaba su fatiga. Incluso los viejos pueden bailar toda la noche al ritmo de su propia música.

Sus patas de diferentes tamaños, sus delicadas canillas, sus codos, impelidos baldío tras baldío, y con cada zancada el salto en el aire era un poco más confiado y el contacto con la tierra un poco más breve, de modo que el aire se transformó en una música que los transportaba. El cielo era tan oscuro que yacía mejilla con mejilla con la escoria y la chatarra; la oscuridad posó sus manos en su testuz y sus ijares, y la jauría perdió el recuerdo de su sufrimiento y sólo oyó el latido de su furia y de su apetito.

Llevábamos la lengua fuera para soltar la sal del sudor.

Creí todo esto hasta que llegamos al río y al puente cubierto de hierba desde el que todo se desliza hacia el mar. Desde lo alto de este puente miré atrás por primera vez y vi que nadie me seguía. Había huido solo del Boeing.

Liberto, Malak, Jack, Corina, Danny, Anna, Joachim, Saul, Alfonso, Vica y Vico, el cazador, siguen cobijados en lo que queda del abrigo.

La duplicidad de las palabras. No, tengo que volver a corregirme. Una de cada tres sale del corazón.

Éstas las encontré en el suelo de mármol junto a la pila de agua bendita de la iglesia de Santa María, en el cerro:

De porcelana la pila del agua bendita

y sobre la pila de porcelana

los brazos abiertos

un Cristo de porcelana

del tamaño de un dedo

y el pincel azul del creador

le sombrea en el manto

el perfil izquierdo

oscuro como la sangre

como la oración azul

Estoy echado en la hierba al otro lado del río y no sé si es muy tarde.

Tú, Vica, tú, amor mío, eras azul como una oración.

No hay brazos en los que dejarse caer.

ESTA HISTORIA

HA SIDO ESCRITAS POR

JOHN BERGER

QUIEN QUIERE

AGRADECER LA AYUDA,

EL ANIMO Y LA CONFIANZA

QUE LE HAN DEMOSTRADO

ALINE, ANDERS, ANDRE,

ANNE, BEVERLY, ERICA,

GHlSLAlNE, GIANNl, GIOVANI,

HANS, HERVE, JANA, JEAN-JACQUES,

JUAN, KATYA, LATIFE, LILO,

MARC, MARÍA, MARISA,

MARTIN, MICHAEL, MIQUEL,

NELLA, NIKOS, PILAR, RICCARDO,

ROBERT; RONALD, ROSTIA,

SANDRA, SIMON, TIM

WITEK, YVES, YVONNE

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